sábado, 6 de febrero de 2021

Auri sacra fames

Auri sacra fames

El verso de Virgilio (Eneida, 3. 56-57) reza así: «Quid non mortalia pectora cogis, auri sacra fames», que se traduce por «a qué [en el sentido de "a qué extremos"] llevas los pechos mortales, maldita ansia de oro». Alude a la muerte de Polidoro, hijo de Príamo y Hécuba, a manos de Poliméstor, rey de la Tracia, que le asesinó para quedarse con el tesoro de Príamo que custodiaba el muchacho.

Es muy significativo que la palabra latina «sacra», genitivo de «sacer» signifique al mismo tiempo «maldito» y «consagrado a una divinidad, santo»; y muy revelador que esto sea, para ti que te preguntas de qué coño sirve estudiar lenguas clásicas y te alegras de que las hayan desterrado del currículum escolar, una sorpresa.

«Sacer» es una palabra de la que proceden cognados castellanos como «sacramento» (sacrāmentum), «sagrario» (sacrārium), «sacerdote» (sacerdōs), que aluden a la pureza y la beatitud, y, sin embargo, «sacer», en su origen latino, también podía emplearse en el sentido de «maldito, execrable, condenado». Uno de mis ejercicios de traducción favoritos durante la carrera de Historia fue pelearme con la polisemia del término en un texto (que lamentablemente he extraviado), en el que un romano de los de toda la vida reprocha a un amigo suyo el haber dado sepultura a su hija fallecida en una finca de labor. El argumento de este amigo era que en ese campo ya nunca crecería nada porque ahora estaba «sacer», «consagrado» y «maldito» al mismo tiempo, por haber servido de tumba para la difunta, y por lo tanto estéril, improductivo.

No era ésta la preocupación de Virgilio cuando escribió La eneida, donde la palabra «sacer» simplemente condena la codicia de Poliméstor, que no dudó en cometer un crímen para expoliar el tesoro de Troya, pero, por el extraño (hasta para mí) modo en que está cableado mi cerebro, no pude sacarme de la cabeza esta frase latina cuando acabé de ver Little deaths y comparé la experiencia, deliciosamente perturbadora, que acababa de sufrir, con el visionado de un título de género similar, pero tirando a aburrido y mucho peor resuelto, que había visto poco antes: Books of blood.

Los dos largometrajes comparten tantas similitudes que la comparación entre ellos es, además de odiosa, inevitable.

Y ahí, en la comparación, es donde sus tonos contrapuestos, y particularmente sus dispares resultados, se empiezan a zurrar la badana.


Little deaths es un largometraje británico de 2011 (sí, 2011) compuesto de tres pequeños capítulos independientes: House & Home, Mutant Tool y Bitch. El único vínculo entre todas estas historias es su temática común, que gira en torno al sexo y la muerte. En House & Home una pareja de pijos ultraburgueses secuestran y drogan a una joven vagabunda para encadenarla a una cama y convertirla en su fundapolla, su cubolefa privado; en Bitch desarrolla una relación de sumisión-dominación tan enfermiza que las sombras de Grey a su lado parecen El libro gordo de Petete, y si he dejado para el final Mutant Tool, que es el segmento central de la película es porque, lo confieso, mi querido lector, no estoy muy seguro de haber entendido el argumento más allá de que hay una prostituta, atroces experimentos con humanos, un científico nazi y una especie de nueva revisión del paradigma vampírico. Nueva y repugnante.

Books of blood,
estrenada en 2020 en hulu, también es una colección de tres capítulos más o menos independientes, y ya llegaremos a la parte que explica por qué ni me molesto en darte los títulos y tramas de esos capítulos. Estaba esperando este título con una mezcla de terror pánico y escepcticismo, y la razón de este conflicto emocional era que Books of blood es, presuntamente, la adaptación de Los libros de la sangre, de Clive Barker, uno de los escritores de terror y fantasía más enfermos, jodidamente retorcidos, lúcidos y adictivos que ha parido madre británica alguna. Había que tener unos cojones como bombas atómicas y la osadía del primer homínido que se comió una ostra para coger la más suave, la menos indigesta, la más «normalita» de las historias de Los libros de la sangre y llevarla a la pantalla con un mínimo de dignidad.

Y ahora te explico por qué he usado el adverbio (perdón por eso) «presuntamente», mi amadísimo lector. En realidad, de lo que se trata es del mismo problema de siempre: traducir de un lenguaje a otro, de la literatura al cine, del papel impreso a la pantalla.

No me he leído todos los Libros de la sangre (la antología completa son seis volúmenes de pesadillas publicados entre 1984 y 1985), pero los relatos que sí conozco, ya sea directamente en la pluma de Clive Barker o adaptados a otros medios como cómics, por ejemplo, ocupan la cúspide de las narraciones más alucinantes, terroríficas y perversas que he leído jamás. Y es que si algo caracteriza a Clive Barker como escritor, aparte de una imaginación retorcida y una cornucopia de fantasías sádicas, es que escribe sin filtros. Cuando Barker se sienta a escribir, literalmente SE LA PELA TODO. Podría escribir una historia sobre una secta subterránea de violadores pederastas zombies que eyaculan fetos de minotauro antropófagos (y, dado que ya he confesado que no me he leído toda su obra, quizá ya la haya escrito) y luego parar a tomarse un té como todo un gentleman. Y tú te leerías esa historia horrorizado, poniendo cara de asco, deseando no haber empezado nunca y, sin embargo, incapaz de dejar la lectura, pasando ávido página tras página.

Clive Barker escribe historias persistentes. Como el flash de una cámara. Una vez las has leído, ya no puedes desprenderte de ellas. Sus inquietantes imágenes, sus escenas surrealistas, sus tramas delirantes, te embrujan y te acompañarán para siempre.

Como las de Little deaths. Te aseguro que Mutant tool, el desarrollo, y particularmente el final, de Bitch, dejan cicatriz. Dan mucho cringe («grima, mal rollo»), como se dice ahora. 

Little deaths nos ofrece tres historias súper perturbadoras que Clive Barker podría muy bien haber firmado.

Lo cual tiene cuarto y mitad de cojones, porque, hasta donde he podido averiguar, Clive Barker no ha estado ni remotamente involucrado en la producción de Little deaths, más allá de que los guionistas y directores de los capítulos (Sean Hogan para House & Home, Andrew Parkinson para Mutant Tool y Simon Rumley para Bitch) hayan podido leer alguna de sus obras.

Y esta evidencia es todavía más ignominiosa desde el momento en que Books of blood, que sí está basada en una obra de Barker, de hecho en su trabajo más conocido después de The hellbound heart/Hellraiser, sea tan aburrida, impersonal y mediocre.


Salvo un par de escenas muy concretas, Books of blood no inspira desazón, no sobrecoge al espectador, no le hace sentir vulnerable, no da miedo. Books of blood parece que intenta cargar toda la responsabilidad dramática sobre el argumento mismo de las historias, pero no le da a esas historias las herramientas que necesitan para provocar, en el público al que van destinadas, la indefensión, la fatalidad y desesperación que deben inspirar todas las buenas historias de terror. Books of blood es un gran plato de espaguetis cocinados sin sal, servidos fríos, sin salsa ni acompañamiento alguno, y que te comes con asco después de una cena de cinco tenedores.

Little deaths es un jugoso corte de ternera de Kobe. Books of blood es tofu, insípido y gomoso.

Y para acabar de redondear el agravio, aunque no he conseguido datos solventes sobre sus respectivos presupuestos, Little deaths consigue su pátina de mal viaje de ketamina con lo que, visualmente, luce como cuatro duros, mientras que es dolorosamente obvio que Hulu se gastó una pollada de pasta en Books of blood.

Auri sacra fames.

Little deaths es malrroller supreme directo en vena, Books of blood es un quiero y no puedo, un casi sí pero no.

Ya se había hecho un intento previo de adaptar a la pantalla la clave de bóveda de la bibliografía de Clive Barker. Book of Blood, película de 2009, que no he visto y de la que, por consiguiente, no puedo compartir una opinión contigo, inquisitivo lector ávido de conocimiento, se vende como un «erotic horror film» (tratándose de una obra inspirada por Clive Barker no podía venderse de otra manera) que adapta los relatos The book of blood y On Jerusalem Street (A Postscript). Repito, no lo he visto y, en consecuencia, no puedo llegar más lejos que la Whiskypedia o la Internet Movie Database. La película existe. Es del 2009. El tráiler da cosica. Fin.

No se cómo salió aquella primera versión filmada de Books of blood. Puedo decirte cómo ha salido la de 2020. En una palabra: mal.

Si coges Tapping the veinBuscándote la vena»), la adaptación en cómic de algunos de los relatos de Books of blood, y te lo lees, probablemente pases esa noche, y quién sabe cuántas más, en vela o tengas unas pesadillas del copón bendito. O las dos cosas. Historias como En las colinas, las ciudades, Restos humanos o The midnight meat train (sí, claro que sé traducirlo, pero El tren de la carne de medianoche o El tren de medianoche de la carne me suenan terrible) se te meten detrás de los ojos y crían gusanos ahí dentro.

Si estás aunque sólo sea mínimamente familiarizado con la obra de Clive Barker o has visto Hellraiser (que Barker dirigió personalmente, y con mucha dignidad para un novato que entonces sólo tenía dos cortos en su currículum) y ya conoces esa mezcla infecciosa de erotismo sucio, gore nivel Dios y demonios de ultratumba que caracteriza sus relatos, verás Books of blood y dirás, como Nelson Muntz a la salida de un pase de El almuerzo desnudo, «hay al menos dos cosas que están mal en ese título».

Si encima conoces Little deaths dirás algo como «Books of blood 2020, ¡comedme los dos cojones!»

Porque hay mucho muchísimo más mal rollito, perversidad y subtexto en una mirada de Siubhan Harrison sentada a lo Emmanuelle desvirga a América e iluminada por luz prostibularia mientras su marido viola a la vagabunda (que se lo toma por la tremenda y, para acabar de cargarla, resulta que acaba siendo algo más que una vagabunda) que en todo el metraje de Books of blood.

Y la sensación, una vez más, es que los responsables de Books of blood tenían dinero y mucha prisa por gastárselo, pero no las pelotas que requiere convertir en una película el depravado universo mental de Clive Barker, mientras que los autores de Little deaths sólo tenían cojones y talento.

Books of blood trata de ocultar su casi absoluta carencia de sustancia tras un presupuesto generoso que no se ve reflejado en la ambientación ni la trama. Todo lo que ves en pantalla luce como veinte o cincuenta millones de dólares, pero te da igual. Auri sacra fames.

Little deaths trata de ocultar su penosa financiación con historias potentes y ambiciosas, actuaciones solventes, imágenes impactantes y una atmósfera de pesadilla.

Books of blood trata de dar miedo, que siempre es tarea delicada, de trazo fino, pero emplea las herramientas equivocadas.

Paradójicamente, el miedo, emoción universal común a toda la humanidad, es algo realmente difícil de inducir con la gramática del Arte. Puedes hacer lo que yo llamo «el momento "¡chan!"», o sea sobresaltar, recurrir a lo que en el mundo anglosajón se llama un «jumpscare». En el cine es incluso más fácil todavía, metes un golpe de metales en la banda sonora cuando un personaje o un objeto cualquiera entra en plano sin avisar y «¡chan!», susto al canto.

Pero un susto no es miedo. Ni dos sustos. Ni mil. Y tampoco es terror.

También puedes dar asco. Mucho asco. Pero la repugnancia no es miedo. El miedo se comunica directamente con el cerebro y, desde allí, con todo el cuerpo (sobre todo con las piernas, los intestinos y la vejiga). La repugnancia apela al estómago. Órganos diferentes. Punto.

El auténtico terror trabaja con los miedos compartidos por todo el género humano, determinados en parte por nuestra historia evolutiva. Si existe el inconsciente colectivo, el autor de terror tiene que bajar a él para encontrar los materiales con los que construir las pesadillas de su público.

Tenemos miedo a la oscuridad porque el fuego es invento de ayer por la tarde y la luz eléctrica de hoy a mediodía. A nuestros antepasados, la noche les dejaba indefensos ante los depredadores, a los que no podían ver acercarse. En el espacio nadie puede oír tus libros y en la oscuridad absoluta tienes que cubrir 365 grados de posibles flancos de ataque para acabar muriendo igual entre las fauces de un leopardo.

El miedo a las arañas, las serpientes y ciertos insectos también procede de las experiencias de nuestros pares hace decenas de miles de años. Hasta la sensación de que «algo» con patitas camina por nuestro brazo o nuestro cuello es suficiente para activar nuestros sistemas de defensa («Spider threat protocol: engaged»). Y esto lo comparten incluso poblaciones de países del mundo en los que no hay arañas venenosas, o en los que no hay arañas en absoluto.

Y tenemos miedo a lo desconocido porque nuestro cerebro aborrece el vacío. Ante una experiencia o un fenómeno que nunca antes ha procesado, activa de forma automática todos los mecanismos ancestrales que desarrollamos generación tras generación para otorgarle significado al mundo. Esos automatismos, que son los mismos resortes de los que surgió la religión y luego la ciencia, pasando por los ritos funerarios y la filosofía, no se pueden desactivar y convierten un crujido en las escaleras de nuestra casa en un asesino en serie inexistente o un fantasma que viene a poseer nuestro cuerpo.

El miedo fue una herramienta útil para preservar nuestra especie. Y sigue instalada de fábrica en nuestro sistema operativo. Para sacarle partido, hay que trabajar al nivel más bajo de nuestra consciencia, lo más cerca posible del kernel. Y eso implica hilar fino. Muy muy fino.

Te pongo un ejemplo de buen oficio de un maestro del terror:

En la banda sonora de El exorcista, William Friedkin, con una mala hostia apoteósica y un conocimiento de la psique humana digno de un supervillano de Batman, introdujo, en varias escenas clave, un sonido apenas audible de abejas zumbando. Esa pista de audio activa nuestro miedo ancestral al picotazo de una abeja que, si nunca has sentido, amado lector, y eso que te ahorras, ya te prevengo que es bastante desagradable. La escena que estás viendo, que ya es acojonante de por sí, se convierte en una puta tortura sólo por ese sonido del cual, mezclado con otros, apenas eres consciente, pero que tu cerebro percibe y a consecuencia del cual activa los viejos relés de la supervivencia.

Así de sutil, preciso y cabrón tienes que ser para producir miedo, o al menos desasosiego, en tu público.

Little deaths lo consigue de calle.

Books of blood ni lo intenta.

Pero, eh, que tenían la hostia de presupuesto.

¡Ay!

Auri sacra fames.

«¡Cachis, qué rencorosa! ¡Si sólo te queríamos violar un poco, jolín!»

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