viernes, 31 de diciembre de 2021

«¡Basta de poesía, aquí hay que liarse a patadas!»


Todos los años, desde que empecé a escribir esta bitácora, cierro el mes de diciembre con un alarde de prosa en el que intento lavar mi conciencia por todas las veces que en el Paratroopersdon'tdie (que es donde vengo a relajarme en más de un sentido) me he permitido ser flexible o descuidado con las más elementales normas de la ortografía o el estilo. Por cada error tipográfico que me dio pereza corregir, por cada vez que tuve miedo de lo que lo que Blogger podría hacer si abría una entrada ya publicada para editarla, por los saltos de página arbitrarios, por las negritas y cursivas que se me pasaron por alto, todo el tiempo que pierdo con gilipollas y en gilipolleces, por todas las calaveradas que le hago al castellano incluso cuando me tomo la molestia de redactar bien (pero nunca llego a hacerlo a la perfección porque eso es imposible y encima la fecha de entrega se acerca), intento que la última entrada del año sea algo tan hermoso y literario como mi torpe arte me permita.

Salvo el año pasado. El año Covid-19 no se merecía el esfuerzo.

Este segundo año pandémico tampoco lo merece.

Lo último que me inspira este año de mierda, este bienio coronavírico, son versitos sin rima. Ya en 2019 me fue imposible aportar luz alguna. Quizá porque estaba hasta las orejas en uno de mis famosos raptos de melancolía de fin de año. Quizá porque prestaba atención a las noticias del extranjero y ya me estaba oliendo la que se nos venía encima. Quizá porque tenía que ser así y así fue.

No quiero arriesgarme a acabar 2021 de la misma manera. No puedo permitirme el lujo de amargarme (y amargarte, querido lector) otro fin de año con pensamientos oscuros y deprimentes.

Y no voy a hacerlo.

Así que intentemos, amado lector, tú y yo, ponerle un poco de chispa a este año de mierda que por fin se acaba. Porque, como mi cirujano plástico solía decir, «si tienes que morir, muere con una sonrisa».

Así que se me ha ocurrido que podíamos darle entre todos un repaso al correo electrónico de esos lectores que nunca escriben, que nunca hacen preguntas, e inventémonos un «especial preguntas de los lectores» en clave de humorismo y sacándole mucha punta. Y a ver cuántos plagios de memes de 2021 eres capaz de detectar, lector espabilado y sagaz.

Va por ustedes, señores. Y señoras. Y señoros.


Paratroopersdon'tdie: especial preguntas y respuestas de los lectores

«¿Qué libro vas a escoger este año para cerrar el 2021, Sommer?».

El papiro de Saqqara, de Pauline Gedge. Era eso o El canibalismo como opción dietética moralmente aceptable en tiempos de pandemia mundial, subnormalización colectiva global y agilipuertamiento político nacional, de Rainer Werner Matthias Hundeficker. Y me gusta más el Egipto antiguo que que me recuerden que estoy gobernado y rodeado por gilipollas.

«Vamos, Sommer, confiesa. ¿Cuándo vas a admitir que eres negro, a pesar de ese pseudónimo germánico?».

Te equivocas. Soy tirando a lechoso. Cosas de escritores. Apenas salimos a la calle, y luego, claro, pasa lo que pasa.


«¿Cuál es la pregunta más estúpida que te han hecho jamás?»

¿Aparte de ésta?

«¿Es cierto que te falta un testículo?».

Sí, es completamente cierto. Me falta un huevo. Sólo tengo tres.

«¿Cuándo vas a admitir que en realidad te ponen verraco las Sombras de Grey?»

Corrijo; ésta es la pregunta más estúpida que me han hecho jamás; al mismo nivel de «¿te has hecho daño?», «¿crees que esta falda me hace gorda?» y «¿por qué cojones estás viendo vídeos porno con el carallo en la mano?». Manolo, ¿eres tú? Se supone que en la clínica no te dejan usar Internet.

«Señor Sommer, soy el representante legal de la señorita Ashley Mathews, más conocida por su nombre profesional de Riley Reid. Le comunico el expreso deseo de mi clienta de que interrumpa usted de inmediato toda comunicación con ella. Sus persistentes envíos de fotos en paños menores y ropa interior usada constituyen una forma de acoso severamente sancionada por la ley. Mi clienta se reserva el derecho a tomar todas las medidas legales a su alcance para que este hostigamiento llegue a su fin».

¡Anda ya, Sara Sampaio, que no cuela! ¡Que me conozco tu estilo de redacción! ¡Celosa, que eres una celosa!

Te pillé.

«¿Qué comes cuando estás realmente muerto de hambre?»

Pregúntamelo la próxima vez que esté realmente muerto. Pero no te ofendas si no te contesto.

«¿Por qué mierda intentas parecer siempre más listo de lo que eres, cacho mamón? Como con todas esas frasecitas en idiomas extranjeros. ¿Sabes lo patético que pareces, dándotelas de listo así?»

Du liegst falsch, ich spreche kein Spanisch.

«¿Cómo puedo ponerme en contacto con mi abuelita, Sommer? Falleció hace once años».

La mera posibilidad de la existencia de un «más allá» exige la existencia de un «menos acá». Te sugiero que encuentres el menos acá y la busques en el extremo opuesto.


«Si la piscina es honda, ¿qué es el mar?»

Toyota. Y la lluvia Toshiba.

«Señor Summer, soy Carnicio Chingapulgas, director de contenidos de Netlfix Ibérica. Estamos interesados en hacer una serie de televisión basada en sus novelas. Por favor, póngase en contacto con nosotros a la mayor brevedad».

¿Recuerdas que te dije que la ketamina te iba a arruinar la vida, Manolo? Y si realmente eres alguien de Netflix, ¡aléjate de mis libros; vade retro, Satanás!


«Eh, gilipollas, me tienes hasta el carajo con tu obsesión por Batman. ¿Por qué no admites que te gustaría ser Batman?»

Porque prefiero que mis padres tengan largas vidas. Además, sólo me gustaría ser Batman el 99% del tiempo. El otro 1% me gustaría ser Batgirl. Antes de lo del tiro en la columna, digo.

«¿Por qué "separado" se escribe todo junto y "todo junto" se escribe separado».

El nivel intelectual de esta entrada se está desplomando, señores.

«¿Tienes pareja, Sommer?»

Oh sí, por supuesto, y no podría ser más feliz. Mi novia es todo lo que siempre imaginé que sería mi chica.

De hecho, es imaginaria.

«¿Has usado alguna vez un tractor agrícola?»

Cualquier cosa es un consolador anal, si tienes suficiente vaselina.

«¿Cuál es la velocidad de la luz en el vacío?»

Ahora mismo no lo recuerdo, pero sé que es ligeramente inferior a la velocidad de la oscuridad. Cuando la luz llega a alguna parte, la oscuridad ya está allí, esperándola.

«Me encanta poder leer tus libros al fin. Dime, ¿estás haciendo mucho dinero con tus novelas?».

Mis ganancias con la literatura son casi tan grandes como las tetas de Dua Lipa. ¿Pero de verdad aún no os habéis enterado de que escribir es llorar, sobre todo en España?

Alegoría de mis ganasias.

«Aprovechando estas fiestas, ¿nos puedes decir cuáles son tus películas navideñas favoritas?».

Arma letal o La jungla de cristal. Cualquiera de las dos. No es realmente Navidad hasta que no veo a Hans Gruber caer desde lo alto del Nakatomi Plaza.


«Sommer, ahora que te empiezan a pesar los años ¿has decidido ya cómo te gustaría envejecer?».

Tanto como Jennifer Connely. Ni más ni menos.
¡51! tacos tiene la jodida.

«Sommer, me he leído tus novelas y creo que son maravillosas. ¡Eres el mejor escritor de tu generación!»

Manolo, ¿eres tú otra vez? ¿Cuándo te han dejado salir? ¿Te estás tomando el litio?

«Sommer, sigo esperando tu opinión sobre mi libro. Hace más de seis meses que te lo envié».

Y no veas lo que me he reído en estos seis meses, pirata. Joder, me reí tanto con tu libro que a lo mejor un día hasta me lo leo y todo.

«¿Te sigues pajeando con los vídeos de Riley Reid?».

Y ella con los míos. ¿Qué te habías creído?
«Muuuuuuuuuuy cierto».

«¿No te cansas nunca de quejarte, Sommer? Si todavía nadie te ha querido publicar a lo mejor es porque tus libros no son lo bastante buenos. Quizá necesites más tiempo y esfuerzo para escribirlos. A la larga, el esfuerzo y el trabajo duro acaban compensando».

¿Que el esfuerzo y el trabajo duro acaban compensando? Claro, fiera. Por eso todos los albañiles son ricos.

«¿De qué color era el caballo blanco de Santiago Apóstol?»

Santiago Apóstol montaba en Vespa, gilipollas. ¡Lee un poco!

«Sommer, ¿no te remuerde la conciencia contribuir desde esta bitácora heteronormativa y cispatrariarcal a la violencia de género y la transfobia, blanquear los crímenes de la civilización blanco-falocrática-fascisto-capitalista y darle más votos a Vox?»

¿Dónde coño habré metido el guantelete del infinito? ¡Las cosas nunca están a mano cuando las necesitas! A ver si debajo del Batmóvil…

«Sommer, me pones hipercaliente. Quiero ser tu cubo de lefa. ¡Hazme tu puta sucia!»

¡Por última vez, Manolo, a mi me va el marisco, no el embutido! ¡Quítate ese maquillaje perturbadoramente sexy y ese tanga de Hello Kitty y vámonos cagando hostias al médico para que te cambie las medicinas de la cabeza!

«¿Te has tirado alguna vez un pedo en un acensor?»

No fui yo. Nadie me vio. No hubo supervivientes. Tengo coartada. El forense dijo muerte natural. No puedes probarlo. Quiero un abogado.

«¿Qué esperas de la Fase Cuatro de Marvel, o sea Disney?»

Me preocupa mucho más su «Fase Cero», de la que seguimos sin saber nada.

El primer paso es ocupar las emisoras.

«Sommer, últimamente no paro de oír hablar del blockchain y las criptomonedas. ¿Qué puedes decirme al respecto?»

Que alguien me ha chafado ya el chiste.

«¿Crees que algún día el llegaremos a pisar Marte, Sommer?»

¡Si todo es cuestión de poner un cartucho más de dinamita, hombre!

«Cuando cae la noche ¿quién la recoge?»

Tu madre, que por su trabajo ya está acostumbrada a pasarse las madrugadas de rodillas y con la boca llena.

«¿Qué es la electricidad, señor Sommer? ¿Me lo puede explicar?»

Por supuesto. La electricidad es el zumo que obtienes al exprimir los electrones, como la moralidad es el zumo que obtienes al exprimir las moras y la probabilidad el zumo que obtienes al exprimir las pruebas.

«¿Puedes recomendarme algún buen afrodisíaco, Sommer?»

El agua hirviendo. No falla. Abre las almejas y pone los huevos duros.

«¿Cómo se mata a un elefante morado, señor Sommer?»

Con un rifle para matar elefantes
morados, obviamente.

«Sommer, cuéntame algo que no sepa».

Ahí va:

«¿Por qué lees tanto y ves tantas películas? ¿Es que no tienes vida propia?»

Leer y ver cine también es la vida, pero tienes mi permiso para seguir creyendo que la vida es vegetar de nueve a ocho en un trabajo que detestas, a las órdenes de un jefe al que odias, para ganar un dinero que no te satisface y gastártelo en el alcohol y las drogas que te joden la salud, acompañado por unos «amigos» a los que desprecias. El mundo es muy grande y no se va a notar un gilipollas más.


«¿Qué te ha traído Papá Noel este año, Sommer?»

Huuuuuuuuy, me temía esa maldita pregunta. Nada. Verás, no es que haya sido mal niño, es que una vez a los doce años me quedé despierto a ver si pillaba al gordo cabrón (es que me hacía ilusión y eso) y... Ay, no sé si contarlo. Bueno, la cuestión es que a eso de medianoche empezó a sonar música de final boss y coros en latín (♪«¡máximuuuuuuus flatuuuuuuuus, potoooorruuuuuuus impúdicuuuuuuuuus!»♪) y apareció una barra de vida enorme flotando en el aire y me acojoné pero que mucho y corrí a cama y esa noche Papá Noel no me dejó nada y no ha vuelto a hacerlo nunca más.

Ya, ya. Mi primo El Orejas tampoco se creyó la historia y al año siguiente intentó la jugada él mismo. Mis tíos siguen encontrando pedacitos suyos cuando hacen la limpieza de primavera. Y así no hay manera de celebrar un funeral decente.

«¿Qué está más cerca, la luna o el Polo Norte?»

Pero vamos a ver, subnormal, ¿tú puedes ver el Polo Norte desde tu ventana?

«¿Te gustaría tener algún día un Ferrari?»

Ay, no sé. ¿Cuántos maricoins dices que cuesta uno de esos?

«Dime, Sommer, ¿tú crees que estamos viviendo el fin de los tiempos?».

Definitivamente :


«¿Es posible matar a un elefante rosa?»

Por supuesto. El procedimiento es el siguiente: le aprietas la trompa, esperas a que se ponga morado y le disparas con el rifle para matar elefantes morados.

«¿Cuál fue tu primer trabajo? ¿Cuál es tu libro infantil favorito?»

Rectificador de agujeros para Donuts y El libro de cocina del anarquista. ¿Y sabes por qué te lo he dicho? Porque es mentira y te lo vas a tener que currar de la hostia para averiguar mis preguntas de seguridad.

«Soy un gran fan de Matrix y me ofende que le des tanta caña a las secuelas. ¿De verdad no ves una sóla cosa buena en ellas?»

Sólo una. Bueno, dos.

«Me sorprende la falta de comentarios en la bitácora. ¿Por qué tus presuntos lectores tienen tan escasa interacción contigo?»

Porque están todos demasiado ocupados garchándose por turnos a tu puta madre.


«Herbert, tengo una duda: ¿Sergio Dalma dalma o no dalma?»

Sergio dalma tanto como Luis molla. Si Luis no molla, Sergio no dalma. Manolo, en serio, empiezas a preocuparme. Los ojos te hacen cosas raras y antes no olías a gasolina podrida.

«¿Cuándo vas a consumar tu romance con Zack Snyder, Sommer?»

¿Cuando ibas a la escuela tus profesores te dijeron alguna vez que no existen las preguntas estúpidas, o que la única pregunta estúpida es la que no se hace? Pues te mintieron, y acabas de demostrarlo.
«¿Con qué personaje histórico te identificas más?»

¿Alguien se ha pedido ya a Mafalda? Bueno, pues entonces John Wick.

«Señor Sommer, quiero empezar a escribir mi primera novela. ¿Puede darme algún consejo?»

¡Córtate el pelo y búscate un trabajo, hippy!

«¿Siempre has querido ser escritor? ¿Qué querías ser de mayor cuando eras niño?»

Las típicas cosas de críos, ya sabes: heraldo de Galactus, emperador del universo conocido, dios del trueno, maestro jedi... Veo que no te has rendido con lo de las preguntas de seguridad, ¿eh? Así me gusta, campeón. El que la sigue la consigue.

«¿Cuál es la palabra más sexy que le has dicho jamás a una chica?»

«Flan».

«¿Cuántos minutos se tarda en cocer un huevo duro?»

¿Para qué coño quieres cocer un huevo duro? Ya está cocido. ¿Estamos hablando de óvulos de gallina o de cojones de imbécil?

«Enhorabuena, señor/a Sommer. Ha ganado usted un nuevo iPhone X. Por favor introduzca su dirección y datos bancarios en el formulario on-line para poder recoger su premio».

¿Tú no eres la rusa ninfómana que se quería casar conmigo el año pasado? ¡Manolo, es la última vez que te cuento nada!

«¿Por qué los zombis gallegos van en tractor?»


Para sembrar el terror. Y no son zombis, es que le dieron demasiado a las anfetas en BUP.

«Señor Sommer, no me gusta el color de mis ojos. ¿Puedo tener los ojos del color que quiera?»

Naturalmente que sí, pero guárdalos en un tarro con formaldehído, que si no se estropean. Y no te acerques a mi casa, que tengo el sueño ligero, escopeta y buena puntería.

«¿Qué fue primero, la gallina o el huevo?»

Primero fue el Big Bang.

«¿Cuál es tu filósofo favorito?»

Ya lo he dicho muchas veces: Marx. Pero Julius Henry, no su primo lejano Carlos.

«Sommer, te desafío: ¿cómo se dice "se acerca el invierno" en latín?»

«Hibernus admovat». ¿Has tenido suficiente o quieres otra en el cielo de la boca? ¡Para que luego digáis que estudiar lenguas clásicas no sirve de nada!

«Sommer, tío, ¿te has enterado de ese nuevo virus informático que hay suelto por internet? Si pones en la barra de búsqueda de Google "Extremely femenine and sexy redheaded russian femboy with perky tits, huge dick and humungus balls jerking off and cumming bukets like a fucking firehose"» y pinchas en cualquiera de los enlaces que te salen, un bot te instala un virus que te pone el ordenador en mayúsculas y te cambia las vocales por números y no hay manera de arreglarlo».

PU3S N0. N0 H4B14 01D0 H4BL4R D3 3L. MUCH4S GR4C14S P0R 4V1S4RM3 4 T13MP0. ¡3ST3 1NT3RN3T 3ST4 C4D4 D14 M4S P3L1GR0S0!

¿Ya está? ¿Eso era todo?

...

¿Manolo? ¿Sigues así?

Feliz año nuevo, Manolo. Espero que encuentres la ayuda profesional que necesitas.

sábado, 18 de diciembre de 2021

Jo, tío, ¿qué te ha pasado? Tú antes molabas


Una máquina de Rube Goldberg (para un británico, «Máquina de Heath Robinson») es un mecanismo que realiza una tarea sencilla de la forma más complicada posible. Algunos ingenieros, aficionados y diletantes con demasiado tiempo libre se dedican a construirlas como entretenimiento, o bien como reto técnico. Una máquina de Rube Goldberg típica suele basarse en una reacción en cadena. La acción, cualquiera que sea, se descompone en pequeños elementos, cada uno de los cuales es activado por el precedente y activa el siguiente hasta concluir la tarea perseguida. La universidad Purdue de Indiana incluso organiza un concurso nacional del ramo desde 1987. El nombre del dispositivo procede del caricaturista e ingeniero Reuben Lucius Goldberg, famoso, entre otras cosas mucho menos interesantes, precisamente por dibujar ese tipo de ingenios surrealistamente complicados.

Pero no todas las máquinas de Rube Goldberg requieren una mecánica de «tren de fichas de dominó», por así llamarla. Una máquina de Rube Goldberg fue la que construyó cierto ingeniero medio imbécil para enfriar su cerveza. Una tarea que cualquier antropoide con el número correcto de cromosomas podría haber ejecutado con un barreño lleno de agua y un par de bolsas de hielo del que se compra en las gasolineras. Pero este hombre con su título de la Señorita Pepis del Instituto Tecnológico de Chanclaputreps, o donde fuese, no podía incurrir en semejante vulgaridad proletaria, así que en vez hielo metió en su barreño de agua una bombona de propano industrial. Acopló a la espita de la bombona un regulador de alto flujo y al regulador un quemador; abrió la llave, prendió el gas que salía a chorros y la diferencia de presión hizo descender abruptamente la temperatura de la bombona, hasta ponerla muy por debajo de cero. En el proceso, la bombona robó calor al agua del barreño y a las latas de cerveza que flotaban en ella, enfriándolas de la forma más ineficiente y energéticamente gravosa que se me ocurre... sin emplear reacciones nucleares, quiero decir.

A mi entender, ese absurdo enfriador de cerveza era una máquina de Rube Goldberg con todas las de la ley. Un dispositivo absurda e innecesariamente complicado que ejecutó un trabajo sencillo al alcance de cualquier ongarután con un barreño y unas bolsas de hielo.

Si me lo hubieses preguntado hace un par de semanas, te habría dicho que una máquina de Rube Goldberg es siempre un objeto físico.

Pero Ridley Scott es responsable de haberme hecho empezar a creer que también es posible construir una máquina de Rube Goldberg con una película y coger un argumento más sencillo que el palito de una piruleta y convertirlo en un sindios narrativo. Pero con una fotografía cojonuda, eso sí.
El responsable.

El último duelo es una máquina de Rube Goldberg convertida en objeto cinematográfico por obra y desgracia de Ridley Scott.

Y una vergüenza para el hombre que dirigió Los duelistas, Alien, Blade Runner, Legend, Black Rain, Tormenta blanca, Gladiator, Black Hawk derribado, American Gangster y The Martian.

Aunque está a la altura del que dirigió El reino de los cielos, Robin Hood, Todo el dinero del mundo y, sobre todo, Prometheus y Alien: Covenant.

Ay, Ridley. Qué mal has envejecido, joder.
Riley, en cambio, se mantendrá siempre joven en nuestros corazones.

Cómo demonios uno de mis directores favoritos (al cual estoy dispuesto a perdonar hasta cintas claramente oportunistas y fallidas como La teniente O'Neill, que pese a lo absurdo de su argumento es un cuasi-bélico medio solvente, y Hannibal, sobre todo gracias al trabajo siempre eficaz de Anthony Hopkins) se ha convertido en una caricatura de sí mismo representa para mí uno de los mayores misterios de la civilización moderna.

El último duelo está inspirada en la historia real del último duelo judicial permitido por el Parlamento de París
, en 1386 (y basada en el libro de 2004 The last duel: a true story of crime, scandal, and trial by combat in medieval France, de Eric Jager). Dicho duelo enfrentó al caballero Jean de Carrouges contra el escudero Jacques Le Gris, a quien la mujer de de Carrouges, Marguerite, acusaba de violación. Carrouges y Le Gris, antiguos amigos y camaradas de armas, se habían distanciado por el rápido ascenso de Le Gris en la corte del conde de Alençon, que redundó en perjuicio de de Carrouges. La inquina entre ellos no había hecho sino aumentar cuando pleitearon por la propiedad de Arnou-le-Faucon, unas tierras a las que de Carrouges consideraba que tenía derecho como parte de la dote de su mujer y que el conde Pierre d'Alençon había entregado a Le Gris en pago por sus servicios y compensación por un antiguo préstamo que el conde había recibido de su vasallo con motivo del traslado de su corte a Argentan. Ofendido por el agravio que se hacía a su favorito, el conde Pierre pleiteó contra de Carrouges, le hizo el vacío y dinamitó sus opciones de compra o herencia sobre otros varios terrenos. Y es que a los políticos, como les mires cruzado, les sale el tío Adolfo que todos llevan dentro.
«Muskatnuss! Muskatnuss, herr Müller!»

Poco después de que de Carrouges regresase a Francia, enfermo, herido y arruinado tras una calamitosa campaña en Escocia (pero armado caballero), tuvo con Le Gris una discusión pública cuyos detalles no han trascendido pero de la cual ambos ex amigos se marcharon definitivamente convertidos en rivales . Lo siguiente que supo Le Gris es que de Carrouges y su esposa Marguerite le acusaban de haber violado a ésta el 18 de enero de 1386. Los de Carrouges acusaban a Le Gris de haber asaltado a Marguerite en su castillo de Capomesnil, valiéndose de un subterfugio y
la complicidad de Adam Louvel, escudero al servicio de Le Gris, aprovechando además la ausencia de de Carrouges, a la sazón en París, y de su madre y suegra de Marguerite. El conde Pierre falló en el juicio a favor de Le Gris, llegando a acusar a Marguerite de haber «soñado» el encuentro y, con un cabreo más que comprensible, de Carrouges apeló al rey Carlos VI en Vincennes. Se celebró un segundo juicio ante el parlamento y el duelo judicial fue finalmente aprobado.

Honestamente, no sé muy bien qué me esperaba de Ridley Scott cuando supe que estaba haciendo esta película. Hay tantos frentes diferentes por los cuales podría haberla atacado que las posibilidades narrativas eran casi infinitas. Piensa sólo, oh egregio lector, que los espectadores modernos no tenemos en realidad ni puñetera idea de lo que pasó en aquella cama medieval en enero de 1386. La película, por lo tanto, podría haber tenido una orientación detectivesca. Scott podría habernos proporcionado la información de que disponemos del no sólo último, sino probablemente mejor documentado duelo judicial de la historia de Europa, y dejar a nosotros la decisión final de a qué personaje creer. Ten presente que el cómplice de la violación, el infame Adam Louvel, y una de las criadas de Marguerite fueron sometidos a tortura (desventajas de ser plebeyos en el Medievo) para que confesasen la verdad y, sin embargo, se negaron a declarar contra Le Gris... a quien sin embargo su propio abogado, Jean Le Coq, el mejor de su tiempo, creía más culpable que el que mata la vaca y así lo consignó en sus notas del proceso, una de las principales fuentes históricas del caso. ¿Dijeron la verdad durante los interrogatorios Louvel y la criada o callaron por miedo a las consecuencias de acusar al favorito del conde Pierre? ¡El juego dramático que podría haber dado esta duda, si el director de la película lo hubiese aprovechado!

También, sólo por sugerir otro enfoque, Scott podría haberse mojado, narrativamente hablado, haberse puesto del lado de Le Gris y Pierre d'Alençon y comprar su tesis de que toda la historia de la violación no era sino una venganza urdida contra él por Marguerite y su marido o directamente una difamación de de Carrouges, que habría reclutado a su mujer como cómplice de su vendetta mediante amenazas de violencia (sospechas que expresó en su juicio el propio Le Gris). Scott podría habernos mostrado a los de Carrouges conspirando, aunque fuese en una escena sugerida o imaginada por Le Gris o su defensor. El cine tiene recursos sobrados para hacer entender al espectador que lo que está presenciando no es necesariamente una escena «real» en el contexto de la película, sino sólo la dramatización del testimonio o las conjeturas de un personaje. Y si Scott no sabía cómo hacer eso podríamos haberle sugerido que le echase un vistazo a Wonderland, la última película de Val Kilmer en la que el pobre de Val Kilmer (poco después se puso muy malito y hoy es una ruina física) no da ascopena, y una lección magistral de lenguaje cinematográfico y recreación de un crimen real, cuyos culpables reales, cuarenta años después, siguen, técnicamente, impunes y anónimos.

Y, ya metidos en el turrón, ¿qué tal una película de tribunales medieval style, Ridley? A fin y al cabo El último duelo es la historia de un pleito. Podría ser interesante para el espectador asistir a las sesiones de ese juicio, examinar por sí mismo los testimonios y las pruebas, decidir qué declaraciones le parecen creíbles y cuáles no, y todo ello en el contexto de una sociedad feudal, estamental, en la que las leyes y los procedimientos judiciales son notoriamente distintos a los actuales, en la que, por ejemplo, se considera legítimo torturar a un sospechoso o un testigo para obligarle a decir la verdad, salvo que sea noble, no jodas, y por lo tanto aforado. Una sociedad en la que existían tribunales eclesiásticos sobre cuya jurisdicción nada tenían que decir los reyes ni los jueces ordinarios y, también, aunque ya estaba en franco retroceso, existía (precisamente ése es el argumento de la película, algo que Scott parece haber olvidado en algún momento de la producción) la ordalía, el juicio de Dios; parodia de justicia en la que dos hombres dirimían sus diferencias a hostia limpia y se daba por sentado que el Altísimo no iba a permitir la victoria de un culpable, aunque el culpable fuese un soldado profesional en la plenitud de sus fuerzas y el inocente un zapatero remendón vejete y reumático.

En serio: peliculón si no lo has visto.

Y, aunque dudo mucho que Ridley Scott, con el clima cultural reinante, hubiese tenido pelotas siquiera para intentarlo, otro posible enfoque del largometraje podría haber sido un restregón de mierda por la cara del «yo sí te creo, hermana». Sólo diré al respecto que, aunque Le Gris pudo justificar con testigos (con salvedades; sigue leyendo) su paradero durante todos los días de la semana en la que presuntamente había agredido y violado a Marguerite de Carrouges, e intentó demostrar que era absolutamente imposible hacer en un sólo día el viaje de ochenta kilómetros entre Argentan y Capomesnil, la vehemencia de Marguerite durante el juicio acabó conmoviendo a los jueces, que no pudieron concebir que una mujer culpable de difamación y perjurio se humillase a sí misma reiteradas veces exponiendo una y otra vez en público y en documentos oficiales los impúdicos detalles de su violación; sinceridad casi desesperada que, a los ojos de los letrados, apuntalaba la veracidad de su testimonio. Ridley Scott podría, si hubiese querido ser fulminantemente cancelado por los social justice warriors, que probablemente no quiera, haber construido su película sobre la premisa de que, incluso en un caso tan grave como aquel, en el cual estaba en juego la vida de un hombre, casi fue más determinante la emotividad de la única testigo y presunta víctima que todas las pruebas judiciales. Si Scott descartó ese enfoque por miedo a caer en las garras de de las sanguinarias hordas turbofeministas, siempre le quedaba la salida de sugerir que esos testigos estaban amenazados o comprados para salvar la reputación del compijuergui del conde de Alençon o recordar que uno de los testigos de descargo de Le Gris, y puntal de su coartada, Jean Beloteau, fue detenido en París durante la celebración del proceso y acusado de violación, destruyendo su presunción de imparcialidad en el caso de de Carrouges contra Le Gris.

Mira, así sin esforzarme mucho se me han ocurrido cuatro posibles estrategias narrativas para aproximarnos a esta historia.

Parece que a Ridley Scott se le ocurrió una sóla: volver a contarnos Rashomon. Y, para mayor escarnio suyo y de la historia del cine, hacerlo mal, que es lo que suele pasar cuando copias una obra maestra sin ganas o sin tener ni un átomo del talento del autor original. En fin, ¿habíamos esperado demasiado del hombre que volvió a contarnos la historia de Robin Hood con una Marian de armas tomar a lo Éowyn en El señor de los anillos y unos nobles ingleses que querían imponerle a Juan I de Inglaterra una Constitución moderna (¡como si la Carta Magna fuese algo remotamente parecido a una Constitución democrática!), más de quinientos años antes de la revolución francesa? Pero este hombre ¿adónde va a documentarse para sus películas, en el nombre del fragante ombligo de Sara Sampaio?

Bajo la premisa de que nadie se iba a dar cuenta de que nos estaba contando otra vez Rashomon, y encima mal, Ridley Scott estrenó su película de cien millones de dólares de presupuesto seguro de pegar el gran pelotazo con su genialidad.

Edad Media según Scott: roña y filtros color caca.

En el momento en que escribo estas líneas, El último duelo no ha alcanzado todavía ni los once millones de dólares de taquilla en Estados Unidos (un poco más de treinta millones sumando la recaudación global). Ni siquiera once millones en una película estrenada el quince de octubre de 2021. Que ya ha llovido. Lo mires como lo mires, e incluso contando con las ventas de DVDs y la recaudación a largo plazo de las plataformas de TV on Demand, es un fracaso apoteósico.

Y Ridley Scott se ha pillado un rebote del copón de Bullas, de la baraja y del Santísimo Sacramento del altar de Santa Leopolda de Cataplines de Arriba, todos a la vez. Ha culpado a la aborregada población cinéfila del hostión en taquilla de su carísimo capricho mal concebido, torpemente documentado y tediosamente resuelto y arremetido contra el déficit de atención de los millennials además de, sin admitir siquiera la posibilidad de que acaso le tocase a él asumir parte de la responsabilidad del fracaso de El último duelo, medio sugerir que todos aquellos a los que no les ha gustado la película son tontos del haba, del habo y del habe.

Al parecer no se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de que su película esté mal hecha.

O que él haya perdido su toque como director, o que lleve años sufriendo una mala racha (¡tos, tos, carrasp, Prometheus, tos, tos, Alien: convenant, carrasp!).

O, tal vez, que no ha sabido leer el mercado cinematográfico actual y, en realidad, a nadie le apetecía ver esa película ambientada en una sucia y fétida Edad Media infestada de personajes mugrientos y amorales, estiércol y moscas cojoneras que a él se le metió entre los cuernos rodar.

O, pura y simplemente, que, como decía el escritor William Goldman (guionista de Todos los hombres del presidente, La princesa prometida y Dos hombres y un destino entre muchos otros clásicos), tristemente fallecido en este infausto diciembre de 2021, la magia del cine es en realidad su misma maldición: nadie sabe qué va a convertirse en un éxito de taquilla y qué se va a estrellar, y la mejor prueba de ello es que los bancos no hacen películas.

Pero no. Según Ridley Scott, El último duelo es perfecta y todos aquellos a los que no les ha gustado, o que han optado por no ir a verla, gilipollas.

«¿Y tú por qué no has ido a verla, eh, mierdoso?».

Y como a mí no me gusta que me insulten, y menos sin motivo, voy a explicarle a mi buen amigo Ridley, a quien hasta hace unos años tenía por uno de los cinco mejores directores de cine vivos, por qué su pataleta de niñato narcisista me puede comer los dos cojones y también le puede comer los de mi vecino el drogas.

Ridley, amor mío: el último duelo es pura y simplemente aburrida. Dura dos horas y media y parece que dure nueve semanas y media y ni siquiera se ven tetas. No me habías aburrido tanto, Ridley, desde Todo el dinero del mundo (otra película llena de prejuicios: las italianas todas putas o empleadas de la mafia, los italianos sudorosos y mal afeitados, corruptos, inútiles o criminales).

El último duelo, Ridley, es tediosa, lenta, repetitiva, abotargada, soporífera, engolada y cargante.

Mira, Ridley, para tu crecimiento como autor te ofrezco algunas de las notas que tomé mientras veía tu estúpida película:

¿Cámara lenta? ¿Ridley, estás tomando el vermú con Zack Snyder?

Minuto 14 y ya he perdido la cuenta de las elipsis (¿cuánto tiempo ha pasado entre esta escena y la anterior y entre ésa y la precedente, días, meses, años, o transcurren en universos paralelos?)

Minuto 38 y ¡coño, por fin nos presentan el drama!

Minuto 42 y la película vuelve a empezar (versión de Jean Le Gris)
Minuto 1:01 ¿se acabará trincando Ohma a Karla Kure en Kengan Ashura? Uh. ¿Qué? Ah, sí, que estoy viendo una peli de Ridley Scott y eso.

 
Minuto 1:27 y la película empieza por tercera vez (versión de Marguerite)

Minuto 1:43 ¿habrá vídeos nuevos de mi amada Riley Reid, suprema elfa venérea del universo?
Sí. Los hay. De hecho, nunca se acaban.

Minuto 2:08 ¡Ah! ¡El duelo! Si, medio recuerdo que esta peli iba sobre un duelo o algo así. ¡Por fin! No irán a justar con esos yelmos, ¿verdad?

Minuto 2:17 ¡NO ME JOD...! ¿Y YA ESTÁ? ¿YA SE HA ACABADO EL PUTO DUELO DE LOS COJONES?

¿Pescas los problemillas que señalo en estos apuntes, Riley... digoooooo Ridley? Una gestión del tiempo confusa y atropellada, retraso en la presentación del conflicto, demora, precipitación y futilidad del clímax narrativo, que no está a la altura de las expectativas creadas, pero sobre todo y por encima de todo, y con este párrafo nos convertimos oficialmente en una bitácora de repetición, una supina ineptitud narrativa que estiiiiiiiiiiiiiraaaaaaaaa un argumento a priori relativamente sencillo (un hombre es acusado de violación; ¿es culpable o inocente?) obligándonos a sufrir la misma historia una y otra vez.

La película debería haberse llamado El último tedio.

¿Qué sentido tiene hacernos un Rashomón, Ridley, si, excluyendo dos detallitos, es prácticamente imposible diferenciar las tres versiones de la historia? Todos los testimonios del caso son el mismo testimonio, Ridley. Con escasas divergencias. Cuando nos presentas la historia de la agresión a través de los ojos de Jacques Le Gris no vemos a Jodie Comer coquetear con Adam Driver, dándole la falsa sensación de que su personaje es vaginalmente receptivo a los avances fálicos extraconyugales. Vemos, y oímos, una y otra vez a Marguerite de Carrouges intentando espantar a su agresor, resistiéndose, en la medida de sus fuerzas, a la violación y diciendo «no, no, no» exactamente en el mismo tono de voz y con la misma actitud atemorizada y vulnerable de cuando Jean de Carrouges relata la agresión a su mujer tal y como ella se la ha referido y luego en la propia declaración de Marguerite. No es un «no (tonto), (esto) no (está bien, granuja), no (quiero que se me note lo cachonda que estoy y las ganas que tengo de que me empolles, cabrón)». Es «no» y punto. No veo ambigüedad alguna en ese «no» ni en la actitud del personaje de Jodie Comer, afirme lo que afirme esa mierdosa amiga suya, la muy zorra. Al personaje de Jodie Comer la violan tres veces en pantalla (cuatro, si contamos su noche de bodas y sus pírricos polvos con su legítimo) y Ridley Scott nos obliga a presenciarlo tres veces. O cuatro. Ya no sé cuántas, que he dejado de contar y estoy viendo a mi amada Riley disecar las gónadas de un unicornio de ébano.

Tú no has visto Rashomon, Ridley. No me jodas.

«Yo no valgo para putear, pero mato gente que no veas».

En la versión de Jean de Carrouges (Matt Damon), su antiguo amigo, Le Gris, un advenedizo cuyos únicos méritos son las matemáticas e irse de putas con el conde Pierre d'Alençon (Ben Affleck), al que descubre muy pronto cómo dorar la píldora, se aprovechó de la indefensión de su mujer y la violó, asalto que ella comunicó a su esposo con pelos y señales. Probablemente porque ya había empezado a notársele la preñez y las cuentas no acababan de salirle.

En la versión de Jacques Le Gris, él, Le Gris, se aprovechó de la ausencia de su antiguo amigo, que se ha buscado la ruina con el conde de Alençon por indisciplinado, orgulloso y bocazas, para mojar la palleta en el bien dispuesto potorro de su mujer, que es cierto que intentó echarle de casa y estuvo todo el rato diciendo que no, pero en realidad estaba deseando sacarle el hueso a la aceituna tanto como él y si se hacía la difícil es sólo porque que eso es lo que hacen todas, que es que el decoro les impide decir que sí quieren follar (el personaje de Adam Driver no aclara qué quieren decir entonces las mujeres cuando dicen «sí»).

La versión de la historia vivida por Marguerite se distancia sólo en un pequeño detalle de la que su marido refiere al rey Carlos VI: Marguerite nos muestra que Le Gris la violó pese a que ella se resistió y le suplicó reiteradas veces que no lo hiciese, pero que su marido la violaba cada noche que echaban un clavo, interesado sólo en correrse él y engendrar un heredero, sin preocuparse de si su legítima llegaba o no al orgasmo (aunque durante el juicio a Le Gris miente como una bellaca y perjura que por supuesto que su hombre le da gustirrinín, ¡todas las veces, señoría!; y podríamos considerar las impúdicas preguntas de jueces y abogados acerca de su vida marital otra forma de agresión sexual). La versión de Marguerite es una ligera variación de versión de Le Gris en la que de Carrouges, lejos de un noble servidor del rey, gallardo y bizarro, despreciado y desposeído injustamente de sus derechos por su duque y traicionado por un antiguo amigo, queda retratado como un machista y tiránico gilipollas que trata a su esposa como a una yegua de cría y está más cabreado por la agresión que se ha hecho a su honor prostático y a su «propiedad» que herido por el sufrimiento de su mujer, hasta el punto de airear sin escrúpulos su violación a los cuatro vientos y pedir un juicio contra Le Gris a sabiendas de que, si Jacques es hallado inocente, Marguerite pagará con su vida el haberle difamado.

En la percepción de Marguerite, ella es violada numerosas veces, una por Le Gris, mil por su esposo y por los abogados, pero a de Carrouges no podía decirle que no y Le Gris debería haber respetado su condición de mujer casada y sus reiteradas negativas.

Bueno, ¿y, desde la perspectiva de un escritor o un cineasta, a mí qué tu prima?
La Edad Media según Scott: penumbra, ropa oscura, atmósferas cargadas.


¿Qué sentido tiene ofrecernos tres variaciones de una misma historia si apenas hay cambios de una a la otra, Ridley? A mí me importa un carajo si el personaje de Matt Damon es un leal vasallo del rey de Francia puteado por su señor feudal en la versión de de Carrouges, un mierdecilla acomplejado, envidioso y bocazas en la versión de Le Gris o un cabrón machista obsesionado con el ascenso social y la perpetuación de su equipaje genético a ojos de su esposa. Nada de eso afecta al conflicto de El último duelo. Aquí de lo que se trata es de si la violación existió o no o de si eso es siquiera un factor sustantivo en el conflicto de la película. De lo que se trata es de si Marguerite dice la verdad o miente confabulada con o amenazada por su esposo, si la reclamación de de Carrouges de un juicio por combate está justificada o es una bizantina estrategia para cobrarse todos los desplantes y humillaciones, reales o imaginarios, que ha sufrido de Le Gris.

El carácter de los protagonistas de este largometraje no cuenta para el drama. O, al menos, no cuenta tal y como Ridley Scott nos presenta el carácter de esos personajes. Las diferencias entre los retratos que Le Gris y Marguerite hacen de de Carrouges, en conflicto con el que de Carrouges hace de sí mismo, no tienen nada que ver con la agresión que sufrió o no su mujer. A la Marguerite de El último duelo no la violan por estar casada con un capullo machista ni tampoco a pesar de ser la esposa de un aguerrido paladín de Francia recién ennoblecido por méritos de combate. Tampoco la personalidad de la víctima constituye en absoluto el motor del drama. Más allá de que, antes de sufrir la agresión, le diga a esa amiga cabrona y Judas a la que hemos aludido antes que encuentra a Le Gris «atractivo», no desempeña ningún papel activo que pueda enviar a su presunto agresor el mensaje de que está dispuesta a fornicar con él, a pesar de que las convenciones sociales la obliguen, según entiende Le Gris (cuyo interesado empecinamiento en traducir los «noes» de Marguerite por «¡destrúyeme el útero con ese cipotón tuyo, cabrón mío!» TAMPOCO aporta nada a la historia) y así se lo cuenta a su compañero de melopeas y chuminos, el conde Pierre, a fingir que se resiste, que lucha, que se opone, a decir «no» cuando en realidad quiere decir «¡empótrame hasta que los cojones hagan tope!».

Ridley, no había visto nunca a un director de cine frivolizar de manera tan burda e insultante, y sobre todo tan torpe, acerca de una violación (salvo tal vez a ti mismo en Thelma y Louise, una de las películas más sobrevaloradas de tu currículum). Tal y como has rodado El último duelo, no puede quedarle duda alguna a ningún espectador: Marguerite de Carrouges fue efectivamente violada por Jacques Le Gris pese a su oposición y fútil resistencia y su marido no sólo tenía perfecto derecho a esmochar a Le Gris en la arena, por hijo de puta, sino que es una puñetera lástima que no aprovechase la oportunidad para caparlo primero.

(¡Joder la metáfora con la yegua, Ridley! ¡JO-DER! Y esa puñalada de Le Gris a la bisectriz de de Carrouges, que le corta simbólicamente los cojones, ¡Joder, Ridley, joooooooooodeeeeeeeeeer!).
«Disimula. Son de Carrouges y su yegua».

A mí no me importa que como director hayas tomado partido por la presunta víctima (insisto: con las fuentes en la mano, no tenemos manera de saber si la violación existió o no y los estudiosos del caso tampoco se ponen de acuerdo al respecto; además se supone que la película no va de eso, o no sé ya de qué va, ¡mira cómo rebota mi Riley en el regazo de ese mandingo, mira! Ella sí que nunca defrauda). De hecho, has hecho lo correcto como ser humano. No era lo que se esperaba de ti. No ruedas cine por ser una buena persona. Lo ruedas porque se te supone narrador, pero no me importa que te hayas ensañado tanto con de Carrouges, por burro y por ser incapaz de hacer que su señora se corra con todas las de la ley. No me preocupa, aunque me ofende un poco, tu

regodeo en los más que evidentes cuernos de Jean de Carrouges, en quien te cebas al extremo no sólo de feminizarlo simbólicamente, como si no fuese suficiente, sino de retratarlo como un mulo al parecer feliz de criar y dar su apellido al hijo adulterino de Le Gris, fruto del mismo delito por el cual el osado picaflor acabó dejando de fumar definitivamente durante el desenlace del último duelo judicial de la historia francesa.

Lo que me preocupa, si lo tenías tan claro desde el principio, es que me hayas obligado a ver la misma película tres veces, como pretendiendo introducir alguna incertidumbre en el inequívoco testimonio de Marguerite de Carrouges, y hayas sido tan palmariamente incapaz de lograrlo.

Al campeón, todo le son flores.


Ridley... tal vez deberías volver al departamento de cine del Royal College y que te den un curso de refresco. O pedir el reembolso del dinero de la matrícula.

Y a lo mejor deberías revisar los títulos de tus películas, ¿sabes? Lo digo porque el duelo de ésta no abarca ni diez minutos de los últimos quince, créditos finales excluidos, en una película de dos horas y media. Y está rodado con unas concesiones a la estética y el espectáculo que se cagan tan descaradamente en la verosimilitud histórica y el sentido común que duele mirarlo.
(¿Celadas que sólo cubren media cara, Ridley? ¿En una justa con caballo, escudo y lanza, Ridley? Tú nunca has cogido un libro de historia en la mano ni visitado un museo, ¿verdad, Ridley?).
Como licenciado en Historia, aquí grité.

El último duelo
no sólo es una película aburrida. Es una película aburrida que su director nos obliga a ver tres veces.

No es por defender los hábitos de consumo audiovisuales de los millennials, pero humildemente me parece que ésta es una razón mucho más plausible para el fracaso de la última fantasía medieval del que fue, una vez, uno de mis directores de cine favoritos.

sábado, 4 de diciembre de 2021

¿Era Robinsón Crusoe un marsupial?

Si te has empecinado en esto de ser escritor, que ya nos hemos cansado de prevenirte desde Paratroopersdon'tdie que es una de las formas más estúpidas de morirse de hambre, y sólo puedes aprender dos lecciones, asegúrate de que sean estas:

1. Lección número uno: aprópiate de este consejo que me dieron hace años y no digas que eres escritor, di, mejor, que trabajas de pianista en un burdel.

2. Lección número dos: resígnate a esta verdad fundamental del universo, implacable como la termodinámica; los libros no se acaban. Se abandonan.
Si quieres profundizar en la primera lección, pincha aquí.
Ahora vamos por la segunda,

Buena parte de la literatura de ficción es literatura especulativa. Son los «ysíes» y los «porquenoes» los que te convierten en escritor.

¿Y si un matrimonio en crisis quedase aislado por la nieve, con su hijo pequeño extraordinariamente sensible, en un hotel de montaña de Colorado?

Y así tenemos El resplandor, de Stephen King.

¿Por qué no exploro una sociedad en la que los negros son la clase dirigente y los blancos la mayoría oprimida?

Y así tenemos Opus dos, de Angélica Gorodischer.

¿Y si el bebé de un caballero británico fuese criado por monos?

Y así tenemos Tarzán de los monos, de Edgar Rice Burroughs.

¿Y si un hombre con superlativas dotes de observación y una mente analítica prodigiosa se dedicase a investigar misterios?

Y así tenemos Estudio en escarlata, de Arthur Conan Doyle.

¿Y si un capitán de la Armada soviética decidiese desertar a Occidente llevándose consigo el nuevo submarino de tecnología ultrasecreta de la Flota Roja?

Y así tenemos La caza del octubre rojo, de Tom Clancy.

Los ysíes y los porquenoes son los que te hacen escritor. Porque los escritores son esos seres repelentes a los que la vida no les basta y tampoco se conforman con los libros de los otros escritores.

Uno de los mayores problemas de que la creación literaria sea vehículo de investigación es que es muy difícil ponerle un límite a esa exploración, sobre todo si tienes una personalidad un pelín obsesiva; y si aspiras a convertirte en escritor, probablemente la tengas.

He leído muchos libros en los que era dolorosamente obvio que el autor debería haber renunciado a la escritura al final del segundo acto. Quizá porque nadie le había enseñado que las novelas no se acaban, se abandonan.

Sin embargo, es muy difícil convertir este consejo en un método de trabajo universal.

Porque, en términos generales, es realmente complicado decir cuándo hay que abandonar una novela.

Y yo soy, como escritor, una de las peores personas para impartir o seguir esta norma, pues tengo la dolorosa tendencia a estiiiiiiiiiraaaaaaaaar mis libros. No llenarlos de paja, entendámonos, sino zambullirme en los personajes y las tramas y bucear en ellas buscando tesoros. No he llegado al extremo de tardar sesenta páginas en afeitar a un personaje, como Joyce (y si tardó más lo ignoro porque ése fue el punto en el que abandoné la lectura del Ulises para no retomarla jamás), pero sí confieso haber escrito un libro de sólo 16 capítulos, y que abarca una historia que se prolonga a lo largo de unas dos semanas, que no tienen menos de dos mil páginas.

Además, soy del tipo B de escritor: es decir, corrijo más que redacto. Soy más reescritor que escritor. Aunque un libro de unas cuatrocientas páginas me puede llevar un año de escritura, ese mismo libro pasará por sucesivos procesos de revisión y corrección, unos solitarios como paja desganada y otros colaborativos como gangbang de domingo de ramos con una Sasha Grey sedienta de amor de hombre; reescrituras que pueden extenderse a lo largo de varios años más (si quieres echarle un vistazo superficial a mi método de trabajo, pincha aquí).

Pero llega un momento en que no tiene sentido seguir buscándole defectos a la obra, aunque todavía los tenga, y debe enviarse a la imprenta con todas sus imperfecciones y el sincero propósito de enmienda de hacer un trabajo mejor con la siguiente.

Y ése momento es realmente difícil de identificar. Pero es imprescindible tomar, antes o después, una decisión al respecto. Porque de lo contrario estarás atado a ese libro a perpetuidad, reescribiéndolo una y otra vez incluso cuando ya has superado ampliamente el momento en que un párrafo menos, una frase más clara o un adjetivo más oportuno podían mejorarlo. Y, repito, el punto de renuncia es muy, pero que muy huidizo y etéreo, porque siempre hay margen de mejora, siempre se le puede hacer algo más a ese libro para que gane en claridad, profundidad argumental, intriga dramática o belleza literaria.

Yo mismo paso olímpicamente del estilo en los primeros borradores. A mí la belleza literaria me suda mis gordos cojones si debajo no hay una historia interesante y unos personajes atractivos. Harto de padecer como lector obras infumables con argumentos cuadriculados y pueriles, o sin argumento alguno, y ejercicios estilísticos que son todo fuegos de artificio con pólvora mojada, a la hora de escribir me centro en la historia y los protagonistas. Si consigo acabar, quiero decir abandonar, la novela con la sensación de haber contado una trama entretenida o al menos medio decente, entonces y sólo entonces me dedico a intentar darle un poco de barniz literario a mi prosa. Y si me sale alguna flor de ingenio antes de llegar a este punto, bienvenida sea mientras aporte algo, que no me tiemblan las manos si tengo que podar floreos inoportunos y vacíos.

El estilo, en mi opinión, debe estar al servicio de la trama y los personajes, y no al revés. De lo contrario parirás barrocos experimentos lingüísticos que le harán el chichi gaseosa a los académicos y acabarán en las listas de lecturas recomendadas de los institutos públicos, donde te ganarás el odio visceral de cientos de adolescentes que, por tu culpa, no volverán a coger un libro en su puta vida.

A causa de mis pecados arriba enumerados se me puede acusar de carecer de autoridad para aconsejar a otro escritor que aprenda a abandonar sus novelas.

Porque yo mismo lucho, con cada nuevo proyecto, por aprender esta lección. Y quizá ésa sea la meta máxima a la que pueda aspirar cualquier creador: descubrir en qué punto específico de ejecución debe renunciar a trabajar en cada una de sus obras concretas.

Y ésa es una lección realmente difícil de aprender. Porque no existe una receta. No se le aplican leyes universales. No puedo decirte «siempre que observes los fenómenos A, B y C habrá llegado el momento de abandonar la escritura de ese proyecto». Porque cualquier método que yo te pudiese aportar con mi torpe ciencia podría ser de aplicación a la novela X pero no a la Z, a un libro de ciencia-ficción pero no a un thriller policial. Y es que a la Literatura se viene llorado de casa y esto de escribir es como montar en bicicleta.

(Sólo que la bicicleta está en llamas.

Y tú estás en llamas.

Y todo está en llamas.

Y es como el infierno).

No puedo darte pistas, pero al menos puedo intentar que te plantees alguna pregunta que te ayude a decidir por ti mismo, en cada novela, si has llegado al punto de abandono. No todas las pistas son de aplicación a todos los libros y, sin tan siquiera intentas que tu proyecto las cumpla todas, corres el peligro de incurrir en exasperantes contradicciones, que nos comía el culo la fecha de entrega y, además, tampoco nos comprometimos nunca a desarrollar teorías bien elaboradas, copón. Avisado te he, amado lector.

La primera pregunta que debes contestar, la pregunta 0 y madre de todas las demás es ¿Has leído tu propio libro?

Parece una chorrada, pero está muy lejos de serlo. Han llegado a las librerías miles de libros de cuyo examen sólo cabe concluir que sus autores tiraron para adelante como miuras sin repasar ni una sóla vez las páginas que iban escribiendo. ¿En qué se nota? Oh, en muchos detalles. Tramas principales que empezaron en el primer acto y en la última página quedan sin resolución. Personajes que desaparecen. Argumentos secundarios que terminan sin haber llegado a empezar. Párrafos confusos o proclives a ser malinterpretados. Errores de concordancia argumental (el caso paradigmático, que ya hemos señalado varias veces, es Robinson Crusoe desnudándose para ganar a nado el pecio de su barco naufragado y luego llenándose los bolsillos de cosas, con lo cual sólo podemos concluir que Daniel Defoé no leía su propia novela o que Robinson Crusoe era un marsupial). Errores de concepto del libro, que empieza siendo una cosa y acaba como otra muy distinta, cuando no contradictoria con su propuesta original (señal clara de que el escritor no tenía un plan, o lo tenía y acabó aburriéndose de él).

Pero creo que donde mejor se nota al escritor disléxico es en su tratamiento de los personajes. Poco grita más alto y más fuerte «¡VAGO! ¡AMATEUR!» que unos personajes que pasan flotando por la acción sin que nada ni nadie les afecte. Porque los seres humanos no somos de hormigón y las experiencias que sufrimos dejan y deben dejar poso. Porque ya que don Miguel de Cervantes sentó las bases de la novela moderna, que se distingue de sus antepasados clásicos y medievales en que los personajes reflejan la evolución psicológica que acarrea sus aventuras, lo mínimo que podemos hacer en reconocimiento a su genialidad es escribir nuestras novelas como él empezó a hacer, aunque sólo sea para que nuestros lectores sepan que están leyendo una novela.

Empieza leyendo tu libro, y muchas de las preguntas que deberías hacerte a continuación se volverán evidentes hasta para ti, cenutrio.


Pregunta 1: ¿Te has emocionado escribiendo el libro?

Si la pregunta es afirmativa, enhorabuena y pasa directamente a la pregunta número dos. A menos que seas un poco tontito, si te ha emocionado escribir el libro probablemente al lector le emocionará leerlo, y eso significa que hay una posibilidad, por pequeña que sea, de que podamos convertirte en escritor. Porque de eso trata precisamente la Literatura: de transmitir una experiencia emocional, o por lo menos estética, a través del lenguaje escrito.

Si la respuesta es negativa, ya puedes empezar a echarte a temblar, porque algo estás haciendo mal. Rematadamente mal. Mal de toda maldad. Y depende enteramente de ti averiguar el qué.

Lee de nuevo tu libro, o por primera vez, si te has saltado la pregunta 0. ¿Por qué es tan frío? ¿Has caído en el feo vicio de poner el estilo por delante de la historia y los personajes? ¿Por qué no transmite emoción alguna? ¿Has intentado replicar la fórmula de algún éxito de ventas con la cínica esperanza de decaer o reinventar la fórmula de la Coca Cola y, como todos los plagiarios, has acabado copiando los errores y no los aciertos de ese referente y exhibiendo tu ineptitud como narrador? ¿Por qué tu novela parece escrita por un robot? ¿Es que tenías miedo de expresar lo que realmente sientes?

Escribir se parece un poco a ir a terapia. El escritor pone sobre el papel las cosas que le obsesionan, las que le asustan, las que le enferman, las que ama, las que detesta. Porque la vida es cualquier cosa menos una fiesta continua y el escritor, con su sensibilidad condenadamente acentuada, puede muy fácilmente acabar encontrándola casi insoportable, y sí, eso son dos adverbios en el mismo párrafo. ¿Qué vas a hacer? ¿Dispararme?

Algunas personas encuentran el mundo inhóspito y se drogan.

Otras se drogan y luego escriben.

Luego viene el llanto y el batir de dientes.


Para algunos de nosotros, escribir es en sí una droga.

Las plantillas argumentales están bien siempre que no trates de ocultarlas (porque te pillaremos, y nos burlaremos de tu pretenciosidad) y que las reduzcas a sus mínimos elementos. Coger el argumento de Romeo y Julieta y escribir West Side Story es la forma correcta de usar una plantilla. Perpetrar Parry Hotter, aprendiz de mago, la incorrecta. Y debería ser delito de pena capital también.

¿Quieres usar las plantillas? Úsalas. Todos lo hemos hecho en algún momento.

Pero pon algo de ti en ellas, o sólo te servirán para hacer el ridículo.

Creo que mis dos mejores libros son aquellos que probablemente no se publicarán jamás, y si se publican nadie los comprará, y si los leen los aborrecerán porque son demasiado personales. Casi indescifrables. Yo los llamo mis «libros terapia». Escribí ambos en diferentes momentos de mi vida. Momentos muy jodidos en los que estaba lidiando con mucha mierda emocional muy chunga, y perdón por el lenguaje profano.
(Aunque probablemente todos mis libros sean «libros terapia»).
Otro que necesita terapia.

He puesto mucho, muchísimo de mí en esos dos libros. Sentimientos reales. Personajes reales de mi vida, pasados por el filtro de la ficción hasta hacerlos irreconocibles.

Escribir esos dos títulos fue divertido hasta las lágrimas.

Fue doloroso hasta la agonía.

Fue desafiante.

Tuve que interrumpir la redacción y la revisión incontables veces porque pura y simplemente no me quedaban fuerzas para seguir.

Acabar, o sea abandonar, esas dos novelas fue lo más difícil que he hecho, como escritor, en toda mi vida.

Y creo, tendría que preguntárselo a las pocas personas que las han leído pero estoy casi seguro de sus respuestas, creo que los lectores se reirán donde yo me reí, llorarán donde yo lloré. Porque si pones tu humanidad en una obra dejarás en ella una impronta que otros seres humanos serán capaces de percibir.

Esos libros tendrán todos los defectos del mundo, pero nadie podrá acusarlos de adolecer de personajes monolíticos e inmutables, sobre los que no tiene efecto alguno la trama ni las interacciones con los otros personajes.

Creo, honestamente, que los personajes de esos dos libros son los más humanos que he escrito jamás. Quizá porque yo soy todos ellos. Porque puse en todos y cada uno de ellos una gota de mi identidad, una espina de mis defectos, una chispa de mis frustraciones, una sombra de mis pesadillas o todo a la vez. En esos libros encontré y perdí a mi primer amor, que es siempre el único y perfecto, y me reencontré de nuevo con él para verlo morir; y me retraté en un espejo deformante y huí horrorizado de lo que veía, y regresé y me recreé en esa gárgola e intenté amarla a pesar de su monstruosidad; y traicioné a mi familia y amigos, y fui por ellos traicionado, y huí de ellos, y nos los recuperé jamás, y fui feliz, y fui miserable, y alcancé el éxito gracias a mi talento, y me hundí en la miseria cuando finalmente me obligué a admitir que no poseo ninguno, y creo que todo esto, y muchos factores más, convierten a esas novelas en las mejores que he escrito y quién sabe si las mejores que escribiré. Jamás.

Antes de preguntarte por qué tus lectores no se emocionan con tus libros pregúntate primero por qué tú no lo hiciste.

Eh, no te desanimes. A lo mejor tus personajes carecen de empatía porque resulta que tú eres un psicópata.

O tal vez, pura y simplemente, sólo eres un mal escritor.
Pregunta 2: ¿Qué clase de final le has puesto a tu libro?
No es una pregunta banal. Si la respuesta es «el que había previsto» pasaremos a la segunda parte de esta pregunta: «¿y es el final que el libro necesitaba, o al menos el mejor que podías escribir?»

Si la respuesta es «¿qué más da; no son todos iguales?», eres un ignorante y un flojo y no tienes ni la más pequeña posibilidad de convertirte en escritor, ni siquiera por accidente. No merece la pena que sigas leyendo esta entrada de la bitácora.

Así que vamos a suponer que has contestado afirmativamente.

Hay varios tipos de finales para una novela, cada uno con sus inconvenientes, pero pueden reducirse a dos:

El final abierto: del cual se abusa de forma intolerable. Particularmente abusan de él los malos escritores y los regulares o buenos que se han metido en camisas de once varas y, presionados por los plazos de entrega, no supieron darle otro final a sus obras o fueron incapaces de satisfacer las expectativas creadas en el primer y segundo actos. Por eso demasiado a menudo el concepto «final abierto» encubre el concepto «historia mal resuelta».

En el final abierto, la historia, el conflicto, no termina realmente. Sólo termina el libro, y queda a discreción del lector decidir qué sucede a continuación. Casi toda la obra publicada de Kafka entra en esta categoría, aunque obviamente lo hace porque casi toda la obra publicada de Kafka está inconclusa; no tiene finales cerrados porque Kafka apenas escribió alguno. Fin de la discusión. Ejemplos de finales abiertos: Si El señor de los anillos hubiese concluido en La comunidad del anillo o Las dos torres tendríamos un ejemplo de final abierto, ya que la trama principal del libro, la destrucción del Anillo Único antes de que el Señor Oscuro le eche mano, habría quedado irresoluta. GRRRRRRRR Martin termina Muerte de la luz con un duelo del que no conoceremos el final (aunque lo intuimos). American Psycho tiene un final abierto de manual; aunque parece que todas las fantasías de asesinato que Patrick Bateman ha protagonizado sólo sucedieron en su imaginación, el problema subyacente, la sed de sangre y el instinto violento del personaje, permanece y podrían llevarle, en cualquier momento, al asesinato.

El final Paul Auster (o el que Paul Auster usa en la mayoría de sus libros) es su propia categoría de final abierto: el protagonista parece a un paso de alcanzar la felicidad o la redención pero un mal bandazo de la fortuna lo convierte en un paria y un fugitivo.

He leído pocos ejemplos de finales abiertos que estuviesen claramente previstos desde la génesis de la novela. Y no recuerdo ninguno de Paul Auster. Muy a menudo los finales abiertos me dejan con la sensación de que el escritor simplemente se cansó de escribir y cortó por lo sano. «¿Que no puedo resolver todas las tramas de la novela? Pues no las resuelvo. Acabo el libro con un acto final que tanto pueda ser una cosa como la otra y aquí paz y después gloria». Que es, sospecho, lo que Paul Auster lleva años haciendo.

El problema de un final abierto es que, si puede interpretarse tanto en un sentido como en otro, acaba por no significar nada. Además, hacen que el lector se sienta estafado. Los finales abiertos son a la creatividad literaria lo que la posmodernidad al pensamiento crítico. Es muy difícil lograr uno redondo, así que recomiendo evitarlos por sistema.

Otra forma más sutil de final abierto es aquella en la que el héroe, o el trasfondo en el que se ha desarrollado la historia, permanecen inalterados (lo cual nos remite a la pregunta uno). Si la novela, tomando lo que nos interesa del «Viaje del héroe» campbelliano y descartando el resto, es la historia de una transformación y al final de la nuestra no se ha producido transformación alguna, puede decirse, en puridad, que la novela no ha concluido. Ciertamente ése es el retrogusto que nos dejan algunas obras, particularmente las últimas de Paul Auster que hemos leído; y no, no es que le tengamos especial manía al pobre de Auster, es que es el primer ejemplo que nos viene a la cabeza cada vez que pensamos en «finales abiertos». Por la misma regla de tres podríamos cebarnos con ciertos títulos de Murakami.

El final cerrado:
es aquel en el que termina el drama y todas las tramas de la novela, o al menos las más importantes, encuentran su consumación. No merece la pena extenderse sobre él. Es exactamente lo contrario al final abierto y, a diferencia suya, ofrece al lector una satisfactoria sensación de cierre. De viaje que toca a su fin. De que toda la narración desarrollada hasta ese momento encuentra el destino que merecía y no otro. Romeo y Julieta se suicidan por gilipollas. La Bella Durmiente se recupera de su narcolepsia y se casa con el Príncipe (en la versión original del cuento no la despertaba con un beso, sino que se despertaba ella al dar a luz al bebé concebido cuando el Príncipe la violó aún sumida en su letargo; y es que eso del consentimiento es una idea relativamente nueva). Al final de El regreso del rey, Frodo y Sam han destruido el Único y retoman sus vidas, o lo intentan, transformados por la experiencia.

Pero todo esto no es más que cháchara. Abierto o cerrado, lo único que importa sobre el final es ¿qué significa?

No. No quiero decir «¿cómo se interpreta ese final?», traducción educada del grito de frustración «¿pero esto qué cojones es?» que a menudo lanzamos al alcanzar las últimas páginas de un libro. Lo que quiero decir es ¿qué significa ese final para la trama? ¿Qué significa para los personajes? ¿Qué significa para el lector? Sí, el lector. El público. El actor peor considerado en todo acto de creación. El chivo expiatorio sobre el que se vierten todas las culpas cuando una obra artística no goza del éxito esperado, como acaba de hacer Ridley Scott.

¿Qué has sentido, como lector, al llegar al final de tu libro?

¿Te has quedado con ganas de más?

Si es que sí a lo mejor estás haciendo algo bien.

¿Has torcido el gesto?

A lo mejor deberías plantearte reescribirlo. Demasiadas veces los escritores lo fían todo a una sorpresa final (el «efecto M. Night Shyamalan») que no siempre produce el resultado deseado. Una novela debería ser un proceso de descubrimientos, no una cadena de sorpresas. Las ideas felices no hacen buenos libros, por las mismas razones por las que una sucesión de chistes de Arévalo no constituye una comedia.
«¡Toma comedia!»

¿Al llegar al final has corrido a releer el libro, armado con la información a la que sólo tuviste acceso cuando llegaste a la última página, intentando averiguar en qué punto el escritor empezó a jugártela (American Gods, de Neil Gaiman) o ansioso por volver a interpretar pasajes que ahora, a la luz de la revelación de las últimas páginas, podrían tener un sentido muy diferente al que en una primera lectura les atribuiste («¿Que Bruce Willis estaba muerto desde el principio? ¿Pero esto qué cojones es?»)?

Si es así, parabienes. Estás a un paso de escribir una obra inmemorial y listo para saltar a la siguiente pregunta:
Pregunta 3: ¿Cuántos niveles de lectura tiene tu libro?
Piensa en Los Simpsons. O en las películas de Pixar.

¿Qué tienen en común? Todas ofrecen tramas y chistes aptos para niños y un sustrato, algo más sutil, que sólo los adultos un poco atentos van a ser capaces de identificar.

Ahora piensa: ¿cuántas lecturas posibles pueden hacerse de tu obra?

La profundidad en una obra artística suele ser sinónimo de riqueza, pues imposta la realidad, delata el esfuerzo del creador y expone su dominio de la técnica. Pero la profundidad no se puede imponer. Debe ser construida, y para que no se desmorone como un jenga manejado por un borracho hay que construirla de abajo arriba.

Empieza con algo sencillo. Un arquetipo.

Probablemente sólo haya tres tipos de historias, y sí, esta afirmación extraordinariamente cuestionable me pone un poco más cerca de sacarme una teoría del todo de la ficción, como la de Campbell; así que probablemente acabe de revelarme como un nefasto teórico aficionado: las historias de búsqueda e ilustración (el que busca acaba aprendiendo algo sobre el mundo o sobre sí mismo, aunque no alcance el fin que perseguía), las de redención o renacimiento (en las que los personajes expían algún pecado del pasado o recuperan un atributo perdido) y las de pérdida o transformación (en las que sucede todo lo contrario a las de renacimiento; el personaje se transforma, perdiendo algo en el proceso, o pierde algo que valoraba, o muere).

Empieza por ahí. Lo importante es empezar por algún lado.

Ahora sube al siguiente nivel. ¿Es una historia de búsqueda? ¿Qué busca tu personaje y por qué (el santo Grial de Indiana Jones y la última cruzada, la unificación del reino en Excálibur; sí, sigo buscando ejemplos del cine porque no confío en tus hábitos lectores)? ¿Por qué lo que busca es importante para él? ¿Qué conseguirá si su búsqueda tiene éxito? ¿Es una historia de redención (Hayden Christensen entrega a su legítimo destinatario la casa construida por Kevin Kline en La casa de mi vida, el personaje de Clint Eastwood derrotando a sus prejuicios y salvando al muchacho asiático por aquel al que mató en Corea en Gran torino)? ¿Qué tiene que redimir tu protagonista? ¿Qué lo empuja a perseguir esa redención? ¿Qué obtendrá realmente si la alcanza? ¿Es una historia de pérdida? ¿Qué pierde tu personaje y por qué? ¿Cómo ha llegado a esa transformación y cómo era antes de sufrirla? ¿Cómo lo transforma esa pérdida, cómo se adapta a ella? Contesta a esas tres preguntas y tendrás, de una sentada, las motivaciones del personaje, sus valores y sus metas.

Apilemos una capa más. ¿Tu personaje está solo en su drama o se encuentra con otros; amigos que le ayudan en su gesta, enemigos que le estorban? ¿Por qué le ayudan sus amigos, por qué sus enemigos quieren que fracase? ¿Cuáles son las motivaciones de unos y otros? ¿Tu personaje tiene padres? No es coña; la relación con nuestros jefes es determinante en la formación de nuestro carácter. ¿Cómo es o era su relación con ellos? ¿Explica, determina o justifica sus decisiones y actos durante el desarrollo del conflicto? ¿Y si resulta que tu personaje no busca, no tiene nada que redimir ni que perder pero su padre o su madre sí y él se convierte en el agente vicario de su arco de transformación, en el vehículo de una historia ajena? ¿Será posible que tu héroe busque lo que sus padres, o cualquier figura paternal, perdieron o fueron incapaces de encontrar, que quiera redimir un pecado de su pasado o transformarse en esa figura paternal o en su Doppelgänger, o alcanzar la apoteosis que su padre o su madre fracasaron en consumar? ¿Su padre era una figura ominosa y autoritaria y por eso él es un rebelde y un anarquista? ¿Era un alcohólico patético y por ese motivo tu héroe no bebe? ¿Su madre era muy guapa y ahora él es un desastre en sus relaciones personales?

Puedes incluso añadir otra media capa encima de ésta: ¿y si hay más de un personaje persiguiendo el mismo objetivo pero sólo uno de ellos puede tener éxito, de manera que el logro de uno se convierte inmediatamente en el fracaso del otro?
No, no tiene nada que ver con el texto, pero da mucha risa.

A partir de aquí, ancha es Castilla. El objeto o atributo buscado o perdido, la redención perseguida pueden adoptar muchas formas simbólicas, como las rosas pueden representar vaginas, si tienes la mente lo bastante sucia. Un obstáculo puede convertirse para tu protagonista en una metáfora de la relación con un padre del que se ha alejado, o de un desengaño amoroso, o de la crisis necesaria para que ese personaje alcance la transformación que ansía, y vencer ese impedimento puede desencadenar la resolución del drama. ¿Quizá acostándose con esa chica que le recuerda tanto a su madre pueda superar al fin sus fantasías edípicas y amar a su mamá con honestidad o perdonarla por ser una trotona que no repetía carallo ni por accidente? ¿Quizá aprendiendo a amar a ese personaje paternal pueda perdonar a su padre maltratador y alcanzar, a través del padre sustituto, la madurez que un padre violento y distante le negó?

Eh, no pongas esa cara de emporrado; si esto de escribir fuera fácil todo el mundo lo estaría haciendo.
Pregunta 4: ¿La estructura y la voz de tu libro son las correctas?
Estoy harto de leer libros que terminan antes de empezar o que se acaban sin haber terminado. Lo cual nos remite a la pregunta dos.

La estructura fundamental en tres actos es una buena guía para cualquier narrador. Y no implica metafísica alguna. Creo que es un recurso sencillo y claro al alcance de cualquiera con el número imprescindible de neuronas para tragar saliva sin atragantarse y no cagarse encima en los desfiles.

Y sin embargo hay gente incapaz de utilizarlo.

Presenta a tus personajes, presenta el drama, desarróllalos y llévalos a su conclusión. ¿Cuál puede ser la dificultad inherente a eso?

Al parecer, mucha.
Tampoco tiene nada que ver con el texto. Sólo es la risión misma.
 

La cantidad de iletrados que se sientan a escribir sin tener ni puñetera idea de cómo estructurar un relato, o intecionadamente decididos a cargarse la forma clásica, que obviamente aún no dominan, es apabullante. Y todo ello por ego o amparados en la excusa de liberarse de la tiranía de la forma, cuando en realidad la estructura en tres actos es sólo una guía. Es de aplicación universal, pero al mismo tiempo no lo es.

Claro que es contradictorio. No hace siete párrafos que te recordé que si esto de escribir fuera fácil todo el mundo lo estaría haciendo.

Memento, de Christopher Nolan, respeta escrupulosamente la estructura clásica en tres actos y al mismo tiempo no lo hace. Esa narración diseccionada en dos arcos cronológicos diferentes, uno que avanza hacia el presente desde el pasado (las escenas en blanco y negro) y otro que retrocede hacia ese mismo presente desde el futuro, se convierten en un elemento estilístico perfecto para confundir al espectador, haciéndole sentir la misma desorientación que el protagonista (Guy Pierce) con amnesia retrógrada incapaz de crear nuevos recuerdos. Ese truco del almendruco resulta ser la mejor decisión creativa posible para el tipo de historia que Nolan nos está contando.

¿Está la estructura de tu libro imbricada con la clase de historia que quieres contar?

Tres cuartos de lo mismo para el narrador. ¿Está contando la historia la persona correcta? ¿No te habrás equivocado al concederle el turno de palabra a ese personaje y no a otro? Y no, no me vale que tu novela esté escrita en tercera persona. El narrador es un personaje más, y si todavía no lo has entendido no deberías intentar escribir nada más complicado que un tuit.

Haz la prueba a contar la misma historia desde una perspectiva diferente. O varias. O sea, márcate un Rashomon y quédate con la voz narrativa más poderosa, o con todas (y haz, efectivamente, un clon de la obra maestra de Kurosawa).

Ya me contarás qué tal.

Pregunta 5: El tono
(Tranquilo, que ya estamos acabando).
Hay una forma infalible de joder una buena historia, aparte de hacer trabajar a mucha gente en ella: imponerle el tono equivocado.

Siempre pongo el mismo ejemplo, pero es que me parece flagrante: aunque no me opongo a un poco de humor negro en el café de las mañanas, convertir el episodio más negro de la historia del siglo XX en una comedia me parece más que sadismo, me parece pornografía del horror. No creo que el Holocausto sea susceptible de jijis y jajas, aunque los propios judíos retenidos en los campos de la muerte nazis recurrían al humor de mal gusto para hacer sus vidas un poco menos horribles, y no pongo ningún ejemplo aquí porque seguro que me funean.

Sin llegar a esos extremos, otro paradigma de humor inoportuno son las coñas marineras, los chistecitos y los jujujujús que Marvel Studios/Disney mete, a patadas, incluso en las escenas más dramáticas de sus películas de superhéroes, y que revelan su hipócrita miedo a provocar emociones genuinamente humanas más allá de la risa facilonga y su cínico regodeo en vendernos un mundo de la piruleta lleno de pis de gominola líquida meado por unicornios de algodón de azúcar. Aunque en pantalla Thanos le esté pisando el pecho a Spiderman.

Y no.

No todas las historias admiten comedia. No todas las escenas se pueden convertir en un gag de slapstick o dar pie a Tony Stark a meter otra morcilla. El Thor gordo de Endgame sólo hizo gracia durante los primeros cinco segundos y con cada chiste a costa de su aspecto se hizo más evidente que uno de los más graves, de los más sobrios y solemnes personajes de la mitología Marvel se había convertido en el payaso de la saga de Los Vengadores, ignominia que tienes mi permiso para interpretar en clave de vil propaganda atea: los guionistas se pitorrean del único dios de Los Vengadores.

Tarantino, por ejemplo, peca de hacer todas sus películas al estilo de Tarantino. ¿Qué significa eso? Diálogos interminables que, para más tocamiento de gónadas, raras veces llevan a ninguna parte (parece que Quentin es incapaz de escribir un personaje que no sea verboso y un freak de la cultura popular; además, ¿a quién cojones le importa lo que quería decir Madonna cuando cantaba Like a virgin?); abuso de los recursos de cine pulp (el los llama «homenajes»; otros los llaman «plagio desvergonzado» o «pastiche infantiloide»), arrogancia narrativa que todo lo fía al carisma de los personajes, descuidando el desarrollo de la acción, que se vuelve superficial y rutinaria (¿qué coño son Jackie Brown y Los odiosos ocho?) y cabriolas cronológicas que, en Pulp fiction, contada desde los puntos de vista de diferentes personajes, podrían estar justificadas pero que en los otros títulos de este controvertido creador sólo marean y cabrean, no necesariamente por ese orden.

¿Y si Tarantino adaptase el tono de sus películas a la historia que quiere contar? Mira que ha pasado tiempo desde que la vi y sigo sin saber si Ingloriuos basterds me gustó o me pareció la más torpe meada fuera de tiesto de la carrera de nuestro amigo Quentin. Salí del cine convencido de que, en el mejor de los casos, Tarantino se había equivocado en el tono de la cinta. Una película bélica, un film de la Segunda Guerra Mundial, incluso ambientada en un universo alternativo donde un comando estadounidense asesina a Hitler en un cine, no debería haber sido filmado como Kill Bill o Pulp fiction. Necesitaba su propia identidad, coherente con el argumento y el escenario de la acción, sin por ello haber renunciado al «sello de autor» que Quentin Tarantino imprime a todas sus obras.

Así que,
antes de descartar ese libro que no funciona, asegúrate de haberle dado el tono adecuado.

Un libro que probablemente será una mierda.