domingo, 21 de febrero de 2021

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (III)

 


«Vikingo» no era una nacionalidad, era una profesión, y «argumento» no es lo mismo que «historia».

Comprendo tu confusión, amigo lector que todo lo que sabe de los vikingos lo ha sacado de la serie de televisión homónima (que, ¡vive Dios!, te recomendamos sinceramente aunque dé algunas patadas en el escroto de la historia) o, peor aún, de los videojuegos; a fin y al cabo, hasta los expertos en la materia se han rendido a la tentación de la visibilidad que el término entraña y hablan sin sonrojo de «la era vikinga», «los reinos vikingos», «las armas vikingas» y hasta, lo que me parece entre estúpido y abiertamente falso, «los dioses vikingos».

«Vikingo» es una palabra imbuida de perverso atractivo de la cual se ha abusado hasta extremos imperdonables. La reputación de despiadados guerreros, el exotismo de su sangrienta religión politeista y animista, la belleza épica de sus sagas pobladas de magos, elfos, demonios, enanos y dragones (¿holaaa? ¿Alguien ha dicho «Tolkien» por ahí?), que sigue siendo el molde para el 90% de toda la fantasía épica que se escribe, la exquisita complejidad de sus ornamentos geométricos, el intrigante primitivismo de sus runas, la influencia decisiva que tuvieron en la historia de países como Inglaterra, Irlanda, Francia y Rusia, y su bien acreditada solvencia como exploradores y navegantes, garantiza un extra de atención sobre cualquier producto asociado con ellos. Ponle un poco de «Factor Vikingo» a tu libro, tu tesis doctoral, tu cómic, tu película, y tienes media campaña de promoción hecha.

Y sin embargo, ¡qué mal conocemos a los vikingos, y cómo abusamos de la palabra misma!

Para empezar, ni siquiera sabemos exactamente qué coño significa la palabra «vikingo», («víkingr», en nórdico antiguo). El hombre de a pie se ha acostumbrado a utilizar ese término como designación genérica de las tribus germánicas del Báltico y Escandinavia que, ya mencionadas, vagamente, por Tácito, no se hicieron realmente célebres hasta el siglo VIII de Nuestra Era, cuando dieron comienzo a la campaña de exploraciones y saqueos que no se interrumpiría hasta el siglo XIII.

Y ésta es la primera falsedad: llamar «vikingos» a todos los pobladores de Escandinavia, la región báltica y la costa occidental del Mar Negro.

«Vikingo» no era una nacionalidad, era una profesión.

En los textos antiguos y los poemas de los escaldos, la perífrasis «fara í víking» significaba «ir de expedición». Así pues, un «vikingo» era un «explorador», un «expedicionario» , si lo prefieres. En cuanto a la etimología del término, ya han volado bofetadas entre los eruditos, mi amado lector. Hay quien dice que el término «vikingo» estaría emparentado o descendería de la voz sajona «wic», «campamento militar», lo cual no tiene demasiado sentido desde el momento en que, tengas los prejuicios que tengas sobre nuestros tatuados y barbudos amigos del norte, mi ínclito lector, no todas las expediciones vikingas eran de carácter militar y desde luego las primeras no lo fueron. Cuando era posible comerciar con los reinos cristianos y los sátrapas musulmanes en ámbar, oro, pieles y esclavos en vez de arrasar con todo, normalmente los vikingos lo hacían. A fin y al cabo, ¿por qué tomar por la fuerza lo que puedes comprar o intercambiar por aquello que te sobra?
(Sí, claro, los esclavos los capturaban en Europa, a menudo entre sus propios vecinos, y los vendían a los mercaderes abasidas en sus bases del Mar Negro o a través de intermediarios del janato jázaro; que no estoy diciendo que fuesen unos santos, leche).

Otros lingüistas se inclinan a considerar que «vikingo» procede de la expresión «vik in», «bahía adentro» (en nórdico antiguo, «vík» designa una bahía pequeña, una cala o un fiordo), pero nadie puede aportar seguridades en este aspecto. ¿«Vikingo» vendrá tal vez de «vig», «batalla»? ¿O del verbo «vijka», «mover, desviarse, dar un rodeo»? ¿De «vika», «milla marina»? ¿O será el gentilicio de la región de Viken, región difusa que abarca zonas de Noruega, la costa suroeste de Suecia y la península de Jutlandia? (Ya te digo que esto está prácticamente descartado porque en documentos contemporáneos a los nativos de Viken los llaman «víkverir», no «víkingir»)

Sea como fuere, la voz «vikingo» pasó al inglés antiguo como «wicing», donde se empleaba como sinónimo de «pirata, saqueador», y luego desapareció. No volvimos a hablar de los feroces normandos hasta el siglo XIX, cuando los autores románticos, siempre predispuestos en favor de personajes deleznables (repásese la Canción del pirata de Espronceda para comprobar lo mal informado que estaba don José sobre el romanticismo inherente a los actos de matar, robar, torturar y violar) y horrorizados ante el progreso de las ciencias y la razón, que consideraban una amenaza para el arte y la espiritualidad, los rescataron para la cultura popular, y aquí se quedaron, hasta hoy.

Los vikingos eran, pues, daneses, noruegos y suecos, sometidos en sus reinos de origen a la autoridad de sus jarls y sus thains, que en verano, cuando se deshelaban los fiordos, sobre todo si la cosecha del año anterior había sido mierdosa, se integraban en una tripulación de exploradores o saqueadores. Cada uno de los tripulantes de ese langskib, ese faering, ese snekke, ese knarr o lo que fuese el barco de los huevos era un «vikingr» y todos ellos eran unos «vikingir» o «vikingar».

Así que, ¡oh, paciente lector, cada vez que llamas «vikingos» a los campesinos, pescadores, leñadores, herreros o pastores de Suecia, Dinamarca y Noruega que, entre los siglos VIII y XIII, se quedaron en casa mientras sus vecinos o parientes se iban por ahí de carallada en barco estás, básicamente, delatándote como un gilipollas.

Y esto es igualmente válido cuando hablas de «la religión vikinga» o «los dioses vikingos», pues llamar «religión» a la colección de los antiguos escandinavos de leyendas, seres sobrenaturales, ritos mágicos y dioses de su padre y de su madre tal vez sea llevar la palabra un poco demasiado lejos. Pero en el caso de que realmente existiese dicha religión, los los vikingos no tendrían otra que sus parientes y vecinos, allá en casa. Hasta que fueron cristianizados, los pueblos nórdicos adoraban a Odín, Thor, Freya, Tyr, Balder; creían que del cadáver del gigante Ymyr había surgido el universo, que se extendía a lo largo de las ramas del Yggdrasil, el Fresno del Mundo, de cuyas raíces mana el agua del pozo del conocimiento; creían en los elfos de luz, los ljósálfar, y en los elfos oscuros o svártalfar (que, de alguna manera, no me preguntes cómo, de ser parientes de los elfos que preferían las cavernas y las entrañas de las montañas a los bosques se convirtieron en los enanos, «dvergar», que popularizaron Tolkien e imitadores); creían en gigantes, en demonios de fuego, en dragones, y creían que algún día, y puede que ese día no llegue jamás, Fenrir, el monstruoso lobo hijo de Loki, romperá sus cadenas y devorará el sol, el cielo se volverá rojo y los demonios de fuego y los aesir y vanir de Odín se enfrentarán en una batalla final, el Ragnarök, en la cual morirán casi todos ellos. Y tras esa batalla, el mundo será renovado y una nueva humanidad, surgida de una Eva y un Adán nórdicos, Lif y Lifrasil, repoblará la tierra.

Pero no, los vikingos no tenían una religión diferente a la de sus parientes y amigos que jamás habían participado en expediciones, como hoy en día ni los zapateros, ni los maestros de escuela, ni los conductores de autobús tienen una religión exclusiva. Así que carece de sentido hablar de una «religión vikinga», porque no existía. Los vikingos adoraban a los mismos dioses que los no vikingos de sus tribus y familias y, con el tiempo, se hicieron prácticamente todos cristianos. Fin.

«¿Quë cøjønes...?»


Sí nos parece razonable, en Paratroopersdon'tdie,
transigir con la expresión «era vikinga» o «edad de los vikingos», pues no hay duda que los vikingos dejaron su impronta en Europa (y lo que no es Europa, ¿eh?, que por el oeste llegaron a Terranova y Canadá, por el este al Volga y el mar Caspio y por el sur hasta el Magreb, Sicilia y el sur de Italia) durante casi cuatrocientos años. Tan importantes fueron que nada menos que tres países modernos, Ucrania, Polonia  y Bielorrusia, reivindican, tengan motivos para ello o no, la Rus de Kiev como el origen de su cultura.

(La Rus de Kiev fue una federación de tribus eslavas y finesas fundada en el siglo XIX por un varego, o sea uno de los vikingos suecos asentados a lo largo de las rutas comerciales entre el Báltico y Bizancio, fundamentalmente en territorios de las actuales Ucrania, Bielorrusia y la llamada «Rusia Europea»).
Sí, las mujeres también vikingaban. Inclusivos que eran.
Desde nuestro punto de vista sería más acertado hablar de «era de las expediciones vikingas», pero como el lenguaje tiende a la economía, «era vikinga» es una síntesis razonable.

Y del lenguaje, amigo lector, trata todo esto.

Porque igual que a mí se me abren las carnes cuando oigo emplear mal la palabra «vikingo», pero no tengo derecho a cabrearme por conocer el correcto significado del término y no compartirlo con aquel que está equivocado (y dispuesto a aprender de su error), algo que acabo de hacer muy gustosamente contigo, lector caro a mi corazón, tampoco los gafapásticos culturetas tienen derecho alguno a conducirse con clasista displicencia cuando oyen, a un lector o, ¡horreur!, aspirante a escritor, emplear mal los conceptos de «argumento» e «historia», particularmente si conocen el correcto significado del término y no lo comparten con aquel que está equivocado (y dispuesto a aprender de su error) porque aspiran a mantener ocultos los místicos arcanos de la cultura y la creación literaria. Para así sentirse más altos. Más rubios. Mejores.

La Literatura no es ni debe ser como la alquimia, reservada a unos pocos iniciados que eran los únicos que podían sacarle algún sentido a aquellos oscuros libros llenos de recetas alucinadas y láminas surrealistas. He escrito «sentido», no «resultado», porque del lenguaje, amigo lector, trata todo esto y porque aún está por presentárseme el primero que haya logrado culminar la Gran Obra y pueda demostrarlo. En el momento en que empezamos a escondernos ases en la manga, para «protegerlos» de los palurdos de uñas mugrientas que no merecen acceder a la cultura, apaga y vámonos.

Serguéi Eisenstein, famoso homosexual, dueño de un estilismo capilar inimitable (aunque David Lynch lo intentó) y tal vez algo menos conocido por haber rodado una de las mejores películas de la historia, decía que el cine permite crear películas diferentes usando las mismas escenas y cambiando sólo el montaje. No vamos a entrar en una reflexión teórica acerca de si Eisenstein tenía razón o se estaba tirando de la moto de cabeza y con los dientes por delante. Tan sólo empleamos esa anécdota como llave para hablar del tema de la presenta bitácora: la diferencia entre argumento e historia.
El pelaso de Eisenstein.

El corazón de las tinieblas, novela de Joseph Conrad, y Apocalypse Now, película de Francis Ford Coppola, tienen el mismo argumento, pero distinta historia.

Sí.

Que .

El mismo argumento pero diferente historia.

¿Lo entiendes ahora?

Sí, tienes razón. Como si no supiese con quién estoy hablando.

El corazón de las tinieblas, publicada en 1899 e inspirada en un viaje del propio Conrad al Congo o, como se llamaba entonces, «el sitio al que el rey de Bélgica va a matar negros cuando se aburre», cuenta el viaje de un marinero llamado Charlie Marlow por un río tropical en busca de Kurtz, el
tremendamente exitoso jefe de una explotación de marfil y que resulta haber caído en un estado de barbarie tal que ha renunciado a toda pretensión de humanidad, no le hace ascos a emplear los métodos más brutales para que el flujo de marfil río abajo no se detenga bajo ninguna circunstancia e incluso se hace adorar como un dios por los nativos.

El dios Putafoca, para ser precisos.

Apocalypse now, escrita por John Millius y dirigida por Francis F. Coppola, narra el viaje por un río de Vietnam, en plena puta guerra de ídem, del capitán Benjamin L. Willard (Martin Sheen, que tuvo un infarto durante la producción), en busca del coronel Walter E. Kurtz (Marlon Brando, que se pasó todo el rodaje puteando a Coppola y comportándose como un gilipollas), un ex boina verde que ha roto con la cadena de mando a la que pertenece, cruzado la frontera camboyana, organizado su propio ejército y su propia estrategia contrainsurgente en Vietnam, alcanzado extremos de crueldad y violencia que la Operación Fénix parecía un besito de la dulce Riley Reid. La presencia de un oficial estadounidense renegado en Camboya, teóricamente neutral, su insurrección y atroces crímenes de guerra suponen tal problema al Ejército de los Estados Unidos y a su política exterior en Asia, que el Mando de Operaciones Especiales encarga a Willard que mate a Kurtz para poner fin a su locura y las consecuencias que sus actos acarrean a sus superiores y a su país.

Y Riley escoge con qué parte del cuerpo te da el besito.

El corazón de las tinieblas dinamita la cínica propaganda colonial que amparaba el sometimiento de los pueblos africanos en nombre del progreso de la civilización. Apocalypse now dinamita la mentira de que Estados Unidos fue a Vietnam a defender la democracia y salvar a los pobres e indefensos indochinos de las mefíticas garras del comunismo. En ambas, el paisaje es un protagonista más, y esa selva que se va cerrando, esas sombras que crecen y ese río, detrás de cada recodo puede esconder una amenaza, representan tanto el descenso de Kurtz a la locura, exacerbada u originada por su contacto con un mundo exótico cuyas reglas fracasa en desentrañar, como el del personaje de Marlow/Willard al infierno, en el que mirará directamente a la cara de la hipocresía de la civilización occidental en El Congo/Vietnam, que en nombre de la paz y la democracia ha llevado a esos países la violencia y la barbarie, que ya no parece tener propósito alguno más que matar y seguir matando.
Argumento e historia.

La seducción de Marlow/Willard por Kurtz es la misma, el fascinante atractivo de su descenso a la locura, la liberación de toda servidumbre civilizada y todo compromiso ético, mesmerizan a Marlow tanto como a Willard (lo cual no impide a Willard cumplir con su misión). El Congo no es menos mágico, siniestro y amenazador para Marlow que el río sin nombre (al menos yo no recuerdo que tuviera nombre) de Indochina para Willard. La transición del mundo comparativamente ordenado y civilizado al mismísimo ano de la civilización es idéntica en ambas obras. Sí, cabezón, , El corazón de las tinieblas y Apocalypse Now son el mismo argumento.

Pero no la misma historia. Ahí radican las diferencias. Como Eisenstein, que podía armar una película diferente montando de manera distinta las mismas escenas, los escritores pueden reinterpretar el mismo argumento una y otra vez y contar historias diferentes.

(Que es básicamente lo que Paul Auster y Haruki Murakami llevan varios años haciendo).


Valmont y Las amistades peligrosas tienen el mismo argumento (no podría ser menos, estando ambas basadas en la novela epistolar de Pierre Choderlos de Laclos) pero diferente historia. Ni que decir tiene que nosotros somos más de John Malkovich que de Colin Firth, de Glenn Close que de Annette Bening, de Michelle Pfeiffer que de Meg Tilly y de Uma Thurman que de Fairuza Balk.

Mank y RKO 281, como ya dijimos hace unas semanas, tienen básicamente el mismo argumento, pero diferente historia.

Avatar, de James Cameron, es Bailando con lobos con pitufos de tres metros y en el espacio, y Bailando con lobos es prácticamente Pocahontas sin Pocahontas.

Volcano y Un pueblo llamado Dante's Peak tienen el mismo argumento y diferente historia; Armageddon y Deep Impact tienen exactamente el mismo argumento, pero sus historias no pueden ser más diferentes y te acabo de poner dos de los más ignominiosos ejemplos de contraprogramación cinematográfica de la década de los 90.

Ran es El rey lear con samurais. Y, ya que citamos a Shakespeare, probablemente todos los argumentos sobre los que se puede escribir los encontrarás en su obra.


Princesa por sorpresa es, afrontémoslo, un refrito de La cenicienta y My Fair lady, y My fair lady no es sino una revisitación del mito de Pigmalión.

Hay un repositorio universal de argumentos sobre los cuales se pueden armar casi infinitas historias. Un gran tesoro de arquetipos tan sólidos, tan intrínsecamente trenzados con la experiencia y la sensibilidad humanas que probablemente NUNCA acabaremos de explorar todas sus posibilidades.

Y eso, si aspiras a convertirte en escritor, debería suponer un alivio para ti. Porque significa que si te quedas atascado en un proyecto, no tienes más que acudir a las fuentes, a los orígenes (que en eso consiste la originalidad, no en reinventar la Coca-Cola), para encontrar la palanca y el punto de apoyo con el que mover tu cuento, tu guion, tu novela, tu cómic. Que releyendo a Shakespeare, a Homero, a Cervantes, a Freud, a Sasha Grey, encontrarás la herramienta con la que arreglar tu obra, el molde en el que encajar a tus personajes para que no se te vuelvan a desmadrar. Y amparado en esa plantilla, porque es una plantilla, podrás centrarte en lo más fácil: desarrollar tu historia.

Que no tiene nada de fácil. Que te va a costar sangre, sudor y lágrimas.

Es decir, si sabes escribir, cosa que dudo, porque si supieras estarías escribiendo, no leyendo esta porquería de bitácora.


Lo que sí sabes ahora, si tienes el mínimo número de neuronas para no cagarte de pie, es la diferencia entre argumento e historia.

Aunque eso no importa, porque ambos sabemos que tu libro es una mierda.

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