sábado, 23 de julio de 2022

«¡Embrace eternity!»

Una de las mejores historias de ciencia-ficción que me han contado en años, de los mundos imaginarios mejor construidos que he visitado y los personajes más humanos, complejos e interesantes que he conocido no es una película, ni una serie de televisión, ni un libro, ni un cómic.


Mass Effect es una franquicia de videojuegos ambientada en un futuro semi-utópico en el cual la humanidad ha contactado con otras especies alienígenas de la galaxia, ha sido aceptada con plenos derechos en El Consejo, el órgano colegiado de gobierno galáctico, y se ha expandido por otros planetas gracias a la tecnología turboavanzada dejada por los proteanos, una primitiva civilización hoy desaparecida.

Después de descubrir en Marte un puesto avanzado extraterrestre y en Caronte, el satélite de Plutón, el primer relé de masa que permite viajas a velocidades hiperlumínicas, la humanidad entró en contacto con la Jerarquía Turiana, la primera especie alienígena tecnológica, con la que, por un «quítame allá esos tentáculos», libraron la Guerra del Primer Contacto, obligando al Consejo, reunido en La Ciudadela, una estación espacial proteana, a intervenir para negociar una paz entre ambas especies. Así fue como los humanos descubrieron que no eran la única civilización del universo y que estaban muy lejos de tener los juguetes más chulos.

En el momento en el que los humanos se incorporaron a esta especie de «Naciones Unidas del Espacio» había ya otras naciones intergalácticas en esta Commowealth estelar: los valientes turianos, con los que tuvimos ese pequeño malentendido que ahora hace que nos miren mal; los krogan, belicosos, falsos y feos como un tumor de cojón; los quarianos errantes, que metieron la minga tonteando con la Inteligencia Artificial y crearon una especie robótica, los geth, que los expulsaron de su propio planeta; los salarianos, megainteligentes, científicos de primer orden y con menos carne en los huesos que un paraguas; las bellísimas e hiperlongevas asari, científicas, exploradoras, artistas... y unas perras despiadadas cuando toca entrar en combate, y si no me crees pregunta a cualquier PNJ de Mass Effect qué prefiere: cabrear a un krogan borracho o a un pelotón de comandos asari; o juega a Mass Effect 3 y deja que se te arrugue la patata presenciando, impotente, la suicida resistencia de Thessia, el mundo natal asari, ante la inexorable conquista reaper.
Asari celabrando su última masacre.

El nivel de desarrollo, la profundidad y el mimo puesto en cada uno de los pueblos y culturas de Mass Effect es apabullante y debería avergonzar a muchos escritores de fantasía o ciencia-ficción con obra publicada y una reputación que no está a la altura de su compromiso con su trabajo. Los creadores de ME no sólo diseñaron la biología, la historia y el arte de cada una de estas especies intergalácticas, sus interacciones con otras razas a lo largo del tiempo, los rifirrafes diplomáticos y las mezquinas ambiciones de algunos de sus individuos. Han llegado tan lejos como para documentar los ciclos reproductivos e incluso sus costumbres sexuales. De ese trabajo de worldbuilding sabemos, por ejemplo, que a diferencia de otras especies las asari no tienen sexo masculino ni femenino, sino una especie de «tercer sexo», de «sexo puente» que les permite mantener relaciones sexuales con especímenes de ambos sexos de todas las criaturas con un ciclo reproductivo sexual y concebir hijos suyos, enriqueciendo el patrimonio genético asari e incorporando nuevos caracteres a la especie que aumenten su diversidad y aporten ventajas evolutivas a su descendencia.
(Y por ese mismo motivo ni siquiera sería correcto, en puridad, emplear pronombres masculinos o femeninos para referirse a la especie asari, pero dado que el castellano carece de género gramatical neutro, que me niego a emplear la pichotada del excluyente y degradante «lenguaje inclusivo» y que aún estoy por ver a una asari que no tenga tetas, seguiré refiriéndome a ellas por la/las/una/unas, y si eso, mi amado lector, te solivianta, puedes irte inmediatamente y con mi bendición a hacer puñetas al Brasil).
Aria T'Loak. Tú no lo sabes, pero ella es Omega. Y es muy badass.

Pero Mass Effect no se queda en el worldbuilding. ME es sobre todo argumento, historia y personajes. El sistema de diálogos, hoy en día clonado hasta la saciedad por otros juegos, en el que puedes escoger respuestas e interacciones «buenas», «tibias» y «full cabrón», y que, según tus elecciones, algunas opciones de diálogo dejarán de estar disponibles, aparecerán otras nuevas y perderás la confianza de algún compañero de aventuras o te resultará imposible reclutar a otro, es canela fina (aunque a veces se buguea porque sí o tiene resultados absolutamente inesperados, como aquella vez que, para mi pasmo y satisfacción culpable, con una respuesta aparentamente inocente y casual acabé montando un numerito lésbico en la ducha con la especialista Traynor que, de haber intentado provocar adrede, seguro que no me habría salido).
Aunque mi corazón siempre pertenecerá a la dulce y sexy Liara.

El argumento de ME es ÉPPPPPPPPPPPICO y los personajes adorables, quizá precisamente por lo humanos que son, y no pretendía hacer un juego de palabras.

El/la protagonista de ME es el/la comandante Shepard, y si he hecho la tontería de usar ese lenguaje de formulario oficial es porque el sexo de Shepard puede ser configurado al principio de la aventura. Aunque las opciones de diálogo no cambian (sí lo hacen las de romance; nada de suspirar por la perfecta anatomía de Miranda en Mass Effect 2 a menos que seas un tío, por ejemplo), puedes jugar Mass Effect como mujer o como hombre. Shepard empieza Mass Effect con el rango de comandante, operador de las Fuerzas Especiales de la Marina de la Alianza de Sistemas terrestre (Marina espacial, obviamente) y el primer humano en superar el curso de capacitación de SPECTRE (Special Tactics and Reconnaissance), un cuerpo de élite casi plenipotenciario, especie de policía federal militarizada con autoridad sobre todo el espacio bajo jurisdicción del Consejo.

Lo cual cabrea a algunas especies alienígenas, que lo ven como un «trato de favor» o una peligrosa muestra del «expansionismo» humano y de su deseo oculto de sojuzgar a toda la galaxia bajo su bota.

El descubrimiento en la colonia humana de Eden Prime de una nueva reliquia proteana pone en marcha la acción del primer Mass Effect. En principio parece un trabajo de rutina que el recientemente nombrado SPECTRE humano debería haber sido capaz de hacer con la punta del cipote. Pero si hubiese sido un trabajo rutinario, no tendríamos suspense, no tendríamos historia. No tendríamos Mass Effect. Un grupo de desembarco geth asalta Eden Prime y un SPECTRE renegado, un turiano llamado Saren Arterius, activa la reliquia proteana, que resulta ser una especie de baliza, y huye. Shepard, en contacto con la reliquia, recibe visiones de muerte, guerra y destrucción y una vívida sensación de amenaza inminente, pero cuando informa al Consejo es incapaz de convencerlos de la traición de Saren. Shepard carece de pruebas y, no menos importante, es incapaz de explicar los motivos ocultos de Saren para boicotear su misión o su interés en los proteanos.
La Normandía llegando a La Ciudadela.

A lo largo de Mass Effect descubrimos que Saren está coaligado con otros personajes para facilitar el retorno de los reapers, una especie alienígena de máquinas inteligentes que se mantienen ocultos y reaparecen cada 50.000 años para exterminar a todas las formas superiores de vida biológica de la galaxia. Los reapers son precisamente los responsables de la extinción de los proteanos. Ahora Shepard tiene que luchar contra Saren y sus compinches y sortear la obstructora burocracia del Consejo y la desconfianza de las otras especies mientras intenta impedir un holocausto a escala galáctica.

Y el suspense va creciendo a partir de ahí. No pressure.

Mass Effect 2, la segunda entrega del videojuego, empieza con la Normandía, la nave de Shepard, siendo
destruida por un navío de guerra desconocido. En la evacuación, el traje de supervivencia de Shepard resulta dañado y Shepard muere de anoxia hipobárica en plena caída libre a un planetoide deshabitado.

Sí, Mass Effect 2 empieza con el protagonista muriendo.

Pero no creerías que una chuminada como la muerte va a impedir a Shepard cumplir con la misión, ¿verdad?

Los restos mortales de Shepard son recuperados por Cerberus, la organización secreta humana que en el primer Mass Effect estaba detrás de unos atroces experimentos con los que intentaban crear al soldado perfecto, y con cuyos mercenarios que Shepard tuvo sus más y sus menos. Tras dos años de investigaciones, cirugía y terapia genética, los científicos de Cerberus «reviven» a Shepard (los jugadores de Mass Effect 3 comprenderán las comillas) con sus recuerdos intactos, y algunas mejoras tecnología Cerberus™, le proporcionan una nueva nave, una mayor, más rápida y mejor armada Normandía, y lo ponen a investigar las desapariciones de humanos registradas en varias colonias de los sistemas exteriores, haciendo equipo con algunos antiguos compañeros como Garrus, Joker y Liara y otros nuevos como Jacob Taylor o Miranda Lawson, la hembra humana genéticamente perfecta con la voz sensual y el krrrrrrrrrrrujiente cuerpaso de Yvonne Strahovski, novia ficticia de Dexter Morgan en Dexter.
Miranda, mi otro jran amorlj de Mass Effect.

La condición de «muerto viviente» y agente de Cerberus de Shepard en esta segunda entrega de Mass Effect le crea no pocos problemas a la hora de obtener respaldo y alianzas. Pura y simplemente hay personajes que ni siquiera acaban de creerse que sea el auténtico Shepard. Su condición de mercenario de Cerberus hace que antiguos partidarios y compañeros de armas cuestionen su lealtad. Su acreditación de seguridad como agente de La Ciudadela ha sido revocada. Lograr que le hagan caso, cuando las pruebas de un inminente regreso de los reapers no dejan de acumularse, es incluso aún más difícil que en el primer ME. Y los jodidos reapers se han hecho con un nuevo agente que se ocupa de su trabajo sucio: los recolectores. Poblaciones enteras están siendo secuestradas por ellos y «asimiladas» mediante un procedimiento brutal que los convierte en agentes sin alma del enemigo. Shepard tiene que localizar la base enemiga y capturarla o destruirla para poner fin a la amenaza para las colonias humanas y, por extensión, toda la galaxia.
Estos tres tienen más peligro que un pitbull con una motosierra.

Mass Effect 3 empieza en La Tierra, con Shepard reincorporado a la cadena de mando de la Marina terrestre pero sin mando ni nave, todavía bajo sospecha y a medi paga después de los acontecimientos de Mass Effect 2.

Entonces los reapers atacan. Con una superioridad tecnológica absoluta, cruceros de guerra reaper prácticamente indestructibles y una potencia de fuego nunca vista lanzan una ofensiva a gran escala contra todas las civilizaciones de la galaxia. Shepard es restituido al servicio activo, se le devuelve el mando de la Normandía y se le asigna una única misión: poner fin a la amenaza reaper de una vez por todas. Con la ayuda de nuevos y viejos aliados, Shepard libra un combate contrarreloj, desesperado, con episodios de terror ciego mientras a su alrededor un sistema tras otro van cayendo y sus pobladores son asimilados por los reapers y vuelven como «zombis robot» o agentes «adoctrinados» al servicio de los invasores, de modo que Shepard se ve de repente luchando contra antiguos amigos y aliados, mortificado por los remordimientos de haber abandonado La Tierra bajo fuego enemigo y por todas las víctimas inocentes a las que no ha podido salvar.

Algún cabrito resumió el argumento de la trilogía en un meme, que estoy seguro que archivé pero no puedo encontrar en el horizonte de sucesos de mi disco duro (así que lo recreo), de esta manera:

Si algún día alguien consigue hacer esa película de Mass Effect que llevan años prometiéndonos sin que nadie consiga sacarla adelante, o tal vez mejor una serie limitada, y se atiene al canon del videojuego sin hacer innecesarias macumbas estúpidas, y contrata buenos profesionales, y mete pasta en el proyecto (y quiero decir mucha pasta), y no lo jode con chuminadas identitarias, vaginismo aliade y REPPPPRESENTEISHON, Mass Effect podría ser la película/serie de ciencia-ficción más colosal de este primer tercio del siglo XXI.
(Aunque viendo lo que han hecho con la serie de Halo, mejor que ni lo intenten. No quiero ver a un Shepard negro, transexual no-binario, vegano e inmigrante ilegal).

Naturalmente, ME no es ni puede ser redonda. En un trabajo a esta escala, es imposible pulir todas las aristas. Y ya no hablo de bugs, de fallos de programación que hacen imposible concluir ciertas misiones o reclutar a ciertos personajes o acceder a determinados diálogos, o que provocan reacciones extrañas en ciertos personajes. Hablo de incoherencias como que a las asari se las represente con aspecto humanoide (son básicamente chicas azules con piel escamosa y tentáculos en vez de cabellos), por lo que resulta difícil de entender cómo carallo un krogan, que es algo parecido a un sapo dentudo erguido sobre las patas de atrás, pueda sentirse sexualmente atraído por una de ellas. A menos que las asari empleen sus poderes psíquicos («bióticos», en la terminología de ME) para mostrarse a los ojos de las diferentes razas con los atributos más atractivos para ellas. Vamos, photoshop telepático. Lo cual es juego sucio. Como la cirugía estética y el maquillaje de las instagram whores.
¡Me da igual! ¡Liara, mi vida, soy todo tuyo! ¡Abracemos la eternidad juntos!

Pero ni siquiera esto es, en sí, el verdadero problema de Mass Effect.

El problema de Mass Effect es la importación de partida.

Desde Mass Effect 2, la gente de Bioware hizo posible que pudieses importar tus archivos de ME1. Con todo su árbol de decisiones, todas las misiones que habías completado y las que habías fallado, los compañeros a los que habías logrado reclutar y aquellos cuya confianza habías perdido. Ciertos personajes no estaban ya disponibles porque habían muerto en tu previa partida de Mass Effect. En ocasiones porque tú los habías matado al tener que escoger entre su vida o la de otro compañero en un momento crítico de la trama. Al importar tu partida de un Mass Effect anterior, establecías el trasfondo de Shepard, su biografía para esa partida de ME2 ó ME3. Algunas misiones quedaban bloqueadas, otras eran al fin accesibles, ciertas opciones de diálogo se abrían y a otras ya no podías optar.

Era una idea extraordinaria que permitía jugar Mass Effect como un todo. Una larga saga de ciencia ficción con tres capítulos que desarrollaba el universo, la trama y los personajes del Mass Effect original hasta su emocionante, desgarrador y ÉPPPPPPPPPPPICO final. Más de sesenta horas de aventura, DLCs aparte. Podías empezar un romance en Mass Effect 1, recuperarlo en el 2 y llevarlo hasta el 3. Convertir a enemigos del ME original en aliados en sus secuelas, o al revés. Y dado el sistema de diálogos y recompensas, que desbloquea misiones y opciones de conversación y abre o cierra la posibilidad de ganarte la lealtad de tus compañeros dependiendo de tus opciones, esta posibilidad de importar una misma partida entre varios juegos garantiza semanas de juego, cientos de variaciones diferentes, docenas de partidas distintas.

Y esta característica de Mass Effect terminaría convirtiéndose en pública ignominia cuando Bioware publicó Mass Effect 3.

Los creadores de la franquicia aseguraron que, al importar una partida de Mass Effect 2 al principio de Mass Effect 3, todas, repito, todas las decisiones tomadas en los anteriores juegos se tendrían en cuenta para el final de ME3.

Bioware estaba, literalmente, prometiendo que ME3 tendría miles de finales diferentes dependiendo de las opciones de diálogo y misiones completadas en anteriores Mass Effect. Como jugador, podrías jugar cientos de partidas de ME y obtener en ME3 un final distinto cambiando sólo una de tus decisiones a lo largo de la saga.

El problema no es que Bioware prometiese esta completa locura a sus jugadores.
Me he pasado más horas aquí que en mi propio váter.

El problema es que algunos de ellos fueron tan pánfilos que se lo creyeron. Y cuando ME3 finalmente fue publicada y llegamos al final del juego, y descubrimos que había un sólo final con tres únicas opciones posibles, hubieses hecho lo que hubieses hecho a lo largo de toda la trilogía, sólo confirmamos que nuestros conocimientos sobre narrativa y programación no estaban tan mal orientados como creíamos, que los aficionados a los videojuegos somos, a grandes rasgos, unos ilusos, y que la arrogancia y cinismo de las grandes corporaciones no tiene límites.

Bioware tuvo que salir a pedir disculpas y liberó una actualización del juego que no resolvía el problema original (y que era absolutamente imposible de arreglar, toda vez que se había prometido que la experiencia de juego sería diferente en cada nueva partida) pero aportaba algunas escenas de vídeo extra sin las que, y te lo digo yo, que me acabé el juego pre y post liberación del DLC y no noté diferencias sustanciales, también podríamos habernos pasado, para qué engañarte.

Mass Effect podría haber sido una experiencia perfecta si, con el objetivo de asegurarse un puñado de reservas más del juego, Bioware no se hubiese lanzado a prometer algo que no podía ofrecer, que sabía perfectamente que no podría proporcionar porque era imposible.

Y fue realmente bochornoso constatar en su momento cómo, a grandes rasgos, toda la prensa especializada se comió el órdago de Bioware sin cuestionarlo en ningún momento, cuando cualquiera que tenga un cursillo de iniciación a la programación o unas nociones básicas sobre escritura sabría que ese «final personalizado» de la serie en la que las más pequeñas diferencias entre partidas devendrían en un final completamente nuevo estaba fuera del alcance de escritor y programador informático alguno. Habría sido necesario escribir miles de iteraciones de los diálogos, renderizar miles de vídeos distintos o docenas de escenas tan ambiguas y equívocas que se pudiesen emplear en diferentes desenlaces, y el archivo del juego tendría probablemente terabytes de tamaño, no gigas.

Salvando las distancias, que con unos videojuegos no se pone la vida de nadie en peligro, el caso de Mass Effect me recuerda, porque mi cerebro está cableado así, al de Theranos, otra compañía que prometió con mucho morro y supina mala fe algo que sabía perfectamente que era imposible. Lo cual no impidió a multitudes de memos comprar acríticamente todas sus mentiras.
¡Ay, qué susto, copón!

Cuando, y no pretendo ir de listillo, a mí me bastaba con ver una foto o un vídeo de esa Steva Jobsa de Aliexpress vestida, como el sociópata multimillonario al que admiraba, con un jersey negro de cuello cisne, mirando a la cámara con ojos desorbitados, sin pestañear, impostando un timbre vocal masculino porque estudios psicológicos sugieren que las mujeres con tonos de voz graves resultan más convincentes y asegurando que, con su revolucionaria máquina (que era incapaz de describir cómo funcionaba y que había diseñado ella misma sin saber ni un pijo de ingeniería o medicina), una sóla gota de sangre permitía hacer todas las pruebas diagnósticas que hoy en día requieren viales enteros de sangre. Cuando veía, digo, la jeta de cera de esta señora (luego se reveló que en realidad la tenía de cemento armado y peligroso), yo decía «pero ¿habrá alguien que se lo crea?»

No hay puta manera, con la tecnología existente, de hacer cientos de pruebas hematológicas con una sola gota de sangre, aunque sólo sea porque muchas de esas pruebas son destructivas y en el momento de hacerlas no queda muestra de sangre que someter a futuros análisis. Y eso lo sé yo, que no soy ni médico ni técnico de laboratorio pero aún recuerdo algunas lecciones básicas de física y biología de BUP, y deberían haberlo sabido las multitudes de gilipuertas ricos que dieron millones a esta impostora para su revolucionario invento que en no tenía posibilidades de existir.

De similar manera en que los médicos hematólogos y los técnicos de laboratorio escépticos con el timo del toco mocho de Elizabeth Holmes fueron acallados por los desautorizados y crédulos fans del proyecto con la vergonzosa colaboración de un porcentaje no pequeño de la prensa generalista (y cuando algunos medios empezaron a compartir sus reservas con sus lectores empezaron también a recibir amenazas de demandas multimillonarias por parte de Theranos), no sólo la gente con cero experiencia en escritura y programación de videojuegos se comió la promesa de Bioware sobre el final de ME3, sino que ninguna autoridad del ramo parece haber anticipado el farol de Bioware o, si lo hizo, su voz no fue escuchada en el tumulto de entusiastas que habían comprado esa burra muerta y putrefacta que le habían vendido como un Ferrari último modelo, o yo no la he buscado con suficiente ahínco porque al fin y al cabo no hago periodismo, que ésta no es más que una bitácora de mierda que no lee nadie porque los quince minutos de fama de los blogs se acabaron hace veinte años y además no escribo en ella nada particularmente interesante.
Dos Shepard mejor que uno.

¿Qué cuál es el consejo que intento darte con esta, marca de la casa, innecesariamente larga introducción, amado lector que aspiras a morirte de hambre intentando hacerte un nombre en la cloaca literaria?

No hagas promesas que sabes que no podrás cumplir.

Este consejo se extiende a varios substratos del proceso creativo.

En primer lugar, no prometas un libro si no sabes hacer ni la o con un canuto. Si no eres capaz de poner tus ideas de forma estructurada en una hoja en blanco o en la pantalla de un ordenador, ni te molestes en intentarlo. No sabes escribir. No puedes. No te va a salir, y si por accidente completas algo parecido a un libro y luego tienes la osadía de leerlo, ni siquiera tú vas a entender una mierda.

Déjale la droga a los profesionales. Que ya somos muchos y no hay para todos.

La ignorancia es peligrosa, aunque en las actividades creativas probablemente la arrogancia lo sea más aún. Sentarte a escribir algo más largo que un tuit sin ser medianamente capaz de exponer un argumento, ofrecer un análisis o desarrollo del mismo de manera organizada y jerárquica, yendo de lo general a lo concreto o de lo particular a la tesis; intentar desarrollar un cuento, un guion de cine o una novela sin haber leído nada más complejo que Teo se mea encima ni haber interiorizado las más elementales nociones sobre narración, composición y estilo es el camino más corto para escribir el nuevo Código da vinci. Pero sin garantías de vender ni la milésima parte de ejemplares que vendió esa puñetera mierda mongolizada.
Algunos fans de Dan Brown dan un poco de miedito.

Pero incluso aunque seas un escritor medianamente hábil, dotado con las herramientas básicas del oficio y el número necesario de neuronas para no rebuznar en los velatorios, aunque ya hayas completado con mayor o menor dignidad varios proyectos previos y, en el proceso, afinado tus habilidades y aprendido aunque fuese por accidente alguno de los trucos del gremio (trucos que no se pueden enseñar ni describir, porque la única manera de adquirirlos es a fuerza de escribir), tampoco deberías prometer a tus posibles lectores un libro o una historia que sabes que no podrás completar.

Supongamos que eres un escritor de fantasía pura y dura. Espada y brujería de la de toda la vida, o, como en Paratroopers preferimos llamar al género, «gañanes con espadón y zorrupias en biquini de cota de malla». O algo parecido.

No prometas, ni permitas a tus editores y publicistas que prometan a tus posibles lectores, que vas a ofrecerles una experiencia idéntica a la que se desprende de la lectura de Tolkien.
A Aria me parece que no te la puedes frungir. ¡Con lo que nos ponen las chicas malas!

O Moorcock.

O Ann McAffrey.

O Leiber.

O Zimmer Bradley.

O GRRRRRRR Martin.

O Louise Cooper.
Tampoco prometas hacer naves más bonitas que las asari.

Sé honesto con tu público y estricto con tus editores. No te vendas ni consientas que te vendan como «el nuevo Tolkien/Moorcock/McAffrey/Tu escritor fetiche de dragones, magos y elfos». Ten un poco de dignidad y no empieces tu relación con los lectores desde la mentira. Hay gente pelín candorosa por el mundo que podría llegar a creerte. Algunos de ellos acabarán madurando o encontrarán los tornillos que se les habían caído y jamás te perdonarán que les hayas engañado. Tú no eres Tolkien y lo sabes. No eres Marion Zimmer Bradley, y disfrazarte de ella no te hará escribir como ella. No prometas que vas a ser capaz de alcanzar su maestría del lenguaje y su dominio de las convenciones del género, igualar el carisma de sus personajes, el atractivo de sus historias o la trascendencia de su legado, que en estos dos casos que te cito llega, literalmente, a trascender a la muerte; o te buscaremos, te encontraremos y te pondremos a caer de un burro en una entrada monográfica del Paratroopers.

No seas fantasmilla. Aquí no nos gustan los fanfarrones. Y los mentirosos, todavía menos. Y a los timadores es que directamente no los soportamos.

No dejes que tu boca trague cervezas que tu hígado no pueda...

Espera, no era así.
¡Esoooooos poooooooomuuuuuuloooooooofffffsssssss!

No dejes que tu ego extienda cheques que tu bolsillo no pueda pagar.

Una segunda derivada de este requisito de sinceridad inicial es el reconocimiento previo de tus capacidades como escritor. No hablo ya de no apropiarte del buen nombre de una pluma reconocida para tratar de vender tu mierda de libro, triste sacrificio de un árbol inocente en el altar de tu colosal vanidad. Hablo de los artistas competentes que se meten en proyectos muy, pero que muy lejos de su alcance y, en vez de asumir su incapacidad para culminarlos con un mínimo de torería, tiran para adelante como pollos sin cabeza y, en un Ron Jeremy de narcisismo pantagruélico, expresan su desolación y perplejidad cuando alguien les señala que han fracasado apoteósicamente en satisfacer las promesas anticipadas al público.

M. Night Ramalamadingdong sólo es un director de cine medio rentable cuando se le obliga a trabajar con historias sencillas y presupuestos misérrimos. En el momento en que a este hombre se le da manga ancha y una chequera, el rijostio en taquilla está garantizado. El indio director británico necesita anteojeras y riendas para dirigir o de lo contrario se dispersa, comienza a dar coces y firma unas películas que no ve ni Mefistófeles en bicicleta o que no quieren ver suficientes personas como para que haya sido rentable rodarlas.
(Y no estoy diciendo que sean buenas películas. Old, por ejemplo, es una lección de cómo no hay que rodar un drama Jamás. Ni siquiera con una pistola apuntándote a la cabeza).
La empuñe quien la empuñe.

Hace ya años que sospechamos que Ridley Scott se ha enviciado de su propia leyenda y, sobre todo, de los efectos especiales por ordenador, y ha olvidado todo lo que aprendió cuando para crear sus fantasías tenía que recurrir a herramientas melladas, prestidigitación óptica, piruetas de sintaxis cinematográfica y trucos artesanales. Alien y Blade Runner serán por siempre clásicos atemporales. El último duelo y La casa Gucci no hay por dónde cogerlas. Y los que nos vimos el piloto de Raised by wolves y pensamos «¡cáspita! A ver si el formato de serie va a ser lo que el viejo Scott necesita para expresarse como artista» llegamos al quinto capítulo hartos de flashbacks, abulia actoral, de ese Ragnar Lodbrok de Hacendado y de que casi literalmente en cada espisodio no sucediese virtualmente nada.
(Vale, lo admito, no dije «¡cáspita!», dije «¡su madre que la chupa por dinero!»)
A algunas feministas les gustaría poder hacer esto.

«Sal de tu zona de confort», dice la gente que considera positiva la experiencia de dejarte indefenso, desorientado e inseguro. Antes se los llamaba sádicos. Aquí preferimos el viejo y castizo «hijos de puta». «¡Intenta algo nuevo!», exclaman los que nunca han compuesto los huesos rotos de los novatos del parkour o el parapente. «¡Ve en busca de la aventura!», recomiendan todos los que prefieren ignorar que cada cadáver abandonado en el Everest fue, una vez, una persona extraordinariamente motivada.

Y, oye, qué quieres que te diga, con tu puta vida haz lo que te salga del orificio de mingitar. Pero respeta a la gente que te quiere. Si vas a intentar la ascensión al Kanchenjunga después de un cursillo de fin de semana de montañismo, no prometas a tus amigos que vas a volver vivo y con el mismo número de miembros que tenías al subirte al avión a Nepal. Por más veces que te hayas visto Rocky IV, no desafíes a diez asaltos a Manny Pacquiao. Te va a matar, y favor que le hará a la especie si todavía no te has reproducido. No engañes a los demás y así no adquirirás el feo hábito de engañarte a ti mismo.

Este mandamiento se aplica también al escritor. No intentes hacer pasar por una obra maestra lo que sabes positivamente que ha sido una cagada de primera. Pero cagada con diarrea explosiva en mitad de la comunión de tu sobrino, con el cura blasfemando en arameo y limpiándose mierda de las gafas. Has metido la pata. Sé humilde, admítelo, anota la lección y pasa a otra cosa.

Recuerda esta directiva básica cuando seas incapaz de darle a tu relato un final medianamente decente porque te has metido en un cipostio del que no encuentras la salida y sientes la tentación de cortar por lo sano o intentar salvar la papeleta con un devs ex machina infame o, lo que es peor, inviertes páginas y páginas en construir el misterio y acabas dándonos uno de los cuatro o cinco finales renegridos estándar (a: «todo era un sueño/alucinación/malentendido», b: «el personaje se traiciona a sí mismo, a su desarrollo y a sus lectores», c: «la huerfanita mugrienta en realidad es la heredera perdida del imperio de Syldavia because reasons», d: «y van todos y se mueren, los muy cerdos, porque estas cosas pasan en la vida real y además había que acabar de alguna manera, que soy muy consciente de que la novela debería haber finalizado hace doscientas páginas», e: «es todo un experimento comunista/nazi/extraterrestre/de la CIA/lo hizo un mago»).

NO

HAGAS

ESO.

CAAAAAAAAAAABRÓN.

Recuerda también este consejo cuando rompas las reglas que has establecido en el primer acto y que, para empezar, nadie te impuso salvo tú mismo, subnormal, que parece que te has olvidado de que puedes volver atrás y corregir el principio de tu novela/cuento/guion/whatever. «Sí, ya sé que te permití creer que ésta era una obra de fantasía pero...». «Sí, ya sé que dije que la acción transcurría en el siglo XVIII
pero...». «Sí, afirmé categóricamente que el protagonista era un suricato pero...». «Oh, claro que me acuerdo de haber establecido que en esta historia los viajes en el tiempo estaban prohibidos pero...». Los peros son como los culos. Sólo sirven para sentarse sobre ellos y cagar a través de ellos. Basta de peros. Cada vez que usas un «pero» te expones como un fraude y llamas a tus lectores imbéciles. No te lo van a agradecer.

Vete al médico y que te cambie las medicinas para la cabeza.
El universo de ME se ha expandido a otros formatos.

Atente a nuestras recomendaciones sobre la sinceridad y la humildad siempre que seas incapaz de mantener una mínima coherencia y se te note demasiado que vas reescribiendo sobre la marcha, sin releer jamás las primeras páginas y alterando tramas y personajes a medida que encuentras problemas que no sabes cómo afrontar, o porque no tienes la mínima capacidad intelectual para mantener un discurso unitario de principio a fin de tu texto, o porque en realidad esto de escribir te aburre y necesitas alicientes para mantener tu propio interés. Y así la policía que ve fantasmas de repente también es telépata, y diez páginas más tarde maestra de kung-fu, y en otros dos capítulos se habrá criado en un circo, y a mitad del segundo acto el circo estaba regentado por vampiros, y a tres capítulos del final resulta que la valiente policía-médium-telépata-sifu-artista de circo-vampira en realidad es un tío que ni es ni policía ni médium ni telépata ni maestro de kung-fu ni ha estado jamás en el circo.

Estás intentando enmendarle la plana a Kafka y a Phillip K. Dick a la vez. Vete al médico y que te cambie otra vez las medicinas para la cabeza.

Y káfkatela más a menudo.

Respeta esta ley si
, acostumbrado a obras más sencillas y breves, sientes la tentación de arrojarte de cabeza a una novela-río de setecientas, novecientas, mil cien páginas, con doscientos siete personajes y tres octavos y cuarenta y seis tramas argumentales bisiestas, convencido de que esto de escribir está dominado, que no hay nada que puedas hacer en un ladrillo de tamañas proporciones que no hayas hecho ya en un microrrelato de doscientas palabras. Te vas a hacer daño. En serio. Vas a perderle la pista a los personajes, van a desaparecer tramas enteras, te vas a agobiar y empezar a cerrar subtramas en falso y matar protagonistas porque no sabes qué vírgenes podridas hacer con ellos. Vamos, lo que hicieron Benioff y Weiss con Trueno de jogos. Y tus lectores lo van a notar. Y se van a cabrear.

No muerdas más de lo que puedes masticar.
O vendrá una banshee y te esmochará.

Ten presente que las promesas no lo son todo en el caso de que te dejes engañar y creas que la imaginación, el trasfondo, el worldbuilding, te dan ya el libro hecho, vamos, que te convenzas a ti mismo de que la forma es el fondo y descuides completamente el argumento, la historia y los personajes. El proceso de desarrollo debería ser a la inversa: primero argumento, después historia (y si no comprendes las diferencias entre ambas, mejor ni lo intentes) y caracterización de personajes (y muy especialmente de las interacciones entre ellos) y finalmente el background, el escenario en el que esa historia pueda suceder y esos personajes existir. Como lo hagas al revés te van a salir prodigios de imaginación anfetamínica sin pies ni cabeza o, peor aún, expolios descarados de obras ya publicadas.

Si tienes a punto la geografía, anales, etnografía, lenguas nativas, ecología, ciclos lunares, panteón, economía, alianzas familiares, vestimenta, tecnología, dinastías reales e instituciones políticas de tu novela Pasatiempo de escaños probablemente se deba a que no has dedicado ni un minuto al argumento. Ponte a ello antes de desperdiciar otro valioso minuto de tu miserable vida de lúser. Y mastúrbate al menos una vez cada ocho horas.

Ponte también en guardia si sientes la tentación de convencerte a ti mismo de que por haber dominado (o eso es lo que te crees) las propiedades de la novela o el cuento estás capacitado para saltar a otro formato radicalmente distinto. Los guiones de cine o televisión tienen su propia estructura, su sintaxis especializada. Las obras de teatro también. A menudo es fácil detectar a un escritor de narrativa que da el salto al cine o al drama sin haber leído nunca guiones ni teatro por la cantidad de acotaciones que hace al texto. Como si no confiase en la capacidad de los actores para desarrollar la escena o intuir el énfasis que deben dar a una u otra línea de diálogo o creyese erróneamente, por ejemplo, que la minuciosa descripción del escenario es imprescindible para la obra. Y de escritores de prosa que lanzan poemarios de ascopena a risa histérica podríamos hacer treinta entradas de la bitácora. Pero no lo haremos.

En una variante del supuesto anterior, te recomendamos que no tengas la arrogancia de creer que, por haberte especializado en un género literario concreto, estás preparado para escribir según las convenciones de cualquier otro. De la misma manera que un violinista no tiene por qué coño saber cómo se toca un piano o un otorrino estar al corriente de las pericias que domina cualquier cardiólogo promedio, haber alcanzado la maestría, o que te lo creas, sobre una temática en particular no te faculta para escribir con autoridad acerca de otra diferente. Aunque coincidan los «ingredientes», si me permites llamarlo así y aunque no me lo permitas. Un escritor de thrillers policiales con mucho suspense ya conoce los componentes básicos de una buena historia de terror (si bien tendrá que mezclarlos en diferentes proporciones), aunque probablemente pinche si intenta aplicar su destreza a una novela romántica o un libro infantil. Y si vives, como es lógico suponer, en el siglo XXI y te da por escribir una novela ambientada en un buque de guerra de 1840, pero no tienes ni puta idea de lo que son los motones, la batayola, las empuñiduras, los obenques o el meollar, prepárate para hacer el más humillante de los ridículos. Y para que nos riamos en tu puta cara.
A Garrus lo quieres guardándote la espalda en cualquier pelea.

Son pocos, muy pocos, los autores que pueden defenderse dignamente en más de un género y más de un medio creativo. Ira Levin, que escribió novela, teatro y musicales, y el eterno e irreductible Harlan Ellison, novelista, autor de cuentos, guionista de cine y televisión, eran dos de ellos. Probablemente tú no lo seas. Hasta el inmenso Stephen King raras veces se atreve a salir del terreno del género de terror y fantasía (y cuando lo hace suele ser para cagarla espectacularmente, como con su propia adaptación cinematográfica de El resplandor) y Paul Auster lleva ya ciento y los que se andan a gatas escribiendo una y otra vez el mismo aburrido libro.

No prometas como escritor lo que sabes perfectamente que no eres capaz de hacer, y no escribas si realmente eres tan engreído o tan gilipollas que te crees capaz de todo. La humanidad, y la cultura no te cuento, te lo agradecerán.

No seas «el Elizabeth Holmes» de la literatura de ficción. No conviertas tu texto en el Theranos del género o medio en que pueda encuadrarse tu obra.

No me jodas Mass Effect, que podría haber sido perfecta si no me hubieses prometido una experiencia personalizada para acabar dándome los mismos tres finales multiusos que a todo el mundo.

Y juega al Mass Effect, que acaban de sacar la versión remasterizada y con todos los DLCs. Después del crimen que Disney ha cometido con Star Wars, la trilogía de Bioware es, literalmente, la mejor saga de ciencia-ficción que disfrutarás en muchos años.

Puede que hasta la única.

A pesar de que sus creadores prometieron una resolución que sabían perfectamente que no podrían alcanzar.

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