domingo, 21 de febrero de 2021

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (III)

 


«Vikingo» no era una nacionalidad, era una profesión, y «argumento» no es lo mismo que «historia».

Comprendo tu confusión, amigo lector que todo lo que sabe de los vikingos lo ha sacado de la serie de televisión homónima (que, ¡vive Dios!, te recomendamos sinceramente aunque dé algunas patadas en el escroto de la historia) o, peor aún, de los videojuegos; a fin y al cabo, hasta los expertos en la materia se han rendido a la tentación de la visibilidad que el término entraña y hablan sin sonrojo de «la era vikinga», «los reinos vikingos», «las armas vikingas» y hasta, lo que me parece entre estúpido y abiertamente falso, «los dioses vikingos».

«Vikingo» es una palabra imbuida de perverso atractivo de la cual se ha abusado hasta extremos imperdonables. La reputación de despiadados guerreros, el exotismo de su sangrienta religión politeista y animista, la belleza épica de sus sagas pobladas de magos, elfos, demonios, enanos y dragones (¿holaaa? ¿Alguien ha dicho «Tolkien» por ahí?), que sigue siendo el molde para el 90% de toda la fantasía épica que se escribe, la exquisita complejidad de sus ornamentos geométricos, el intrigante primitivismo de sus runas, la influencia decisiva que tuvieron en la historia de países como Inglaterra, Irlanda, Francia y Rusia, y su bien acreditada solvencia como exploradores y navegantes, garantiza un extra de atención sobre cualquier producto asociado con ellos. Ponle un poco de «Factor Vikingo» a tu libro, tu tesis doctoral, tu cómic, tu película, y tienes media campaña de promoción hecha.

Y sin embargo, ¡qué mal conocemos a los vikingos, y cómo abusamos de la palabra misma!

Para empezar, ni siquiera sabemos exactamente qué coño significa la palabra «vikingo», («víkingr», en nórdico antiguo). El hombre de a pie se ha acostumbrado a utilizar ese término como designación genérica de las tribus germánicas del Báltico y Escandinavia que, ya mencionadas, vagamente, por Tácito, no se hicieron realmente célebres hasta el siglo VIII de Nuestra Era, cuando dieron comienzo a la campaña de exploraciones y saqueos que no se interrumpiría hasta el siglo XIII.

Y ésta es la primera falsedad: llamar «vikingos» a todos los pobladores de Escandinavia, la región báltica y la costa occidental del Mar Negro.

«Vikingo» no era una nacionalidad, era una profesión.

En los textos antiguos y los poemas de los escaldos, la perífrasis «fara í víking» significaba «ir de expedición». Así pues, un «vikingo» era un «explorador», un «expedicionario» , si lo prefieres. En cuanto a la etimología del término, ya han volado bofetadas entre los eruditos, mi amado lector. Hay quien dice que el término «vikingo» estaría emparentado o descendería de la voz sajona «wic», «campamento militar», lo cual no tiene demasiado sentido desde el momento en que, tengas los prejuicios que tengas sobre nuestros tatuados y barbudos amigos del norte, mi ínclito lector, no todas las expediciones vikingas eran de carácter militar y desde luego las primeras no lo fueron. Cuando era posible comerciar con los reinos cristianos y los sátrapas musulmanes en ámbar, oro, pieles y esclavos en vez de arrasar con todo, normalmente los vikingos lo hacían. A fin y al cabo, ¿por qué tomar por la fuerza lo que puedes comprar o intercambiar por aquello que te sobra?
(Sí, claro, los esclavos los capturaban en Europa, a menudo entre sus propios vecinos, y los vendían a los mercaderes abasidas en sus bases del Mar Negro o a través de intermediarios del janato jázaro; que no estoy diciendo que fuesen unos santos, leche).

Otros lingüistas se inclinan a considerar que «vikingo» procede de la expresión «vik in», «bahía adentro» (en nórdico antiguo, «vík» designa una bahía pequeña, una cala o un fiordo), pero nadie puede aportar seguridades en este aspecto. ¿«Vikingo» vendrá tal vez de «vig», «batalla»? ¿O del verbo «vijka», «mover, desviarse, dar un rodeo»? ¿De «vika», «milla marina»? ¿O será el gentilicio de la región de Viken, región difusa que abarca zonas de Noruega, la costa suroeste de Suecia y la península de Jutlandia? (Ya te digo que esto está prácticamente descartado porque en documentos contemporáneos a los nativos de Viken los llaman «víkverir», no «víkingir»)

Sea como fuere, la voz «vikingo» pasó al inglés antiguo como «wicing», donde se empleaba como sinónimo de «pirata, saqueador», y luego desapareció. No volvimos a hablar de los feroces normandos hasta el siglo XIX, cuando los autores románticos, siempre predispuestos en favor de personajes deleznables (repásese la Canción del pirata de Espronceda para comprobar lo mal informado que estaba don José sobre el romanticismo inherente a los actos de matar, robar, torturar y violar) y horrorizados ante el progreso de las ciencias y la razón, que consideraban una amenaza para el arte y la espiritualidad, los rescataron para la cultura popular, y aquí se quedaron, hasta hoy.

Los vikingos eran, pues, daneses, noruegos y suecos, sometidos en sus reinos de origen a la autoridad de sus jarls y sus thains, que en verano, cuando se deshelaban los fiordos, sobre todo si la cosecha del año anterior había sido mierdosa, se integraban en una tripulación de exploradores o saqueadores. Cada uno de los tripulantes de ese langskib, ese faering, ese snekke, ese knarr o lo que fuese el barco de los huevos era un «vikingr» y todos ellos eran unos «vikingir» o «vikingar».

Así que, ¡oh, paciente lector, cada vez que llamas «vikingos» a los campesinos, pescadores, leñadores, herreros o pastores de Suecia, Dinamarca y Noruega que, entre los siglos VIII y XIII, se quedaron en casa mientras sus vecinos o parientes se iban por ahí de carallada en barco estás, básicamente, delatándote como un gilipollas.

Y esto es igualmente válido cuando hablas de «la religión vikinga» o «los dioses vikingos», pues llamar «religión» a la colección de los antiguos escandinavos de leyendas, seres sobrenaturales, ritos mágicos y dioses de su padre y de su madre tal vez sea llevar la palabra un poco demasiado lejos. Pero en el caso de que realmente existiese dicha religión, los los vikingos no tendrían otra que sus parientes y vecinos, allá en casa. Hasta que fueron cristianizados, los pueblos nórdicos adoraban a Odín, Thor, Freya, Tyr, Balder; creían que del cadáver del gigante Ymyr había surgido el universo, que se extendía a lo largo de las ramas del Yggdrasil, el Fresno del Mundo, de cuyas raíces mana el agua del pozo del conocimiento; creían en los elfos de luz, los ljósálfar, y en los elfos oscuros o svártalfar (que, de alguna manera, no me preguntes cómo, de ser parientes de los elfos que preferían las cavernas y las entrañas de las montañas a los bosques se convirtieron en los enanos, «dvergar», que popularizaron Tolkien e imitadores); creían en gigantes, en demonios de fuego, en dragones, y creían que algún día, y puede que ese día no llegue jamás, Fenrir, el monstruoso lobo hijo de Loki, romperá sus cadenas y devorará el sol, el cielo se volverá rojo y los demonios de fuego y los aesir y vanir de Odín se enfrentarán en una batalla final, el Ragnarök, en la cual morirán casi todos ellos. Y tras esa batalla, el mundo será renovado y una nueva humanidad, surgida de una Eva y un Adán nórdicos, Lif y Lifrasil, repoblará la tierra.

Pero no, los vikingos no tenían una religión diferente a la de sus parientes y amigos que jamás habían participado en expediciones, como hoy en día ni los zapateros, ni los maestros de escuela, ni los conductores de autobús tienen una religión exclusiva. Así que carece de sentido hablar de una «religión vikinga», porque no existía. Los vikingos adoraban a los mismos dioses que los no vikingos de sus tribus y familias y, con el tiempo, se hicieron prácticamente todos cristianos. Fin.

«¿Quë cøjønes...?»


Sí nos parece razonable, en Paratroopersdon'tdie,
transigir con la expresión «era vikinga» o «edad de los vikingos», pues no hay duda que los vikingos dejaron su impronta en Europa (y lo que no es Europa, ¿eh?, que por el oeste llegaron a Terranova y Canadá, por el este al Volga y el mar Caspio y por el sur hasta el Magreb, Sicilia y el sur de Italia) durante casi cuatrocientos años. Tan importantes fueron que nada menos que tres países modernos, Ucrania, Polonia  y Bielorrusia, reivindican, tengan motivos para ello o no, la Rus de Kiev como el origen de su cultura.

(La Rus de Kiev fue una federación de tribus eslavas y finesas fundada en el siglo XIX por un varego, o sea uno de los vikingos suecos asentados a lo largo de las rutas comerciales entre el Báltico y Bizancio, fundamentalmente en territorios de las actuales Ucrania, Bielorrusia y la llamada «Rusia Europea»).
Sí, las mujeres también vikingaban. Inclusivos que eran.
Desde nuestro punto de vista sería más acertado hablar de «era de las expediciones vikingas», pero como el lenguaje tiende a la economía, «era vikinga» es una síntesis razonable.

Y del lenguaje, amigo lector, trata todo esto.

Porque igual que a mí se me abren las carnes cuando oigo emplear mal la palabra «vikingo», pero no tengo derecho a cabrearme por conocer el correcto significado del término y no compartirlo con aquel que está equivocado (y dispuesto a aprender de su error), algo que acabo de hacer muy gustosamente contigo, lector caro a mi corazón, tampoco los gafapásticos culturetas tienen derecho alguno a conducirse con clasista displicencia cuando oyen, a un lector o, ¡horreur!, aspirante a escritor, emplear mal los conceptos de «argumento» e «historia», particularmente si conocen el correcto significado del término y no lo comparten con aquel que está equivocado (y dispuesto a aprender de su error) porque aspiran a mantener ocultos los místicos arcanos de la cultura y la creación literaria. Para así sentirse más altos. Más rubios. Mejores.

La Literatura no es ni debe ser como la alquimia, reservada a unos pocos iniciados que eran los únicos que podían sacarle algún sentido a aquellos oscuros libros llenos de recetas alucinadas y láminas surrealistas. He escrito «sentido», no «resultado», porque del lenguaje, amigo lector, trata todo esto y porque aún está por presentárseme el primero que haya logrado culminar la Gran Obra y pueda demostrarlo. En el momento en que empezamos a escondernos ases en la manga, para «protegerlos» de los palurdos de uñas mugrientas que no merecen acceder a la cultura, apaga y vámonos.

Serguéi Eisenstein, famoso homosexual, dueño de un estilismo capilar inimitable (aunque David Lynch lo intentó) y tal vez algo menos conocido por haber rodado una de las mejores películas de la historia, decía que el cine permite crear películas diferentes usando las mismas escenas y cambiando sólo el montaje. No vamos a entrar en una reflexión teórica acerca de si Eisenstein tenía razón o se estaba tirando de la moto de cabeza y con los dientes por delante. Tan sólo empleamos esa anécdota como llave para hablar del tema de la presenta bitácora: la diferencia entre argumento e historia.
El pelaso de Eisenstein.

El corazón de las tinieblas, novela de Joseph Conrad, y Apocalypse Now, película de Francis Ford Coppola, tienen el mismo argumento, pero distinta historia.

Sí.

Que .

El mismo argumento pero diferente historia.

¿Lo entiendes ahora?

Sí, tienes razón. Como si no supiese con quién estoy hablando.

El corazón de las tinieblas, publicada en 1899 e inspirada en un viaje del propio Conrad al Congo o, como se llamaba entonces, «el sitio al que el rey de Bélgica va a matar negros cuando se aburre», cuenta el viaje de un marinero llamado Charlie Marlow por un río tropical en busca de Kurtz, el
tremendamente exitoso jefe de una explotación de marfil y que resulta haber caído en un estado de barbarie tal que ha renunciado a toda pretensión de humanidad, no le hace ascos a emplear los métodos más brutales para que el flujo de marfil río abajo no se detenga bajo ninguna circunstancia e incluso se hace adorar como un dios por los nativos.

El dios Putafoca, para ser precisos.

Apocalypse now, escrita por John Millius y dirigida por Francis F. Coppola, narra el viaje por un río de Vietnam, en plena puta guerra de ídem, del capitán Benjamin L. Willard (Martin Sheen, que tuvo un infarto durante la producción), en busca del coronel Walter E. Kurtz (Marlon Brando, que se pasó todo el rodaje puteando a Coppola y comportándose como un gilipollas), un ex boina verde que ha roto con la cadena de mando a la que pertenece, cruzado la frontera camboyana, organizado su propio ejército y su propia estrategia contrainsurgente en Vietnam, alcanzado extremos de crueldad y violencia que la Operación Fénix parecía un besito de la dulce Riley Reid. La presencia de un oficial estadounidense renegado en Camboya, teóricamente neutral, su insurrección y atroces crímenes de guerra suponen tal problema al Ejército de los Estados Unidos y a su política exterior en Asia, que el Mando de Operaciones Especiales encarga a Willard que mate a Kurtz para poner fin a su locura y las consecuencias que sus actos acarrean a sus superiores y a su país.

Y Riley escoge con qué parte del cuerpo te da el besito.

El corazón de las tinieblas dinamita la cínica propaganda colonial que amparaba el sometimiento de los pueblos africanos en nombre del progreso de la civilización. Apocalypse now dinamita la mentira de que Estados Unidos fue a Vietnam a defender la democracia y salvar a los pobres e indefensos indochinos de las mefíticas garras del comunismo. En ambas, el paisaje es un protagonista más, y esa selva que se va cerrando, esas sombras que crecen y ese río, detrás de cada recodo puede esconder una amenaza, representan tanto el descenso de Kurtz a la locura, exacerbada u originada por su contacto con un mundo exótico cuyas reglas fracasa en desentrañar, como el del personaje de Marlow/Willard al infierno, en el que mirará directamente a la cara de la hipocresía de la civilización occidental en El Congo/Vietnam, que en nombre de la paz y la democracia ha llevado a esos países la violencia y la barbarie, que ya no parece tener propósito alguno más que matar y seguir matando.
Argumento e historia.

La seducción de Marlow/Willard por Kurtz es la misma, el fascinante atractivo de su descenso a la locura, la liberación de toda servidumbre civilizada y todo compromiso ético, mesmerizan a Marlow tanto como a Willard (lo cual no impide a Willard cumplir con su misión). El Congo no es menos mágico, siniestro y amenazador para Marlow que el río sin nombre (al menos yo no recuerdo que tuviera nombre) de Indochina para Willard. La transición del mundo comparativamente ordenado y civilizado al mismísimo ano de la civilización es idéntica en ambas obras. Sí, cabezón, , El corazón de las tinieblas y Apocalypse Now son el mismo argumento.

Pero no la misma historia. Ahí radican las diferencias. Como Eisenstein, que podía armar una película diferente montando de manera distinta las mismas escenas, los escritores pueden reinterpretar el mismo argumento una y otra vez y contar historias diferentes.

(Que es básicamente lo que Paul Auster y Haruki Murakami llevan varios años haciendo).


Valmont y Las amistades peligrosas tienen el mismo argumento (no podría ser menos, estando ambas basadas en la novela epistolar de Pierre Choderlos de Laclos) pero diferente historia. Ni que decir tiene que nosotros somos más de John Malkovich que de Colin Firth, de Glenn Close que de Annette Bening, de Michelle Pfeiffer que de Meg Tilly y de Uma Thurman que de Fairuza Balk.

Mank y RKO 281, como ya dijimos hace unas semanas, tienen básicamente el mismo argumento, pero diferente historia.

Avatar, de James Cameron, es Bailando con lobos con pitufos de tres metros y en el espacio, y Bailando con lobos es prácticamente Pocahontas sin Pocahontas.

Volcano y Un pueblo llamado Dante's Peak tienen el mismo argumento y diferente historia; Armageddon y Deep Impact tienen exactamente el mismo argumento, pero sus historias no pueden ser más diferentes y te acabo de poner dos de los más ignominiosos ejemplos de contraprogramación cinematográfica de la década de los 90.

Ran es El rey lear con samurais. Y, ya que citamos a Shakespeare, probablemente todos los argumentos sobre los que se puede escribir los encontrarás en su obra.


Princesa por sorpresa es, afrontémoslo, un refrito de La cenicienta y My Fair lady, y My fair lady no es sino una revisitación del mito de Pigmalión.

Hay un repositorio universal de argumentos sobre los cuales se pueden armar casi infinitas historias. Un gran tesoro de arquetipos tan sólidos, tan intrínsecamente trenzados con la experiencia y la sensibilidad humanas que probablemente NUNCA acabaremos de explorar todas sus posibilidades.

Y eso, si aspiras a convertirte en escritor, debería suponer un alivio para ti. Porque significa que si te quedas atascado en un proyecto, no tienes más que acudir a las fuentes, a los orígenes (que en eso consiste la originalidad, no en reinventar la Coca-Cola), para encontrar la palanca y el punto de apoyo con el que mover tu cuento, tu guion, tu novela, tu cómic. Que releyendo a Shakespeare, a Homero, a Cervantes, a Freud, a Sasha Grey, encontrarás la herramienta con la que arreglar tu obra, el molde en el que encajar a tus personajes para que no se te vuelvan a desmadrar. Y amparado en esa plantilla, porque es una plantilla, podrás centrarte en lo más fácil: desarrollar tu historia.

Que no tiene nada de fácil. Que te va a costar sangre, sudor y lágrimas.

Es decir, si sabes escribir, cosa que dudo, porque si supieras estarías escribiendo, no leyendo esta porquería de bitácora.


Lo que sí sabes ahora, si tienes el mínimo número de neuronas para no cagarte de pie, es la diferencia entre argumento e historia.

Aunque eso no importa, porque ambos sabemos que tu libro es una mierda.

sábado, 6 de febrero de 2021

Auri sacra fames

Auri sacra fames

El verso de Virgilio (Eneida, 3. 56-57) reza así: «Quid non mortalia pectora cogis, auri sacra fames», que se traduce por «a qué [en el sentido de "a qué extremos"] llevas los pechos mortales, maldita ansia de oro». Alude a la muerte de Polidoro, hijo de Príamo y Hécuba, a manos de Poliméstor, rey de la Tracia, que le asesinó para quedarse con el tesoro de Príamo que custodiaba el muchacho.

Es muy significativo que la palabra latina «sacra», genitivo de «sacer» signifique al mismo tiempo «maldito» y «consagrado a una divinidad, santo»; y muy revelador que esto sea, para ti que te preguntas de qué coño sirve estudiar lenguas clásicas y te alegras de que las hayan desterrado del currículum escolar, una sorpresa.

«Sacer» es una palabra de la que proceden cognados castellanos como «sacramento» (sacrāmentum), «sagrario» (sacrārium), «sacerdote» (sacerdōs), que aluden a la pureza y la beatitud, y, sin embargo, «sacer», en su origen latino, también podía emplearse en el sentido de «maldito, execrable, condenado». Uno de mis ejercicios de traducción favoritos durante la carrera de Historia fue pelearme con la polisemia del término en un texto (que lamentablemente he extraviado), en el que un romano de los de toda la vida reprocha a un amigo suyo el haber dado sepultura a su hija fallecida en una finca de labor. El argumento de este amigo era que en ese campo ya nunca crecería nada porque ahora estaba «sacer», «consagrado» y «maldito» al mismo tiempo, por haber servido de tumba para la difunta, y por lo tanto estéril, improductivo.

No era ésta la preocupación de Virgilio cuando escribió La eneida, donde la palabra «sacer» simplemente condena la codicia de Poliméstor, que no dudó en cometer un crímen para expoliar el tesoro de Troya, pero, por el extraño (hasta para mí) modo en que está cableado mi cerebro, no pude sacarme de la cabeza esta frase latina cuando acabé de ver Little deaths y comparé la experiencia, deliciosamente perturbadora, que acababa de sufrir, con el visionado de un título de género similar, pero tirando a aburrido y mucho peor resuelto, que había visto poco antes: Books of blood.

Los dos largometrajes comparten tantas similitudes que la comparación entre ellos es, además de odiosa, inevitable.

Y ahí, en la comparación, es donde sus tonos contrapuestos, y particularmente sus dispares resultados, se empiezan a zurrar la badana.


Little deaths es un largometraje británico de 2011 (sí, 2011) compuesto de tres pequeños capítulos independientes: House & Home, Mutant Tool y Bitch. El único vínculo entre todas estas historias es su temática común, que gira en torno al sexo y la muerte. En House & Home una pareja de pijos ultraburgueses secuestran y drogan a una joven vagabunda para encadenarla a una cama y convertirla en su fundapolla, su cubolefa privado; en Bitch desarrolla una relación de sumisión-dominación tan enfermiza que las sombras de Grey a su lado parecen El libro gordo de Petete, y si he dejado para el final Mutant Tool, que es el segmento central de la película es porque, lo confieso, mi querido lector, no estoy muy seguro de haber entendido el argumento más allá de que hay una prostituta, atroces experimentos con humanos, un científico nazi y una especie de nueva revisión del paradigma vampírico. Nueva y repugnante.

Books of blood,
estrenada en 2020 en hulu, también es una colección de tres capítulos más o menos independientes, y ya llegaremos a la parte que explica por qué ni me molesto en darte los títulos y tramas de esos capítulos. Estaba esperando este título con una mezcla de terror pánico y escepcticismo, y la razón de este conflicto emocional era que Books of blood es, presuntamente, la adaptación de Los libros de la sangre, de Clive Barker, uno de los escritores de terror y fantasía más enfermos, jodidamente retorcidos, lúcidos y adictivos que ha parido madre británica alguna. Había que tener unos cojones como bombas atómicas y la osadía del primer homínido que se comió una ostra para coger la más suave, la menos indigesta, la más «normalita» de las historias de Los libros de la sangre y llevarla a la pantalla con un mínimo de dignidad.

Y ahora te explico por qué he usado el adverbio (perdón por eso) «presuntamente», mi amadísimo lector. En realidad, de lo que se trata es del mismo problema de siempre: traducir de un lenguaje a otro, de la literatura al cine, del papel impreso a la pantalla.

No me he leído todos los Libros de la sangre (la antología completa son seis volúmenes de pesadillas publicados entre 1984 y 1985), pero los relatos que sí conozco, ya sea directamente en la pluma de Clive Barker o adaptados a otros medios como cómics, por ejemplo, ocupan la cúspide de las narraciones más alucinantes, terroríficas y perversas que he leído jamás. Y es que si algo caracteriza a Clive Barker como escritor, aparte de una imaginación retorcida y una cornucopia de fantasías sádicas, es que escribe sin filtros. Cuando Barker se sienta a escribir, literalmente SE LA PELA TODO. Podría escribir una historia sobre una secta subterránea de violadores pederastas zombies que eyaculan fetos de minotauro antropófagos (y, dado que ya he confesado que no me he leído toda su obra, quizá ya la haya escrito) y luego parar a tomarse un té como todo un gentleman. Y tú te leerías esa historia horrorizado, poniendo cara de asco, deseando no haber empezado nunca y, sin embargo, incapaz de dejar la lectura, pasando ávido página tras página.

Clive Barker escribe historias persistentes. Como el flash de una cámara. Una vez las has leído, ya no puedes desprenderte de ellas. Sus inquietantes imágenes, sus escenas surrealistas, sus tramas delirantes, te embrujan y te acompañarán para siempre.

Como las de Little deaths. Te aseguro que Mutant tool, el desarrollo, y particularmente el final, de Bitch, dejan cicatriz. Dan mucho cringe («grima, mal rollo»), como se dice ahora. 

Little deaths nos ofrece tres historias súper perturbadoras que Clive Barker podría muy bien haber firmado.

Lo cual tiene cuarto y mitad de cojones, porque, hasta donde he podido averiguar, Clive Barker no ha estado ni remotamente involucrado en la producción de Little deaths, más allá de que los guionistas y directores de los capítulos (Sean Hogan para House & Home, Andrew Parkinson para Mutant Tool y Simon Rumley para Bitch) hayan podido leer alguna de sus obras.

Y esta evidencia es todavía más ignominiosa desde el momento en que Books of blood, que sí está basada en una obra de Barker, de hecho en su trabajo más conocido después de The hellbound heart/Hellraiser, sea tan aburrida, impersonal y mediocre.


Salvo un par de escenas muy concretas, Books of blood no inspira desazón, no sobrecoge al espectador, no le hace sentir vulnerable, no da miedo. Books of blood parece que intenta cargar toda la responsabilidad dramática sobre el argumento mismo de las historias, pero no le da a esas historias las herramientas que necesitan para provocar, en el público al que van destinadas, la indefensión, la fatalidad y desesperación que deben inspirar todas las buenas historias de terror. Books of blood es un gran plato de espaguetis cocinados sin sal, servidos fríos, sin salsa ni acompañamiento alguno, y que te comes con asco después de una cena de cinco tenedores.

Little deaths es un jugoso corte de ternera de Kobe. Books of blood es tofu, insípido y gomoso.

Y para acabar de redondear el agravio, aunque no he conseguido datos solventes sobre sus respectivos presupuestos, Little deaths consigue su pátina de mal viaje de ketamina con lo que, visualmente, luce como cuatro duros, mientras que es dolorosamente obvio que Hulu se gastó una pollada de pasta en Books of blood.

Auri sacra fames.

Little deaths es malrroller supreme directo en vena, Books of blood es un quiero y no puedo, un casi sí pero no.

Ya se había hecho un intento previo de adaptar a la pantalla la clave de bóveda de la bibliografía de Clive Barker. Book of Blood, película de 2009, que no he visto y de la que, por consiguiente, no puedo compartir una opinión contigo, inquisitivo lector ávido de conocimiento, se vende como un «erotic horror film» (tratándose de una obra inspirada por Clive Barker no podía venderse de otra manera) que adapta los relatos The book of blood y On Jerusalem Street (A Postscript). Repito, no lo he visto y, en consecuencia, no puedo llegar más lejos que la Whiskypedia o la Internet Movie Database. La película existe. Es del 2009. El tráiler da cosica. Fin.

No se cómo salió aquella primera versión filmada de Books of blood. Puedo decirte cómo ha salido la de 2020. En una palabra: mal.

Si coges Tapping the veinBuscándote la vena»), la adaptación en cómic de algunos de los relatos de Books of blood, y te lo lees, probablemente pases esa noche, y quién sabe cuántas más, en vela o tengas unas pesadillas del copón bendito. O las dos cosas. Historias como En las colinas, las ciudades, Restos humanos o The midnight meat train (sí, claro que sé traducirlo, pero El tren de la carne de medianoche o El tren de medianoche de la carne me suenan terrible) se te meten detrás de los ojos y crían gusanos ahí dentro.

Si estás aunque sólo sea mínimamente familiarizado con la obra de Clive Barker o has visto Hellraiser (que Barker dirigió personalmente, y con mucha dignidad para un novato que entonces sólo tenía dos cortos en su currículum) y ya conoces esa mezcla infecciosa de erotismo sucio, gore nivel Dios y demonios de ultratumba que caracteriza sus relatos, verás Books of blood y dirás, como Nelson Muntz a la salida de un pase de El almuerzo desnudo, «hay al menos dos cosas que están mal en ese título».

Si encima conoces Little deaths dirás algo como «Books of blood 2020, ¡comedme los dos cojones!»

Porque hay mucho muchísimo más mal rollito, perversidad y subtexto en una mirada de Siubhan Harrison sentada a lo Emmanuelle desvirga a América e iluminada por luz prostibularia mientras su marido viola a la vagabunda (que se lo toma por la tremenda y, para acabar de cargarla, resulta que acaba siendo algo más que una vagabunda) que en todo el metraje de Books of blood.

Y la sensación, una vez más, es que los responsables de Books of blood tenían dinero y mucha prisa por gastárselo, pero no las pelotas que requiere convertir en una película el depravado universo mental de Clive Barker, mientras que los autores de Little deaths sólo tenían cojones y talento.

Books of blood trata de ocultar su casi absoluta carencia de sustancia tras un presupuesto generoso que no se ve reflejado en la ambientación ni la trama. Todo lo que ves en pantalla luce como veinte o cincuenta millones de dólares, pero te da igual. Auri sacra fames.

Little deaths trata de ocultar su penosa financiación con historias potentes y ambiciosas, actuaciones solventes, imágenes impactantes y una atmósfera de pesadilla.

Books of blood trata de dar miedo, que siempre es tarea delicada, de trazo fino, pero emplea las herramientas equivocadas.

Paradójicamente, el miedo, emoción universal común a toda la humanidad, es algo realmente difícil de inducir con la gramática del Arte. Puedes hacer lo que yo llamo «el momento "¡chan!"», o sea sobresaltar, recurrir a lo que en el mundo anglosajón se llama un «jumpscare». En el cine es incluso más fácil todavía, metes un golpe de metales en la banda sonora cuando un personaje o un objeto cualquiera entra en plano sin avisar y «¡chan!», susto al canto.

Pero un susto no es miedo. Ni dos sustos. Ni mil. Y tampoco es terror.

También puedes dar asco. Mucho asco. Pero la repugnancia no es miedo. El miedo se comunica directamente con el cerebro y, desde allí, con todo el cuerpo (sobre todo con las piernas, los intestinos y la vejiga). La repugnancia apela al estómago. Órganos diferentes. Punto.

El auténtico terror trabaja con los miedos compartidos por todo el género humano, determinados en parte por nuestra historia evolutiva. Si existe el inconsciente colectivo, el autor de terror tiene que bajar a él para encontrar los materiales con los que construir las pesadillas de su público.

Tenemos miedo a la oscuridad porque el fuego es invento de ayer por la tarde y la luz eléctrica de hoy a mediodía. A nuestros antepasados, la noche les dejaba indefensos ante los depredadores, a los que no podían ver acercarse. En el espacio nadie puede oír tus libros y en la oscuridad absoluta tienes que cubrir 365 grados de posibles flancos de ataque para acabar muriendo igual entre las fauces de un leopardo.

El miedo a las arañas, las serpientes y ciertos insectos también procede de las experiencias de nuestros pares hace decenas de miles de años. Hasta la sensación de que «algo» con patitas camina por nuestro brazo o nuestro cuello es suficiente para activar nuestros sistemas de defensa («Spider threat protocol: engaged»). Y esto lo comparten incluso poblaciones de países del mundo en los que no hay arañas venenosas, o en los que no hay arañas en absoluto.

Y tenemos miedo a lo desconocido porque nuestro cerebro aborrece el vacío. Ante una experiencia o un fenómeno que nunca antes ha procesado, activa de forma automática todos los mecanismos ancestrales que desarrollamos generación tras generación para otorgarle significado al mundo. Esos automatismos, que son los mismos resortes de los que surgió la religión y luego la ciencia, pasando por los ritos funerarios y la filosofía, no se pueden desactivar y convierten un crujido en las escaleras de nuestra casa en un asesino en serie inexistente o un fantasma que viene a poseer nuestro cuerpo.

El miedo fue una herramienta útil para preservar nuestra especie. Y sigue instalada de fábrica en nuestro sistema operativo. Para sacarle partido, hay que trabajar al nivel más bajo de nuestra consciencia, lo más cerca posible del kernel. Y eso implica hilar fino. Muy muy fino.

Te pongo un ejemplo de buen oficio de un maestro del terror:

En la banda sonora de El exorcista, William Friedkin, con una mala hostia apoteósica y un conocimiento de la psique humana digno de un supervillano de Batman, introdujo, en varias escenas clave, un sonido apenas audible de abejas zumbando. Esa pista de audio activa nuestro miedo ancestral al picotazo de una abeja que, si nunca has sentido, amado lector, y eso que te ahorras, ya te prevengo que es bastante desagradable. La escena que estás viendo, que ya es acojonante de por sí, se convierte en una puta tortura sólo por ese sonido del cual, mezclado con otros, apenas eres consciente, pero que tu cerebro percibe y a consecuencia del cual activa los viejos relés de la supervivencia.

Así de sutil, preciso y cabrón tienes que ser para producir miedo, o al menos desasosiego, en tu público.

Little deaths lo consigue de calle.

Books of blood ni lo intenta.

Pero, eh, que tenían la hostia de presupuesto.

¡Ay!

Auri sacra fames.

«¡Cachis, qué rencorosa! ¡Si sólo te queríamos violar un poco, jolín!»

miércoles, 3 de febrero de 2021

Enlázame esos enlaces, Link

Me han entrevisto para La voz de Galicia, a propósito del nuevo libro.

Pincha en el enlace para leer el artículo. Y, si te preguntas por qué no cortipego el enlace aquí mismo, pincha primero en este otro y léetelo bien leído.