sábado, 4 de diciembre de 2021

¿Era Robinsón Crusoe un marsupial?

Si te has empecinado en esto de ser escritor, que ya nos hemos cansado de prevenirte desde Paratroopersdon'tdie que es una de las formas más estúpidas de morirse de hambre, y sólo puedes aprender dos lecciones, asegúrate de que sean estas:

1. Lección número uno: aprópiate de este consejo que me dieron hace años y no digas que eres escritor, di, mejor, que trabajas de pianista en un burdel.

2. Lección número dos: resígnate a esta verdad fundamental del universo, implacable como la termodinámica; los libros no se acaban. Se abandonan.
Si quieres profundizar en la primera lección, pincha aquí.
Ahora vamos por la segunda,

Buena parte de la literatura de ficción es literatura especulativa. Son los «ysíes» y los «porquenoes» los que te convierten en escritor.

¿Y si un matrimonio en crisis quedase aislado por la nieve, con su hijo pequeño extraordinariamente sensible, en un hotel de montaña de Colorado?

Y así tenemos El resplandor, de Stephen King.

¿Por qué no exploro una sociedad en la que los negros son la clase dirigente y los blancos la mayoría oprimida?

Y así tenemos Opus dos, de Angélica Gorodischer.

¿Y si el bebé de un caballero británico fuese criado por monos?

Y así tenemos Tarzán de los monos, de Edgar Rice Burroughs.

¿Y si un hombre con superlativas dotes de observación y una mente analítica prodigiosa se dedicase a investigar misterios?

Y así tenemos Estudio en escarlata, de Arthur Conan Doyle.

¿Y si un capitán de la Armada soviética decidiese desertar a Occidente llevándose consigo el nuevo submarino de tecnología ultrasecreta de la Flota Roja?

Y así tenemos La caza del octubre rojo, de Tom Clancy.

Los ysíes y los porquenoes son los que te hacen escritor. Porque los escritores son esos seres repelentes a los que la vida no les basta y tampoco se conforman con los libros de los otros escritores.

Uno de los mayores problemas de que la creación literaria sea vehículo de investigación es que es muy difícil ponerle un límite a esa exploración, sobre todo si tienes una personalidad un pelín obsesiva; y si aspiras a convertirte en escritor, probablemente la tengas.

He leído muchos libros en los que era dolorosamente obvio que el autor debería haber renunciado a la escritura al final del segundo acto. Quizá porque nadie le había enseñado que las novelas no se acaban, se abandonan.

Sin embargo, es muy difícil convertir este consejo en un método de trabajo universal.

Porque, en términos generales, es realmente complicado decir cuándo hay que abandonar una novela.

Y yo soy, como escritor, una de las peores personas para impartir o seguir esta norma, pues tengo la dolorosa tendencia a estiiiiiiiiiraaaaaaaaar mis libros. No llenarlos de paja, entendámonos, sino zambullirme en los personajes y las tramas y bucear en ellas buscando tesoros. No he llegado al extremo de tardar sesenta páginas en afeitar a un personaje, como Joyce (y si tardó más lo ignoro porque ése fue el punto en el que abandoné la lectura del Ulises para no retomarla jamás), pero sí confieso haber escrito un libro de sólo 16 capítulos, y que abarca una historia que se prolonga a lo largo de unas dos semanas, que no tienen menos de dos mil páginas.

Además, soy del tipo B de escritor: es decir, corrijo más que redacto. Soy más reescritor que escritor. Aunque un libro de unas cuatrocientas páginas me puede llevar un año de escritura, ese mismo libro pasará por sucesivos procesos de revisión y corrección, unos solitarios como paja desganada y otros colaborativos como gangbang de domingo de ramos con una Sasha Grey sedienta de amor de hombre; reescrituras que pueden extenderse a lo largo de varios años más (si quieres echarle un vistazo superficial a mi método de trabajo, pincha aquí).

Pero llega un momento en que no tiene sentido seguir buscándole defectos a la obra, aunque todavía los tenga, y debe enviarse a la imprenta con todas sus imperfecciones y el sincero propósito de enmienda de hacer un trabajo mejor con la siguiente.

Y ése momento es realmente difícil de identificar. Pero es imprescindible tomar, antes o después, una decisión al respecto. Porque de lo contrario estarás atado a ese libro a perpetuidad, reescribiéndolo una y otra vez incluso cuando ya has superado ampliamente el momento en que un párrafo menos, una frase más clara o un adjetivo más oportuno podían mejorarlo. Y, repito, el punto de renuncia es muy, pero que muy huidizo y etéreo, porque siempre hay margen de mejora, siempre se le puede hacer algo más a ese libro para que gane en claridad, profundidad argumental, intriga dramática o belleza literaria.

Yo mismo paso olímpicamente del estilo en los primeros borradores. A mí la belleza literaria me suda mis gordos cojones si debajo no hay una historia interesante y unos personajes atractivos. Harto de padecer como lector obras infumables con argumentos cuadriculados y pueriles, o sin argumento alguno, y ejercicios estilísticos que son todo fuegos de artificio con pólvora mojada, a la hora de escribir me centro en la historia y los protagonistas. Si consigo acabar, quiero decir abandonar, la novela con la sensación de haber contado una trama entretenida o al menos medio decente, entonces y sólo entonces me dedico a intentar darle un poco de barniz literario a mi prosa. Y si me sale alguna flor de ingenio antes de llegar a este punto, bienvenida sea mientras aporte algo, que no me tiemblan las manos si tengo que podar floreos inoportunos y vacíos.

El estilo, en mi opinión, debe estar al servicio de la trama y los personajes, y no al revés. De lo contrario parirás barrocos experimentos lingüísticos que le harán el chichi gaseosa a los académicos y acabarán en las listas de lecturas recomendadas de los institutos públicos, donde te ganarás el odio visceral de cientos de adolescentes que, por tu culpa, no volverán a coger un libro en su puta vida.

A causa de mis pecados arriba enumerados se me puede acusar de carecer de autoridad para aconsejar a otro escritor que aprenda a abandonar sus novelas.

Porque yo mismo lucho, con cada nuevo proyecto, por aprender esta lección. Y quizá ésa sea la meta máxima a la que pueda aspirar cualquier creador: descubrir en qué punto específico de ejecución debe renunciar a trabajar en cada una de sus obras concretas.

Y ésa es una lección realmente difícil de aprender. Porque no existe una receta. No se le aplican leyes universales. No puedo decirte «siempre que observes los fenómenos A, B y C habrá llegado el momento de abandonar la escritura de ese proyecto». Porque cualquier método que yo te pudiese aportar con mi torpe ciencia podría ser de aplicación a la novela X pero no a la Z, a un libro de ciencia-ficción pero no a un thriller policial. Y es que a la Literatura se viene llorado de casa y esto de escribir es como montar en bicicleta.

(Sólo que la bicicleta está en llamas.

Y tú estás en llamas.

Y todo está en llamas.

Y es como el infierno).

No puedo darte pistas, pero al menos puedo intentar que te plantees alguna pregunta que te ayude a decidir por ti mismo, en cada novela, si has llegado al punto de abandono. No todas las pistas son de aplicación a todos los libros y, sin tan siquiera intentas que tu proyecto las cumpla todas, corres el peligro de incurrir en exasperantes contradicciones, que nos comía el culo la fecha de entrega y, además, tampoco nos comprometimos nunca a desarrollar teorías bien elaboradas, copón. Avisado te he, amado lector.

La primera pregunta que debes contestar, la pregunta 0 y madre de todas las demás es ¿Has leído tu propio libro?

Parece una chorrada, pero está muy lejos de serlo. Han llegado a las librerías miles de libros de cuyo examen sólo cabe concluir que sus autores tiraron para adelante como miuras sin repasar ni una sóla vez las páginas que iban escribiendo. ¿En qué se nota? Oh, en muchos detalles. Tramas principales que empezaron en el primer acto y en la última página quedan sin resolución. Personajes que desaparecen. Argumentos secundarios que terminan sin haber llegado a empezar. Párrafos confusos o proclives a ser malinterpretados. Errores de concordancia argumental (el caso paradigmático, que ya hemos señalado varias veces, es Robinson Crusoe desnudándose para ganar a nado el pecio de su barco naufragado y luego llenándose los bolsillos de cosas, con lo cual sólo podemos concluir que Daniel Defoé no leía su propia novela o que Robinson Crusoe era un marsupial). Errores de concepto del libro, que empieza siendo una cosa y acaba como otra muy distinta, cuando no contradictoria con su propuesta original (señal clara de que el escritor no tenía un plan, o lo tenía y acabó aburriéndose de él).

Pero creo que donde mejor se nota al escritor disléxico es en su tratamiento de los personajes. Poco grita más alto y más fuerte «¡VAGO! ¡AMATEUR!» que unos personajes que pasan flotando por la acción sin que nada ni nadie les afecte. Porque los seres humanos no somos de hormigón y las experiencias que sufrimos dejan y deben dejar poso. Porque ya que don Miguel de Cervantes sentó las bases de la novela moderna, que se distingue de sus antepasados clásicos y medievales en que los personajes reflejan la evolución psicológica que acarrea sus aventuras, lo mínimo que podemos hacer en reconocimiento a su genialidad es escribir nuestras novelas como él empezó a hacer, aunque sólo sea para que nuestros lectores sepan que están leyendo una novela.

Empieza leyendo tu libro, y muchas de las preguntas que deberías hacerte a continuación se volverán evidentes hasta para ti, cenutrio.


Pregunta 1: ¿Te has emocionado escribiendo el libro?

Si la pregunta es afirmativa, enhorabuena y pasa directamente a la pregunta número dos. A menos que seas un poco tontito, si te ha emocionado escribir el libro probablemente al lector le emocionará leerlo, y eso significa que hay una posibilidad, por pequeña que sea, de que podamos convertirte en escritor. Porque de eso trata precisamente la Literatura: de transmitir una experiencia emocional, o por lo menos estética, a través del lenguaje escrito.

Si la respuesta es negativa, ya puedes empezar a echarte a temblar, porque algo estás haciendo mal. Rematadamente mal. Mal de toda maldad. Y depende enteramente de ti averiguar el qué.

Lee de nuevo tu libro, o por primera vez, si te has saltado la pregunta 0. ¿Por qué es tan frío? ¿Has caído en el feo vicio de poner el estilo por delante de la historia y los personajes? ¿Por qué no transmite emoción alguna? ¿Has intentado replicar la fórmula de algún éxito de ventas con la cínica esperanza de decaer o reinventar la fórmula de la Coca Cola y, como todos los plagiarios, has acabado copiando los errores y no los aciertos de ese referente y exhibiendo tu ineptitud como narrador? ¿Por qué tu novela parece escrita por un robot? ¿Es que tenías miedo de expresar lo que realmente sientes?

Escribir se parece un poco a ir a terapia. El escritor pone sobre el papel las cosas que le obsesionan, las que le asustan, las que le enferman, las que ama, las que detesta. Porque la vida es cualquier cosa menos una fiesta continua y el escritor, con su sensibilidad condenadamente acentuada, puede muy fácilmente acabar encontrándola casi insoportable, y sí, eso son dos adverbios en el mismo párrafo. ¿Qué vas a hacer? ¿Dispararme?

Algunas personas encuentran el mundo inhóspito y se drogan.

Otras se drogan y luego escriben.

Luego viene el llanto y el batir de dientes.


Para algunos de nosotros, escribir es en sí una droga.

Las plantillas argumentales están bien siempre que no trates de ocultarlas (porque te pillaremos, y nos burlaremos de tu pretenciosidad) y que las reduzcas a sus mínimos elementos. Coger el argumento de Romeo y Julieta y escribir West Side Story es la forma correcta de usar una plantilla. Perpetrar Parry Hotter, aprendiz de mago, la incorrecta. Y debería ser delito de pena capital también.

¿Quieres usar las plantillas? Úsalas. Todos lo hemos hecho en algún momento.

Pero pon algo de ti en ellas, o sólo te servirán para hacer el ridículo.

Creo que mis dos mejores libros son aquellos que probablemente no se publicarán jamás, y si se publican nadie los comprará, y si los leen los aborrecerán porque son demasiado personales. Casi indescifrables. Yo los llamo mis «libros terapia». Escribí ambos en diferentes momentos de mi vida. Momentos muy jodidos en los que estaba lidiando con mucha mierda emocional muy chunga, y perdón por el lenguaje profano.
(Aunque probablemente todos mis libros sean «libros terapia»).
Otro que necesita terapia.

He puesto mucho, muchísimo de mí en esos dos libros. Sentimientos reales. Personajes reales de mi vida, pasados por el filtro de la ficción hasta hacerlos irreconocibles.

Escribir esos dos títulos fue divertido hasta las lágrimas.

Fue doloroso hasta la agonía.

Fue desafiante.

Tuve que interrumpir la redacción y la revisión incontables veces porque pura y simplemente no me quedaban fuerzas para seguir.

Acabar, o sea abandonar, esas dos novelas fue lo más difícil que he hecho, como escritor, en toda mi vida.

Y creo, tendría que preguntárselo a las pocas personas que las han leído pero estoy casi seguro de sus respuestas, creo que los lectores se reirán donde yo me reí, llorarán donde yo lloré. Porque si pones tu humanidad en una obra dejarás en ella una impronta que otros seres humanos serán capaces de percibir.

Esos libros tendrán todos los defectos del mundo, pero nadie podrá acusarlos de adolecer de personajes monolíticos e inmutables, sobre los que no tiene efecto alguno la trama ni las interacciones con los otros personajes.

Creo, honestamente, que los personajes de esos dos libros son los más humanos que he escrito jamás. Quizá porque yo soy todos ellos. Porque puse en todos y cada uno de ellos una gota de mi identidad, una espina de mis defectos, una chispa de mis frustraciones, una sombra de mis pesadillas o todo a la vez. En esos libros encontré y perdí a mi primer amor, que es siempre el único y perfecto, y me reencontré de nuevo con él para verlo morir; y me retraté en un espejo deformante y huí horrorizado de lo que veía, y regresé y me recreé en esa gárgola e intenté amarla a pesar de su monstruosidad; y traicioné a mi familia y amigos, y fui por ellos traicionado, y huí de ellos, y nos los recuperé jamás, y fui feliz, y fui miserable, y alcancé el éxito gracias a mi talento, y me hundí en la miseria cuando finalmente me obligué a admitir que no poseo ninguno, y creo que todo esto, y muchos factores más, convierten a esas novelas en las mejores que he escrito y quién sabe si las mejores que escribiré. Jamás.

Antes de preguntarte por qué tus lectores no se emocionan con tus libros pregúntate primero por qué tú no lo hiciste.

Eh, no te desanimes. A lo mejor tus personajes carecen de empatía porque resulta que tú eres un psicópata.

O tal vez, pura y simplemente, sólo eres un mal escritor.
Pregunta 2: ¿Qué clase de final le has puesto a tu libro?
No es una pregunta banal. Si la respuesta es «el que había previsto» pasaremos a la segunda parte de esta pregunta: «¿y es el final que el libro necesitaba, o al menos el mejor que podías escribir?»

Si la respuesta es «¿qué más da; no son todos iguales?», eres un ignorante y un flojo y no tienes ni la más pequeña posibilidad de convertirte en escritor, ni siquiera por accidente. No merece la pena que sigas leyendo esta entrada de la bitácora.

Así que vamos a suponer que has contestado afirmativamente.

Hay varios tipos de finales para una novela, cada uno con sus inconvenientes, pero pueden reducirse a dos:

El final abierto: del cual se abusa de forma intolerable. Particularmente abusan de él los malos escritores y los regulares o buenos que se han metido en camisas de once varas y, presionados por los plazos de entrega, no supieron darle otro final a sus obras o fueron incapaces de satisfacer las expectativas creadas en el primer y segundo actos. Por eso demasiado a menudo el concepto «final abierto» encubre el concepto «historia mal resuelta».

En el final abierto, la historia, el conflicto, no termina realmente. Sólo termina el libro, y queda a discreción del lector decidir qué sucede a continuación. Casi toda la obra publicada de Kafka entra en esta categoría, aunque obviamente lo hace porque casi toda la obra publicada de Kafka está inconclusa; no tiene finales cerrados porque Kafka apenas escribió alguno. Fin de la discusión. Ejemplos de finales abiertos: Si El señor de los anillos hubiese concluido en La comunidad del anillo o Las dos torres tendríamos un ejemplo de final abierto, ya que la trama principal del libro, la destrucción del Anillo Único antes de que el Señor Oscuro le eche mano, habría quedado irresoluta. GRRRRRRRR Martin termina Muerte de la luz con un duelo del que no conoceremos el final (aunque lo intuimos). American Psycho tiene un final abierto de manual; aunque parece que todas las fantasías de asesinato que Patrick Bateman ha protagonizado sólo sucedieron en su imaginación, el problema subyacente, la sed de sangre y el instinto violento del personaje, permanece y podrían llevarle, en cualquier momento, al asesinato.

El final Paul Auster (o el que Paul Auster usa en la mayoría de sus libros) es su propia categoría de final abierto: el protagonista parece a un paso de alcanzar la felicidad o la redención pero un mal bandazo de la fortuna lo convierte en un paria y un fugitivo.

He leído pocos ejemplos de finales abiertos que estuviesen claramente previstos desde la génesis de la novela. Y no recuerdo ninguno de Paul Auster. Muy a menudo los finales abiertos me dejan con la sensación de que el escritor simplemente se cansó de escribir y cortó por lo sano. «¿Que no puedo resolver todas las tramas de la novela? Pues no las resuelvo. Acabo el libro con un acto final que tanto pueda ser una cosa como la otra y aquí paz y después gloria». Que es, sospecho, lo que Paul Auster lleva años haciendo.

El problema de un final abierto es que, si puede interpretarse tanto en un sentido como en otro, acaba por no significar nada. Además, hacen que el lector se sienta estafado. Los finales abiertos son a la creatividad literaria lo que la posmodernidad al pensamiento crítico. Es muy difícil lograr uno redondo, así que recomiendo evitarlos por sistema.

Otra forma más sutil de final abierto es aquella en la que el héroe, o el trasfondo en el que se ha desarrollado la historia, permanecen inalterados (lo cual nos remite a la pregunta uno). Si la novela, tomando lo que nos interesa del «Viaje del héroe» campbelliano y descartando el resto, es la historia de una transformación y al final de la nuestra no se ha producido transformación alguna, puede decirse, en puridad, que la novela no ha concluido. Ciertamente ése es el retrogusto que nos dejan algunas obras, particularmente las últimas de Paul Auster que hemos leído; y no, no es que le tengamos especial manía al pobre de Auster, es que es el primer ejemplo que nos viene a la cabeza cada vez que pensamos en «finales abiertos». Por la misma regla de tres podríamos cebarnos con ciertos títulos de Murakami.

El final cerrado:
es aquel en el que termina el drama y todas las tramas de la novela, o al menos las más importantes, encuentran su consumación. No merece la pena extenderse sobre él. Es exactamente lo contrario al final abierto y, a diferencia suya, ofrece al lector una satisfactoria sensación de cierre. De viaje que toca a su fin. De que toda la narración desarrollada hasta ese momento encuentra el destino que merecía y no otro. Romeo y Julieta se suicidan por gilipollas. La Bella Durmiente se recupera de su narcolepsia y se casa con el Príncipe (en la versión original del cuento no la despertaba con un beso, sino que se despertaba ella al dar a luz al bebé concebido cuando el Príncipe la violó aún sumida en su letargo; y es que eso del consentimiento es una idea relativamente nueva). Al final de El regreso del rey, Frodo y Sam han destruido el Único y retoman sus vidas, o lo intentan, transformados por la experiencia.

Pero todo esto no es más que cháchara. Abierto o cerrado, lo único que importa sobre el final es ¿qué significa?

No. No quiero decir «¿cómo se interpreta ese final?», traducción educada del grito de frustración «¿pero esto qué cojones es?» que a menudo lanzamos al alcanzar las últimas páginas de un libro. Lo que quiero decir es ¿qué significa ese final para la trama? ¿Qué significa para los personajes? ¿Qué significa para el lector? Sí, el lector. El público. El actor peor considerado en todo acto de creación. El chivo expiatorio sobre el que se vierten todas las culpas cuando una obra artística no goza del éxito esperado, como acaba de hacer Ridley Scott.

¿Qué has sentido, como lector, al llegar al final de tu libro?

¿Te has quedado con ganas de más?

Si es que sí a lo mejor estás haciendo algo bien.

¿Has torcido el gesto?

A lo mejor deberías plantearte reescribirlo. Demasiadas veces los escritores lo fían todo a una sorpresa final (el «efecto M. Night Shyamalan») que no siempre produce el resultado deseado. Una novela debería ser un proceso de descubrimientos, no una cadena de sorpresas. Las ideas felices no hacen buenos libros, por las mismas razones por las que una sucesión de chistes de Arévalo no constituye una comedia.
«¡Toma comedia!»

¿Al llegar al final has corrido a releer el libro, armado con la información a la que sólo tuviste acceso cuando llegaste a la última página, intentando averiguar en qué punto el escritor empezó a jugártela (American Gods, de Neil Gaiman) o ansioso por volver a interpretar pasajes que ahora, a la luz de la revelación de las últimas páginas, podrían tener un sentido muy diferente al que en una primera lectura les atribuiste («¿Que Bruce Willis estaba muerto desde el principio? ¿Pero esto qué cojones es?»)?

Si es así, parabienes. Estás a un paso de escribir una obra inmemorial y listo para saltar a la siguiente pregunta:
Pregunta 3: ¿Cuántos niveles de lectura tiene tu libro?
Piensa en Los Simpsons. O en las películas de Pixar.

¿Qué tienen en común? Todas ofrecen tramas y chistes aptos para niños y un sustrato, algo más sutil, que sólo los adultos un poco atentos van a ser capaces de identificar.

Ahora piensa: ¿cuántas lecturas posibles pueden hacerse de tu obra?

La profundidad en una obra artística suele ser sinónimo de riqueza, pues imposta la realidad, delata el esfuerzo del creador y expone su dominio de la técnica. Pero la profundidad no se puede imponer. Debe ser construida, y para que no se desmorone como un jenga manejado por un borracho hay que construirla de abajo arriba.

Empieza con algo sencillo. Un arquetipo.

Probablemente sólo haya tres tipos de historias, y sí, esta afirmación extraordinariamente cuestionable me pone un poco más cerca de sacarme una teoría del todo de la ficción, como la de Campbell; así que probablemente acabe de revelarme como un nefasto teórico aficionado: las historias de búsqueda e ilustración (el que busca acaba aprendiendo algo sobre el mundo o sobre sí mismo, aunque no alcance el fin que perseguía), las de redención o renacimiento (en las que los personajes expían algún pecado del pasado o recuperan un atributo perdido) y las de pérdida o transformación (en las que sucede todo lo contrario a las de renacimiento; el personaje se transforma, perdiendo algo en el proceso, o pierde algo que valoraba, o muere).

Empieza por ahí. Lo importante es empezar por algún lado.

Ahora sube al siguiente nivel. ¿Es una historia de búsqueda? ¿Qué busca tu personaje y por qué (el santo Grial de Indiana Jones y la última cruzada, la unificación del reino en Excálibur; sí, sigo buscando ejemplos del cine porque no confío en tus hábitos lectores)? ¿Por qué lo que busca es importante para él? ¿Qué conseguirá si su búsqueda tiene éxito? ¿Es una historia de redención (Hayden Christensen entrega a su legítimo destinatario la casa construida por Kevin Kline en La casa de mi vida, el personaje de Clint Eastwood derrotando a sus prejuicios y salvando al muchacho asiático por aquel al que mató en Corea en Gran torino)? ¿Qué tiene que redimir tu protagonista? ¿Qué lo empuja a perseguir esa redención? ¿Qué obtendrá realmente si la alcanza? ¿Es una historia de pérdida? ¿Qué pierde tu personaje y por qué? ¿Cómo ha llegado a esa transformación y cómo era antes de sufrirla? ¿Cómo lo transforma esa pérdida, cómo se adapta a ella? Contesta a esas tres preguntas y tendrás, de una sentada, las motivaciones del personaje, sus valores y sus metas.

Apilemos una capa más. ¿Tu personaje está solo en su drama o se encuentra con otros; amigos que le ayudan en su gesta, enemigos que le estorban? ¿Por qué le ayudan sus amigos, por qué sus enemigos quieren que fracase? ¿Cuáles son las motivaciones de unos y otros? ¿Tu personaje tiene padres? No es coña; la relación con nuestros jefes es determinante en la formación de nuestro carácter. ¿Cómo es o era su relación con ellos? ¿Explica, determina o justifica sus decisiones y actos durante el desarrollo del conflicto? ¿Y si resulta que tu personaje no busca, no tiene nada que redimir ni que perder pero su padre o su madre sí y él se convierte en el agente vicario de su arco de transformación, en el vehículo de una historia ajena? ¿Será posible que tu héroe busque lo que sus padres, o cualquier figura paternal, perdieron o fueron incapaces de encontrar, que quiera redimir un pecado de su pasado o transformarse en esa figura paternal o en su Doppelgänger, o alcanzar la apoteosis que su padre o su madre fracasaron en consumar? ¿Su padre era una figura ominosa y autoritaria y por eso él es un rebelde y un anarquista? ¿Era un alcohólico patético y por ese motivo tu héroe no bebe? ¿Su madre era muy guapa y ahora él es un desastre en sus relaciones personales?

Puedes incluso añadir otra media capa encima de ésta: ¿y si hay más de un personaje persiguiendo el mismo objetivo pero sólo uno de ellos puede tener éxito, de manera que el logro de uno se convierte inmediatamente en el fracaso del otro?
No, no tiene nada que ver con el texto, pero da mucha risa.

A partir de aquí, ancha es Castilla. El objeto o atributo buscado o perdido, la redención perseguida pueden adoptar muchas formas simbólicas, como las rosas pueden representar vaginas, si tienes la mente lo bastante sucia. Un obstáculo puede convertirse para tu protagonista en una metáfora de la relación con un padre del que se ha alejado, o de un desengaño amoroso, o de la crisis necesaria para que ese personaje alcance la transformación que ansía, y vencer ese impedimento puede desencadenar la resolución del drama. ¿Quizá acostándose con esa chica que le recuerda tanto a su madre pueda superar al fin sus fantasías edípicas y amar a su mamá con honestidad o perdonarla por ser una trotona que no repetía carallo ni por accidente? ¿Quizá aprendiendo a amar a ese personaje paternal pueda perdonar a su padre maltratador y alcanzar, a través del padre sustituto, la madurez que un padre violento y distante le negó?

Eh, no pongas esa cara de emporrado; si esto de escribir fuera fácil todo el mundo lo estaría haciendo.
Pregunta 4: ¿La estructura y la voz de tu libro son las correctas?
Estoy harto de leer libros que terminan antes de empezar o que se acaban sin haber terminado. Lo cual nos remite a la pregunta dos.

La estructura fundamental en tres actos es una buena guía para cualquier narrador. Y no implica metafísica alguna. Creo que es un recurso sencillo y claro al alcance de cualquiera con el número imprescindible de neuronas para tragar saliva sin atragantarse y no cagarse encima en los desfiles.

Y sin embargo hay gente incapaz de utilizarlo.

Presenta a tus personajes, presenta el drama, desarróllalos y llévalos a su conclusión. ¿Cuál puede ser la dificultad inherente a eso?

Al parecer, mucha.
Tampoco tiene nada que ver con el texto. Sólo es la risión misma.
 

La cantidad de iletrados que se sientan a escribir sin tener ni puñetera idea de cómo estructurar un relato, o intecionadamente decididos a cargarse la forma clásica, que obviamente aún no dominan, es apabullante. Y todo ello por ego o amparados en la excusa de liberarse de la tiranía de la forma, cuando en realidad la estructura en tres actos es sólo una guía. Es de aplicación universal, pero al mismo tiempo no lo es.

Claro que es contradictorio. No hace siete párrafos que te recordé que si esto de escribir fuera fácil todo el mundo lo estaría haciendo.

Memento, de Christopher Nolan, respeta escrupulosamente la estructura clásica en tres actos y al mismo tiempo no lo hace. Esa narración diseccionada en dos arcos cronológicos diferentes, uno que avanza hacia el presente desde el pasado (las escenas en blanco y negro) y otro que retrocede hacia ese mismo presente desde el futuro, se convierten en un elemento estilístico perfecto para confundir al espectador, haciéndole sentir la misma desorientación que el protagonista (Guy Pierce) con amnesia retrógrada incapaz de crear nuevos recuerdos. Ese truco del almendruco resulta ser la mejor decisión creativa posible para el tipo de historia que Nolan nos está contando.

¿Está la estructura de tu libro imbricada con la clase de historia que quieres contar?

Tres cuartos de lo mismo para el narrador. ¿Está contando la historia la persona correcta? ¿No te habrás equivocado al concederle el turno de palabra a ese personaje y no a otro? Y no, no me vale que tu novela esté escrita en tercera persona. El narrador es un personaje más, y si todavía no lo has entendido no deberías intentar escribir nada más complicado que un tuit.

Haz la prueba a contar la misma historia desde una perspectiva diferente. O varias. O sea, márcate un Rashomon y quédate con la voz narrativa más poderosa, o con todas (y haz, efectivamente, un clon de la obra maestra de Kurosawa).

Ya me contarás qué tal.

Pregunta 5: El tono
(Tranquilo, que ya estamos acabando).
Hay una forma infalible de joder una buena historia, aparte de hacer trabajar a mucha gente en ella: imponerle el tono equivocado.

Siempre pongo el mismo ejemplo, pero es que me parece flagrante: aunque no me opongo a un poco de humor negro en el café de las mañanas, convertir el episodio más negro de la historia del siglo XX en una comedia me parece más que sadismo, me parece pornografía del horror. No creo que el Holocausto sea susceptible de jijis y jajas, aunque los propios judíos retenidos en los campos de la muerte nazis recurrían al humor de mal gusto para hacer sus vidas un poco menos horribles, y no pongo ningún ejemplo aquí porque seguro que me funean.

Sin llegar a esos extremos, otro paradigma de humor inoportuno son las coñas marineras, los chistecitos y los jujujujús que Marvel Studios/Disney mete, a patadas, incluso en las escenas más dramáticas de sus películas de superhéroes, y que revelan su hipócrita miedo a provocar emociones genuinamente humanas más allá de la risa facilonga y su cínico regodeo en vendernos un mundo de la piruleta lleno de pis de gominola líquida meado por unicornios de algodón de azúcar. Aunque en pantalla Thanos le esté pisando el pecho a Spiderman.

Y no.

No todas las historias admiten comedia. No todas las escenas se pueden convertir en un gag de slapstick o dar pie a Tony Stark a meter otra morcilla. El Thor gordo de Endgame sólo hizo gracia durante los primeros cinco segundos y con cada chiste a costa de su aspecto se hizo más evidente que uno de los más graves, de los más sobrios y solemnes personajes de la mitología Marvel se había convertido en el payaso de la saga de Los Vengadores, ignominia que tienes mi permiso para interpretar en clave de vil propaganda atea: los guionistas se pitorrean del único dios de Los Vengadores.

Tarantino, por ejemplo, peca de hacer todas sus películas al estilo de Tarantino. ¿Qué significa eso? Diálogos interminables que, para más tocamiento de gónadas, raras veces llevan a ninguna parte (parece que Quentin es incapaz de escribir un personaje que no sea verboso y un freak de la cultura popular; además, ¿a quién cojones le importa lo que quería decir Madonna cuando cantaba Like a virgin?); abuso de los recursos de cine pulp (el los llama «homenajes»; otros los llaman «plagio desvergonzado» o «pastiche infantiloide»), arrogancia narrativa que todo lo fía al carisma de los personajes, descuidando el desarrollo de la acción, que se vuelve superficial y rutinaria (¿qué coño son Jackie Brown y Los odiosos ocho?) y cabriolas cronológicas que, en Pulp fiction, contada desde los puntos de vista de diferentes personajes, podrían estar justificadas pero que en los otros títulos de este controvertido creador sólo marean y cabrean, no necesariamente por ese orden.

¿Y si Tarantino adaptase el tono de sus películas a la historia que quiere contar? Mira que ha pasado tiempo desde que la vi y sigo sin saber si Ingloriuos basterds me gustó o me pareció la más torpe meada fuera de tiesto de la carrera de nuestro amigo Quentin. Salí del cine convencido de que, en el mejor de los casos, Tarantino se había equivocado en el tono de la cinta. Una película bélica, un film de la Segunda Guerra Mundial, incluso ambientada en un universo alternativo donde un comando estadounidense asesina a Hitler en un cine, no debería haber sido filmado como Kill Bill o Pulp fiction. Necesitaba su propia identidad, coherente con el argumento y el escenario de la acción, sin por ello haber renunciado al «sello de autor» que Quentin Tarantino imprime a todas sus obras.

Así que,
antes de descartar ese libro que no funciona, asegúrate de haberle dado el tono adecuado.

Un libro que probablemente será una mierda.

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