viernes, 23 de septiembre de 2022

It's a kind of magic

Soy reacio a las balumbas supersticiosas que revisten de falso romanticismo el proceso creativo. A mi parecer, toda esa farfolla sobre la inspiración, las musas y los estados meditativos o incluso mediúmnicos en los que se habrían ejecutado algunas obras clave de la cultura (el Libro de las revelaciones de San Juan de Patmos, El Corán, el Kublai Jan de Coleridge, la trilogía de La invasión divina de Philip K. Dick) es una pantalla de humo que no tiene otro propósito sino alejar el Arte de las roñosas uñas de los pecheros, a quienes no se consideraría lo bastante desarrollados ni estética ni intelectualmente para escribir un poema, pintar un cuadro o componer una sinfonía.

El Arte es un lenguaje. Si eres capaz de hablar, de leer y escribir, e incluso, a veces, aunque no domines esas formas básicas de comunicación (conocemos casos de artistas autistas y savants), puedes aprender la gramática del Arte y emplearla para crear belleza o transmitir mensajes a través de él. Al igual que todas las otras formas de comunicación, el Arte puede ser aprendido y podemos perfeccionar nuestro dominio de él a fuerza de ejercitarlo. Revestir de metafísica alienante una técnica que cualquiera interesado puede aprender con un poco de disciplina y perseverancia es, además de clasista, falaz e insultante.

Lo cual me crea no pocos problemas cuando la magia, o algo parecido a la magia, interviene en mis propios procesos creativos.


Hace cuatro años intenté explicar en una entrada del Paratroopers lo que entiendo que entendemos por un genio y acabé desarrollando mi tesis acerca de lo que no es un genio. Releyendo ese texto hoy en día no estoy todo lo satisfecho que debería. Me dejé llevar por uno de mis vicios públicos, la verbosidad vacua, y por uno de mis vicios secretos, la Arquitectura, y descuidé el propósito final del artículo. Bien porque me estaba quedando ya demasiado largo, bien porque los plazos de entrega apretaban, bien porque el apetito de las ocas sagradas así lo exigió.

Leyendo la entrada El Factor X, no acaba de quedar claro qué es el genio y cómo reconocerlo.

Voy a tratar de enmendar ese error, pero no rescribiendo el original, sino desarrollando el tema por otra vertiente. En El Factor X intenté explicar qué es el genio a través de la obra, y muy especialmente el carácter, de algunos arquitectos tenidos por geniales. Hoy voy a intentar explicar qué es el genio a través del proceso creativo mismo. Concretamente el de un escritor, sin renunciar a tomar ejemplos de otras artes.

Por el camino, espero hacer suficientes chistes divertidos y alusiones al vudú femenino de nuestras madrinas predilectas para que tú, amado lector, no te aburras demasiado.

Allá vamos. Brace yourself.

Como escritor, hay pocas actividades más peligrosas que releer tus obras antiguas, tentación que deberías evitar en la medida de lo posible, no por evitarte las venenosas seducciones del narcisismo, sino para ahorrarte el mal trago de redescubrir todas las cosas que hiciste mal en ese texto que ya dabas por amortizado y sentir la responsabilidad de corregirlo.

La vergüenza torera es veneno con sabor a miel. O helado con sabor a Riley Reid.

Nuestro favorito.

Como escritor, evito por todos los medios releer viejos textos. Es una experiencia humillante navegar por frases que, mil, dos mil, cinco mil páginas de experiencia más tarde te descubres capaz de perfeccionar sin esfuerzo, con menos y mejores palabras; empantanarte al intentar descifrar tramas que en su momento te parecieron cristalinas y evidentes y que ahora se delatan caprichosas, oscuras y pantanosas; contar los párrafos reiterativos, los adjetivos sobrantes, los capítulos enteros que podrías haber eliminado sin mácula para el texto definitivo.

(Soy responsable de al menos una novela corta escrita durante mis tiempos de instituto que en su momento proclamé el summum de la literatura de terror y que hoy no soporto leer porque me parece un pedo mal tirado).

Ya he contado, varias veces, estoy seguro (aunque me da mucha flojera buscar los enlaces), mi experiencia con un libro cuya primera versión finalicé con veinte, veintipoquísimos años, y dejé en un estante mientras trabajaba en otras cosas. Pero voy a volver a contarlo.

Había estado trabajando en el texto definitivo de esta novela con la inestimable ayuda de un amigo de la capital del reino, a quien con malicia de escritor de folletines hacía llegar la novela por entregas, manteniéndole en un cliffhanger perenne. Luego un pequeño incidente de seguridad informática, un virus particularmente destructivo, arrasó mi disco duro con todos los archivos editados en colaboración con mi Lector Cero y también los que no lo estaban aún. Informé a mi amigo, lamentándome por no haber hecho copias de seguridad de todos mis archivos, y suspendimos sine die el trabajo sobre aquel libro en concreto, que tenía que volver a teclear desde la primera letra hasta el punto final.

(En mi defensa diré que por aquel entonces no existían las memorias USB, aún estaban apareciendo las primeras grabadoras de CD domésticas, costaban un cojón, era dificilísimo encontrar discos grabables y la única alternativa que nos quedaba a los pobres para tener copias de seguridad eran los disquettes, de los cuales yo habría necesitado cientos para tener copias de todos mis archivos).

Tiempo después, con unos cuantos cientos de miles de palabras más en mi hoja de servicios, tuve no sé si la inspiración o la desgracia de recuperar aquella novela, volver a digitalizarla (o sea, teclear como un mono) y editar un nuevo borrador definitivo

Enhoramala se me ocurrió semejante estupidez. La lectura de aquella semilla de libro fue bochornosa. La trama, si es que se puede decir que tuviese argumento alguno, era accidental y veleidosa, los personajes unidimensionales, repelentes y estereotipados, el lenguaje desganado y amateur, los escenarios nebulosos, el conflicto, si es que tenía alguno, oscuro, clandestino e indescifrable.

Menuda patada de humildad en los huevos. Vaya con la lección de primer día de curso de Escritura Creativa. Yo había intentado escribir una novela negra de conspiraciones internacionales, espionaje y acción con toques sobrenaturales y había perpetrado un promiscuo puñado de plantillas de best-seller barato sin profundizar ni comprender realmente ninguna de ellas y desfigurado a mis héroes y a mis antagonistas hasta llevarlos al colmo del ridículo.

A cada página, a cada párrafo, a cada capítulo de aquel desastre con el que me torturaba tenía la misma reacción visceral; literalmente mi estómago se encogía y en mi mente tomaba cuerpo la misma idea: «pero ¿de verdad yo he escrito esta puñetera mierda?».
(La respuesta es «sí» y mi redención se extendió a lo largo de siete años de trabajo y más de seiscientas mil palabras de extensión. Reescribí el libro prácticamente de cero y, aunque sigo sin estar satisfecho al 100% con él, comienza a no dar tanto asco como su primera iteración. Y es que esto de la Literatura consiste en perseverar y sobrevivir el tiempo suficiente para que llegue tu oportunidad).
Sin embargo, ocasionalmente, rescatar del archivo algún trabajo pretérito te reserva también sorpresas deliciosas. Es ese momento en el que lees algo que has escrito, y que no recordabas, y te quedas con cara de imbécil, diciéndote «pero ¿esto lo he escrito yo? Imposible. Es demasiado bueno para ser mío».

En primer lugar, ten cuidado con ese sentimiento. Si una frase, un párrafo, un cuento parece demasiado bueno para que lo hayas escrito yo, podría ser que, en efecto, no lo hayas escrito tú. A fin y al cabo un escritor es esclavo de sus textos y víctima de sus lecturas. Bien podría suceder que ese alarde de genialidad que tanto te ha sorprendido proceda directamente de tu repositorio inconsciente de textos de otros autores. Si nunca te ha pasado no te imaginas la rabia que da tener ese «momento de inspiración» y convencerte a ti mismo de que las musas han descendido del Olimpo y te han hecho una mamada para acabar descubriendo que, con la mayor inocencia, has tomado algo de otro escritor, una construcción, un argumento, un personaje, un diálogo que reposaba en las tiniebla de tu memoria y, sin malicia alguna por tu parte, lo has volcado en tu página sin ser consciente del plagio involuntario.
(Y si el plagio es deliberado, ya te digo que eres una basura, un fraude y un cabrito).
(Te pongas como te pongas).
Pero ocupémonos, que tal es el propósito de esta entrada, de la segunda manifestación del fenómeno «esto es demasiado bueno para ser mío», o sea cuando no existen dudas sobre la autoría de ese pasaje que te ha dejado ojiplático y culipriétido.

Eso que estás viendo con ojos como huevos de paloma es el dulce y huidizo fruto del genio.

El que suscribe ha tenido esa experiencia varias veces ya y sigue pillándole por sorpresa. Porque el chispazo de genio no se puede predecir, no se puede provocar ni reproducir, y tampoco, esto es importante dejarlo claro, te convierte en un superdotado.

El genio es la inspiración que recompensa la transpiración, y es un fenómeno tan misterioso y complejo que una entrada de mierda en una bitácora astrosa no te lo va a describir con justicia, pero a pesar de todo vamos a intentarlo.
Esto queda explicado. Pasemos a lo siguiente.

Como Orson Welles, que ya no disfrutaba del cine porque desde su experiencia como actor, escritor y director ya no podía dejar de ver «las vías del travelling», cuando tienes suficientes tablas en esto de juntar letras, hay pocas cosas de tu trabajo y del de otros que te pillen con la guardia baja. Vas leyendo lo que surge de tu teclado, tu pluma, o progresas en la lectura de un libro ajeno y vas desmontando, casi automáticamente, todos los ingredientes de esa frase, ese párrafo, ese capítulo, ese argumento; identificas al antagonista de la historia en cuanto aparece, predices los puntos de giro de la trama con páginas de anticipación, intuyes o reconoces las influencias del escritor, porque tú también has leído esos libros, estudiado la técnica de esos autores, o porque en realidad tampoco hay tantos tipos diferentes de historias que se puedan contar y porque los diferentes géneros literarios tienen sus convenciones que el autor está obligado a respetar, y sabiendo eso está todo sabido y casi basta con ir tachando los elementos de la lista que corresponda para pillarle las vueltas a la película, la novela, el cómic que estás descubriendo y, con un poco de suerte, disfrutando.

Esta habilidad que acabo de describir no es un atributo esotérico ni un poder sobrenatural. No es otra cosa que el talento. No todo el mundo lo posee o no lo posee en grado suficiente, como no todo el mundo está capacitado para jugar al ping-pong, hacer equilibrios sobre la rueda de una motocicleta en marcha o echar cuatro sin sacarla, pero incluso quienes sólo poseen una migaja, un átomo, un quark de talento pueden ejercitarlo, desarrollarlo, perfeccionarlo.

El talento no es más que la capacidad de comprender una técnica o un asunto concreto, y se manifiesta y demuestra a través de la aptitud, o sea la capacidad de ejecutar esa técnica o diseccionar los componentes de ese asunto, descifrar su lógica interna y reproducirlo. No necesariamente con los mismos resultados.

Cuando recurres al «Viaje del héroe», cuando dotas a tu protagonista de una vulnerabilidad que lo haga más humano o lo deje más expuesto al drama o a la influencia de sus enemigos, cada vez que divides tu novela en la estructura clásica en tres actos, te esfuerzas por evitar los encabronantes devs ex machina, trabajas la profundidad de las tramas y la psicología de tus personajes en mudo homenaje a la inteligencia de tus lectores o empleas un plot device estás recurriendo al talento.

El talento es un interruptor que puedes pulsar a voluntad y que pone en marcha mecanismos que comprendes y conoces, mecanismos cuyo producto final eres capaz de predecir, por ingeniería inversa rastrear hasta su fuente y, mediante mecanismos predictivos afilados en la amoladera de la experiencia y la práctica cotidiana de la escritura, proyectar hacia el futuro y conocer, de antemano, qué efecto van a tener en los siguientes capítulos.

Cuando ves una escena o lees un texto que tú, o algún otro, ha escrito, texto o escena que tal vez estabas esperando desde hace diez o doce minutos de metraje, diez o doce páginas de novela, de cómic, y puedes identificar todos sus ingredientes, y tus resabios de escritor y lector te dicen no sólo que ése es el momento propicio en el que introducir ese pasaje, esa escena concreta, sino que es el único buen momento para hacerlo, y entiendes y eres capaz de explicar por qué y predecir, con un grado de certidumbre casi clarividente, cómo va afectar al resto de la historia, lo que estás viendo es un guiño de autor a autor, la floritura de un autor virtuoso, una expresión de su oficio, una luminaria de puro y simple talento.

Es fácil reconocer el talento. El talento es aquello que ves y te dices a ti mismo «es bueno, incluso muy bueno; y además sé cómo lo ha hecho (aunque yo no sea capaz de imitarlo) y sé por qué lo ha hecho aquí y ahora y no en otro momento y otra parte».

El talento es lo que te permite identificar la archifamosa pistola de Chéjov, que en cuanto aparece en escena sabes que, antes o después, alguien la va a disparar.

Yo sé cómo se ha pintado la bóveda de la Capilla Sixtina. Conozco la técnica del fresco. Sé cuatro cosas de anatomía artística, dibujo, pintura, composición e historia del Arte y del contexto histórico en el cual Julio II encargó esa obra. Obviamente no tengo el talento casi superheroico de Miguel Ángel, ni su formación artística, y jamás, jamás, aunque me resetease a mí mismo, regresara al útero y desde mi nacimiento me impusiesen una formación exclusiva en artes plásticas llegaría a alcanzar el dominio técnico que poseía él.

Entiendo cómo se ha pintado la Capilla Sixtina. Eso no quiere decir que pueda copiarla, que sea capaz de igualar o mejorar el original, sino que podría pintar mi propia versión de los frescos de la Sixtina. Sería una parodia aberrante, una blasfemia artística e histórica, una broma de mal gusto, un cagarro, un mojón, un «ecce mono» pero creo que, con sólo un poco de documentación y paciencia y uno o dos experimentos (aunque conozco la teoría de la técnica jamás he pintado al fresco) podría reproducir, con mis párvulas habilidades, una Caspilla Sietemesina que respetase la estructura, el simbolismo y la composición de la original.

Talento, una vez más, es aquello que ves y dices «es bueno y sé cómo se ha hecho», aunque no puedas reproducirlo tal cual, porque ya hemos dicho que eso del talento está peor repartido que la belleza o el sentido común.

El genio es otra cosa.

Algo muy distinto.

El genio no se puede provocar. No acude cuando lo llamas. No responde a tus órdenes. No se deja cortejar ni seducir. No hay ningún interruptor que lo active, y si lo hay está bien escondido y no depende de ti accionarlo. Si estuviésemos hablando de animales, el talento sería un perro y el genio un gato, pero no cualquier gato, sino el más desconfiado, pendenciero y soberbio de los gatos callejeros.

Es realmente difícil decir de dónde procede el genio y muy aventurado sugerir siquiera que se pueda ejercitar o no. ¿Cómo ejercitas una habilidad que no comprendes y sobre la que no tienes control alguno? Ahora entenderás por qué he introducido este artículo hablando de magia. ¿Qué nombre darle a algo cuya naturaleza fracasas en descifrar?

No, no es cosa de meigas ni de diañus. Aquello a lo que normalmente se llama genio es, casi con absoluta seguridad, la expresión de procesos intelectuales inconscientes. El genio es la respuesta a una pregunta que no pudiste responder en cuanto te fue planteada, el resultado de una tarea que habías pospuesto, o incluso abandonado de pura impotencia, pero en la que, sin intervención alguna por tu parte, tu cerebro ha seguido trabajando.

Y como el genio es el resultado de una máquina cuyo funcionamiento sólo tenemos pretensiones de empezar a comprender y que llevamos menos de tres generaciones estudiando, el genio es etéreo, misterioso, inesperado, indomable y huidizo; probablemente porque se genera en las mismas factorías neurológicas de donde proceden las «intuiciones» y el «instinto» que, una vez más, no tienen nada de sobrenaturales, no son el «sentido arácnido» de Spíderman sino el producto de algoritmos ejecutados
en segundo plano por nuestra dura mollera a partir de observaciones que ni siquiera somos conscientes de haber hecho y que a veces te desvelan cuando estás pillando el sueño, quizá porque ése es el momento en que empiezas a apagar funciones accesorias y la ausencia de «ruido» te permite acceder a ese flujo de datos clandestino.

¿Cuántas veces has entrado a una habitación e instantáneamente te has sentido incómodo? ¿A cuántas personas te han presentado o has conocido que, sin poder explicar el motivo, antes incluso de tener oportunidad de abrir la boca y demostrarte que son gilipollas, has rechazado de forma instintiva? No es un sexto sentido, no es precognición. Es tu cerebro, anticipándote la respuesta a preguntas que ni siquiera le habías formulado aún. Sí, tu cerebro, capaz de procesar mucha más información y mucho más rápido de lo que imaginas y que ha escaneado esa habitación y a esa persona sin esperar a que tú se lo ordenases, y ha analizado sus observaciones a una velocidad alucinante, y ha llegado a la conclusión de que procedía declarar Defcon 4.

Tal vez tú no has visto todavía las manchas parduscas en la esquina de la mesita de centro, y que podrían ser café o mermelada prehistórica, pero tu cerebro sí y ha decidido que si existe la más mínima posibilidad de que pudiese ser sangre estaba justificado ponerte en estado de alerta. Puede que no hayas visto conscientemente los tatuajes carcelarios de la persona a la que te acaban de presentar ni el bulto de la navaja que lleva en el bolsillo, pero tu cerebro ya los ha anotado y tomado medidas al respecto, como ha fichado las microexpresiones de su rostro, esa ligerísima mueca de desdén, como si supiese algo que tú no sabes o te estuviese preparando una mala pasada, esa mirada de arrogante desprecio propia de los matasietes de mala cuna y peor vivir.

Si el talento te hace decir «¡qué pasada!» y «sé como lo has heeeechoooo», el genio te hace decir «oh, bendita, oh sacrosanta y mil veces mil alabada frondosa bisectriz de Riley Reid, suma sacerdotisa de la fornicación cinematográfica, ¿De dónde COÑO ha salido eso?» y sobre todo «¿a quién tengo que matar para repetirlo cada vez que quiera?»

La respuestas son: de ti y a nadie.
Al genio no le puedes poner silla ni riendas. Recuerda el símil que hemos hecho más arriba: el genio es un gato salvaje. Uno absolutamente imposible de domesticar. Aparece cuando le da la gana, no cuando tú lo llamas, rechaza todos tus intentos por acariciarlo y se mueve silencioso, invisible, fuera de tu umbral de percepción.

El genio es una fuerza de la naturaleza. Caótico e impredecible. Siempre en movimiento, siempre mutable. El genio es arrollador y caprichoso.

Pero raras veces se presenta a las personas sin talento alguno. No es probable que te haga una visita cuando estás tumbado en el sofá de tus padres, rascándote la parranda a contrapelo con una mano y encendiendo un porro con la otra. El genio exige trabajo y entrenamiento. Al genio se la ponen gorda los desafíos. Es, si me permites otro símil, un músculo que no sabes que tienes y que no puedes activar a voluntad pero que se atrofiará si no lo ejercitas.

Tal vez el genio sea el siguiente escalón evolutivo del talento. Yo qué sé. Cuando ejercitas tu talento le allanas el camino al genio. Lubricas la entrada de tu ano creativo, aunque el genio sólo te vaya a meter la puntita y no cuando tú quieras que te la meta. Y te conviene estar bien engrasado, porque el genio tiene un pollón del tamaño de una bombona de butano. Cuanto más preparado estés para recibirlo, más llevadera será la experiencia y mayor provecho sacarás de ella.

El genio es la inspiración que te llega como recompensa de la transpiración (el talento, ejercitado a diario).
Con la práctica se llega a la perfHOSTIÓN.

¡Qué extraño y maravilloso placer releer un trabajo tuyo que llevas tiempo sin visitar, ir desmenuzando automáticamente todas las estructuras y mecanismos de la historia y llegar a una frase, un párrafo, un pasaje que no recordabas y sentir ese escalofrío sensual, ese dulce estupor que se verbaliza en un «hostia, ¿de verdad esto lo he hecho yo?»!

Yo no tengo ni planeo tener hijos, pero me imagino que la sensación que te produce encontrarte o experimentar un chispazo de genialidad debe de ser equivalente a echarle un vistazo a tu niño y que te recuerde a Henry Cavill o notar lo mucho que se parece tu princesita a Sara Sampaio y decirte «¿de verdad este pináculo de perfección biológica ha salido de mis plebeyos cojones?»
¿Te imaginas a sus hijos? Roooaaaaar.

Y es una experiencia adictiva. En cuanto la has probado, quieres repetir. Sueñas con encontrar un camello que te venda más mierda de ésa. Acudes a libros de autoayuda, chamanes, iglesias, gurús y rituales paganos que perjuran ofrecerte los mismos resultados que sólo el genio provee y saquean tu ya mezquina hacienda de escritorzuelo muerto de hambre.

Pero el genio es insobornable. Incorruptible. No se le puede invocar mediante ritual alguno. No admite componendas. O te pilla trabajando o en un descanso del trabajo, pero no va a presentarse cuando a ti te de la gana y no se va a manifestar si no ejercitas tu talento.

Si en la puta vida has estudiado música ni aprendido a tocar un instrumento musical, es poco probable, y estoy siendo diplomático, que se te ocurra una idea genial para una melodía o una canción. No es imposible que tengas una, mil ocurrencias. Pero las ocurrencias no proceden del genio, sino de la ignorancia y el tedio. No vas a escuchar la voz del genio si no haces las preguntas correctas, y sólo aprenderás cuáles son esas preguntas ejercitando tu talento.

Sin disciplina ni talento como mucho tendrás «ideas felices» que ya se le habrán ocurrido antes a alguien que las habrá aprovechado mejor que tú, y ocurrencias de diletante, que son las primas putillas y sifilíticas del talento. Ideas de mierda que nunca podrás convertir en argumentos, que jamás te proporcionarán una trama, de las que nunca saldrán historias, que no se pueden traducir en novelas, cómics, películas...

El talento reconoce los problemas habituales, y tiene la solución a todos ellos.

El genio acude cuando la situación es desesperada y sólo él puede rescatarte del quilombo en el que te has metido. Y lo consigue usando poderes mágicos que no alcanzas a comprender.

El talento hace lo que puede.

El genio hace lo que debe.

El talento es el policía de Metrópolis que mantiene las calles de la ciudad relativamente a salvo de raterillos, trileros y vándalos.

El genio es Supermán. Sólo aparece cuando se le necesita.

Y no siempre.

Ya, ¿qué quieres? ¿Que te repita una vez más que esto de escribir es difícil de cojones? Pues ahí va: esto de escribir es difícil de cojones.

Pero tener arrebatos de genio de una disciplina que no ejercitas, o sea para la que no mantienes entrenado tu talento, por poco que poseas, es de imposible a inútil. Aunque jamás hayas emborronado una cuartilla, si por algún milagro sináptico se te ocurre una idea genial para una novela, no vas a saber qué coño hacer con ella porque no has entrenado las habilidades necesarias, el talento con el que sacarle partido.

Eso sí, que esta nueva información que acabo de compartir contigo no te disuada de escribir tu libro.

Un libro que, ambos lo sabemos, no será más que otro libro de mierda.

Aprovechando que el Pisuerga pasa por Chicago, comentarte solamente, amado lector, que parecen estar multiplicándose las cabeceras y las personas (entre ellas algunas que de entrada apoyaron esa catastrofía de Los anillos de poder
) que comienzan por fin a darse cuenta de que, además de estar escrita con el escroto, y quiero decir literalmente con el escroto, la serie va ya por la mitad de temporada y aún no ha pasado nada y los protagonistas les siguen importando un cojón a los pobres sufridores que aún se mantienen misteriosamente fieles a esta violación en manada del Legendarium de Tolkien.

Nosotros no lo sabemos porque nos quedamos en el segundo capítulo. Por motivos de salud física y mental.

Mira por dónde, el capricho de Jeff Bezos es un excelente colofón para la presente entrada.

P
rueba a verte un par de capítulos de Los anillos de poder si a pesar de todos nuestros esfuerzos no has sido capaz de seguir el desarrollo de la presente entrada de la bitácora. La absoluta vacuidad de este artefacto infumable, profanación cínica de la obra de J.R.R., es el resultado de ponerte a producir una serie de televisión con un presupuesto pornográfico y un equipo ideológicamente motivadísimo pero carente del más mínimo átomo de talento y ciegos por completo al genio del universo que están adaptando y del hombre que lo creó.

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