sábado, 26 de mayo de 2018

Pianista en un burdel

Cuando la gente te pregunte a qué dedicas el tiempo libre, por el amor de Dios te lo pido, no les digas que eres escritor. Acepta este consejo que me dieron hace años y diles que tocas el piano en un burdel.

En anteriores entradas de Paratroopersdon'tdie (ni las enlazo aquí; te las buscas y punto) te he explicado las razones por las cuales deberías mantener en secreto tu vicio de maricones, rojos, porreros, puteros, borrachos e inútiles, y todas ellas son buenas.
Pones «escritor putero, borracho e inútil» en Google y te sale el pobre Bukowski.
Pero hay una razón aún mejor para mentir sobre tus flirteos con la tecla, y es protegerte a ti mismo y tu salud mental del día en que un amigo barra conocido barra tocapelotas, tan osado como mal informado, se coloque los cojones con la mano y te pregunte a la puta cara:
«¿De dónde sacas las ideas?».
Hay mucha mística falsaria implicada en este asunto. Neil Gaiman incluso ha publicado sus reflexiones al respecto en un precioso panfleto que recomiendo leer a todo el mundo, aunque Neil Gaiman hace tiempo que empezó a tomarse demasiado en serio a Neil Gaiman y obliga al pobre de Neil Gaiman a escribir párrafos de una sempiterna trascendencia dramática, por momentos algo forzada.
Que conste que es un jolly goodfellow y le queremos mucho.
«¿De dónde sacas las ideas?».
El segundo día más triste en la vida de un escritor es el día en el que le hacen esta pregunta.
(El más triste es aquel en el conoce a su futura viuda).
«¿De dónde sacas las ideas?».
La respuesta es: «de mi puto bolo».

Evidente, ¿verdad?

Pero, como todas las respuestas evidentes, además de reduccionista, esta réplica probablemente también sea falsa. Es obvio que las ideas surgen de tu cerebro. Es tan obvio que nadie debería preguntarte por su origen. Y sin embargo siguen haciéndolo. ¿Por qué? ¿Porque, tal vez, sospechan que los cerebros de los escritores establecen unas conexiones neuronales únicas, o al menos particulares, que les permiten convertir esa idea en una historia?

Porque, afrontémoslo, no todas las ideas se convierten en historias; no todas las ideas tienen la posibilidad de convertirse en historias o, bajando al lodo de la sinceridad, no todos los escritores son capaces de convertir en historia una idea concreta.

Tengo ideas para novelas y relatos que me acompañan desde, al menos, los dieciséis años.

He intentado poner por escrito algunas de ellas.

Y he fracasado. Después de varios borradores más o menos extensos, no me quedó otra que reconocer mi derrota y guardar esas ideas en un cajón.

Tal vez no fuese el momento apropiado para escribirlas. Me ha pasado un par de veces: recuperar una idea contra la que había dado de cabezazos años atrás y convertirla en un cuento o una novela así, ¡chas y aparezco a tu lado!, en un parpadeo, cuando en mi primer intento había sido incapaz de conducirla a buen puerto. Tiempo después, con algo más de experiencia vital y algunas decenas de miles de palabras extra en mi currículum, vi claramente un camino para esas ideas frustrantes y las acompañé por él hasta el final.
Hasta Mordor, cuando hizo falta.
Pero hay ideas que siguen resistiéndoseme. Desde hace años y, algunas, incluso décadas.

Tal vez yo no sea el autor adecuado para darles cuerpo. Así de simple.

¿Que si eso me preocupa? Dios, no. Tengo ideas suficientes para varias vidas. Si no puedo convertir en relato las que se me resisten, acudiré a mis repositorios y lo intentaré con otra.
«¿De dónde sacas las ideas?».
Te seré muy sincero: en ocasiones, las ideas se me ocurren leyendo un libro.

Leo un libro y veo un arco argumental interesante en el que el escritor se ha negado a profundizar, o un personaje injustamente desaprovechado, un tratamiento del argumento simplemente cobarde, o cualquier otra cabronada de las que te revuelven el estómago (¿el de escritor o el de lector?; yo también me lo pregunto), y, movido por el deseo de corregir esa injusticia, me pongo a escribir.

En ocasiones es así de simple: escribes la idea que otro escribió mal, o que no se atrevió a escribir, o a desarrollar con la dignidad que, en tu opinión, esa idea merecía.
(Y lo que vale para un libro vale para una película, un cómic, una serie de televisión... Haz la prueba con los párrafos anteriores, cambia «libro» por cualquiera de estas otras palabras y verás como el argumento no cambia).
«¿De dónde sacas las ideas?».
Te seré muy sincero: en ocasiones, esas ideas me las encuentro en la vida. Así de simple. En la sala de espera del dentista, en un autobús, en la cola del cine, en un andén del metro, en la conversación con un amigo, surge esa idea. Veo u oigo algo que me inspira preguntas, y mi cerebro, como en piloto automático, empieza a sugerirme algunas posibles respuestas.

Quizá por eso somos escritores: porque poseemos algún tipo de mecanismo automático que empieza a formularse preguntas a partir de sucesos de nuestra vida cotidiana, o alguna obsesión incurable que nos exige buscar una narrativa a esos mismos sucesos.

Quizá por eso escribimos todos los que escribimos: porque necesitamos respuestas a preguntas que antes nadie se ha hecho, o se las ha hecho pero no llegó a ninguna conclusión, o llegó, pero sus conclusiones nos resultan inútiles, incomprensibles o erróneas.
«¿De dónde sacas las ideas?».
Te seré muy sincero: en ocasiones las ideas se me ocurren en sueños.

Lo juro.

Mira, por ejemplo; esto lo escribí en mitad de la madrugada, con una letra infame:
«Toda la Tierra es La Mancha y toda La Mancha es Werner Herzog. Nadie vive como él esa pasión por su Arte, esa obsesión capaz de llevarle a hacer cruzar un barco a través de la selva (Fitzcarraldo) o hacerle trabajar una vez más con su actor fetiche, Klaus Kinski, al que detestaba e incluso llegó a disparar. Nadie como Herzog ha encarnado el quijotismo en el cine, esa obsesión rayana en el surrealismo, esa desesperada ansia por ser, siempre y por encima de todo, Werner Herzog.

»Quizá porque nadie le dijo que era imposible. Quizá porque nadie nunca antes de él había intentado ser Werner Herzog».

(El texto seguía y seguía, pero esto es todo lo que conseguí arrancarle al sueño).
 (Sí, sí, lo sé. no es Kublai Jan).
El barco del fondo no es un decorado. Lo juro.
Y esta pieza de prosa, que quizá sería apta para prologar una biografía sobre el director de Aguirre, la cólera de Dios y Nosferatu, vampiro de la noche, o una nueva edición de Conquista de lo inútil, se me ocurrió íntegra en sueños. Me desperté de madrugada y empecé a escribirla casi a tientas, sabiendo que iba a fracasar en ponerlo todo por escrito porque cuanto más me esforzaba en recordar cómo seguía más rápidamente se me olvidaban los detalles.

Pero esta pieza de prosa, que se me ocurrió íntegra en sueños, no es apta para prologar la biografía de Werner Herzog ni para nada, porque no tiene ni pies ni cabeza. O sea ¿«Toda la Tierra es La Mancha y toda La Mancha es Werner Herzog»? ¿Y eso qué cojones significa? ¿Que toda la Tierra es Werner Herzog? Imposible. No está lo bastante gordo. Si hubiese escrito «Toda la Tierra es La Mancha y toda La Mancha es Orson Welles», todavía, pero ¿Werner Herzog? Además, Welles sí que rodó una película sobre Don Quijote, así que la asociación de ideas estaba ahí, pero ¿Herzog? ¿En serio? Y, sí, puede que haya algo de quijotesco en ese barco que, de verdad, Herzog hizo transportar a través de la selva, de verdad, pero semejante chifladura no es más propia del cerebro reseco de don Alonso Quijano, más arquetípicamente obsesiva (y ni siquiera sé qué cojones pretendo decir cuando escribo «arquetípicamente obsesiva»), que la de Terry Gilliam por... bueno, por Don Quijote, sin ir más lejos, proyecto que acarició durante la mayor parte de su vida, que estuvo a punto de llevarle a la sepultura (si quieres conocer los motivos, échale un ojo al documental que iba a ser el «making of» y acabó siendo la «crónica de un desastre anunciado»), y que nos congratulamos de que, por fin, haya sido capaz de materializar.
Terry Gilliam y Jean Rochefort, en algún momento antes de pedir la baja médica.
Hay veces, digo, que las ideas se me ocurren en sueños.

Pero eso no las convierte en buenas ideas. Y ni siquiera en ideas que tengan sentido. Ni muchísimo menos en ideas que puedan trasladarse al papel. La gramática de los sueños y la del lenguaje humano se dan de hostias como comadres en las rebajas de enero.
«¿De dónde sacas las ideas?».
Te seré muy sincero: algunas de mis mejores ideas son el resultado de un reto que me impuse a mí mismo. Algo en plan: «¿a que no hay cojones a escribir sobre...?» o «¿a que no eres lo bastante hombre para escribir un relato con los elementos A y B, ambientado en C, de género Z o con el estilo de X?».

Y quizá sea un tema a tratar en profundidad en otra ocasión: el de si se puede ser creativo sin ser ambicioso. Si toda tu falsa humildad no es más que la tirita de un ego superlativo, el Sidol de una vanidad monstruosa. A fin y al cabo, como escritor no solo crees que tienes algo que contar, sino que es tan importante que merece la pena ponerlo por escrito, ¡no vaya a ser que las próximas generaciones se vean privadas del exquisito placer y el privilegio, tal vez inmerecido, de leerlo!
«¿De dónde sacas las ideas?».
Te seré muy sincero: algunas de mis mejores ocurrencias no tengo ni reputísima idea de dónde proceden.

Lo juro. Mi cerebro sigue siendo un misterio para mí. Espero que por muchos años.

Y quizá escribo porque trato de desentrañar el funcionamiento de esa máquina mágica y sorprendente.

O porque no todo ha de ser incubar pensamientos impuros hacia Sara Sampaio y engullir porno gratis en Internet.
«Bueno, entonces ¿cómo escoges las ideas que vas a escribir, si dices que tienes tantas?».
Ah, bueno, esa pregunta es la prima hermana gordita, y algo putilla, de «¿de dónde sacas las ideas?», y ahonda en el complejo y subjetivo asunto de la creatividad, para el cual no parece haber una respuesta unívoca.

Cuando alguien le pregunta a un escritor de dónde saca las ideas, o cómo escoge las historias que quiere contar, nos encontramos con dos tipos de respuestas: la del artista diplomático que quiere dar la impresión de haber tenido alguna oportunidad de escoger y la del afanoso juntaletras que empieza a tomarse demasiado en serio a sí mismo (síndrome Neil Gaiman) y admite su impotencia a la hora de explicarlo.

El primero te soltará una larga, pedante e indigesta parrafada justificando su elección, el segundo zanjará la cuestión con una respuesta de impostada mística, que probablemente redactó con mucho cuidado, regocijándose de su elocuencia e ingenio, antes de memorizarla para cuando la necesitase; algo del estilo de «son las historias las que me escogen a mí», pecado el cual todos hemos cometido alguna vez.

Ambos autores mienten o, al menos, esconden parte de la verdad.
No me obligues a decir dónde la esconden.
El primer escritor, epítome del libre albedrío, te oculta que, en realidad, la historia sí le escogió a él. El segundo plumilla, convencido erróneamente de que dándose aires de bohemio incrementa sus probabilidades de follar, oculta bajo pirotecnia de Aliexpress las decisiones creativas conscientes que tomó durante la redacción de su relato (decisiones de estructura, estilo, voz, argumento...) y convierte el oficio de escribir en una especie de ritual mágico reservado a iniciados.

Y lo cierto es que la verdad es mucho más prosaica y, a la vez, mucho más poética.

Escribir es un exorcismo. Es la única forma en la que puedes librarte de esas historias, de esos personajes que se han apoderado de tu cabeza, como ideas obsesivas, y te atormentan a todas horas.

Poner su historia por escrito es la única manera de hacerles callar.

Así que escribir, a grandes rasgos, es la única alternativa al manicomio.
Muy buenos reflejos, querido lector; observo que te has dado cuenta a la primera: acabamos de alcanzar el momento Neil Gaiman y empezamos a tomarnos demasiado en serio esta entrada de Paratroopers.

A ver si conseguimos arreglarlo.
«¿De dónde sacas las ideas?».
A mí no me engañas: en realidad tú no quieres saber eso.
«Bueno, y ¿cómo escoges las ideas que vas a escribir, si dices que tienes tantas?».
Ah, bueno, admitámoslo: en realidad, la respuesta a esa pregunta como que también te cruje muchísimo la polla.

Nada de lo que yo pueda decirte sobre estas cuestiones te interesa lo más mínimo.

Porque a ti la literatura, el complejo y subjetivo asunto de la creatividad o cualquier otra vocación que requiera imaginación, esfuerzo, intuición e inteligencia (y un poquito de buena suerte), como que te la pelan. Y mucho. Tanto o más como se la pelan a Sara Sampaio mis cuitas de amor por su escurrida pechuga y su mullido morrito lusitano.
Arfs, arfs.
La persona que, como tú, me pregunta «¿de dónde sacas las ideas?» no quiere entablar conmigo un diálogo sobre Arte; diálogo, que, todas formas, sería incapaz de seguir, o no me habría hecho esa puta pregunta.

No. La gente como tú solo quiere que le cuente el truco.


Te pillé.
El truco.

De eso se trata. Cualquier persona lo bastante imbécil, o lo suficientemente insensible, para preguntarte de dónde sacas las ideas, lo que en realidad te está diciendo es que lo tuyo no tiene ningún mérito, que eres un pretencioso y un farsante, que cualquier gilipollas podría hacerlo igual de bien que tú si conociese el truco; y el truco es un arcano misterioso que los desalmados escritores (dibujantes, músicos, directores de cine...) ocultáis a ojos de la humanidad y que, de ser hecho público, destruiría vuestra falsa imagen de privilegiados tocados por las musas y permitiría a cualquiera, literalmente a cualquiera, hacer arte al mismo nivel que vosotros, o mayor incluso.

«Yo también podría ser escritor. Que no me pongo porque no me da la gana, ¿eh? ¡Que el día que yo me ponga...!»

(Si me hiciesen una mamada por cada vez que he oído esta frase, u otra parecida, estaría ahora mismo momificado. Con una sonrisa de oreja a oreja, eso sí).
Por eso cuando te pregunten a qué dedicas el tiempo libre deberías decirle a todo el mundo que tocas el piano en un burdel. Porque el planeta Tierra está petado de gente tan desinformada, ignorante, narcisista, desdeñosa y agilipollada que necesita creer que lo tuyo no vale un mojón. Que tienes una máquina de fabricar ideas escondida en el desván de tu casa, o a un chino encadenado a un escritorio emborronando cuartillas sin parar, o que copias todos tus libros de algún autor kurdo que sólo publica tiradas de cien ejemplares, o que heredaste el archivo de un escritor inédito y estás fusilando toda su producción, limitándote a cambiar su nombre por el tuyo en la página del título; o que tienes un anillo mágico para controlarlos a todos y que, cada vez que te lo pones, se te ocurre una idea.
Una idea para gobernarlas a todas.
Hay gente dispuesta a convencerse de cualquier mamonada, a acusarte de cualquier cosa antes que reconocerte el menor mérito.

Cualquier cosa antes que reconocer la posibilidad de que tengas algún talento. Vocación. Destreza.

Hay, literalmente, millones de mierderos deseando reirse en tu puta cara de escritor y demostrarte que podrían hacer lo mismo que tu, con la punta de la polla y mejor que tú, si tan solo conociesen el truco que, ¡canalla, cerdo, podemita!, egoístamente les ocultas.

Es la clase de gente que te dice: «¡Ah, escribir! ¡Siempre he querido escribir! ¡Tengo una idea estupenda para una novela!».

La única réplica que se merece una afirmación así es:
«¿Y qué cojones haces aquí, perdiendo el tiempo conmigo? Corre cagando hostias ahora mismo a tu casa y ponte a escribirla».
Sí: la mayoría de la gente cree que lo tuyo no tiene mérito alguno, no requiere inteligencia, ni talento, ni sacrificio, ni disciplina, ni esfuerzo; que solo requiere conocer el truco.

Y la culpa de ello, una vez más, la tiene Yoko Ono.
(Y el espíritu de Lennon que le sale por los poros).
¿Quieres verme realmente cabreado? ¿Cabreado como un Gimli con tos y hemorroides?

Hazme

esa

puta

pregunta.
(Gruñido, gruñido, rugido).
Yo no bebo.
(Que sí. Que como escritor soy una decepción con ojos).
No bebo, en serio, y no hay truco. Soy abstemio por ninguna razón en particular. Ni tengo objeciones morales, ni dietéticas, ni religiosas contra el alcohol; de hecho, tomo otras cosas que me consta son perjudiciales, pero las tomo igual porque me gustan. No bebo alcohol porque no me atrae, no me satisface, no me gusta. Así de simple.

Pero hay gente que no se lo cree. Que no entiende que no beba porque no me sale del potorro. Que sospechan alguna razón oculta. Que inquieren acerca del motivo vergonzoso, o vergonzante, por el cual me niego a ingerir el néctar de la perdición.

Hay gente que huele a un inexistente gato encerrado en mi negativa a beber alcohol. Que se pregunta el motivo. Que necesita descubrir el truco por el cual rechazo el alcohol.

Esto solía ser un problemilla cuando yo aún tenía algún tipo de interacción social, porque me obligaba a cocinar alguna respuesta con la cual satisfacer la curiosidad de mi interlocutor. Pero al mismo tiempo era una buena gimnasia cerebral. Digamos que me mantenía en forma.
¿Por qué no bebes?
«Porque tengo el estómago algo delicado y tengo miedo de que me haga daño».
Eso debería ser suficiente, a fin y al cabo, a la mayoría de la gente se la cruje la otra gente, pero nunca faltaba el listillo que replicaba:
Pero si el alcohol te va a asentar el estómago, hombre, tómate algo.
Lo cual me exigía regurgitar otra excusa. Por ejemplo:
«No, no, hombre; que soy propenso a las jaquecas y una resaca me mataría».
Respuesta que me conseguía, al menos, un par de horas de paz.

Eso sí, en raras ocasiones me encontraba a algún bastardo al que no le satisfacían ninguna de mis impostadas razones e iba descartando, uno por uno, todos mis argumentos, como si disputásemos un partido de ping-pong dialéctico:
«Es que mi religión no me lo permite, y yo es que no quiero líos con Dios, ¿sabes? Me han dicho que se toma realmente a mal que le lleven la contraria».

«Me niego rotundamente a subvencionar al lobby de las bebidas espirituosas. Es peor que la Mafia, oye lo que te digo».


«Me sube mucho el azúcar y tengo miedo de acabar en urgencias y daros un disgusto a todos. Lo hago por vuestro bien».
«Por favor, dejemos el tema. Aún no estoy preparado para hablar de ello».
«Estoy en contra de los impuestos, y el alcohol paga impuestos. ¡Anarquía!».
«Tengo un paladar muy selecto y no me conformo con la misma mierda que vosotros. ¡Chusma!».
«¿Por qué coño me haces todas esas preguntas? ¿Qué eres? ¿Comunista?».

No obstante, llega un punto en el cual hasta este ejercicio mental acababa reventándome las pelotas. Entonces confesaba la verdad.
«Tío, es que no me gusta. Así de simple».
Pero si llegaba hasta este extremo era porque mi adversario no se iba a conformar con la verdad. ¿Por qué si no había rechazado todas mis razones, cualquiera de ellas perfectamente lógica y justificada?

Y entonces es cuando atacaba con toda la artillería.
«Es que he puesto esctricnina en el calimocho. No por malicia, ¿sabes? Es que odio a la humanidad y, además, me gusta ser el último en reirse».  
Juas, juas, juas, juas.
O:
«Conocerás la respuesta a esa pregunta por la mañana, cuando te despiertes en una bañera llena de hielo y con un riñón menos».

O la panacea:

«Te seré muy sincero: la última vez que bebí me desperté en la alameda, cubierto de sangre y llevando puesto un collar de pililas. ¡Y no veas lo que cuesta sacar la sangre de la ropa, una vez se ha secado! No, macho. No compensa el trabajo».
Porque ya tiene cojones que, además de soportar tu gilipuertismo, encima tenga que justificarme ante ti.

¿Que de dónde saco las ideas? 

Te seré muy sincero: me salen del agujero del carallo. No te jode.

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