viernes, 27 de mayo de 2022

A mi también me importa un huevo que Chanel haya ganado Eurovisión

¿Eh?

Pero... joder... en la tele...

Ah.

Bueno, que me sigue dando igual.

Hablemos de la última película que he visto.

(Sí, ya sé que se supone que esta bitácora va sobre libros, sobre escribir y esas cosas de la gente que no folla. Oye, si no te quieres quedar, no te quedes. Nadie te obliga).

Si se mueve como Eleni Foureira y se parece a Eleni Foureira...

Si te digo que acabo de ver una película en la que un grupo de malas bestias matan al padre del protagonista, que escapa con vida por los pelos, se hace adulto lejos de su hogar, acaba vendido como esclavo, encuentra una espada antigua en una tumba y esmocha al asesino de su padre dirás «este hijo de puta acaba de verse Conan el bárbaro con cuarenta años de retraso».

Y te equivocarías.

Si te digo que acabo de ver una película en la que alcanza su desquite el hijo huérfano de un rey asesinado por el usurpador que luego se sentó en el trono y a la madre del protagonista le dio como a un cajón que no cierra, pensarás «algo huele a podrido en Dinamarca y el ternasco éste acaba de verse otra adaptación de Hamlet».

Y no. Pero sí. Pero no.

Acabo de resumirte dos de los mayores problemas de The Northman, el más reciente título del director de La bruja, que nos gustó muchísimo, y El faro, que todavía no hemos visto.
(¡No, no la hemos visto aún! ¿Qué pasa? ¡Acaban de regalarnos un abono de temporada al Onlyfans de Riley Reid!)

No voy a decirte que The Northman sea mala, pero sí que me produjo tedio e indiferencia. Y eso es gravísimo siendo como es una película del director de La bruja, figurando en el reparto esos actorazos que Robert Eggers ha fichado (Alexander Skarsgård, Nicole Kidman, Ethan Hawke, Willem Dafoe y nuestra amada, talentosísima y seráficamente bella Anya Taylor-Joy), gozando de semejante fotografía (¡joder, que casi puedes oler la sangre, el barro y las tripas!), habiendo reclutado como principal asesor histórico a una autoridad como Neil Price y contando con el «factor vikingo», del que ya hemos rajado en la bitácora, y que eleva el interés incluso de los productos más tope mierder.

The Northman no es mala, pero lleva más de un mes en cartel y sólo ha recaudado un pellizco por encima de los 32 millones en los Estados Unidos y algo más de 27 en la taquilla internacional. Y eso es un hostión para una película que, por más ínfulas de autor indie que se dé su director, ha costado la morterada de 90 millones de dólares, que no me lo gasto yo en Risketos ni en un día tonto, (aunque entre incentivos fiscales a la producción cinematográfica y demás mandangas el presupuesto definitivo probablemente se acerque más a los 70 millones).

La gente no está yendo a ver a este hombre del norte. Al público promedio no le gusta o no le interesa estas «Aventuras de Hamlet el bárbaro». Algo huele a podrido en Cimeria, digo en Dinamarca, y si no soy yo y tampoco tú, tal vez lo que atufa sea la película de Robert Eggers.

Y ya me jode. Me jode porque yo estaba preparado para que me gustase esta película, porque me encantó La bruja, porque adoro la Historia y me pirro por los vikingos. Pero no me ha gustado, así que voy a intentar analizar para ti las principales razones por las cuales entiendo que The Northman ha pinchado en hueso.

Paratroopersdon'tdie te enseña, Paratroopersdon'tdie te entretiene, y yo te digo contento que nueva entrada se viene.
Si no has hecho nunca esto con un palo no tuviste infancia.

1. Éste no es mi Conan que me lo han cambiado

La venganza, y sus a menudo inesperadas y terribles consecuencias, es un tema literario clásico probablemente desde antes de que nuestros antepasados saliesen de las cavernas. Como presupuesto para una pelicula, el tema de la venganza no es ni mejor ni peor que ningún otro y, al ofrecer un camino ya transitado, podría haber incrementado mi identificación con el personaje y el argumento.

Y sin embargo no lo hace.

La historia de venganza de Amleth es un pollo bulímico que picotea elementos del clásico de Shakespeare (que adaptó la misma saga nórdica en una obra hoy inmortal) y de la película de John Milius (de cuyo estreno, por cierto, se cumplen cuarenta añazos puros de oliva) sobre el personaje más conocido de Robert E. Howard. Y se nota. No pasaría nada si no se notase, pero se nota. Tampoco tendría mayor importancia si se notase poco o se notase mucho y bien, pero es que se nota mucho y mal. Lo que en esos referentes funciona, aquí gripa, en parte, sospecho, por la bisoñez (hay quien lo llamaría cobardía) del director.

The Northman cuenta la historia del príncipe Amleth (Alexander Skarsgård) y su búsqueda de la venganza. Amleth ha hecho el voto de matar a su tío Fjölnir (Claes Bang), asesino de su padre, el rey Aurvandil Cuervo de Guerra (Ethan Hawke), y rescatar a su madre, la reina Gudrun (Nicole Kidman), a la que Fjölnir retiene como rehén. De camino a su anhelado desquite, Amleth conoce a Olga (Anya Tailor-Joy), una cautiva eslava de la rus de Kiev, y, entre asesinato y asesinato, se ponen a crujir como fieras corrupias.
Amleth y Olga entre crujido y crujido (bueno, en realidad no follan tanto).

Hasta aquí, nada que objetar.

El problema empieza cuando te das cuenta de que, entre el primer acto y la primera mitad del segundo acto, el director parece haberse olvidado del argumento de su propia película. La venganza de Amleth queda entre un mucho y un muchísimo descafeinada cuando te vuelves a encontrar al personaje, ya adulto, cicladísimo e inserto como berserkr (o quizá más propiamente úlfheðinn; digo yo, por las pieles de lobo que usan él y sus camaradas úlfhéðnar. Los berserkir, o sea los «camisas de oso», como su propio nombre sugiere usaban pieles de plantígrado) en una tripulación de vikingos y comprendes que ha olvidado su voto.  El "I will avenge you, Father! I will save you, Mother! I will kill you, Fjölnir!" de los tráilers no significa nada para el protagonista en este momento de la película. Amleth se comporta como si no tuviese una muerte que vengar y una madre que rescatar. No es un hombre consumido por una obsesión. Ni parece acordarse de haber tenido padre y madre hasta que la vidente se lo recuerda.

Y, además, planos al blanco culete de Anya Taylor-Joy aparte, y aquí reincidimos sobre el tema de la timidez del director, The Northman es como una versión sin gluten de Conan el bárbaro. En la peli de John Milius hay desmembramientos, tetas, chorrazos de sangre, fornicio, más tetas, orgías, citas nietzscheanas, muchas más tetas y filosofía anarcolibertaria. The Northman no diré yo que no tenga su cuota de gore y topless, pero, insisto, jugosos panderos femeninos aparte, se le nota demasiado a su director el propósito de intentar no ofender a nadie, o de cabrear a la menor cantidad de gente posible. ¿Es un prejuicio estético, moral o qué? ¿Consciente del romanticismo con el cual los reaccionarios de extrema derecha miran a todos los mitos nórdicos, en este infausto siglo de reaccionarios de izquierdas y buenrrollismo woke Robert Eggers se autocensuró para evitar ser cancelado o qué?

Úlfhéðnar úlfhéðnariando.

En Conan el bárbaro ves a Conan empujando esa noria como el cacho becerro que es, acogotando gladiadores en la arena hasta que aprende a disfrutar matando, follando con putas, que tal vez no fuesen más libres que él, o sea violando esclavas. Es un personaje ambiguo. Mata, y le gusta. Dice que lo mejor de la vida es «aplastar enemigos, verlos destrozados y oír el lamento de sus mujeres», pero no ha olvidado el asesinato de su madre.

En la película de Robert Eggers, Amleth es un cabra loca que ha olvidado su voto infantil. En la de John Milius, Conan llevaba dentro su necesidad de venganza y desde el momento en que se libera no para de buscar a los asesinos de su familia (interroga a la bruja y, desde que forma equipo con Subotai, siguen buscando información juntos y sufre un «momento retrospecter» cuando ve el blasón de las serpientes, el sol y la luna de Thulsa Doom en el foso del templo de Seth de Zamora). Me parece una forma narrativamente mucho más coherente que la escogida por Robert Eggers, que se resume en «Hola, soy Björk haciendo cine de nuevo aunque después de trabajar con Lars von Trier juré que nunca volvería a hacerlo, y no, no es la primera vez desde entonces que falto a mi palabra. Por cierto, ¿recuerdas esa venganza que juraste cobrarte de niño, ese voto sagrado, sancionado por las nornas, que hiciste? No, ¿verdad? Pues aquí estoy yo para recordártelo».

Es de coña. De pura y simple coña.

Björk. En serio.

Y la película pega un picado a partir de este momento. Esa venganza tantos años pospuesta, y que podría haber acabado en una escabechina, se proooooolooooooongaaaaaaa a lo largo del resto del metraje, con Amleth matando uno por uno a los hijos y partidarios de Fjölnir, entre polvo y polvo con Olga, para que... no sé. ¿Hacer sufrir más al asesino de su padre? ¿Darle a su enemigo la oportunidad de contraatacar y matar a Amleth antes de que tenga tiempo de matarlo a él?

Plano al dichoso culete.

Si quieres hacer una película larga, como escritor tienes mil herramientas para demorar el clímax final. Toda suerte de impedimentos pueden retrasar el triunfo del héroe hasta el tercer acto. Volviendo al caso de Conan: pasa años como esclavo, una vez libre lo ignora absolutamente todo acerca de los asesinos de su familia (pero eso no le impide empezar a buscarlos) hasta que encuentra ese medallón, que le proporciona su primera pista. Es descubierto cuando intentaba infiltrarse en el palacio de Thulsa Doom y crucificado. Valeria y Subotai tienen que resucitarlo con ayuda del mago y luego Conan tiene que recuperarse de eso de haber estado muerto y posponer su venganza hasta haber rescatado a la alocada hija del rey Osric... y luego sobrevivir al asalto del ejército de Thulsa Doom a los túmulos.

Y vaya si sobrevive, el cacho bestia.

Todos esos obstáculos se ven como algo natural. En The Northman, Amleth no vacila porque se le presenten impedimentos o porque, como su homónimo shakespeariano, esté lleno de dudas. Retrasa su desquite porque sí. Porque patata. Porque yo soy Amleth y estos son mis nórdicos cojones o porque soy Robert Eggers y se me ha metido entre los cuernos hacer en dos horas una película a la que le habrían bastado noventa minutos.

Joder, si vas a copiar, al menos hazlo bien. No cojas lo que funciona en Conan y Hamlet y lo estropees en tu película. Conan se ve de una tacada y acabas pidiendo más. The Northman se ve con los carrillos inflados y acabas pidiendo la hora. Lenta, pesada y con una narración caprichosa salpicada de momentos exquisitos, como el rescate de la espada Draugr de la tumba (escena casi fusilada de Conan), o casi todos los episodios de superposición de lo fantástico, por no decir fantasmagórico, con la realidad (una exquisita aproximación al universo mental de los pueblos nórdicos).

Si de niño no estuviste enamorado de Sandahl Bergman no tuviste infancia.

2. Estos no son mis vikingos, que me los han cambiado

La recreación que hace The Northman de la Escandinavia medieval es espectacular (teniendo a Neil Price de asesor, cualquier otra cosa habría sido un pecado). Si te digo, amado lector, que los exteriores fueron escogidos buscando el tipo de hierba más parecido al que se extendía por la Dinamarca de la época, está todo dicho. Ropas, utensilios, armas, armaduras, arquitectura, organización social y ese batiburrillo de dioses, brujería, mitos, elfos luminosos y oscuros, gigantes y profecías al que con extraordinario atrevimiento llamamos «religión vikinga» están cuidados al detalle. Hay más verosimilitud, coherencia y documentación en un sólo plano de The Northman que en todas las temporadas de Vikingos.

Y la valquiria con ortodoncia es buena prueba de ello.

No, por supuesto que no hay una valquiria con ortodoncia en The Northman. El plano que ha dado tanto que hablar en la gente con cuenta en Twitter o Reddit y que obviamente no leen libros de historia ni están al tanto de las últimas investigaciones arqueológicas nos muestra una práctica de los pueblos nórdicos que no habíamos confirmado hasta hace relativamente poco: tatuajes dentales. Por motivos que desconocemos (como tantas otras cosas de los antiguos escandinavos, hasta el punto que podemos decir que ignoramos de largo mucho más de lo que sabemos), tal vez rituales o estéticos, algunos vikingos se limaban unas líneas transversales en el esmalte dental que luego rellenaban con resinas coloreadas. Los responsables de The Northman han llegado tan lejos como para incorporar ese detalle en su representación de la valquiria.

¿Entonces cuál es el problema con esta peli de vikingos?

Para mí está muy claro: las escenas de acción.

Con todo el colosal trabajo de ambientación que el equipo de Robert Eggers ha hecho, y por el cual merece mis dieses, cada vez que veo pelear a dos personajes en The Northman no puedo dejar de ver a dos actores sin ninguna formación en combate, y ni siquiera en la coreografía teatral de las escenas de lucha, que están haciendo todo lo que pueden para no lastimar al otro. Tal vez parte de la culpa sea de ese asalto inicial, rodado en un plano secuencia (los continuos cambios del tiro de cámara convierten el trabajo de «ocultar el truco» en una pesadilla para casos clínicos de TOC), pero cada mandoble, cada estocada e incluso los empujones y batazos de ese juego de pelota vikingo que juegan a mitad de metraje me dan la impresión de estar desganados, contenidos, faltos de energía.

«Uuuups, que te hago pupa, pero no».

No me creo las escenas de combate de The Northman. Les falta ritmo, les falta credibilidad, les falta violencia por más litros de sangre y heridas abiertas que muestren. La idea que tengo de un vikingo riñendo batalla es la de un lobo hasta las trancas de anfetas, acuchillando, hachando, mordiendo, arrancando miembros, poseído de un ansia maníaca y torturado por una insaciable sed de sangre. Ésa es, sea o no verídica, la imagen mental que mis lecturas, y previas experiencias cinematográficas, tengo del arquetipo del guerrero nórdico, y no puedo evitar sentir que The Northman fracasa en proporcionármela.

«Huuuuuuuy. Caaaaaasiiiiii».

The Northman casi podría ser un insuperable documental sobre vikingos, pero su problema es que se supone que fue rodada como una película de acción. Y la mayoría de las escenas de acción petan por los cuatro costados. No me las creo, no me emocionan, no sugieren peligro, no me hacen producir adrenalina, me dan igual.

Una peli de vikingos en la que las escenas de acción no son memorables no es una peli de vikingos que nadie esté especialmente interesado en ver. Porque no la van a reconocer como una peli de vikingos, al faltarle uno de los ingredientes tradicionalmente asociados al subgénero, como James Bond sin su alcoholismo, su promiscuidad, su misoginia o su Aston Martin no es un James Bond canónico.

Otra cosa que me patea ambos nakasones y estorba mi sincero y proactivo intento de conectar con The Northman son los diálogos. No por el contenido de los mismos, sobre el cual a grandes rasgos no tengo quejas, sino por el mismo problema que ya me hizo odiosos los diálogos de House of Gucci. Si en aquel tedioso episodio de «italianos por el mundo» que se curró Ridley Scott los actores anglosajones hablaban en un acento italiano más falso que un billete de tres euros con cincuenta e intercalaban alguna que otra frase en la lengua de Petrarca, en The Northman los actores se pasan todo el rato usando lo que parece una especie de bastardizado acento escandinavo, salvo cuando cuelan alguna que otra morcilla en nórdico o eslavo antiguo.

Y es agotador oírles hablar así.  Más que actuar, los actores parecen estar parodiando a los personajes que interpretan. Es como oír a murcianos contando chistes de gallegos. Te saca de la ficción. Además, ¿por qué suenan tan engolados, como si cada cosa que dicen fuera trascendente? Los actores ponen el mismo tono de voz afectado para proclamar «vengaré la muerte de mi padre» que para decir «vengo de cagar y he plantado un pino tan alto como un niño de once años».

¿Por qué se ha tomado esta decisión absurda, tan propicia a romper la «suspensión de la incredulidad» del espectador? No puede ser porque Aleksander Skarsgård tuviese un acento sueco muy marcado que de esta manera habría pasado desapercibido. Ese hombre ha trabajo antes en producciones de habla inglesa como mínimo desde el 2006 y nunca nadie le puso pegas a su pronunciación. Sólo se me ocurre que el director pensó que es así como los espectadores esperan que hablen estos personjes, pero a mí me repele.

3. Ésta no es mi Nicole Kidman que me la han cambiado

No sé qué mierda le pasa a esta mujer. Sólo sé que cada vez su barbilla está más cerca de su ombligo, que en cada película su cara se mueve menos, que año tras año se parece más a una muñeca de cera y que cada vez que la veo en pantalla me da más miedo y me transmite menos, interpretativamente hablando, que la anterior.

Además que últimamente le ofrecen papeles menos atractivos, o ésa es mi impresión. ¿Una madre conspiradora que planeó el asesinato de su marido y también el de su hijo, y que cuando el hijo, ya hecho hombre, vuelve para vengarse, le suelta «puedes matar al asesino de tu padre, si quieres, y a mí follarme todo lo que te apetezca y más»? Puf.

Huy, perdón, aviso de espóilers.

No, no me gusta Nicole Kidman en esta película. No me la creo, su personaje me cae profundamente antipático y, además, da un poco de grima verla.

4. Éste no es mi protagonista que me lo han cambiado

¿Cómo demonios puedes sentir algo hacia un personaje que no muestra emociones?

Chistes aparte sobre la frialdad del carácter nórdico, el tedio de la vida entre fiordos, el alcoholismo y la selección nacional conjunta escandinava de suicidios olímpicos, lo cierto es que Amleth es un personaje extraordinariamente distante, repelente y robótico. No inspira emoción porque no parece sentir ninguna, no atrae nuestra empatía porque su obsesiva búsqueda de la venganza nos lo retrata como poco menos que un psicópata, y no digo uno simpático como Dexter Morgan, Hannibal Lecter o James Bond. Amleth es el héroe de una película en la que se pasa el 90% del metraje comportándose como un villano. Y ni siquiera como un villano interesante.

Amleth ocupa casi todo su tiempo en pantalla poniendo cara de estreñimiento, gruñendo y aullando, y eso no lo arreglan ni todas las runas, oráculos y cantos regionales vikingos del mundo. Desde el punto de vida de la escritura, me he encontrado pocos protagonistas más planos y tediosos. La profundidad de campo de la fotografía de Jarin Blaschke y la belleza de los paisajes naturales de Irlanda e Islandia en la que fue rodada The Northman no se reflejan en el retrato de su personaje principal. Como protagonista, Amleth es feo, monocromático, desenfocado y superficial.

Y ése es un fallo gordísimo como narrador. Robert Eggers lo ha cuidado casi todo al detalle salvo lo más importante. Puedes hacer una película con un escenario anodino, una fotografía vulgar, una ambientación torpe, una música decepcionante, unas escenas de acción que harían llorar y defecar de risa al coreógrafo de los Power Rangers, un argumento relamido y una Nicole Kidman con tétanos, pero si tienes al menos un buen protagonista, los espectadores te lo perdonarán. Descuidar a tu héroe hasta el punto en que Robert Eggers lo hace en esta película, habiendo trabajado tan minuciosamente casi todo lo demás, está más cerca de la megalomanía cinematográfica nivel James Cameron que de la ausencia de vigilancia del autor. La historia y los personajes deberían ser siempre tu primera preocupación. Si descuidas esa piedra angular de tu obra, todas los demás características podrán ser perfectas (y en The Northman no lo son), pero tu película hará aguas por todas partes y repelerá a los espectadores de las salas.

5. Éste no es mi público que me lo han cambiado

A lo mejor simplemente el público no quiere ver películas de vikingos.

Salvando muchísimo las distancias, la mejor película de vikingos que he visto en años es El guerrero número 13, basada en la novela de Michael Crichton Devoradores de cadáveres. Y es una fantasía, más cercana a la ciencia-ficción que al cuasi-documental del Canal Historia que ha filmado Robert Eggers. La última gran película de John McTiernan (fusilada por Michael Crichton en el montaje, para el que llegó a rodar escenas adicionales) costó 160 millones de dólares y no llegó ni a 62 millones de recaudación. Y todo está mal en ella. La ropa, las armas, las armaduras, la arquitectura, los paisajes... El guerrero número 13 remezcla con muy mala idea el argumento del Beowulf con las crónicas de Ahmad ibn Fadlan, un personaje histórico y embajador en el Volga del califa al Muqtadir de Bagdad, cuya relación sigue siendo el documento más completo y directo que poseemos de la cultura vikinga.

Este plano sigue siendo de correrse vivos.

Y sigue siendo un peliculón. Los personajes tienen un carisma infinito, la historia (guillotinazos y reshoots de Michael Crichton aparte) es absorbente, el ritmo es el apropiado, el protagonista se transforma ante nuestros ojos a muy diferentes niveles, de poetastro follandero y amariconado a badass motherfucker esmochaneardenthales. No me canso de verla y no me cansaré.

E incluso esta película se comió una hostia en taquilla.

Como Outlander (50 millones de presupuesto, poco más de 7 millones de recaudación en todo el mundo), aunque este nuevo refrito de Beowulf con alienígenas caleidoscópicos del espacio exterior apenas califica como «película de vikingos».

Como la propia Beowulf de Robert Zemeckis, un carísimo capricho en CGI (con una Angelina Jolie de bits y polígonos mucho más krrrrrujiente que la de carne y hueso) que recuperó, casi por los pelos, sus 150 millones de presupuesto.

Krujiente y kromada.

Como El guía del desfiladero de Marcus Nispel, otra muestra de que el «factor vikingo» te hace media campaña de promoción pero no puede atraer público a las salas si debajo de las velas de ese drakkar no hay una historia y unos personajes atractivos (y a veces ni aunque los haya). 45 millones de presupuesto y se quedó por debajo de los 31 de recaudación global.

Y es que a fin y al cabo lo que aquí llamamos «el factor vikingo» es sólo un ingrediente más de una obra cultural. No un catalizador capaz de convertir un cubo de mierda en un cubo de vino. Eso no existe. No hay una receta secreta de la Coca Cola y no hay fórmulas mágicas para asegurar el éxito de una película o una novela.

Pero sigue habiendo gente convencida de lo contrario, como un amigo mío, que dice que todo mejora, siempre, con zombis o viajes en el tiempo.


Y no es cierto.

Biggles: Adventures in time es mala. Mala con ganas, aunque al menos te la ves con una sonrisa de ternura porque es evidente que en esa maldita producción nadie se tomó su trabajo en serio; que simplemente intentaron divertirse. Y, joder, parece que lo consiguieron.

Biggles es mala. Mala de narices, sobre todo por lo barata que luce (les costó 7 millones de libras de la época y parecen 7 millones de galletitas para perro, de ésas con forma de hueso), por lo incoherente, lo anacrónica, lo accidental que se muestra a tu ojo. Pero es entretenida. Te la ves, te descojonas de lo mal hecha que está y te pasas ochenta minutos diciendo, entre risas, «no puedo creer que esté viendo esta puta mierda». Pero no dejas de verla.

Las aventuras del personaje James Biggles Bigglesworth se extienden a lo largo de más de cien volúmenes escritos por William Earl Johns (que firmaba como Capitán W.E. Johns aunque durante su período de servicio en el Royal Flying Corps nunca pasó de teniente), y ambientados mayoritariamente en las dos Guerras Mundiales y el período de entreguerras, pese a las inconsistencias cronológicas de un escritor poco cuidadoso o estrangulado por los plazos de entrega (los personajes envejecen a cámara lenta de peli de Zack Snyder, Biggles recibe varias veces el mismo ascenso, se encarallan las fechas de nacimiento de Biggles y Algy, así como la línea temporal de varios libros...). 

Biggles es un piloto de combate de los de la vieja escuela, un «air gentleman» que a menudo recibe misiones secretas y que, al final de la Segunda Guerra Mundial, acaba trabajando de, llamémoslo así, «detective piloto», en ocasiones haciendo algún que otro encarguito para Scotland Yard. Las historias originales están orientadas a un público adolescente y tienen todos los tropos que, en la época, destilaba este tipo de literatura (nada de historias románticas, tampoco sexo ni consumo de alcohol u otras drojas, pero sí historias de revancha, muerte, descripciones de la «fatiga de combate»), nerfeados en reediciones más recientes, que también han limado las asperezas del lenguaje de las primeras versiones de los textos, particularmente en lo relativo al trato estereotipado e incluso racista de algunos personajes no-blancos (los chinos son "chinks" o "coolies" y hablan un lenguaje «parecido al de los monos»; los dayak de Borneo son «salvajes»...). Y, con cien libros bisiestos y una cronología que pasa de la Primera Guerra Mundial a la Guerra Fría, anda que no había material para sacar una adaptación cinematográfica.

Y sin embargo no lo hicieron. John Groves y Kent Walwin, guionistas de la película, quizá adoctrinados por el director John Hough, se curraron una historia original, absurdamente incongruente y con ramalazos de Ciencia-Ficción y fantasía, en la que Biggles y Jim Ferguson, un ejecutivo estadounidense mierder de los años 80, acaban inexplicablemente vinculados por un bucle en el tiempo y viajan consecutivamente el uno a la época del otro para colaborar en la destrucción de un arma secreta alemana con la cual los boches podrían no sólo ganar la guerra, sino cambiar la historia tal y como Jim la conoce.

Y la culpa de que los cineastas responsables de este despropósito tirasen a la basura casi cuarenta años de aventuras de Biggles y se currasen este mondongo propio de especial de Halloween de Los Simpsons es probablemente de Robert Zemeckis, que el año anterior se había currado una película de viajes en tiempo que había roto las taquillas. En su obsesión por reinventar la Coca-Cola, el equipo de producción de Biggles abortó en su misma concepción toda posible esperanza de empezar una franquicia. La recaudación fue calamitosa en el Reino Unido (en torno a 1 450 000 libras) y apocaplíptica en Estados Unidos (poco más de 112 000 dólares), y ni siquiera la edición en vídeo para alquiler doméstico, liberada, si mi investigación es correcta, en 1988, ayudó a remontar estas cifras, que prácticamente certificaban la muerte de la industria cinematográfica británica de los 80.

Para incrementar el agravio, ésta fue la última película de Peter Cushing. Hizo ésta (un papel de mierda, por cierto) y se murió, el pobre. Probablemente diciéndose a sí mismo con su ligero acento escocés «las cosas que tengo que hacer por pasta, joder». Y la película es muy mala, entre otros motivos porque no sabe lo que quiere ser. Secuestra el nombre de Biggles para atraer a las salas de cine a los fans de los libros esperanzados por muchos combates aéreos y aventuras al viejo estilo y luego se limpia en sus caras un culo sucio de diarrea y lombrices vivas. Perpetra una historia de Ciencia-Ficción que podría intrigar a los aficionados al género pero no es capaz de resolver el desafío con la mínima dignidad (ver a Neil Dickinson acarrear esa gorra y abrigo de piloto durante todo el metraje, escenas en las trincheras incluidas, da entre vicisitud y ascopena). Biggles es entretenida, pero decepciona como adaptación de los libros y como película de aventuras/Ciencia-Ficción apenas cumple por la mínima.

El «factor viajes en tiempo» no alcanza para hacer de Biggles una buena película.

Y el «factor vikingo» no consigue que The Northman sea un peliculón pese a su extraordinario reparto, bellísima fotografía, minuciosa ambientación, espectaculares escenarios naturales y la cara fosilizada de Nicole Kidman porque Robert Eggers pone chicha en algunas partes de su largometraje, pero en otras no, y al repartir irregularmente el mismo esfuerzo creativo suceden los desequilibrios, por afortunados que a priori parezcan.

Lamentablemente para todos los amantes del cine. Y también para los que flipamos con los vikingos.

sábado, 14 de mayo de 2022

Sic parvis magna


Un matemático construye un puente.

El puente se cae.

Y nadie entiende por qué.

Un físico construye un puente.

El puente se cae.

Y nadie entiende por qué.

Un arquitecto construye un puente.

El puente se cae.

Y nadie entiende por qué.

Un ingeniero construye un puente.

El puente no se cae.

Y nadie entiende por qué.

En los últimos días he visto caer dos puentes, hablando en términos figurados. Dos películas muy diferentes entre sí se han desplomado en mi puñetera cara. Por diferentes razones, pero con idéntico resultado: la catástrofe cinematográfica y el estrago de lo que, en el primer caso, parecía una buena idea y, en el segundo, podría haberlo sido.


Lo mejor que puedo decir de Uncharted, que adapta la serie de videojuegos homónimos de Naughty Dog y recrea el primer encuentro entre Nathan Drake y Victor Sullivan y su primera expedición juntos, es que es entretenida.

Lo mejor que puedo decir de Titane, de Julia Ducournau, es que se ven tetas.

Ambas son malas películas, aunque por razones diferentes.

Vamos a ello. Empezaremos por lo más complicado.

Es injusto, extraordinariamente injusto lo que Columbia Pictures ha hecho con Uncharted.

Soy fan de los videojuegos desde el primer Uncharted: El tesoro de Drake. Les he echado docenas de horas. Me los he acabado todos. Varias veces. He pasado miedo por Nathan, por Helena, por Victor; me han hecho reír, me han hecho llorar, he buscado y encontrado El Dorado en su compañía, he explorado Shambala con ellos, he ayudado a Nathan y Sully a revolver los papeles de Lawrence de Arabia buscando información sobre Ubar, «la Atlántida de las arenas», he visto a Sam Drake volver casi literalmente de la tumba y convencer a su hermano para buscar juntos Libertalia y el legendario tesoro de Henry Avery, poniendo en peligro con sus secretos y mentiras el matrimonio de Helena y Nathan.

La tetralogía de Uncharted para Playstation 3 y 4 no es simplemente una colección de videojuegos. Los juegos de Uncharted son experiencias cinematográficas interactivas con argumentos bien tramados, historias apasionantes, personajes atractivos, imperfectos y por eso mismo extraordinariamente humanos, escenarios de una belleza deslumbrante, momentos de acción que ríase usted de la última de Bond y píldoras de terror de las que arrugan la cojonera.

Hacía falta ser muy macho para igualar en una experiencia cinematográfica lo que la gente de Naughty Dog había dejado atado y bien atado en los videojuegos, y habría que ser un verdadero genio para superarlo.

Cineastas machos quedan pocos y genios todavía menos, por la sencilla razón de que los grandes estudios de cine no les permiten respirar. El autor ha dejado de ser el responsable de su obra (que para empezar ya ni siquiera es «su obra» sino la del editor) y cedido todo el gobierno de su trabajo al formulario, el molde, la fórmula de la Coca-Cola que el productor haya decidido que es lo que va a funcionar en taquilla.

A veces sale bien. Infinity War y Endgame son películas maravillosas y entretenidísimas a pesar de aplicar con casi absoluto escrúpulo la fórmula Marvel Studios. Guardianes de la galaxia volumen 2 y Thor: Ragnarok son malas a rabiar precisamente por los mismos motivos.

La fórmula que Columbia Pictures ha decidido aplicar a la película de Uncharted no tiene, de entrada, nada de malo, salvo por un motivo: no funciona. El puente se cae.

Las dificultades que ha atravesado la producción de esta película darían para dos o tres entradas de la bitácora. Avi Arad anunció el proyecto por primera vez en el E3 de 2008, con guion de Thomas Dean Donnelly (Dylan Dog, el Conan el bárbaro de 2011, Sáhara) y Joshua Oppenheimer y un reparto todavía por especificar. En 2010 la máxima responsabilidad de hacer la película recayó en manos de David O. Russell (Tres reyes, La gran estafa americana, El lado bueno de las cosas), que expresó su intención de adaptar el argumento del primer videojuego (Uncharted: el tesoro de Drake) y le dijo a Nathan Fillion que se olvidase del papel, que nanay, que él quería a Mark Wahlberg, y, luego de fracasar en involucrar también a Robert de Niro y Joe Pesci en el proyecto, Russell dijo «mariquita el último» y se fue a su casa.
Encuentra las siete diferencias.

La cantidad de cambios de director y guionista que ha sufrido esta película en sus catorce años de producción, retrasos, filtraciones y mamoneos varios es apabullante. Neil Burger (El ilusionista, Entrevista con el asesino, Sin límites) reemplazó a David O. Russell pero se largó para rodar Divergente sin haber tirado ni un plano de Uncharted. Marianne y Cormac Wibberley fueron contratados para reescribir el guion de Russell, pero al estudio no les debió de convencer su trabajo porque intentaron sin éxito que Seth Rogen y Evan Goldberg lo reescribiesen. Otro cambio de director y guionista (Seth Gordon y David Guggenheim, respectivamente), rodaje anunciado para 2015 y estreno en 2016, Chris Pratt rechaza el papel protagonista, nuevo abandono del capitán del barco, filtración del guion de David Guggenheim tras el hackeo a los servidores de Sony Pictures de 2015, nuevo retraso del lanzamiento, nuevo guionista (Joe Carnahan), nuevo protagonista (Tom Holland) y nuevo cineasta, Shawn Levy, que como sus predecesores renuncia al proyecto en 2018 y le pasa la batuta a Dan Trachtenberg y éste a Travis Knight...

Visto el caos de la preproducción, lo más piadoso que puedo decir de Uncharted, La película, que por momentos llegó a dar la impresión de estar gafada, es que no es un desastre completo.

Pero es un desastre. El puente tiembla, cruje y se cae.

Y yo sé por qué.

Quizá esperábamos demasiado del director de Venom, aunque ciertamente esperaba un poco más del director de Bienvenidos a Zombieland.

Sea como fuere, Uncharted, La película es una cinta que no deja poso. La ves, sin llegar a implicarte en ningún momento con la trama ni los personajes, la masticas como un chicle y, cuando ha perdido el sabor y el azúcar, la escupes y pasas a otra cosa.

Hay cero presentación de los personajes. Al guionista y al director, o a los ejecutivos del estudio que movían los hilos desde detrás de la cortina, debió de parecerles que con los nombres de los protagonistas estaba todo el trabajo hecho y no había necesidad de invertir en exposición, desarrollo y caracterización. Quiero decir, joder, que Tom Holland podría valer para una iteración juvenil de Nathan Drake, pero Tom Holland seguirá teniendo cara de adolescente cuando sople las velas de su octogésimo cuarto cumpleaños y Mark Wahlberg no sólo no se ha tomado la molestia ni de ponerse un postizo (Victor Sullivan tiene bigote), sino que lo único que hace cada vez que sale en plano en poner cara de Mark Wahlberg y recitar sus diálogos.
Encuentra las siete diferencias.

Cero inversión en personajes. Si ya el físico no acompaña, si habéis fichado a un reparto que no se parece en nada a los personajes que interpretan y habéis tomado la decisión deliberada de no gastaros ni un maravedí en maquillaje, por lo menos instruir a los actores sobre la psicología y trasfondo de los papeles que han sido contratados para encarnar. No me convirtáis a Nathan en un ladronzuelo de poca monta y a Sully en un buscavidas plano y distante. Trabajad la relación entre ambos. ¿Por qué coño el joven Nathan acepta colaborar en un robo de guante blanco con este tío al que acaba de conocer? ¿Cuál es su motivación; una remota posibilidad de reencontrarse con el hermano del que no sabe nada desde hace lustros? ¿Por qué se juega veinte años de condena por Sully? ¿Qué ha hecho Mark Wahlberg para ganarse su confianza? ¿Por qué el mismo Sully está seguro de que el personaje de Tom Holland no le va a tangar y largarse con la dichosa «Crus de la jermandaz», o denunciarlo al equipo de seguridad de la casa de subastas? ¿Por qué todo pasa tan deprisa en una peli de casi dos horas?

Uncharted, La película, picotea personajes, situaciones y tramas de los cuatro videojuegos de Uncharted sin quedarse con ninguno y nos deja con un pastiche sin personalidad propia. Empeñado en llevar a la pantalla una historia relativamente original (algo que podríamos aplaudir, si lo hubiese hecho bien), el director quema etapas a la velocidad del estornudo y moja su pan en todas las salsas y ese pan acaba deshecho porque Ruben Fleischer no dedica, o no le dejan, el mínimo tiempo imprescindible a construir un puente entre los dos co-protagonistas. Nate y Victor ni siquiera colaboran en el puto robo en la casa de subastas, carallo (a diferencia de lo que hacen en una situación similar en Uncharted 3: El reino de los ladrones). Drake poco menos que sirve de distracción mientras Sully manga la cruz y se despide a la francesa, con pocas intenciones de volver a ver de nuevo a Drake, sospechamos. No es así como trabajan en los videojuegos. No es esto lo que esperábamos ver en el cine nosotros, los jugadores de la franquicia, o sea el público objetivo de este producto.
La jondenada Crus resulta que son dos.

La cosa apenas mejora cuando aparece el personaje de Chloe Frazer (Sophia Ali), rival/cómplice de Drake y Sully en los videojuegos. Tampoco aquí se toman la molestia de presentárnosla de un modo que nos la haga atractiva o al menos comprensible. El momento en que entra en escena, en el que literalmente entra en plano caminando, que es el mejor momento para darnos un destello de su personalidad, esbozar su relación con Victor Sullivan y sugerirnos qué puede aportar a la trama, es otra oportunidad desaprovechada. Y la forma mágica, no merece otra palabra, en la que roba la cruz a Nate sin tocarle en ningún momento, sólo es ligeramente peor que la manera estúpida y narrativamente caprichosa en la que Nathan la recluta para que colabore con ellos. De nuevo, el personaje de Chloe no tiene ninguna motivación justificada para hacer equipo con Nate y Sully y no seguir buscando el tesoro en solitario. De nuevo no entendemos por qué se decanta por la primera opción. De nuevo el puente se desploma.
Encuentra las... vale; éste casi lo han clavado.

No hay absolutamente ningún elemento significativo que una a estos personajes más que la conveniencia del director de que así sea. No se establece una motivación congruente para que trabajen juntos ni se les da el tiempo o la oportunidad de crear vínculos afectivos y de confianza entre ellos y, por ese motivo, no nos conmociona que prácticamente todos y cada uno de ellos resulten tener planes propios y estén dispuestos a engañar y traicionar a los otros por orgullo, codicia o frío cálculo.

El puente se hunde. Uncharted, La película fracasa en establecer las motivaciones de los personajes, fracasa en ofrecernos motivos para empatizar con los protagonistas y sufrir por su tribulaciones, fracasa en crear momentos de suspense, fracasa en darnos nada que no hayamos visto ya en los videojuegos, mil veces mejor resuelto y con mucha mayor autoridad por tratarse del material original. Nadine Ross es mucho mejor antagonista y un personaje mucho más atractivo y sólido en Uncharted 4: El fin de un ladrón, que Tati Gabrielle, que es mala, traidora y asesina
en Uncharted, La película porque el mundo la ha hecho así. La justificación de Victor Sullivan para seguir buscando tesoros a su edad es mucho más realista (está prácticamente en la ruina y le debe una fortuna a unos tipos tatuados y sin sentido del humor) y su carácter más ambiguo en los videojuegos (su equipaje de errores del pasado, amistades peligrosas y secretos inconfesables llevan al jugador, varias veces, a sospechar que Sully está preparándose para traicionar a Drake, o que lleva años utilizándolo como peón para que le robe reliquias y antigüedades) que en la película.

Además, Uncharted, La película no parece ofrecer verdaderos retos a los personajes. No tienen que acometer con éxito escaladas peligrosas, ni resolver enigmas del pasado, superar trampas mata-misioneros, resolver intrincados puzzles sorprendentemente sofisticados y en buen funcionamiento para haber sido construidos por civilizaciones desaparecidas y llevar al menos quinientos años pudriéndose en la selva. Todos los retos, por llamarlos de alguna manera, que han de afrontar los personajes son dignos de una clase de parvulitos o un capítulo de Scooby Doo. No han de, o la película fracasa en transmitirlo, enfrentarse a un enemigo abrumadoramente superior en número y recursos, sobrevivir a tiroteos dignos de una peli de un John Woo hasta los empastes de Red Bull con anfetas o travesías por enmarañadas selvas sembradas de animales venenosos o desiertos sin un mal oasis que echarse a la cantimplora. Sus relaciones y la confianza entre ellos no se tambalean cuando descubren que su compañero de aventuras les ha mentido o al menos ocultado información (y esto es en buena medida resultado de que, para empezar, no se ha invertido en desarrollar la relación entre esos personajes, como ya hemos dicho más arriba; ¡el guionista ni siquiera se trabaja la relación entre Nathan y Sam, que es la excusa de Drake para hacer equipo con Sully!), una constante que siempre sobrevuela las relaciones entre Nate y Sully, en cierto modo padre e hijo simbólicos más que compañeros de saqueo, con la carga emocional añadida de que Drake vea zozobrar su amor hacia el hombre que lo ha criado, que le ha enseñado todo cuanto sabe, cuando descubre que Victor le ha estado mintiendo, o al menos ocultando información, durante años.
Cosas que te dejan hecho polvo.

Uncharted, La película es un artefacto visual en el que nada tiene consecuencias y pocas cosas tienen sentido. Es diversión de dibujos animados. A Nate le dan mil hostias y no le hacen ni mella. No se lastima, no suda, no sangra. Ni se despeina, el cabrón, con lo cual es difícil inquietarse por él, temer por su salud, implicarse en sus aventuras.

Uncharted, La película tiene miedo de que pasemos un mal rato en el cine viendo como a Drake lo patean, engañan, tirotean, manipulan, traicionan y casi matan. Aunque el público potencial de esta producción son los jugadores del videojuego, colectivo que ha visto a Nathan Drake sangrar por heridas de bala, recibir palizas, puñetazos y cuchilladas; gritar de dolor y rabia, pasar miedo, llorar de angustia y terror, enamorarse, ser un canalla y un caballero, un delincuente y un héroe, un salteador de tumbas cegado de codicia y el salvador del mundo; Uncharted, La película renuncia a confundirnos con dilemas morales, personajes complejos y tramas elaboradas. Se niega a hacernos pasar un mal rato. Aplica, en resumen, la odiosa y destructiva fórmula Whedon de disolver los elementos dramáticos en un tono de comedia ligera y acción mongólica que destruye toda oportunidad de entregar al espectador una historia duradera, épica, trascendente, humana.
Drake volviéndose tarumba en una prisión turca.

Y esta incompetencia, sino deliberada decisión creativa, es aún más ignominiosa en cuanto que está en el genoma de la serie: Daniel Arey, ex director creativo de Naughty Dog, puso como condición inapelable a sus escritores durante el desarrollo de los videojuegos potenciar las cualidades humanas de Nathan Drake, de modo que al jugador le fuese más fácil perdonar los casi incontables momentos en los que Nate se comporta como un capullo arrogante y taimado. "Heroes can be cocky, (in fact, if they’re not, you run the equal risk of making them inactive and only reactive – the kiss of death), but if a hero constantly shows their human side, we relate and forgive any seeming overconfidence because we’ve all been there." Hacer a Drake más accesible, acentuar sus defectos, poner el foco en sus errores y malas decisiones, verle flipar con los extraordinarios descubrimientos de sus aventuras como haría un Juan Pueblo cualquiera ayudaba a los jugadores, a su audiencia, a conectar y empatizar con él. Ponerse en su pellejo. Dejarse penetrar por la trama de los videojuegos.

Uncharted, La película renuncia a lograrlo o fracasa al intentarlo. Es la versión Aliexpress de los videojuegos de Naughty Dog y ni todos los easter eggs sembrados a lo largo del metraje pueden cambiar eso. ¿Qué nos importa que en esa playa a la que llegan Nate y Chloe esté tomando el sol Nolan North, el actor que dio voz a Nathan en los videojuegos, o que en la última mitad del tercer acto Drake se ponga al fin su característica funda sobaquera y oigamos el tema musical del videojuego, o que el anillo con el lema de sir Francis Drakesic parvis magna») cuelgue en todo momento del cuello de Nate? Ni Nolan North tiene un papel decisivo, ni el tema musical de Uncharted puede remediar las carencias de su adaptación cinematográfica ni, a diferencia de en los videojuegos, ese anillo es algo más que bisutería y aporta algo significativo al desarrollo de la historia. Además, los grandes temas argumentales y éticos de la serie ni están ni asoman la patita en esta película: la lealtad a tus amigos, el efecto corruptor de la riqueza y la codicia, los peligros de dejarte guiar por una obsesión, la necesidad de renunciar a nuestros sueños, a nuestra propia seguridad por hacer lo que siempre hemos sabido que era lo correcto aunque nos hayamos pasado medio videojuego evitando dar ese paso, y, ya en la cuarta y última iteración de la franquicia protagonizada por Drake, el dilema de escoger entre la mujer que amas y tu hermano desaparecido, entre tu matrimonio y una «canita al aire» buscando el último tesoro perdido, la aterradora perspectiva de hacerse viejo en una vida anodina y rutinaria cuando ahí fuera puede estar esperándonos una última aventura, tentadora como una almizcleña ninfa contoneante con la dulce mirada esmeralda, seráfica sonrisa y gomorrianos resabios de nuestra amada Riley Reid.

¿Y dónde están los monstruos? Los zombis infectados por el virus precolombino, los honderos azules de Shambalá, los fantasmas de la mente creados por las aguas contaminadas de Ubar? ¿Dónde está el encuentro con lo insólito, uno de los elementos más reconocibles de los videojuegos?

¿Por qué esta película se llama Uncharted si no puedo reconocer prácticamente nada de lo que, como viejo camarada de correrías de Nathan y Victor, relaciono con Uncharted? ¿Qué pasa, que Columbia iba a perder la opción sobre los derechos cinematográficos o estaba ya tan harta de demoras que decidió estrenar cualquier cosa, saliese como saliese?

En los videojuegos, Nathan es un pícaro adorable. En la película, un amoral delincuente juvenil. En los videojuegos, Nathan tiene un objetivo, una motivación para seguir adelante (salir de la miseria accediendo a la herencia de su antepasado pirata, a la que cree que tiene derecho, salvar a su hermano de una deuda con el crimen organizado, demostrar que sus humildes orígenes no le definen ni le condicionan), en la película, se deja llevar por la corriente. En los videojuegos, Victor Sullivan es un canalla, pero con principios, y un mentor y padre adoptivo para Nate. En la película es un fariseo tornadizo y amoral. En los videojuegos se tratan temas universales (el amor, la amistad, la familia, la lealtad, la ambición, la pérdida, el perdón), en la película, tururú. En los videojuegos los personajes son ricos caleidoscopios de contradicciones, en la película, antipáticas pegatinas de estereotipos. Hay más cine y más aventura en una escena de transición de Uncharted que en todo el metraje de Uncharted, La película.

Qué lástima. Qué puñetera lástima. Menuda oportunidad desaprovechada de hacer éppppppppppica cinematográfica.

Uncharted, La película es entretenida.

Pero nada más.

Y ése es su mayor pecado, teniendo presente el material que adapta.

Titane, de Julia Ducournau es otro puente que se viene abajo.

No, no me preguntes, querido lector, de qué hostia va esta película, y si te enteras no me lo cuentes. Me come mis gordos cojones.

Hace no mucho tiempo, un crítico de esta piel de toro describió Una chica vuelve a casa sola de noche, de Ana Lily Amirpour, y cito de memoria con todos los riesgos inherentes, como «el mejor western iraní de vampiros en monopatín jamás rodado».

Lo realmente surrealista es que no puedes encontrar absolutamente nada en esa
reseña que no sea cierto. Y es que hay películas, libros, álbumes musicales tan personales, tan únicos y originales que son su propio género. No tenemos nada, absolutamente nada con que comparar Una chica vuelve a casa sola de noche. Jamás nadie había rodado una película de vampiros como la de Ana Lily Amirpour. La gramática de western, la ambientación de película americana de los años 50, el chador y los pómulos de Sheila Vand, la música y el monopatín, todo ello "shaken, not stirred", se conjugan para alcanzar la masa crítica de una catástrofe narrativa.

Y sin embargo
Una chica vuelve a casa sola de noche funciona.

No me preguntes cómo ni por qué pero funciona. No debería funcionar, pero funciona. El puente no se cae.
¡Esoooooos pómuuuuuuloooooooosssss!

Ya me gustaría poder decir que éste es el problema de Titane: que es una película tan única y personal que es inclasificable.

Pero no, Titane pura y simplemente es mal cine. Y punto. Eso si se la puede considerar cine en absoluto.

La película empieza mostrándonos a Alexia, una niña cabronías, sentada en las butacas traseras del coche de la familia y dándole de patadas al asiento de su padre (Bertrand Bonello), que va al volante. Como así no consigue distraerlo lo suficiente, Alexia se quita el cinturón de seguridad, alarmando al autor de sus días, que aparta un momento la vista de la carretera para recriminárselo y ¡pum!, se come una hostia con el coche. Siniestro total y la condenada niña acaba con una placa de titanio en la cabeza y una cicatriz repugnante en la sien.

Al salir del hospital, la niña va toda gozosa a refrotarse contra el coche nuevo que papá ha tenido que comprar porque estrelló el anterior en el accidente que ella misma provocó.


Hasta aquí, la película tiene algo parecido a un sentido. El puente todavía se sostiene. Entiendes, como espectador, que te acaban de presentar a un personaje profundamente dañado, hostil hacia su padre por motivos que, a priori, ignoramos (y que al acabar la película seguiremos ignorando), e incapaz de establecer un vínculo emocional con sus semejantes (no dudó ni por un momento en poner en peligro la vida de su padre). Parece que a Alexia sólo le despiertan emociones las máquinas (ese coche nuevo que aparentemente deseaba
tanto que arriesgó su propia seguridad e hipotecó su salud por conseguirlo) y parece también que no dudará ante nada para alcanzar lo que desea.

Alexia es claramente una psicópata.

A partir de aquí, ya nada de lo que ves en Titane tiene sentido. El puente se cae. Una y otra vez.

Han pasado unos años, Alexia ya es mayor, entendemos que adolescente o veinteañera, su cicatriz se ha vuelto aún más repugnante y su relación con su padre ha seguido degenerando, si tal cosa era posible. Alexia trabaja de modelo en un motorshow para tuneros, o algo parecido, en el que se viste con uniforme de puta barata y se restriega contra los coches de la exhibición. Su aspecto entre andrógino tatuado y bollera-fea-con-ganas llama la atención de una compañera modelo, con la que protagoniza un momento incómodo en la duchas, y de un admirador que la sigue hasta el coche para pedirle un autógrafo y luego un beso, y al que ella, mientras lo está morreando, le clava un alfiler para el pelo en el cerebro y lo mata.
«Pero ¿qué me estás contáiner?»
¿Por qué?

¿Me preguntas por qué? ¿En serio crees que hay un por qué? Espera, espera, que esto no ha hecho más que empezar.
Refrot, refrot.

Alexia mete el cadáver en la parte trasera de su coche (cadáver que desaparece de la continuidad de la película y del que no volvemos a saber nada, me parece) y vuelve a meterse en las duchas del motorshow, ahora vacío, para quitarse las babas y el ADN que le ha echado encima en su agonía el pobre admirador ya difunto.

Entonces un Cadillac De Ville (me parece que es un De Ville) de los 70, precisamente el mismo coche al que nuestra desequilibrada protagonista le ha estado haciendo un lap dance, cobra vida y atrae a Alexia a la exposición.

Y ella, mojada de la ducha, en porreta viva y cachonda como una fiera, se mete dentro del Cadillac, folla con él y tiene unos orgasmos de campeonato del mundo.

Como lo oyes.

En este punto yo ya me estaba cuestionando todos mis conocimientos de mecánica y anatomía femenina, pero eh, que todavía podía ser todo una alucinación o una fantasía sexual de Alexia, que, como ya hemos dicho al presentar la película, no es que esté muy sanota de la cabeza.
Hemos dejado las tetas fuera de plano, por miedo al algoritmo de Google.

Hipótesis que se viene abajo, como el puente cinematográfico mal construido que es Titane, cuando Alexia empieza a tener náuseas matinales y a perder la cintura.

Alexia está embarazada.

De un Cadillac.

Alexia vomita y lacta aceite para motores.

Cada vez está más preñada.

Fracasa en autopracticarse un aborto con su aguja para el pelo.

Ah, y de paso sigue matando gente.

¿Por qué? Porque sí.

No mata a la gente que descubre su bizarra preñez. No mata en defensa propia. No mata porque le produzca un placer visible. No mata por alcanzar un objetivo que los espectadores podamos adivinar. Alexia mata (a la lesbiana de las duchas y todos sus compañeros de piso incluidos) por la misma razón por la que se quedó encinta de un automóvil: porque sí. Porque puesto que el puente se iba a caer de todas formas, mejor que haga la mayor cantidad posible de ruido y esmoche al mayor número posible de conductores y viandantes.
A ver, marchando un chiste sobre locos y tornillos...

Y si en este punto la película ya no tenía ni pies ni cabeza, el resto del metraje se dispersa en ocurrencias delirantes y giros de guion accidentales que incluyen suplantación de personalidad, automutilación y travestismo, piromanía, dopaje, resurrección inexplicable e inexplicada de un personaje al que acabamos de ver morir, construcción de una relación disfuncional, pero sensiblemente más sana que la original, con un padre sustituto, y un parto final por cesárea mágica del bebé cyborg hijo de Alexia y el Cadillac.

COMO

LO

PUTO

OYES.


Titane no tiene argumento. Titane no cuenta una historia. Titane es una larga, delirante y ciega huida a ninguna parte de un guionista que le compra los porros al mismo camello que Patty Jenkins y de un personaje con el cual es imposible empatizar, que hace cosas y toma decisiones por oscuros motivos que somos incapaces de descifrar y que sólo en sus últimos planos en pantalla muestra algo remotamente reconocible como reacciones o emociones humanas.

Pero nos enseña mucho las tetas, eso sí.
Refrot, refrot, refroooooooooot.

Titane está muy cerca de no ser cine. No cuenta nada. No transmite nada. Es un grand-guignol sin narración. Una pesadilla Frankenstein de escenas inconexas. Una eterna frase sin puntuación ni sintaxis. Un ejercicio de onanismo estilístico incapaz de provocar en el espectador más que rechazo y perplejidad. Si Sucker Punch de Zack Snyder reúne méritos para ser la película sin guion perfecta, Titane es la más reciente película sin argumento jamás rodada de la que tengo noticia.

Viendo Titane no pude evitar preguntarme si me estaba perdiendo alguna clave estética o simbólica del universo artístico de Julia Ducournau que acaso fuese más evidente en su anterior trabajo, Raw.

Así que, tras años de posponerlo (mis días no tienen suficientes horas ni mis meses bastantes semanas, y Riley Reid no deja de sacar vídeos; trabajadora que es nuestra reina), finalmente encontré una excusa para ver Raw.

Y me tuve que asegurar en los créditos, varias veces, de que esta película estaba firmada por la misma directora de Titane y no adaptaba ninguno de los relatos de los
Libros de la sangre de Clive Barker.

Justine (Garance Marillier), una adolescente sobreprotegida empieza sus estudios en la misma facultad de Veterinaria en la que ya está estudiando su hermana Alexia (Ella Rumpf y no, no se me han montado los nombres. De hecho, la lesbiana de las duchas en Titane también se llama Justine y está interpretada, ¡pues ya ves truz!, por Garance Marillier). Sometida a las novatadas y ritos de iniciación que sufren todos los alumnos de primer año, Justine es obligada a comer carne aunque en su familia son todos vegetarianos estrictos.

Y de repente Justine comienza a transformarse. Desarrolla una creciente fascinación por la sangre y la carne humanas, apetito que corre paralelo a su despertar sexual y a la exploración de su recién ganada libertad, lejos de la vigilancia de su madre. Justine está cada vez más cachonda, cada vez más desatada y cada vez más predispuesta al canibalismo. Y no la ayuda en nada descubrir que su hermana sufre el mismo problemilla dietético que ella (Alexia hasta provoca accidentes de tráfico para luego pegarle un bocado a las víctimas inermes).

¿Cómo pueden estos dos trabajos estar firmados la misma directora? Uno es incomprensible, el otro, una solvente obra de terror.

Donde Titane es oscura, Raw es misteriosa, donde Titane es experimental, Raw es osada, donde Titane es caprichosa y accidental, Raw es inexorable. Titane nos ofrece recortables de cartón y Raw personajes creíbles, imperfectos, humanos. Titane es alucinógena y marciana mientras que la aterradora y fascinante Raw puede interpretarse como una perversa alegoría antropófaga de la transición de la inocencia infantil a las seducciones y peligros de la edad adulta (el alcohol, el sexo, las drogas, la responsabilidad sobre los propios actos), del íntimo parentesco entre placer y dolor, lujuria y violencia, del miedo a la metamorfosis que un niño experimenta cuando se abre para él el umbral de la madurez. Raw cartografía la exploración de una muchacha de sus nuevos dominios como mujer, nos ilustra sobre el amor entre hermanas, tan a menudo indistinguible del odio, y nos previene contra la bestia humana, el animal salvaje que todos llevamos dentro y que no espera más que una excusa para morder, aullar y matar.
«Jooodeeer quéééé guuuuusaaaa me está entraaaandoooo».

Titane enseña tetas, sexo con vehículos a motor y asesinatos gratuitos.

Titane no tiene nada que podamos reconocer como una historia y Raw es un desasosegante cuento de terror que nos mantiene pegados a la silla de principio a fin. El final de Titane no significa nada y el de Raw (el padre de Justine y Alexia mostrándole a su hija más joven su torso lleno de cicatrices) otorga un nuevo sentido a todo el largometraje e invita a un revisionado de la película buscando claves ocultas.

Y, de alguna misteriosa manera, ambas películas son de la misma directora.

Como Uncharted, La película, Titane es un puente que se derrumba y mata a tres bebés y seis viejas. Raw, de la misma autora, es un puente que aguanta.

Y ahora, amado lector, tú ya sabes por qué.