lunes, 9 de julio de 2018

Las vías del travelling.

¿Cómo mierda se convierte uno en escritor?
(Si tal cosa es posible).

Cuando uno lee entrevistas a escritores, en el inevitable y rutinario apartado de los orígenes de la vocación siempre aparece un elemento común: todos esos escritores empezaron siendo lectores. Algunos de ellos muy precoces. Unos pocos, compulsivos, verdaderos bibliófagos. La lectura les abrió a todos esos escritores las puertas de la escritura.

Ése fue también mi caso.

No puedo recordar, por más que me esfuerce, una época de mi vida en la que no supiese leer. Y sin embargo esa época existió, obviamente; pero es que yo soy uno de esos lectores hiperprecoces, que aprendió los rudimentos del lenguaje escrito a una edad tempranísima; y no, no voy a decirte a qué edad (como ya expliqué una vez, no ibas a creerme y, además, me da mucho apuro), ni en qué circunstancias (me llamarías fantasma y puto mentiroso y, además, me da todavía más apuro). Tan solo acepta mi palabra: yo leía a una edad en la que la mayoría de los críos apenas saben hablar. No es mérito mío. Culpa a la genética. Culpa a mis padres.

La culpa siempre es de los padres.

Recuerdo a mi madre leyéndome cuentos para dormirme cuando yo todavía me tropezaba con algunas palabras (y porque, qué coño, quiero mucho a mi mamá y me gusta tenerla cerca y oír su voz). Eso fue al principio. También recuerdo a mi madre o mi padre trayéndome cómics a la cama cuando estaba pachucho; Mortadelos y Mafaldas, sobre todo. Y también me recuerdo leyendo los titulares de la prensa escrita. No digo que los entendiese ni que supiese lo que significaba cada término, pero los leía de corrido y sin equivocarme a una edad a la que otros enanos como yo aún batallaban con sus frenillos linguales.
Pero otros miles de millones de críos podrían contar historias parecidas a ésta y solo una pequeña parte de esos críos acaba escribiendo algo. Cualquier cosa. Generalmente una mierda. Sin embargo, ésta parece ser una progresión habitual: empiezas leyendo y acabas escribiendo.

No recuerdo cuándo ni en qué circunstancias comencé a escribir, pero sí que desde muy crío, escribía cuentos, poemas, canciones... Todas horrorosas, por supuesto. Timoratas hasta decir basta, enternecedoramente ingenuas, risibles a escala cósmica y bochornosamente imperfectas.

Pero, joder, ¡que era un niño! ¿Qué esperábais, que a los cinco añitos hubiese escrito Vita nuova? A los cinco añitos yo jugaba al escondite y a policías y ladrones, intentaba aprender a montar en bici sin ruedines, flipaba con los dibujos animados japoneses y con las pelis de Tarzán de Johnny Weissmüller.
Weissmüller es el más alto y el menos peludo.
Sí que recuerdo la primera vez que me senté a escribir
adrede. La primera vez que me planté ante una máquina de escribir (en aquella época, no imaginaba escribir de otra manera) con un plan, con una idea para un relato, o sea, con verdadera intentio auctoris. Yo tenía entre ocho y diez años y un concepto de relato sobre la invasión de la Tierra por alienígenas agresivos de estética fascista. Este primer cuento era fruto de las sesiones de ciencia-ficción de los años cincuenta y sesenta que emitía Televisión Española los sábados (La invasión de los ladrones de cuerpos, Ultimatum a la tierra, Invasores de marte, El enigma de otro mundo, El continente perdido, Llegó del espacio exterior...), y de los ciclos de cine bélico que también veía en la cadena pública,  entonces la única.

Ese relato, que nunca terminé, era, la duda ofende, una puñetera mierda que, gracias a Alan Moore, se perdió en alguna limpieza de primavera o acabó encendiendo una hoguera en la que asamos un puñado de sardinas. Para comerlas con cachelos y pan de maíz, que es plato de dioses.
(Si embargo, aún conservo aquella máquina de escribir. Y todavía funciona).
NUNCA me he sentido más escritor que cuando aporreaba una de éstas.
Así que, en resumen, yo empecé leyendo porque me gustaba y acabé escribiendo porque...

...porque no puedo dejar de hacerlo, básicamente.

Puede que creas que ése es también tu caso. Puede que te guste leer y sientas la tentación de intentar escribir.

Permíteme que te de un consejo, de corazón y gratis:

No lo hagas.

Si eres lector, si realmente disfrutas con la lectura y quieres  seguir haciéndolo, por los piercings de Sara Sampaio te lo pido, no te hagas escritor.
Escribir, lo juro por Arturo, te arruina la vida.

Te la arruina.

Bueno, arruina tu vida de lector.

¿Por qué digo esto?

Por la misma razón por la cual, salvando las distancias, que él estaba muchísimo más gordo y tenía megatones de talento, en los últimos días de su vida, Orson Welles confesó a un periodista que ya no veía cine, que había dejado de ver películas.

¿Por qué Orson Welles, el monstruoso Orson Welles, el infatigable actor y director de El cuarto mandamiento, Macbeth, Ciudadano Kane, Fraude, Sed de mal o El proceso; por qué uno de los seis autores imprescindibles de la historia del cine, dejó de ver cine?

Parafraseando su confesión (porque no la encuentro para enlazar aquí ni la recuerdo literalmente): «porque ya no puedo dejar de ver las vías del travelling».
Orson Welles ya no podía disfrutar de una película como espectador, ya no podía ver una escena sin descomponerla plano a plano, situar intuitivamene la cámara, la óptica, la luz... y el travelling, claro, cuando lo había.

Eso es lo que, desde hace unos años, me pasa a mí cuando leo.

Y es una putada.

Por culpa de los miles de páginas que llevo escritas, me producen urticaria los diálogos artificiales, me repatean los personajes estereotipados, me sublevan los Devs ex machina, me rompo los cuernos con los agujeros de trama, veo venir la mayoría de los puntos de giro con capítulos de antelación y me sé los diez trucos más sucios del oficio de los que abusan tanto los buenos escritores como los que merecerían que les cortasen las manos y los huevos.

Convertirme en escritor ha arruinado mi experiencia como lector.

Para siempre.

He perdido la cuenta de las novelas que me defraudaron desde el primer acto porque el novelista era tan torpe, vago o inexperto que yo había divisado el plan entero de su relato con capítulos de anticipación. Podría ponerme a recitar títulos de libros con los que de buena gana encendería una hoguera donde asar sardinas (de no saber, por mis estudios de historia, que se empieza quemando libros y se acaba quemando escritores) porque, a partir de mi propia experiencia como escritor, podía ver, sin esfuerzo, todos los trucos de vendedor de aceite de serpiente que había utilizado el autor para construir su ficción.

A Chéjov, maestro del relato, le atribuyen aquello de «si en la primera página aparece una pistola, en la segunda alguien debe  dispararla». Esta máxima está destinada a garantizar la economía del cuento («no dilates el argumento, no abuses de la memoria ni de la paciencia de tus lectores, no introduzcas elementos superfluos o innecesarios»), pero siempre me viene a la cabeza cuando detecto una de esas pistas que los escritores, buenos y malos, siembran en sus textos como anticipo de escenas futuras o giros argumentales por llegar.

Veo la pistola (las vías del travelling), y sé que, antes o después, acabará disparándose.

Y raras veces me equivoco, en este aspecto.

Imagínate leer una novela de suspense, por ejemplo, y ser incapaz de sentir la intriga, de dejarte atrapar por la atmósfera, de disfrutar de la lectura porque sabes (dado que el escritor ha sido tan vago, torpe o inexperto que te ha dado toda la información que necesitas para predecilo) lo que va a pasar a continuación.

Bienvenido a mi puta vida.

Porque la ficción tiene esquemas, tiene formularios, tiene una gramática propia que todos los novelistas deberían conocer y de la cual los lectores más o menos avezados deberían estar al tanto. Es algo genético, orgánico, que no se puede deconstruir. Puedes intentarlo, y quizá te quede un interesante ejercicio de estilo, pero desde ya te prevengo que, muy probablemente, sea un galimatías ilegible. ¿Qué espera el lector de novela negra? Un detective atormentado, una mujer fatal, un poli corrupto, un misterio a resolver y, a ser posible, un gánster (toda historia sale ganando si le metes un gánster). ¿Se puede hacer una novela de detectives prescindiendo de alguno de esos elementos? Por supuesto. De alguno e incluso de varios; se ha hecho y se hará. Ahora bien... ¿se puede prescindir de todos? ¿Se puede hacer novela de detectives sin un detective, una mujer fatal, un poli corrupto, un misterio y un gánster?

Claro que se puede.

Pero no será una novela de detectives. Ya será lo que sea, pero no una novela de detectives. Será otra cosa que no se parecerá, ni remotamente, a una novela de detectives.

Y esta regla, que es válida para un género literario dado, está en el embrión mismo de la literatura. Porque la ficción se construye en base a unos esquemas. Porque nuestro cerebro funciona así; necesitamos un discurso, necesitamos rellenar los espacios en blanco, necesitamos completar lo que está inconcluso, necesitamos ver una relación de causa y efecto para que el relato sea legible y nuestras neuronas no se peguen un narigazo. Alonso Quijano se chala vivo leyendo novelas de caballerías, se calza su vieja armadura y sale por el mundo a emular a esos caballeros andantes que, en realidad, no existieron jamás. Causa y efecto. Don Quijote no se vuelve loco primero y se pone a leer novelas pulp de caballeros después. Ni lee esos libros y funda un convento. Ni los lee y luego se suicida al final del primer acto y otro personaje retoma la acción y hace cosas que jamás haría don Alonso, y encima deja la novela sin terminar, en mitad de una escena realmente interesante (¿la pelea con el vizcaíno, propongo?).

Así que los escritores partimos de un pecado original: estamos maniatados por los huesos de la ficción misma. Podemos jugar creativamente (incluso muy creativamente) con cuatro, cinco herramientas: estructura en tres actos, exposición, puntos de giro, arco de transformación... e incluso prescindir o retorcer las leyes de alguna de ellas, pero no prescindir de todas.

La literatura tiene una estructura y unas normas, o no es literatura. Y eso es algo que ya sabían los antiguos.
«Propongo tratar de la poética en sí misma y de sus diversas especies, prestando especial atención a las cualidades esenciales de cada una de ellas; investigar la estructura de la trama requerida por un buen poema, el número y naturaleza de las partes de las cuales se compone un buen poema e igualmente todas las demás facetas que corresponden a esa misma investigación».
Eso es un poco de Aristóteles, para tu crecimiento personal.
Los escritores mantenemos con la gramática una relación 24/7 a lo 50 sombras de Grey. Cada idioma tiene una determinada sintaxis, que crea todo un esquema de razonamiento, que condiciona el universo simbólico del escritor, y por ende del lector. ¿Crees que Novalis escribía igual que Marco Aurelio? ¿Crees que un señor acostumbrado a relegar el verbo al final de la frase va a escribir igual que un latino, que ponemos el verbo donde nos sale de las reverendísimas pelotas, o un antiguo romano, que, si me aprietas, no necesitaba ni verbos?

¿Que exagero? ¡Criatura! Mira estas dos frases:
Lupus est homo homini.

Homo homini lupus.
Por si no eres de mi generación y no te tocó estudiar latín, déjame decirte que ambas frases son exactamente la misma frase: «(un) lobo es el hombre para el hombre», «el hombre, para el hombre (un) lobo (es)». La primera frase es de Plauto, la segunda de Hobbes, y sin embargo ambas dicen lo mismo. Exactamente lo mismo; pero para un español (o para un alemán), la ausencia de verbo en la versión de Hobbes es para darse de ladrillazos en la punta del carallo al grito de: «¡Hijoputaaaaaaaa, que me quedo otra vez para septiembreeeeeeeeeee!»
¿«Romanes eunt domus»?
La gramática del alemán determina el carácter germánico  tanto como la gramática de la ficción determina el devenir de una novela. Los alemanes no son más educados que nosotros. Es una fantasía. Sí, los alemanes no se interrumpen los unos a los otros mientras hablan, como los groseros mediterráneos (bueno, yo soy más bien atlántico) tenemos por costumbre. Pero no te escuchan atentos y calladitos por educación. No. Te escuchan así de bien porque, hasta que no llegas al final de frase y conjugas el verbo, no tienen ni puta idea de qué cojones estás hablando.

Imagínate que los españoles tuviésemos ese problema. Que la ortodoxia sintáctica del castellano fuese poner el verbo al final de frase. ¡La de situaciones equívocas que nos crearía!
«Ayer por la tarde, pistola en mano, por su indecente comportamiento, a veinte putas...»
«...amonesté».
No podemos prescindir de la gramática de nuestra lengua vernácula ni inventarnos la nuestra propia porque entonces solo nosotros podríamos leer nuestros textos. Y, sujetos por la gramática propia de la ficción, los escritores, como Anastasias Steele de todo a cien, estamos sujetos a un contrato de sumisión. Debemos conocer las normas y estamos obligados a respetarlas.
(Oh, sí, hay escritores especialmente hábiles que encuentran atajos, excepciones a esas normas, y son capaces de parir obras coherentes y de gran belleza, pero por cada uno que lo logra hay cien mil que se pelan los cojones en el intento).
Nuestro cerebro construye sus razonamientos de un modo discursivo, lingüistico, y por eso buscamos en una narración o un argumento la coherencia de una sintaxis interna; también necesita llenar los espacios en blanco, y por eso los lectores odian los cabos sueltos en un relato; nuestro cerebro necesita una sensación de finalidad, se queda perplejo ante lo que está inconcluso, y por eso los finales confusos, o abiertos nos repatean tanto; nuestra herencia evolutiva nos ha enseñado a pensar en términos de causa y efecto y por eso triunfa el pensamiento mágico y nos gusta que los malvados sean descubiertos y castigados y el chico bueno acabe empollando a la modelo rusa de lencería heredera de la fortuna de los zares.
(Cosa que nunca sucede en la vida real, y ésa es una de las razones por las cuales leemos ficción).
Se casó dos veces. Las dos por amor. Las dos con multimillonarios.
Y si lo arriba expuesto te parece poco motivo para renunciar a escribir, a ver qué te parece éste:

Imagínate estar corrigiendo mentalmente un texto (y no necesariamente uno malo) mientras lo lees.

Bienvenido a mi puta vida.

Si el libro está bien escrito, es casi un aliciente. Un valor añadido a la experiencia. Como lo sería descubrir que Sara Sampaio bebe los vientos por ti y, encima, es esa elfa golfilla de piel opalina, mirada viciosa y egregios senos a la que llevas dos años empotrando con la mente en el Tera.
Programadores asiáticos; explorando las fronteras de la hipersexualización.
Si el libro es una puñetera mierda, como el noventa por cien de ellos, en algún momento comienzas a encontrar atractiva la idea del suicidio.

Ya no distingo, ni en realidad me importa, si las patadas al idioma las dio el autor original o el traductor (la mayoría de la ficción que leo son traducciones). Me da igual. Sea quien sea el responsable, me cago en su puta madre.

Lees y relees un párrafo que no tiene sentido.

«¿Me estará dando un Marichalazo?», te preguntas.

Vuelves a leer el párrafo conflictivo. Para comprobar si tu cerebro sigue funcionando correctamente, recitas entera la lista de nombres con los que has bautizado a los lunares y pequitas de la Sampaio.
¡Si es que hasta sin pintar está buena! ¡Me cago en Dios, qué mal repartido está el mundo!
Y todo parece en orden.

Entonces, ¿cuál es el problema?

El problema es del escritor, o del autor, o del corrector de pruebas, que fue despedido de la editorial hace años y se llevó la única copia del manual de estilo con él, o del editor, a quien en realidad se la bufa que el libro esté mal escrito, o de la madre que los parió a todos, tras engendrarlos con diferentes padres, y a la que ven poco porque sus servicios están muy solicitados en la casa de tolerancia donde se gana las lentejas, o yo qué se de quién es el problema.

Pero hay un problema. Hay un problema gordísimo si, mientras lees un libro que se supone que ha pasado por muchas manos antes de llegar a ti (manos responsables de entregarte un producto en condiciones que es, poniéndonos materialistas, exactamente lo que esperabas conseguir a cambio de tu dinero), estás tachando adverbios, capando subordinadas, corrigiendo perífrasis y conectores, reescribiendo diálogos, podando párrafos, eliminando capítulos enteros.

¿No se supone que ese libro lo ha escrito, valga la redundancia, un escritor?

Entonces ¿qué fue lo que salió mal?

A ver si...

Oh, Dios mío, no es eso, ¿verdad? Dime que no es eso.

A ver si lo que va a estar mal eres tú. Tú, que al hacerte escritor has jodido hasta el escroto al lector que había en ti. Le has permitido mirar tras la cortina, has desollado para él los huesos de la ficción, ¡pornógrafo!, has estudiado la gramática de tu idioma, le has señalado los veinte errores más habituales entre escritores perezosos, descuidados o pretenciosos.

A ver si la culpa de todo la tienes tú.

Por haber empezado a escribir.

Porque ahora formas parte del club y te han enseñado el saludo secreto, y has visto que no es más que otro sitio donde ir a fumar costo, emborracharse y hablar de las mujeres como si fuesen ganado follable.

Te está bien empleado.

Te jodes, por jugar con fuego.

Por desenmascarar a unos cuantos emperadores desnudos.

Por mirar detrás de la cortina.

Porque ya sabes dónde van las vías del travelling.

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