sábado, 18 de diciembre de 2021

Jo, tío, ¿qué te ha pasado? Tú antes molabas


Una máquina de Rube Goldberg (para un británico, «Máquina de Heath Robinson») es un mecanismo que realiza una tarea sencilla de la forma más complicada posible. Algunos ingenieros, aficionados y diletantes con demasiado tiempo libre se dedican a construirlas como entretenimiento, o bien como reto técnico. Una máquina de Rube Goldberg típica suele basarse en una reacción en cadena. La acción, cualquiera que sea, se descompone en pequeños elementos, cada uno de los cuales es activado por el precedente y activa el siguiente hasta concluir la tarea perseguida. La universidad Purdue de Indiana incluso organiza un concurso nacional del ramo desde 1987. El nombre del dispositivo procede del caricaturista e ingeniero Reuben Lucius Goldberg, famoso, entre otras cosas mucho menos interesantes, precisamente por dibujar ese tipo de ingenios surrealistamente complicados.

Pero no todas las máquinas de Rube Goldberg requieren una mecánica de «tren de fichas de dominó», por así llamarla. Una máquina de Rube Goldberg fue la que construyó cierto ingeniero medio imbécil para enfriar su cerveza. Una tarea que cualquier antropoide con el número correcto de cromosomas podría haber ejecutado con un barreño lleno de agua y un par de bolsas de hielo del que se compra en las gasolineras. Pero este hombre con su título de la Señorita Pepis del Instituto Tecnológico de Chanclaputreps, o donde fuese, no podía incurrir en semejante vulgaridad proletaria, así que en vez hielo metió en su barreño de agua una bombona de propano industrial. Acopló a la espita de la bombona un regulador de alto flujo y al regulador un quemador; abrió la llave, prendió el gas que salía a chorros y la diferencia de presión hizo descender abruptamente la temperatura de la bombona, hasta ponerla muy por debajo de cero. En el proceso, la bombona robó calor al agua del barreño y a las latas de cerveza que flotaban en ella, enfriándolas de la forma más ineficiente y energéticamente gravosa que se me ocurre... sin emplear reacciones nucleares, quiero decir.

A mi entender, ese absurdo enfriador de cerveza era una máquina de Rube Goldberg con todas las de la ley. Un dispositivo absurda e innecesariamente complicado que ejecutó un trabajo sencillo al alcance de cualquier ongarután con un barreño y unas bolsas de hielo.

Si me lo hubieses preguntado hace un par de semanas, te habría dicho que una máquina de Rube Goldberg es siempre un objeto físico.

Pero Ridley Scott es responsable de haberme hecho empezar a creer que también es posible construir una máquina de Rube Goldberg con una película y coger un argumento más sencillo que el palito de una piruleta y convertirlo en un sindios narrativo. Pero con una fotografía cojonuda, eso sí.
El responsable.

El último duelo es una máquina de Rube Goldberg convertida en objeto cinematográfico por obra y desgracia de Ridley Scott.

Y una vergüenza para el hombre que dirigió Los duelistas, Alien, Blade Runner, Legend, Black Rain, Tormenta blanca, Gladiator, Black Hawk derribado, American Gangster y The Martian.

Aunque está a la altura del que dirigió El reino de los cielos, Robin Hood, Todo el dinero del mundo y, sobre todo, Prometheus y Alien: Covenant.

Ay, Ridley. Qué mal has envejecido, joder.
Riley, en cambio, se mantendrá siempre joven en nuestros corazones.

Cómo demonios uno de mis directores favoritos (al cual estoy dispuesto a perdonar hasta cintas claramente oportunistas y fallidas como La teniente O'Neill, que pese a lo absurdo de su argumento es un cuasi-bélico medio solvente, y Hannibal, sobre todo gracias al trabajo siempre eficaz de Anthony Hopkins) se ha convertido en una caricatura de sí mismo representa para mí uno de los mayores misterios de la civilización moderna.

El último duelo está inspirada en la historia real del último duelo judicial permitido por el Parlamento de París
, en 1386 (y basada en el libro de 2004 The last duel: a true story of crime, scandal, and trial by combat in medieval France, de Eric Jager). Dicho duelo enfrentó al caballero Jean de Carrouges contra el escudero Jacques Le Gris, a quien la mujer de de Carrouges, Marguerite, acusaba de violación. Carrouges y Le Gris, antiguos amigos y camaradas de armas, se habían distanciado por el rápido ascenso de Le Gris en la corte del conde de Alençon, que redundó en perjuicio de de Carrouges. La inquina entre ellos no había hecho sino aumentar cuando pleitearon por la propiedad de Arnou-le-Faucon, unas tierras a las que de Carrouges consideraba que tenía derecho como parte de la dote de su mujer y que el conde Pierre d'Alençon había entregado a Le Gris en pago por sus servicios y compensación por un antiguo préstamo que el conde había recibido de su vasallo con motivo del traslado de su corte a Argentan. Ofendido por el agravio que se hacía a su favorito, el conde Pierre pleiteó contra de Carrouges, le hizo el vacío y dinamitó sus opciones de compra o herencia sobre otros varios terrenos. Y es que a los políticos, como les mires cruzado, les sale el tío Adolfo que todos llevan dentro.
«Muskatnuss! Muskatnuss, herr Müller!»

Poco después de que de Carrouges regresase a Francia, enfermo, herido y arruinado tras una calamitosa campaña en Escocia (pero armado caballero), tuvo con Le Gris una discusión pública cuyos detalles no han trascendido pero de la cual ambos ex amigos se marcharon definitivamente convertidos en rivales . Lo siguiente que supo Le Gris es que de Carrouges y su esposa Marguerite le acusaban de haber violado a ésta el 18 de enero de 1386. Los de Carrouges acusaban a Le Gris de haber asaltado a Marguerite en su castillo de Capomesnil, valiéndose de un subterfugio y
la complicidad de Adam Louvel, escudero al servicio de Le Gris, aprovechando además la ausencia de de Carrouges, a la sazón en París, y de su madre y suegra de Marguerite. El conde Pierre falló en el juicio a favor de Le Gris, llegando a acusar a Marguerite de haber «soñado» el encuentro y, con un cabreo más que comprensible, de Carrouges apeló al rey Carlos VI en Vincennes. Se celebró un segundo juicio ante el parlamento y el duelo judicial fue finalmente aprobado.

Honestamente, no sé muy bien qué me esperaba de Ridley Scott cuando supe que estaba haciendo esta película. Hay tantos frentes diferentes por los cuales podría haberla atacado que las posibilidades narrativas eran casi infinitas. Piensa sólo, oh egregio lector, que los espectadores modernos no tenemos en realidad ni puñetera idea de lo que pasó en aquella cama medieval en enero de 1386. La película, por lo tanto, podría haber tenido una orientación detectivesca. Scott podría habernos proporcionado la información de que disponemos del no sólo último, sino probablemente mejor documentado duelo judicial de la historia de Europa, y dejar a nosotros la decisión final de a qué personaje creer. Ten presente que el cómplice de la violación, el infame Adam Louvel, y una de las criadas de Marguerite fueron sometidos a tortura (desventajas de ser plebeyos en el Medievo) para que confesasen la verdad y, sin embargo, se negaron a declarar contra Le Gris... a quien sin embargo su propio abogado, Jean Le Coq, el mejor de su tiempo, creía más culpable que el que mata la vaca y así lo consignó en sus notas del proceso, una de las principales fuentes históricas del caso. ¿Dijeron la verdad durante los interrogatorios Louvel y la criada o callaron por miedo a las consecuencias de acusar al favorito del conde Pierre? ¡El juego dramático que podría haber dado esta duda, si el director de la película lo hubiese aprovechado!

También, sólo por sugerir otro enfoque, Scott podría haberse mojado, narrativamente hablado, haberse puesto del lado de Le Gris y Pierre d'Alençon y comprar su tesis de que toda la historia de la violación no era sino una venganza urdida contra él por Marguerite y su marido o directamente una difamación de de Carrouges, que habría reclutado a su mujer como cómplice de su vendetta mediante amenazas de violencia (sospechas que expresó en su juicio el propio Le Gris). Scott podría habernos mostrado a los de Carrouges conspirando, aunque fuese en una escena sugerida o imaginada por Le Gris o su defensor. El cine tiene recursos sobrados para hacer entender al espectador que lo que está presenciando no es necesariamente una escena «real» en el contexto de la película, sino sólo la dramatización del testimonio o las conjeturas de un personaje. Y si Scott no sabía cómo hacer eso podríamos haberle sugerido que le echase un vistazo a Wonderland, la última película de Val Kilmer en la que el pobre de Val Kilmer (poco después se puso muy malito y hoy es una ruina física) no da ascopena, y una lección magistral de lenguaje cinematográfico y recreación de un crimen real, cuyos culpables reales, cuarenta años después, siguen, técnicamente, impunes y anónimos.

Y, ya metidos en el turrón, ¿qué tal una película de tribunales medieval style, Ridley? A fin y al cabo El último duelo es la historia de un pleito. Podría ser interesante para el espectador asistir a las sesiones de ese juicio, examinar por sí mismo los testimonios y las pruebas, decidir qué declaraciones le parecen creíbles y cuáles no, y todo ello en el contexto de una sociedad feudal, estamental, en la que las leyes y los procedimientos judiciales son notoriamente distintos a los actuales, en la que, por ejemplo, se considera legítimo torturar a un sospechoso o un testigo para obligarle a decir la verdad, salvo que sea noble, no jodas, y por lo tanto aforado. Una sociedad en la que existían tribunales eclesiásticos sobre cuya jurisdicción nada tenían que decir los reyes ni los jueces ordinarios y, también, aunque ya estaba en franco retroceso, existía (precisamente ése es el argumento de la película, algo que Scott parece haber olvidado en algún momento de la producción) la ordalía, el juicio de Dios; parodia de justicia en la que dos hombres dirimían sus diferencias a hostia limpia y se daba por sentado que el Altísimo no iba a permitir la victoria de un culpable, aunque el culpable fuese un soldado profesional en la plenitud de sus fuerzas y el inocente un zapatero remendón vejete y reumático.

En serio: peliculón si no lo has visto.

Y, aunque dudo mucho que Ridley Scott, con el clima cultural reinante, hubiese tenido pelotas siquiera para intentarlo, otro posible enfoque del largometraje podría haber sido un restregón de mierda por la cara del «yo sí te creo, hermana». Sólo diré al respecto que, aunque Le Gris pudo justificar con testigos (con salvedades; sigue leyendo) su paradero durante todos los días de la semana en la que presuntamente había agredido y violado a Marguerite de Carrouges, e intentó demostrar que era absolutamente imposible hacer en un sólo día el viaje de ochenta kilómetros entre Argentan y Capomesnil, la vehemencia de Marguerite durante el juicio acabó conmoviendo a los jueces, que no pudieron concebir que una mujer culpable de difamación y perjurio se humillase a sí misma reiteradas veces exponiendo una y otra vez en público y en documentos oficiales los impúdicos detalles de su violación; sinceridad casi desesperada que, a los ojos de los letrados, apuntalaba la veracidad de su testimonio. Ridley Scott podría, si hubiese querido ser fulminantemente cancelado por los social justice warriors, que probablemente no quiera, haber construido su película sobre la premisa de que, incluso en un caso tan grave como aquel, en el cual estaba en juego la vida de un hombre, casi fue más determinante la emotividad de la única testigo y presunta víctima que todas las pruebas judiciales. Si Scott descartó ese enfoque por miedo a caer en las garras de de las sanguinarias hordas turbofeministas, siempre le quedaba la salida de sugerir que esos testigos estaban amenazados o comprados para salvar la reputación del compijuergui del conde de Alençon o recordar que uno de los testigos de descargo de Le Gris, y puntal de su coartada, Jean Beloteau, fue detenido en París durante la celebración del proceso y acusado de violación, destruyendo su presunción de imparcialidad en el caso de de Carrouges contra Le Gris.

Mira, así sin esforzarme mucho se me han ocurrido cuatro posibles estrategias narrativas para aproximarnos a esta historia.

Parece que a Ridley Scott se le ocurrió una sóla: volver a contarnos Rashomon. Y, para mayor escarnio suyo y de la historia del cine, hacerlo mal, que es lo que suele pasar cuando copias una obra maestra sin ganas o sin tener ni un átomo del talento del autor original. En fin, ¿habíamos esperado demasiado del hombre que volvió a contarnos la historia de Robin Hood con una Marian de armas tomar a lo Éowyn en El señor de los anillos y unos nobles ingleses que querían imponerle a Juan I de Inglaterra una Constitución moderna (¡como si la Carta Magna fuese algo remotamente parecido a una Constitución democrática!), más de quinientos años antes de la revolución francesa? Pero este hombre ¿adónde va a documentarse para sus películas, en el nombre del fragante ombligo de Sara Sampaio?

Bajo la premisa de que nadie se iba a dar cuenta de que nos estaba contando otra vez Rashomon, y encima mal, Ridley Scott estrenó su película de cien millones de dólares de presupuesto seguro de pegar el gran pelotazo con su genialidad.

Edad Media según Scott: roña y filtros color caca.

En el momento en que escribo estas líneas, El último duelo no ha alcanzado todavía ni los once millones de dólares de taquilla en Estados Unidos (un poco más de treinta millones sumando la recaudación global). Ni siquiera once millones en una película estrenada el quince de octubre de 2021. Que ya ha llovido. Lo mires como lo mires, e incluso contando con las ventas de DVDs y la recaudación a largo plazo de las plataformas de TV on Demand, es un fracaso apoteósico.

Y Ridley Scott se ha pillado un rebote del copón de Bullas, de la baraja y del Santísimo Sacramento del altar de Santa Leopolda de Cataplines de Arriba, todos a la vez. Ha culpado a la aborregada población cinéfila del hostión en taquilla de su carísimo capricho mal concebido, torpemente documentado y tediosamente resuelto y arremetido contra el déficit de atención de los millennials además de, sin admitir siquiera la posibilidad de que acaso le tocase a él asumir parte de la responsabilidad del fracaso de El último duelo, medio sugerir que todos aquellos a los que no les ha gustado la película son tontos del haba, del habo y del habe.

Al parecer no se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de que su película esté mal hecha.

O que él haya perdido su toque como director, o que lleve años sufriendo una mala racha (¡tos, tos, carrasp, Prometheus, tos, tos, Alien: convenant, carrasp!).

O, tal vez, que no ha sabido leer el mercado cinematográfico actual y, en realidad, a nadie le apetecía ver esa película ambientada en una sucia y fétida Edad Media infestada de personajes mugrientos y amorales, estiércol y moscas cojoneras que a él se le metió entre los cuernos rodar.

O, pura y simplemente, que, como decía el escritor William Goldman (guionista de Todos los hombres del presidente, La princesa prometida y Dos hombres y un destino entre muchos otros clásicos), tristemente fallecido en este infausto diciembre de 2021, la magia del cine es en realidad su misma maldición: nadie sabe qué va a convertirse en un éxito de taquilla y qué se va a estrellar, y la mejor prueba de ello es que los bancos no hacen películas.

Pero no. Según Ridley Scott, El último duelo es perfecta y todos aquellos a los que no les ha gustado, o que han optado por no ir a verla, gilipollas.

«¿Y tú por qué no has ido a verla, eh, mierdoso?».

Y como a mí no me gusta que me insulten, y menos sin motivo, voy a explicarle a mi buen amigo Ridley, a quien hasta hace unos años tenía por uno de los cinco mejores directores de cine vivos, por qué su pataleta de niñato narcisista me puede comer los dos cojones y también le puede comer los de mi vecino el drogas.

Ridley, amor mío: el último duelo es pura y simplemente aburrida. Dura dos horas y media y parece que dure nueve semanas y media y ni siquiera se ven tetas. No me habías aburrido tanto, Ridley, desde Todo el dinero del mundo (otra película llena de prejuicios: las italianas todas putas o empleadas de la mafia, los italianos sudorosos y mal afeitados, corruptos, inútiles o criminales).

El último duelo, Ridley, es tediosa, lenta, repetitiva, abotargada, soporífera, engolada y cargante.

Mira, Ridley, para tu crecimiento como autor te ofrezco algunas de las notas que tomé mientras veía tu estúpida película:

¿Cámara lenta? ¿Ridley, estás tomando el vermú con Zack Snyder?

Minuto 14 y ya he perdido la cuenta de las elipsis (¿cuánto tiempo ha pasado entre esta escena y la anterior y entre ésa y la precedente, días, meses, años, o transcurren en universos paralelos?)

Minuto 38 y ¡coño, por fin nos presentan el drama!

Minuto 42 y la película vuelve a empezar (versión de Jean Le Gris)
Minuto 1:01 ¿se acabará trincando Ohma a Karla Kure en Kengan Ashura? Uh. ¿Qué? Ah, sí, que estoy viendo una peli de Ridley Scott y eso.

 
Minuto 1:27 y la película empieza por tercera vez (versión de Marguerite)

Minuto 1:43 ¿habrá vídeos nuevos de mi amada Riley Reid, suprema elfa venérea del universo?
Sí. Los hay. De hecho, nunca se acaban.

Minuto 2:08 ¡Ah! ¡El duelo! Si, medio recuerdo que esta peli iba sobre un duelo o algo así. ¡Por fin! No irán a justar con esos yelmos, ¿verdad?

Minuto 2:17 ¡NO ME JOD...! ¿Y YA ESTÁ? ¿YA SE HA ACABADO EL PUTO DUELO DE LOS COJONES?

¿Pescas los problemillas que señalo en estos apuntes, Riley... digoooooo Ridley? Una gestión del tiempo confusa y atropellada, retraso en la presentación del conflicto, demora, precipitación y futilidad del clímax narrativo, que no está a la altura de las expectativas creadas, pero sobre todo y por encima de todo, y con este párrafo nos convertimos oficialmente en una bitácora de repetición, una supina ineptitud narrativa que estiiiiiiiiiiiiiraaaaaaaaa un argumento a priori relativamente sencillo (un hombre es acusado de violación; ¿es culpable o inocente?) obligándonos a sufrir la misma historia una y otra vez.

La película debería haberse llamado El último tedio.

¿Qué sentido tiene hacernos un Rashomón, Ridley, si, excluyendo dos detallitos, es prácticamente imposible diferenciar las tres versiones de la historia? Todos los testimonios del caso son el mismo testimonio, Ridley. Con escasas divergencias. Cuando nos presentas la historia de la agresión a través de los ojos de Jacques Le Gris no vemos a Jodie Comer coquetear con Adam Driver, dándole la falsa sensación de que su personaje es vaginalmente receptivo a los avances fálicos extraconyugales. Vemos, y oímos, una y otra vez a Marguerite de Carrouges intentando espantar a su agresor, resistiéndose, en la medida de sus fuerzas, a la violación y diciendo «no, no, no» exactamente en el mismo tono de voz y con la misma actitud atemorizada y vulnerable de cuando Jean de Carrouges relata la agresión a su mujer tal y como ella se la ha referido y luego en la propia declaración de Marguerite. No es un «no (tonto), (esto) no (está bien, granuja), no (quiero que se me note lo cachonda que estoy y las ganas que tengo de que me empolles, cabrón)». Es «no» y punto. No veo ambigüedad alguna en ese «no» ni en la actitud del personaje de Jodie Comer, afirme lo que afirme esa mierdosa amiga suya, la muy zorra. Al personaje de Jodie Comer la violan tres veces en pantalla (cuatro, si contamos su noche de bodas y sus pírricos polvos con su legítimo) y Ridley Scott nos obliga a presenciarlo tres veces. O cuatro. Ya no sé cuántas, que he dejado de contar y estoy viendo a mi amada Riley disecar las gónadas de un unicornio de ébano.

Tú no has visto Rashomon, Ridley. No me jodas.

«Yo no valgo para putear, pero mato gente que no veas».

En la versión de Jean de Carrouges (Matt Damon), su antiguo amigo, Le Gris, un advenedizo cuyos únicos méritos son las matemáticas e irse de putas con el conde Pierre d'Alençon (Ben Affleck), al que descubre muy pronto cómo dorar la píldora, se aprovechó de la indefensión de su mujer y la violó, asalto que ella comunicó a su esposo con pelos y señales. Probablemente porque ya había empezado a notársele la preñez y las cuentas no acababan de salirle.

En la versión de Jacques Le Gris, él, Le Gris, se aprovechó de la ausencia de su antiguo amigo, que se ha buscado la ruina con el conde de Alençon por indisciplinado, orgulloso y bocazas, para mojar la palleta en el bien dispuesto potorro de su mujer, que es cierto que intentó echarle de casa y estuvo todo el rato diciendo que no, pero en realidad estaba deseando sacarle el hueso a la aceituna tanto como él y si se hacía la difícil es sólo porque que eso es lo que hacen todas, que es que el decoro les impide decir que sí quieren follar (el personaje de Adam Driver no aclara qué quieren decir entonces las mujeres cuando dicen «sí»).

La versión de la historia vivida por Marguerite se distancia sólo en un pequeño detalle de la que su marido refiere al rey Carlos VI: Marguerite nos muestra que Le Gris la violó pese a que ella se resistió y le suplicó reiteradas veces que no lo hiciese, pero que su marido la violaba cada noche que echaban un clavo, interesado sólo en correrse él y engendrar un heredero, sin preocuparse de si su legítima llegaba o no al orgasmo (aunque durante el juicio a Le Gris miente como una bellaca y perjura que por supuesto que su hombre le da gustirrinín, ¡todas las veces, señoría!; y podríamos considerar las impúdicas preguntas de jueces y abogados acerca de su vida marital otra forma de agresión sexual). La versión de Marguerite es una ligera variación de versión de Le Gris en la que de Carrouges, lejos de un noble servidor del rey, gallardo y bizarro, despreciado y desposeído injustamente de sus derechos por su duque y traicionado por un antiguo amigo, queda retratado como un machista y tiránico gilipollas que trata a su esposa como a una yegua de cría y está más cabreado por la agresión que se ha hecho a su honor prostático y a su «propiedad» que herido por el sufrimiento de su mujer, hasta el punto de airear sin escrúpulos su violación a los cuatro vientos y pedir un juicio contra Le Gris a sabiendas de que, si Jacques es hallado inocente, Marguerite pagará con su vida el haberle difamado.

En la percepción de Marguerite, ella es violada numerosas veces, una por Le Gris, mil por su esposo y por los abogados, pero a de Carrouges no podía decirle que no y Le Gris debería haber respetado su condición de mujer casada y sus reiteradas negativas.

Bueno, ¿y, desde la perspectiva de un escritor o un cineasta, a mí qué tu prima?
La Edad Media según Scott: penumbra, ropa oscura, atmósferas cargadas.


¿Qué sentido tiene ofrecernos tres variaciones de una misma historia si apenas hay cambios de una a la otra, Ridley? A mí me importa un carajo si el personaje de Matt Damon es un leal vasallo del rey de Francia puteado por su señor feudal en la versión de de Carrouges, un mierdecilla acomplejado, envidioso y bocazas en la versión de Le Gris o un cabrón machista obsesionado con el ascenso social y la perpetuación de su equipaje genético a ojos de su esposa. Nada de eso afecta al conflicto de El último duelo. Aquí de lo que se trata es de si la violación existió o no o de si eso es siquiera un factor sustantivo en el conflicto de la película. De lo que se trata es de si Marguerite dice la verdad o miente confabulada con o amenazada por su esposo, si la reclamación de de Carrouges de un juicio por combate está justificada o es una bizantina estrategia para cobrarse todos los desplantes y humillaciones, reales o imaginarios, que ha sufrido de Le Gris.

El carácter de los protagonistas de este largometraje no cuenta para el drama. O, al menos, no cuenta tal y como Ridley Scott nos presenta el carácter de esos personajes. Las diferencias entre los retratos que Le Gris y Marguerite hacen de de Carrouges, en conflicto con el que de Carrouges hace de sí mismo, no tienen nada que ver con la agresión que sufrió o no su mujer. A la Marguerite de El último duelo no la violan por estar casada con un capullo machista ni tampoco a pesar de ser la esposa de un aguerrido paladín de Francia recién ennoblecido por méritos de combate. Tampoco la personalidad de la víctima constituye en absoluto el motor del drama. Más allá de que, antes de sufrir la agresión, le diga a esa amiga cabrona y Judas a la que hemos aludido antes que encuentra a Le Gris «atractivo», no desempeña ningún papel activo que pueda enviar a su presunto agresor el mensaje de que está dispuesta a fornicar con él, a pesar de que las convenciones sociales la obliguen, según entiende Le Gris (cuyo interesado empecinamiento en traducir los «noes» de Marguerite por «¡destrúyeme el útero con ese cipotón tuyo, cabrón mío!» TAMPOCO aporta nada a la historia) y así se lo cuenta a su compañero de melopeas y chuminos, el conde Pierre, a fingir que se resiste, que lucha, que se opone, a decir «no» cuando en realidad quiere decir «¡empótrame hasta que los cojones hagan tope!».

Ridley, no había visto nunca a un director de cine frivolizar de manera tan burda e insultante, y sobre todo tan torpe, acerca de una violación (salvo tal vez a ti mismo en Thelma y Louise, una de las películas más sobrevaloradas de tu currículum). Tal y como has rodado El último duelo, no puede quedarle duda alguna a ningún espectador: Marguerite de Carrouges fue efectivamente violada por Jacques Le Gris pese a su oposición y fútil resistencia y su marido no sólo tenía perfecto derecho a esmochar a Le Gris en la arena, por hijo de puta, sino que es una puñetera lástima que no aprovechase la oportunidad para caparlo primero.

(¡Joder la metáfora con la yegua, Ridley! ¡JO-DER! Y esa puñalada de Le Gris a la bisectriz de de Carrouges, que le corta simbólicamente los cojones, ¡Joder, Ridley, joooooooooodeeeeeeeeeer!).
«Disimula. Son de Carrouges y su yegua».

A mí no me importa que como director hayas tomado partido por la presunta víctima (insisto: con las fuentes en la mano, no tenemos manera de saber si la violación existió o no y los estudiosos del caso tampoco se ponen de acuerdo al respecto; además se supone que la película no va de eso, o no sé ya de qué va, ¡mira cómo rebota mi Riley en el regazo de ese mandingo, mira! Ella sí que nunca defrauda). De hecho, has hecho lo correcto como ser humano. No era lo que se esperaba de ti. No ruedas cine por ser una buena persona. Lo ruedas porque se te supone narrador, pero no me importa que te hayas ensañado tanto con de Carrouges, por burro y por ser incapaz de hacer que su señora se corra con todas las de la ley. No me preocupa, aunque me ofende un poco, tu

regodeo en los más que evidentes cuernos de Jean de Carrouges, en quien te cebas al extremo no sólo de feminizarlo simbólicamente, como si no fuese suficiente, sino de retratarlo como un mulo al parecer feliz de criar y dar su apellido al hijo adulterino de Le Gris, fruto del mismo delito por el cual el osado picaflor acabó dejando de fumar definitivamente durante el desenlace del último duelo judicial de la historia francesa.

Lo que me preocupa, si lo tenías tan claro desde el principio, es que me hayas obligado a ver la misma película tres veces, como pretendiendo introducir alguna incertidumbre en el inequívoco testimonio de Marguerite de Carrouges, y hayas sido tan palmariamente incapaz de lograrlo.

Al campeón, todo le son flores.


Ridley... tal vez deberías volver al departamento de cine del Royal College y que te den un curso de refresco. O pedir el reembolso del dinero de la matrícula.

Y a lo mejor deberías revisar los títulos de tus películas, ¿sabes? Lo digo porque el duelo de ésta no abarca ni diez minutos de los últimos quince, créditos finales excluidos, en una película de dos horas y media. Y está rodado con unas concesiones a la estética y el espectáculo que se cagan tan descaradamente en la verosimilitud histórica y el sentido común que duele mirarlo.
(¿Celadas que sólo cubren media cara, Ridley? ¿En una justa con caballo, escudo y lanza, Ridley? Tú nunca has cogido un libro de historia en la mano ni visitado un museo, ¿verdad, Ridley?).
Como licenciado en Historia, aquí grité.

El último duelo
no sólo es una película aburrida. Es una película aburrida que su director nos obliga a ver tres veces.

No es por defender los hábitos de consumo audiovisuales de los millennials, pero humildemente me parece que ésta es una razón mucho más plausible para el fracaso de la última fantasía medieval del que fue, una vez, uno de mis directores de cine favoritos.

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