viernes, 27 de mayo de 2022

A mi también me importa un huevo que Chanel haya ganado Eurovisión

¿Eh?

Pero... joder... en la tele...

Ah.

Bueno, que me sigue dando igual.

Hablemos de la última película que he visto.

(Sí, ya sé que se supone que esta bitácora va sobre libros, sobre escribir y esas cosas de la gente que no folla. Oye, si no te quieres quedar, no te quedes. Nadie te obliga).

Si se mueve como Eleni Foureira y se parece a Eleni Foureira...

Si te digo que acabo de ver una película en la que un grupo de malas bestias matan al padre del protagonista, que escapa con vida por los pelos, se hace adulto lejos de su hogar, acaba vendido como esclavo, encuentra una espada antigua en una tumba y esmocha al asesino de su padre dirás «este hijo de puta acaba de verse Conan el bárbaro con cuarenta años de retraso».

Y te equivocarías.

Si te digo que acabo de ver una película en la que alcanza su desquite el hijo huérfano de un rey asesinado por el usurpador que luego se sentó en el trono y a la madre del protagonista le dio como a un cajón que no cierra, pensarás «algo huele a podrido en Dinamarca y el ternasco éste acaba de verse otra adaptación de Hamlet».

Y no. Pero sí. Pero no.

Acabo de resumirte dos de los mayores problemas de The Northman, el más reciente título del director de La bruja, que nos gustó muchísimo, y El faro, que todavía no hemos visto.
(¡No, no la hemos visto aún! ¿Qué pasa? ¡Acaban de regalarnos un abono de temporada al Onlyfans de Riley Reid!)

No voy a decirte que The Northman sea mala, pero sí que me produjo tedio e indiferencia. Y eso es gravísimo siendo como es una película del director de La bruja, figurando en el reparto esos actorazos que Robert Eggers ha fichado (Alexander Skarsgård, Nicole Kidman, Ethan Hawke, Willem Dafoe y nuestra amada, talentosísima y seráficamente bella Anya Taylor-Joy), gozando de semejante fotografía (¡joder, que casi puedes oler la sangre, el barro y las tripas!), habiendo reclutado como principal asesor histórico a una autoridad como Neil Price y contando con el «factor vikingo», del que ya hemos rajado en la bitácora, y que eleva el interés incluso de los productos más tope mierder.

The Northman no es mala, pero lleva más de un mes en cartel y sólo ha recaudado un pellizco por encima de los 32 millones en los Estados Unidos y algo más de 27 en la taquilla internacional. Y eso es un hostión para una película que, por más ínfulas de autor indie que se dé su director, ha costado la morterada de 90 millones de dólares, que no me lo gasto yo en Risketos ni en un día tonto, (aunque entre incentivos fiscales a la producción cinematográfica y demás mandangas el presupuesto definitivo probablemente se acerque más a los 70 millones).

La gente no está yendo a ver a este hombre del norte. Al público promedio no le gusta o no le interesa estas «Aventuras de Hamlet el bárbaro». Algo huele a podrido en Cimeria, digo en Dinamarca, y si no soy yo y tampoco tú, tal vez lo que atufa sea la película de Robert Eggers.

Y ya me jode. Me jode porque yo estaba preparado para que me gustase esta película, porque me encantó La bruja, porque adoro la Historia y me pirro por los vikingos. Pero no me ha gustado, así que voy a intentar analizar para ti las principales razones por las cuales entiendo que The Northman ha pinchado en hueso.

Paratroopersdon'tdie te enseña, Paratroopersdon'tdie te entretiene, y yo te digo contento que nueva entrada se viene.
Si no has hecho nunca esto con un palo no tuviste infancia.

1. Éste no es mi Conan que me lo han cambiado

La venganza, y sus a menudo inesperadas y terribles consecuencias, es un tema literario clásico probablemente desde antes de que nuestros antepasados saliesen de las cavernas. Como presupuesto para una pelicula, el tema de la venganza no es ni mejor ni peor que ningún otro y, al ofrecer un camino ya transitado, podría haber incrementado mi identificación con el personaje y el argumento.

Y sin embargo no lo hace.

La historia de venganza de Amleth es un pollo bulímico que picotea elementos del clásico de Shakespeare (que adaptó la misma saga nórdica en una obra hoy inmortal) y de la película de John Milius (de cuyo estreno, por cierto, se cumplen cuarenta añazos puros de oliva) sobre el personaje más conocido de Robert E. Howard. Y se nota. No pasaría nada si no se notase, pero se nota. Tampoco tendría mayor importancia si se notase poco o se notase mucho y bien, pero es que se nota mucho y mal. Lo que en esos referentes funciona, aquí gripa, en parte, sospecho, por la bisoñez (hay quien lo llamaría cobardía) del director.

The Northman cuenta la historia del príncipe Amleth (Alexander Skarsgård) y su búsqueda de la venganza. Amleth ha hecho el voto de matar a su tío Fjölnir (Claes Bang), asesino de su padre, el rey Aurvandil Cuervo de Guerra (Ethan Hawke), y rescatar a su madre, la reina Gudrun (Nicole Kidman), a la que Fjölnir retiene como rehén. De camino a su anhelado desquite, Amleth conoce a Olga (Anya Tailor-Joy), una cautiva eslava de la rus de Kiev, y, entre asesinato y asesinato, se ponen a crujir como fieras corrupias.
Amleth y Olga entre crujido y crujido (bueno, en realidad no follan tanto).

Hasta aquí, nada que objetar.

El problema empieza cuando te das cuenta de que, entre el primer acto y la primera mitad del segundo acto, el director parece haberse olvidado del argumento de su propia película. La venganza de Amleth queda entre un mucho y un muchísimo descafeinada cuando te vuelves a encontrar al personaje, ya adulto, cicladísimo e inserto como berserkr (o quizá más propiamente úlfheðinn; digo yo, por las pieles de lobo que usan él y sus camaradas úlfhéðnar. Los berserkir, o sea los «camisas de oso», como su propio nombre sugiere usaban pieles de plantígrado) en una tripulación de vikingos y comprendes que ha olvidado su voto.  El "I will avenge you, Father! I will save you, Mother! I will kill you, Fjölnir!" de los tráilers no significa nada para el protagonista en este momento de la película. Amleth se comporta como si no tuviese una muerte que vengar y una madre que rescatar. No es un hombre consumido por una obsesión. Ni parece acordarse de haber tenido padre y madre hasta que la vidente se lo recuerda.

Y, además, planos al blanco culete de Anya Taylor-Joy aparte, y aquí reincidimos sobre el tema de la timidez del director, The Northman es como una versión sin gluten de Conan el bárbaro. En la peli de John Milius hay desmembramientos, tetas, chorrazos de sangre, fornicio, más tetas, orgías, citas nietzscheanas, muchas más tetas y filosofía anarcolibertaria. The Northman no diré yo que no tenga su cuota de gore y topless, pero, insisto, jugosos panderos femeninos aparte, se le nota demasiado a su director el propósito de intentar no ofender a nadie, o de cabrear a la menor cantidad de gente posible. ¿Es un prejuicio estético, moral o qué? ¿Consciente del romanticismo con el cual los reaccionarios de extrema derecha miran a todos los mitos nórdicos, en este infausto siglo de reaccionarios de izquierdas y buenrrollismo woke Robert Eggers se autocensuró para evitar ser cancelado o qué?

Úlfhéðnar úlfhéðnariando.

En Conan el bárbaro ves a Conan empujando esa noria como el cacho becerro que es, acogotando gladiadores en la arena hasta que aprende a disfrutar matando, follando con putas, que tal vez no fuesen más libres que él, o sea violando esclavas. Es un personaje ambiguo. Mata, y le gusta. Dice que lo mejor de la vida es «aplastar enemigos, verlos destrozados y oír el lamento de sus mujeres», pero no ha olvidado el asesinato de su madre.

En la película de Robert Eggers, Amleth es un cabra loca que ha olvidado su voto infantil. En la de John Milius, Conan llevaba dentro su necesidad de venganza y desde el momento en que se libera no para de buscar a los asesinos de su familia (interroga a la bruja y, desde que forma equipo con Subotai, siguen buscando información juntos y sufre un «momento retrospecter» cuando ve el blasón de las serpientes, el sol y la luna de Thulsa Doom en el foso del templo de Seth de Zamora). Me parece una forma narrativamente mucho más coherente que la escogida por Robert Eggers, que se resume en «Hola, soy Björk haciendo cine de nuevo aunque después de trabajar con Lars von Trier juré que nunca volvería a hacerlo, y no, no es la primera vez desde entonces que falto a mi palabra. Por cierto, ¿recuerdas esa venganza que juraste cobrarte de niño, ese voto sagrado, sancionado por las nornas, que hiciste? No, ¿verdad? Pues aquí estoy yo para recordártelo».

Es de coña. De pura y simple coña.

Björk. En serio.

Y la película pega un picado a partir de este momento. Esa venganza tantos años pospuesta, y que podría haber acabado en una escabechina, se proooooolooooooongaaaaaaa a lo largo del resto del metraje, con Amleth matando uno por uno a los hijos y partidarios de Fjölnir, entre polvo y polvo con Olga, para que... no sé. ¿Hacer sufrir más al asesino de su padre? ¿Darle a su enemigo la oportunidad de contraatacar y matar a Amleth antes de que tenga tiempo de matarlo a él?

Plano al dichoso culete.

Si quieres hacer una película larga, como escritor tienes mil herramientas para demorar el clímax final. Toda suerte de impedimentos pueden retrasar el triunfo del héroe hasta el tercer acto. Volviendo al caso de Conan: pasa años como esclavo, una vez libre lo ignora absolutamente todo acerca de los asesinos de su familia (pero eso no le impide empezar a buscarlos) hasta que encuentra ese medallón, que le proporciona su primera pista. Es descubierto cuando intentaba infiltrarse en el palacio de Thulsa Doom y crucificado. Valeria y Subotai tienen que resucitarlo con ayuda del mago y luego Conan tiene que recuperarse de eso de haber estado muerto y posponer su venganza hasta haber rescatado a la alocada hija del rey Osric... y luego sobrevivir al asalto del ejército de Thulsa Doom a los túmulos.

Y vaya si sobrevive, el cacho bestia.

Todos esos obstáculos se ven como algo natural. En The Northman, Amleth no vacila porque se le presenten impedimentos o porque, como su homónimo shakespeariano, esté lleno de dudas. Retrasa su desquite porque sí. Porque patata. Porque yo soy Amleth y estos son mis nórdicos cojones o porque soy Robert Eggers y se me ha metido entre los cuernos hacer en dos horas una película a la que le habrían bastado noventa minutos.

Joder, si vas a copiar, al menos hazlo bien. No cojas lo que funciona en Conan y Hamlet y lo estropees en tu película. Conan se ve de una tacada y acabas pidiendo más. The Northman se ve con los carrillos inflados y acabas pidiendo la hora. Lenta, pesada y con una narración caprichosa salpicada de momentos exquisitos, como el rescate de la espada Draugr de la tumba (escena casi fusilada de Conan), o casi todos los episodios de superposición de lo fantástico, por no decir fantasmagórico, con la realidad (una exquisita aproximación al universo mental de los pueblos nórdicos).

Si de niño no estuviste enamorado de Sandahl Bergman no tuviste infancia.

2. Estos no son mis vikingos, que me los han cambiado

La recreación que hace The Northman de la Escandinavia medieval es espectacular (teniendo a Neil Price de asesor, cualquier otra cosa habría sido un pecado). Si te digo, amado lector, que los exteriores fueron escogidos buscando el tipo de hierba más parecido al que se extendía por la Dinamarca de la época, está todo dicho. Ropas, utensilios, armas, armaduras, arquitectura, organización social y ese batiburrillo de dioses, brujería, mitos, elfos luminosos y oscuros, gigantes y profecías al que con extraordinario atrevimiento llamamos «religión vikinga» están cuidados al detalle. Hay más verosimilitud, coherencia y documentación en un sólo plano de The Northman que en todas las temporadas de Vikingos.

Y la valquiria con ortodoncia es buena prueba de ello.

No, por supuesto que no hay una valquiria con ortodoncia en The Northman. El plano que ha dado tanto que hablar en la gente con cuenta en Twitter o Reddit y que obviamente no leen libros de historia ni están al tanto de las últimas investigaciones arqueológicas nos muestra una práctica de los pueblos nórdicos que no habíamos confirmado hasta hace relativamente poco: tatuajes dentales. Por motivos que desconocemos (como tantas otras cosas de los antiguos escandinavos, hasta el punto que podemos decir que ignoramos de largo mucho más de lo que sabemos), tal vez rituales o estéticos, algunos vikingos se limaban unas líneas transversales en el esmalte dental que luego rellenaban con resinas coloreadas. Los responsables de The Northman han llegado tan lejos como para incorporar ese detalle en su representación de la valquiria.

¿Entonces cuál es el problema con esta peli de vikingos?

Para mí está muy claro: las escenas de acción.

Con todo el colosal trabajo de ambientación que el equipo de Robert Eggers ha hecho, y por el cual merece mis dieses, cada vez que veo pelear a dos personajes en The Northman no puedo dejar de ver a dos actores sin ninguna formación en combate, y ni siquiera en la coreografía teatral de las escenas de lucha, que están haciendo todo lo que pueden para no lastimar al otro. Tal vez parte de la culpa sea de ese asalto inicial, rodado en un plano secuencia (los continuos cambios del tiro de cámara convierten el trabajo de «ocultar el truco» en una pesadilla para casos clínicos de TOC), pero cada mandoble, cada estocada e incluso los empujones y batazos de ese juego de pelota vikingo que juegan a mitad de metraje me dan la impresión de estar desganados, contenidos, faltos de energía.

«Uuuups, que te hago pupa, pero no».

No me creo las escenas de combate de The Northman. Les falta ritmo, les falta credibilidad, les falta violencia por más litros de sangre y heridas abiertas que muestren. La idea que tengo de un vikingo riñendo batalla es la de un lobo hasta las trancas de anfetas, acuchillando, hachando, mordiendo, arrancando miembros, poseído de un ansia maníaca y torturado por una insaciable sed de sangre. Ésa es, sea o no verídica, la imagen mental que mis lecturas, y previas experiencias cinematográficas, tengo del arquetipo del guerrero nórdico, y no puedo evitar sentir que The Northman fracasa en proporcionármela.

«Huuuuuuuy. Caaaaaasiiiiii».

The Northman casi podría ser un insuperable documental sobre vikingos, pero su problema es que se supone que fue rodada como una película de acción. Y la mayoría de las escenas de acción petan por los cuatro costados. No me las creo, no me emocionan, no sugieren peligro, no me hacen producir adrenalina, me dan igual.

Una peli de vikingos en la que las escenas de acción no son memorables no es una peli de vikingos que nadie esté especialmente interesado en ver. Porque no la van a reconocer como una peli de vikingos, al faltarle uno de los ingredientes tradicionalmente asociados al subgénero, como James Bond sin su alcoholismo, su promiscuidad, su misoginia o su Aston Martin no es un James Bond canónico.

Otra cosa que me patea ambos nakasones y estorba mi sincero y proactivo intento de conectar con The Northman son los diálogos. No por el contenido de los mismos, sobre el cual a grandes rasgos no tengo quejas, sino por el mismo problema que ya me hizo odiosos los diálogos de House of Gucci. Si en aquel tedioso episodio de «italianos por el mundo» que se curró Ridley Scott los actores anglosajones hablaban en un acento italiano más falso que un billete de tres euros con cincuenta e intercalaban alguna que otra frase en la lengua de Petrarca, en The Northman los actores se pasan todo el rato usando lo que parece una especie de bastardizado acento escandinavo, salvo cuando cuelan alguna que otra morcilla en nórdico o eslavo antiguo.

Y es agotador oírles hablar así.  Más que actuar, los actores parecen estar parodiando a los personajes que interpretan. Es como oír a murcianos contando chistes de gallegos. Te saca de la ficción. Además, ¿por qué suenan tan engolados, como si cada cosa que dicen fuera trascendente? Los actores ponen el mismo tono de voz afectado para proclamar «vengaré la muerte de mi padre» que para decir «vengo de cagar y he plantado un pino tan alto como un niño de once años».

¿Por qué se ha tomado esta decisión absurda, tan propicia a romper la «suspensión de la incredulidad» del espectador? No puede ser porque Aleksander Skarsgård tuviese un acento sueco muy marcado que de esta manera habría pasado desapercibido. Ese hombre ha trabajo antes en producciones de habla inglesa como mínimo desde el 2006 y nunca nadie le puso pegas a su pronunciación. Sólo se me ocurre que el director pensó que es así como los espectadores esperan que hablen estos personjes, pero a mí me repele.

3. Ésta no es mi Nicole Kidman que me la han cambiado

No sé qué mierda le pasa a esta mujer. Sólo sé que cada vez su barbilla está más cerca de su ombligo, que en cada película su cara se mueve menos, que año tras año se parece más a una muñeca de cera y que cada vez que la veo en pantalla me da más miedo y me transmite menos, interpretativamente hablando, que la anterior.

Además que últimamente le ofrecen papeles menos atractivos, o ésa es mi impresión. ¿Una madre conspiradora que planeó el asesinato de su marido y también el de su hijo, y que cuando el hijo, ya hecho hombre, vuelve para vengarse, le suelta «puedes matar al asesino de tu padre, si quieres, y a mí follarme todo lo que te apetezca y más»? Puf.

Huy, perdón, aviso de espóilers.

No, no me gusta Nicole Kidman en esta película. No me la creo, su personaje me cae profundamente antipático y, además, da un poco de grima verla.

4. Éste no es mi protagonista que me lo han cambiado

¿Cómo demonios puedes sentir algo hacia un personaje que no muestra emociones?

Chistes aparte sobre la frialdad del carácter nórdico, el tedio de la vida entre fiordos, el alcoholismo y la selección nacional conjunta escandinava de suicidios olímpicos, lo cierto es que Amleth es un personaje extraordinariamente distante, repelente y robótico. No inspira emoción porque no parece sentir ninguna, no atrae nuestra empatía porque su obsesiva búsqueda de la venganza nos lo retrata como poco menos que un psicópata, y no digo uno simpático como Dexter Morgan, Hannibal Lecter o James Bond. Amleth es el héroe de una película en la que se pasa el 90% del metraje comportándose como un villano. Y ni siquiera como un villano interesante.

Amleth ocupa casi todo su tiempo en pantalla poniendo cara de estreñimiento, gruñendo y aullando, y eso no lo arreglan ni todas las runas, oráculos y cantos regionales vikingos del mundo. Desde el punto de vida de la escritura, me he encontrado pocos protagonistas más planos y tediosos. La profundidad de campo de la fotografía de Jarin Blaschke y la belleza de los paisajes naturales de Irlanda e Islandia en la que fue rodada The Northman no se reflejan en el retrato de su personaje principal. Como protagonista, Amleth es feo, monocromático, desenfocado y superficial.

Y ése es un fallo gordísimo como narrador. Robert Eggers lo ha cuidado casi todo al detalle salvo lo más importante. Puedes hacer una película con un escenario anodino, una fotografía vulgar, una ambientación torpe, una música decepcionante, unas escenas de acción que harían llorar y defecar de risa al coreógrafo de los Power Rangers, un argumento relamido y una Nicole Kidman con tétanos, pero si tienes al menos un buen protagonista, los espectadores te lo perdonarán. Descuidar a tu héroe hasta el punto en que Robert Eggers lo hace en esta película, habiendo trabajado tan minuciosamente casi todo lo demás, está más cerca de la megalomanía cinematográfica nivel James Cameron que de la ausencia de vigilancia del autor. La historia y los personajes deberían ser siempre tu primera preocupación. Si descuidas esa piedra angular de tu obra, todas los demás características podrán ser perfectas (y en The Northman no lo son), pero tu película hará aguas por todas partes y repelerá a los espectadores de las salas.

5. Éste no es mi público que me lo han cambiado

A lo mejor simplemente el público no quiere ver películas de vikingos.

Salvando muchísimo las distancias, la mejor película de vikingos que he visto en años es El guerrero número 13, basada en la novela de Michael Crichton Devoradores de cadáveres. Y es una fantasía, más cercana a la ciencia-ficción que al cuasi-documental del Canal Historia que ha filmado Robert Eggers. La última gran película de John McTiernan (fusilada por Michael Crichton en el montaje, para el que llegó a rodar escenas adicionales) costó 160 millones de dólares y no llegó ni a 62 millones de recaudación. Y todo está mal en ella. La ropa, las armas, las armaduras, la arquitectura, los paisajes... El guerrero número 13 remezcla con muy mala idea el argumento del Beowulf con las crónicas de Ahmad ibn Fadlan, un personaje histórico y embajador en el Volga del califa al Muqtadir de Bagdad, cuya relación sigue siendo el documento más completo y directo que poseemos de la cultura vikinga.

Este plano sigue siendo de correrse vivos.

Y sigue siendo un peliculón. Los personajes tienen un carisma infinito, la historia (guillotinazos y reshoots de Michael Crichton aparte) es absorbente, el ritmo es el apropiado, el protagonista se transforma ante nuestros ojos a muy diferentes niveles, de poetastro follandero y amariconado a badass motherfucker esmochaneardenthales. No me canso de verla y no me cansaré.

E incluso esta película se comió una hostia en taquilla.

Como Outlander (50 millones de presupuesto, poco más de 7 millones de recaudación en todo el mundo), aunque este nuevo refrito de Beowulf con alienígenas caleidoscópicos del espacio exterior apenas califica como «película de vikingos».

Como la propia Beowulf de Robert Zemeckis, un carísimo capricho en CGI (con una Angelina Jolie de bits y polígonos mucho más krrrrrujiente que la de carne y hueso) que recuperó, casi por los pelos, sus 150 millones de presupuesto.

Krujiente y kromada.

Como El guía del desfiladero de Marcus Nispel, otra muestra de que el «factor vikingo» te hace media campaña de promoción pero no puede atraer público a las salas si debajo de las velas de ese drakkar no hay una historia y unos personajes atractivos (y a veces ni aunque los haya). 45 millones de presupuesto y se quedó por debajo de los 31 de recaudación global.

Y es que a fin y al cabo lo que aquí llamamos «el factor vikingo» es sólo un ingrediente más de una obra cultural. No un catalizador capaz de convertir un cubo de mierda en un cubo de vino. Eso no existe. No hay una receta secreta de la Coca Cola y no hay fórmulas mágicas para asegurar el éxito de una película o una novela.

Pero sigue habiendo gente convencida de lo contrario, como un amigo mío, que dice que todo mejora, siempre, con zombis o viajes en el tiempo.


Y no es cierto.

Biggles: Adventures in time es mala. Mala con ganas, aunque al menos te la ves con una sonrisa de ternura porque es evidente que en esa maldita producción nadie se tomó su trabajo en serio; que simplemente intentaron divertirse. Y, joder, parece que lo consiguieron.

Biggles es mala. Mala de narices, sobre todo por lo barata que luce (les costó 7 millones de libras de la época y parecen 7 millones de galletitas para perro, de ésas con forma de hueso), por lo incoherente, lo anacrónica, lo accidental que se muestra a tu ojo. Pero es entretenida. Te la ves, te descojonas de lo mal hecha que está y te pasas ochenta minutos diciendo, entre risas, «no puedo creer que esté viendo esta puta mierda». Pero no dejas de verla.

Las aventuras del personaje James Biggles Bigglesworth se extienden a lo largo de más de cien volúmenes escritos por William Earl Johns (que firmaba como Capitán W.E. Johns aunque durante su período de servicio en el Royal Flying Corps nunca pasó de teniente), y ambientados mayoritariamente en las dos Guerras Mundiales y el período de entreguerras, pese a las inconsistencias cronológicas de un escritor poco cuidadoso o estrangulado por los plazos de entrega (los personajes envejecen a cámara lenta de peli de Zack Snyder, Biggles recibe varias veces el mismo ascenso, se encarallan las fechas de nacimiento de Biggles y Algy, así como la línea temporal de varios libros...). 

Biggles es un piloto de combate de los de la vieja escuela, un «air gentleman» que a menudo recibe misiones secretas y que, al final de la Segunda Guerra Mundial, acaba trabajando de, llamémoslo así, «detective piloto», en ocasiones haciendo algún que otro encarguito para Scotland Yard. Las historias originales están orientadas a un público adolescente y tienen todos los tropos que, en la época, destilaba este tipo de literatura (nada de historias románticas, tampoco sexo ni consumo de alcohol u otras drojas, pero sí historias de revancha, muerte, descripciones de la «fatiga de combate»), nerfeados en reediciones más recientes, que también han limado las asperezas del lenguaje de las primeras versiones de los textos, particularmente en lo relativo al trato estereotipado e incluso racista de algunos personajes no-blancos (los chinos son "chinks" o "coolies" y hablan un lenguaje «parecido al de los monos»; los dayak de Borneo son «salvajes»...). Y, con cien libros bisiestos y una cronología que pasa de la Primera Guerra Mundial a la Guerra Fría, anda que no había material para sacar una adaptación cinematográfica.

Y sin embargo no lo hicieron. John Groves y Kent Walwin, guionistas de la película, quizá adoctrinados por el director John Hough, se curraron una historia original, absurdamente incongruente y con ramalazos de Ciencia-Ficción y fantasía, en la que Biggles y Jim Ferguson, un ejecutivo estadounidense mierder de los años 80, acaban inexplicablemente vinculados por un bucle en el tiempo y viajan consecutivamente el uno a la época del otro para colaborar en la destrucción de un arma secreta alemana con la cual los boches podrían no sólo ganar la guerra, sino cambiar la historia tal y como Jim la conoce.

Y la culpa de que los cineastas responsables de este despropósito tirasen a la basura casi cuarenta años de aventuras de Biggles y se currasen este mondongo propio de especial de Halloween de Los Simpsons es probablemente de Robert Zemeckis, que el año anterior se había currado una película de viajes en tiempo que había roto las taquillas. En su obsesión por reinventar la Coca-Cola, el equipo de producción de Biggles abortó en su misma concepción toda posible esperanza de empezar una franquicia. La recaudación fue calamitosa en el Reino Unido (en torno a 1 450 000 libras) y apocaplíptica en Estados Unidos (poco más de 112 000 dólares), y ni siquiera la edición en vídeo para alquiler doméstico, liberada, si mi investigación es correcta, en 1988, ayudó a remontar estas cifras, que prácticamente certificaban la muerte de la industria cinematográfica británica de los 80.

Para incrementar el agravio, ésta fue la última película de Peter Cushing. Hizo ésta (un papel de mierda, por cierto) y se murió, el pobre. Probablemente diciéndose a sí mismo con su ligero acento escocés «las cosas que tengo que hacer por pasta, joder». Y la película es muy mala, entre otros motivos porque no sabe lo que quiere ser. Secuestra el nombre de Biggles para atraer a las salas de cine a los fans de los libros esperanzados por muchos combates aéreos y aventuras al viejo estilo y luego se limpia en sus caras un culo sucio de diarrea y lombrices vivas. Perpetra una historia de Ciencia-Ficción que podría intrigar a los aficionados al género pero no es capaz de resolver el desafío con la mínima dignidad (ver a Neil Dickinson acarrear esa gorra y abrigo de piloto durante todo el metraje, escenas en las trincheras incluidas, da entre vicisitud y ascopena). Biggles es entretenida, pero decepciona como adaptación de los libros y como película de aventuras/Ciencia-Ficción apenas cumple por la mínima.

El «factor viajes en tiempo» no alcanza para hacer de Biggles una buena película.

Y el «factor vikingo» no consigue que The Northman sea un peliculón pese a su extraordinario reparto, bellísima fotografía, minuciosa ambientación, espectaculares escenarios naturales y la cara fosilizada de Nicole Kidman porque Robert Eggers pone chicha en algunas partes de su largometraje, pero en otras no, y al repartir irregularmente el mismo esfuerzo creativo suceden los desequilibrios, por afortunados que a priori parezcan.

Lamentablemente para todos los amantes del cine. Y también para los que flipamos con los vikingos.

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