jueves, 31 de diciembre de 2020

(Ésta no es) mi acostumbrada (y sobrevalorada) sacada de chorra de fin de año

 Porque 2020 sólo se merece una despedida:


Por si te ha sabido a poco, querido lector, te recomiendo releer alguna de las despedidas de otros años: 2016, 2017, 2018 y 2019.

De nada.

sábado, 26 de diciembre de 2020

"No friends at dusk": lo que sigue al «pero»


No hay palabra más venenosa en nuestro idioma, vocablo más cáustico, ruinoso, corruptor y put... No hay palabra más 2020 en castellano que «pero». «Pero» lo arruina todo. «Pero» es una enmienda a la totalidad y, al mismo tiempo, un espejo en el que se reflejan nuestras peores miserias. Todo lo que va antes del «pero» no vale una mierda. Lo que realmente cuenta (pero nos daba vergüenza admitirlo), lo que queríamos expresar (pero temíamos el juicio que conlleva manifestarlo), la verdadera voz de nuestro corazón es lo que sigue al «pero».

«Yo no soy racista, pero...».

«La mayoría de las chicas no son unas putas, pero...».

«Eres muy simpático, pero...».

«Tu libro está muy bien escrito, pero...».

Pues bien...

He visto Tenet, la nueva película de Cristopher Nolan, y me ha gustado...

...pero...

Según la IMDB, Tenet va de esto (la traducción es mía, y por lo tanto sujeta a debate):

«Armado sólo con una palabra, "Tenet", y luchando por la supervivencia del planeta entero, un Protagonista viaja a través de un mundo crepuscular de espionaje internacional en una misión que se revelará algo más allá del tiempo real».

No es mucho, ¿verdad? Ciertamente esta sinopsis no te proporciona suficiente información como para decidir si te interesa o no ver esta película. Supongo que los redactores de la Internet Movie Database se limitaron a cortar y pegar el texto que les envió la agencia de prensa de Warner Bros., o bien confiaban en que el reclamo del nombre del director fuese suficiente para atraer al público en plena pandemia global.
(A partir de aquí, espóilers como montañas. Queda a tu discreción seguir o no leyendo, mi prudente lector).

A veces, lo que el argumento de una película no te dice es más relevante que lo que sí te dice.

Y lo que el texto citado más arriba no te dice es que Tenet es como una casa de Mies van der Rohe: una fría, aséptica e inhabitable obra maestra del diseño. En la superficie, parece cojonuda, pero intenta vivir en ella una semana. Verás qué risa. Bueno, tú no se, pero nosotros ya nos estamos partiendo el fecho con la idea...

Y bien que me jode. Porque podría haber sido una gran película. Podría haber sido la nueva Origen, el último trabajo de Nolan que, salvando detalles menores, podríamos proclamar redondo. Y esa película pronto cumplirá once años. Aún no tiene edad para hacerse un Onlyfans pero ya empieza a echar tetas.

Tenet es tan fría, desapasionada y mecánica que después de verla tuve que ponerme La pasión de Juana de Arco, del infalible Dreyer, para recordarme a mí mismo que el buen cine debe conmoverte con cada plano, que es un medio de comunicación inventado por seres humanos para provocar reacciones humanas en otros seres humanos.
NO ESA CLASE de reacciones.

Reflejo de la obsesión de Christopher Nolan con el tiempo, Tenet explora un concepto (el conceto es el conceto) realmente atractivo, al menos de partida: la inversión de la entropía. No se trata, como en Memento, de jugar con el montaje para sumirnos en la misma confusión de su protagonista (Guy Pearce), afectado de amnesia retrógrada y encadenado a un eterno pasado. Esto se parece más a la «Piratería de sueños» de
Origen. Vamos, que en Tenet usan trucos sucios para cambiar la realidad. Toda la investigación del protagonista da comienzo a partir del hallazgo de una serie de objetos en los cuales la entropía ha sido revertida, y con ella el principio de causa y efecto y, por ende, el curso natural del tiempo: balas que hacen agujeros antes de ser disparadas y «vuelven» al cartucho que, antes de apretar el gatillo, ni siquiera estaba en la recámara del arma, engranajes que «caen» hacia la mano vacía que los «suelta». Un radioanálisis de esos artefactos arroja un resultado preocupante: todos ellos contienen firmas radiactivas que en ningún caso pueden haberse generado en el pasado ni el presente. Esos artefactos «invertidos» («¡Señor, permiso para hacer chiste sobre mariquitas, señor!» «¡Denegado, soldado!»), o mejor, y para no meternos en juegos de palabras, «revertidos», proceden del futuro y nadie sabe quién los envía ni con qué propósito.
(Que no es nada excesivamente original. Lo de viajar al pasado con información para cambiar el futuro es puro Primer. Y la idea de un universo en el que la entropía ha sido revertida lo leí hace tiempo en una historia corta de Asimov, creo recordar).

Y aquí es donde la mayoría de los espectadores que más se han quejado de Tenet empieza a rechinar los dientes. No sé la de críticas que he leído escritas por gente que afirmaba no haber entendido el argumento, o los principios físicos de la inversión de la entropía. Y no es porque no se los expliquen, ¿eh? Lo hacen. Una y otra vez. Aunque en la misma película se invita al protagonista a no intentar entender nada, a simplemente dejarse llevar por la fe, en lo que parece un mensaje a la audiencia, los personajes vuelven a enunciar repetidas veces las reglas, por si somos cortitos y no las hemos pillado a la primera. Como si Nolan no tuviese demasiado respeto por la inteligencia de sus espectadores o, lo que es todavía más siniestro, quisiera asegurarse de que salen del cine creyéndose auténticos superdotados por haber entendido los giros, paradojas y subtramas entrecruzadas de Tenet. Minutos y minutos y minutos y minutos y minutos de exposición. O sea turra y más turra. Las flatulencias de los malos narradores.
(Honestamente, si después de todas las veces que te explican el truco sigues sin entender Tenet, creo que no deberías seguir viendo cine. Ni atarte los cordones. Ni salir de casa solo. Ni tragar saliva).

Quizá es que Christopher Nolan se ha acabado enamorando de Christopher Nolan (o, al menos, del Christopher Nolan al que le comen el pito a dos carrillos el 90% de los críticos de cine del orbe) y ya le parece bien cualquier cosa que haga Christopher Nolan. Como Brando en su día, tan endiosado por la prensa especializada que ya ni se molestaba en aprenderse los diálogos de sus personajes. O se los escribían en grandes tarjetones a la vista, fuera de plano, o que no contaran con él para la película. Y, por favor, que no le hiciesen trabajar mucho ni repetir escenas, que él sólo había ido allí por la pasta. Pensándolo bien, ¿no podrían los estudios de cine pagarle simplemente por existir? ¡Como si ser Marlon Brando no fuese por sí solo un trabajo a tiempo completo!

Y la culpa de que Christopher Nolan, al que los medios de comunicación lameculos han autoproclamado salvador del cine, se tome tan en serio a Christopher Nolan no es completamente suya. Mucho ha colaborado Warner Bros. para que nuestro rubio y anglosajón director se crea el rey del mambo, el que corta el bacalao y empina el clítoris de Riley Reid, todo al mismo tiempo. Le compraron un avión para que lo estrellara, por Dios. Se fue con sus story-boards a los chicos de los ordenadores y les dijo: «quiero estrellar un avión de pasajeros contra una terminal de aeropuerto». Y ellos sacaron las calculadoras y le demostraron que recrear esa espectacular escena en CGI, tal y como él la quería, le costaría más caro que estrellar un avión de verdad. Y él se fue a los contables de la WB, les dijo que necesitaba un avión de pasajeros de verdad para estrellarlo (no necesariamente uno nuevo, con el fuselaje, las alas y el tren de aterrizaje bastaba) y ellos sacaron la chequera. Que alguna ventaja tiene que tener llamarse Christopher Nolan.

Tenet empieza de puta madre. En serio. Creo que, de todos los títulos de acción estrenados en los últimos diez años, sólo Spectre, la penúltima de Daniel Craig como Bond, tiene una secuencia inicial que pueda hacerle sombra.  Pero, como mi memoria es una mierda y, además, para qué engañarte, no me he visto todos los títulos de acción de los últimos diez años, puede que me esté dejando alguno en el cenicero. De hecho, la sensación de estar viendo un demo reel de un director interesado en hacer currículum para la próxima iteración de James Bond no te abandona en ningún momento a lo largo de las casi tres horacas que dura Tenet (150 carísimos minutos).

Pero...

...Tenet carece de un elemento fundamental para ser una película de Bond. Le falta un protagonista carismático, contradictorio y (al menos en las más recientes versiones de la franquicia) atormentado. Le falta a un héroe humano. Necesita un Bond, y John David Washington (hijo de Denzel Washington) ni siquiera se molesta en intentar parecerse a Bond o copiar lo que hace de Bond un personaje interesante y un arquetipo. Quizá porque no puede. Quizá porque el papel que le escribieron es así: el de una fría y cínica máquina embarcada en una misión que no comprende (ni intenta hacernos comprender) con un propósito inexplicable (y que no nos va a explicar por no arruinar el punto de giro del segundo acto y porque, de todas formas, no lo entenderíamos).

Tenet es una película de James Bond sin Bond y sin nada de lo que hace atractivas las películas de Bond.

Y no es pequeño problema que tu protagonista no tenga un objetivo claro más allá de descifrar una palabra misteriosa. Si el personaje protagónico no sabe por qué se está jugando la vida, tus espectadores tampoco. Un etéreo «evitar el Armagedón», no nos va a llevar a ninguna parte y, además, según avanza Tenet, acabamos comprendiendo que ésa no ha sido nunca la amenaza. Tenet es una organización secreta, dirigida por un misterioso Protagonista, que intenta salvar el mundo del Apocalipsis planeado por otra organización secreta. Y en este punto del metraje todo empieza a ser tan escurridizo, pantanoso y abstracto que el argumento de Tenet ya como que te la cruje a cuatro manos y sólo quieres ver tiros, hostias y, a ser posible, el vientre perfecto y las eternas patorras de
Elizabeth Debicki.

Tenet no tiene a un protagonista con el que podamos empatizar. No sabemos nada del personaje de John David Washington. Lo ignoramos absolutamente todo de su pasado. No comprendemos su motivación para seguir adelante, si es que tiene alguna. No nos ofrece la menor excusa para ganarse nuestro cariño. No tiene ningún acicate que justifique su empeño en llegar hasta el final con su investigación, ningún pecado que expiar, ni tampoco sufre un arco de transformación (repasa nuestros apuntes sobre «El viaje del héroe», querido lector), ni le espera premio alguno al final de su viaje en pos de la verdad oculta tras el misterioso Andrei Sator y la conspiración a la que representa. Ni siquiera se encoña del personaje de Elizabeth Debicki y sus piernas interminables, que ya es síntoma de no tener sangre en la venas o de haber nacido sin carallo. El protagonista de Tenet es un agente secreto de una organización cínica y pragmática y parece que su único motor es la vergüenza torera, el pundonor profesional, el orgullo del trabajo bien hecho. Y encima es un karateka nivel Jason Bourne, así que tampoco nos transmite en ningún momento la sensación de estar en verdadero peligro (la facultad de «volver atrás» en el tiempo siempre deja abierta la posibilidad de un devs ex machina que permita arreglarlo todo por chungas que se pongan las cosas). Parece que nuestro inexpresivo héroe siempre domina la situación, por peluda que sea, y cuando pierde el control no consigue comunicar tensión dramática, porque no somos completamente conscientes de qué coño es lo que está en juego o, a estas alturas del metraje, ya no nos importa un mojón ni que Andrei Sator vaya siempre un paso por delante, como si fuese El perro que conoce tus más oscuros secretos.

¡Pero si el personaje de John David Washington ni siquiera tiene un puto nombre, copón (como la atolondrada pelirroja imaginaria de I'm Thinking of Ending Things)! En la película no le dan ninguno hasta
el final del tercer acto y en los títulos de crédito del largometraje sólo se apela a él como «El Protagonista» (¡ups!, espóiler). Un Protagonista inexpresivo, manipulador, distante e incapaz de la más pequeña vinculación emocional con la misión que le han encargado y las personas a las que conoce en ella (¡Que en ningún momento intenta arrimar cebolleta con la élfica Elizabeth Debicki, cojona, que alguien me lo explique!). Una misión de la que podría depender la civilización tal y como la conoce y la supervivencia misma de la especie humana.

¡Que son casi dos putos metros de valkiria polaca, joder!


El protagonista de Tenet es un muñeco sin nombre, carisma ni sentimientos, un monigote que nunca llega a caernos simpático ni muchísimo menos emocionarnos. Y encima se caga en las leyes de la termodinámica. Y en esta casa no nos gusta eso.

Que es, en cierta manera, el mismo problema de Dunkerque, la anterior película de Nolan. ¡Y mira que tiene problemas Dunkerque! Pero éste es el peor vicio de ambas películas. Tampoco en Dunkerque tenemos a un personaje como tal. A lo largo de la hora y cuarenta minutos de Dunkerque (minuto arriba, minuto abajo) el realizador británico no encuentra tiempo suficiente para darnos, a los espectadores, la clase de conexión con alguno de sus personajes, con cualquiera de ellos, para que nos importe un cojón prestado lo que pueda pasarle.

Además, Dunkerque es una falsificación histórica y un panfleto tendencioso.

Y no, no es accidental y tampoco escribo desde la clásica pataleta de licenciado en Historia horrorizado. No es un tema de economía de la narración, que en una película se traduce en minutos de metraje (y esos minutos en dinero). Escoger qué vas a contar, qué vas a sugerir y qué vas a dejar fuera no es en absoluto una decisión inocente. En este sentido, Dunkerque es casi propaganda pro-Brexit. Cualquier que se haya asomado por primera vez a este episodio de la historia de Europa a través de la película de Nolan se irá a casa con la falsa y tendenciosa idea de que los Británicos intentaron impedir la invasión nazi de Francia mientras los franceses bebían absenta, comían queso podrido y se follaban los unos a los otros. De que el Reino Unido es un pueblo intrépido y combatiente y el francés una banda de puteros glotones y flojos. De que sus cojones son más grandes. De que los británicos están mejor, son más fuertes y más decisivos cuando se quedan en sus islas y dejan de preocuparse de las mierdas ajenas, que cuando se asocian con otros pueblos, particularmente con esos galos epicúreos y promiscuos o esos teutones cuadriculados y genocidas, lo acaban lamentando.

Dunkerque no me disgustó, pero, al igual que Tenet, me supo a poco. Como exhibición de técnica cinematográfica poco reproche puede hacérsele. Como construcción narrativa es distante, fría e inhumana y hace que te plantees si no habrás visto, sin saberlo, el primer proyecto de esa Inteligencia Artificial a la que Warner quiere confiar, a partir de ahora, la selección de guiones y el reparto y dirección de sus futuros proyectos.
(¿Es Christopher Nolan un robot? ¿Te has dado cuenta de que siempre se viste con la misma puñetera chaqueta y pantalón negros y la misma camisa azul? ¿Habrá varios de ellos, guardados en cajas, listos para tomar el relevo cuando al primero se buguea o se le acaban las pilas?)
Dunkerque, por si nunca has cogido un libro de historia en la mano, querido lector, dramatiza la Operación Dinamo: la evacuación en mayo de 1940 de la Fuerza Expedicionaria Británica que iba a pararle los pies a Hitler en Francia y acabó arrinconada en el pueblo costero de Dunkerque, avasallada por las imparables hordas de soldados alemanes hasta el cipote de anfetas. De haber caído prisioneros los 400.000 hombres de la Fuerza Expedicionaria, Gran Bretaña habría quedado literalmente a merced de los nazis, probablemente Oswlad Mosley habría sido elegido Primer Ministro y Hitler habría podido centrar sus esfuerzos en la Unión Soviética. Y ahora estaríamos todos cantando el Horst Wessel Lied.

Y en toda la película no hay un sólo personaje con el que empatizar. Ni uno sólo que Nolan se haya tomado la molestia de hacernos simpático. No sabemos nada de estas personas. De la mayoría de ellos no llegamos a conocer ni los nombres (como sucede con El Protagonista de Tenet o la pelirroja surrealista de I'm thinking of ending things), e incluso en los créditos aparecen identificados como «Soldado Francés 1», «Soldado Francés 2», «Granadero», «Soldado Colérico»... reduciéndolos a una masa anónima y sacrificable hacia la que no se nos invita a albergar sentimiento alguno. Y cuando aparece un personaje que puede atraer nuestra compasión, ese joven soldado francés, aparentemente mudo, infamantemente anónimo, que en cuanto su verdadera nacionalidad es revelada se convierte en el centro de su propio drama, Nolan nos lo presenta como un cobarde, un desertor que ha robado el uniforme inglés a un muerto («profanar los sagrados colores del Rey. ¡Sacrilegio!») y se ha acoplado a las tropas británicas que esperaban evacuación en las playas, fingiéndose mudo para no revelar que no habla ni papa de inglés, con el deshonroso propósito de escapar de los nazis y no sufrir el mismo destino de sus compañeros combatientes (cuyo único papel en Dunkerque, a juicio del director de la cinta, parece que era sacrificarse por el bien de esa Gran Bretaña que los está abandonando a su suerte).

Señor Nolan: puede que durante la fase de documentación para su película se le pasase ese pequeño e insignificante detalle, pero 120.000 de los soldados evacuados en Dunkerque eran franceses. ¿Dónde están, que no los veo en su largometraje? ¿Y los 16.000 belgas (que son a los franceses lo que los franceses son a los británicos, vamos que los franceses hacen chistes sobre los belgas parecidos a los que los ingleses hacen a costa de los franceses)? ¿Y los más de 300 buques de la Marina francesa que participaron en la evacuación? ¿Y los 40.000 soldados franceses que cubrieron la retirada de los evacuados sabiendo que lo pagarían con sus vidas, o, en el mejor de los casos, con una larga estancia en un campo de prisioneros alemán? ¿Y los pilotos de combate franceses que, respaldados por la RAF, contuvieron a la Luftwaffe para poder salvar a un compatriota más, a un aliado británico más? Aparte, ¿qué es esa memez que sugiere usted en su película de que la inútil Royal Navy se quedó en los puertos, rascándose el coño a contrapelo, mientras los independientes, aguerridos y guapos civiles británicos, sus sobacos perfumados y sus dentaduras perfectas acudieron al rescate con sus veleros, canoas, chinchorros, barcos de pesca y flotadores del pato Dónald? Señor Nolan, la mayoría de esos barcos civiles requisados fueron pilotados POR PERSONAL DE LA MARINA, señor Nolan. PERSONAL DE SU PUTA REAL MARINA, señor Nolan. ¿Es que odia usted a la Marina de Su Majestad? ¿Qué es usted, un leal súbdito británico o un comunista? Y, ya metidos en la brea, ¿dónde están las cuatro compañías indias del Ejército Colonial que también se reagruparon en Dunkerque? ¿Dónde están todas esas caras morenitas, señor Nolan?

Señor Nolan, con todo mi cariño se lo pregunto, ¿usted dónde coño ha estudiado Historia? ¿Es que le gusta hacer llorar a Anthony Beevor?

La carga ideológica de Dunkerque, infectada por la presunta superioridad de la civilización y la raza británicas, tan falsa como rancia (pero que, como todas las trampas identitarias revestidas del oropel del romanticismo, sigue encontrando eco en algunos corazones), se convierte en Tenet en una derivada siniestra: los héroes de la película intentan impedir que una banda de peligrosos ecologistas sin escrúpulos, que viven en un mundo futuro envenenado por la contaminación y arrasado por el calentamiento global del cual son responsables las generaciones precedentes, se salgan con la suya y conviertan la Tierra del futuro en un vergel equilibrado. Y eso, escrito y dirigido por el mismo señor que, en Interstellar, nos alertó sobre las funestas consecuencias del efecto invernadero y de que nuestra única esperanza de sobrevivir como especie es sentar a la cabecera de nuestra agenda pública la ciencia y el razonamiento.

Los mismos que detectaron en el argumento de The Dark Knight Rises (refrito de los arcos argumentales de Knightfall, Tierra de Nadie y El regreso del caballero oscuro), una denuncia del movimiento Occupy Wall Street, amenaza del orden establecido y posible puerta de acceso al populismo y la represión, ven en Tenet otro patinazo del subsconsciente de Christopher Nolan y no dudan en etiquetar esta película en su propio género: el llamado «Tory Porn», que podríamos traducir por «Porno Facha», y que no es sino un altavoz para las inhumanas ideas ultraliberales de Margaret Thatcher y sus apóstoles: ya sabes, la masa siempre se equivoca, los pobres e ignorantes lo son a mala idea, el destino de la humanidad depende de unos pocos hombres infalibles, genéticamente superiores a la plebe mongolizada...
¡'sas piernas más largas que un día sin pan!

Y yo no puedo hacer nada al respecto. No tengo acceso a Christopher Nolan ni derecho alguno a decidir por él cómo debe hacer sus películas. Ni en caso de tener acceso a él podría albergar alguna esperanza de ser escuchado, que Christopher Nolan se ha autoatribuido el dogma de la infalibilidad pontificia y en ningún caso escucharía a alguien que le diga que lo está haciendo mal.

Pero algo sí que puedo hacer.

Cagarle Tenet a los que aún no la han visto o explicársela a los que la han visto y no la han entendido. Y si aún no has visto Tenet y sigues leyendo, te mereces todo de lo que puedas enterarte a partir de este párrafo.

Ahí va (y aquí el enlace, por si google vuelve a joderla con la resolución de la imagen, o este otro, que también te puede venir bien):

Aquí, algo más picaditos, los puntos confusos de la trama:

I. El operador desconocido que salva la vida al Protagonista en el rescate de la Ópera de Kiev es, obviamente, un Neil
Revertido al que El Protagonista reclutará en el futuro y enviará al pasado para salvarle en la ópera y encontrarse con él en Bombay, antes del asalto al apartamento de Sanjay Singh. Quiero hacer notar que en la película, de casi TRES HORAS, no nos dicen en ningún momento, ni nos muestran, que sea Neil o Scooby Doo sobre las patas de atrás. Deducimos que es Neil porque más tarde descubrimos que sabe que Sator estaba en el asalto a la ópera cuando se supone que ni Neil ni Sator estaban cerca de Ucrania por aquel entonces... y porque no puede ser nadie más, básicamente, y ya está otra vez el director ocultándonos información para hacerse el guais y hacernos a nosotros los piltrafillas. Vamos, haciendo un Primer.

II. El Protagonista estudia a Kat antes de decidir acercarse. La ve hacer una llamada de teléfono a la puerta del colegio de su hijo y, aunque no lo sabe, ésta es una Kat
Revertida y reintegrada a la línea temporal normal que está llamando al teléfono que El Protagonista le ha dado en el futuro para informar de cualquier movimiento sospechoso (punto VIII). Luego, El Protagonista chantajea a Kat para que le ayude a acercarse a su marido, el ominoso Andrei Sator (segunda vez que yo sepa que Kenneth Branagh hace de ruso; ¿es ésa la idea que tienen en Warner Bros. de un ruso, un irlandés fingiendo el acento?), y, durante la cena que comparten, ella le dice que sabe que su marido tiene una amante, a la que vio saltar al agua desde su yate en Vietnam, durante su fin de semana de «démosle una última oportunidad a nuestro matrimonio». Es la Kat Revertida y luego reintegrada a ese momento del pasado a la que la Kat de la línea temporal «normal» ha visto saltar desde el yate, pero en este momento del metraje ni ella ni nosotros lo sabemos todavía.
La balasera retrosinemática.

III. Los operadores contra los que luchan Neil y El Protagonista en el aeropuerto de Oslo son ambos El Protagonista mismo, en su versión revertida (moviéndose contra la corriente del tiempo) y en la versión reintegrada a la corriente temporal. Cuando Neil desenmascara a «su» Protagonista, comprende lo que está sucediendo y lo deja escapar. De Oslo, Neil y El Protagonista vuelven a Bombay para aconsejarse con Priya.

IV. En la autopista de Estonia, el Sator al que El Protagonista arroja por la ventanilla del coche la caja con la pieza final del Algoritmo es un Sator
Revertido, y luego reintegrado al flujo normal del tiempo, que viene desde el futuro, con la información de su línea temporal que El Protagonista le ha proporcionado, cuando Sator amenaza con matar a Kat (algo que, desde la perspectiva del Protagonista, aún no ha sucedido). Poco después (minutaje 1 hora 22 minutos) El Protagonista es interrogado desde el otro lado de la mampara por el Sator Revertido, al que vemos amenazar a Kat con una pistola para conseguir la información que, desde la perspectiva del Protagonista, ya ha usado (pero a la que, desde la perspectiva de este Sator Revertido, aún no ha tenido acceso). Luego, El Protagonista es golpeado por el Sator «normal» que aún no ha entrado en la moviola para volver al pasado con la nueva información, llevándose a Kat con él como herramienta de presión.

V. Kat se está muriendo por una herida de bala revertida, que hacen más daño que un mordisco de Kylie Minogue después de comerse un shawarma, y eso tiene mala solución. No pueden estabilizar la herida causada por una bala invertida, a menos que inviertan a Kat una semana en dirección al pasado. Así pues, invierten a Kat con la máquina de Tallinn y se la llevan a la máquina de Oslo para devolverla desde allí a la corriente temporal normal y curarla. Éste es el momento recogido en el punto III, cuando
, una semana antes de la emboscada en Tallinn, El Protagonista lucha contra El Protagonista Revertido (el Neil Revertido aún no ha metido a la Kat Revertida en la máquina) y Neil se enfrenta al mismo Protagonista reintegrado a la corriente temporal normal y que sale para avisar al Neil Revertido de que ya pueden meter a la Kat Revertida en la máquina (antes de que, en la línea temporal normal, tanto él como El Protagonista descubran las máquinas). Y, sí, como en Primer, ahora hay dos copias de Neil, El Protagonista y Kat en la misma corriente temporal y en la misma dirección temporal: por un lado, una Kat que ya ha tenido su primer encuentro con el Protagonista y un Protagonista y un Neil que vuelven a Bombay buscando consejo de Priya después de su bizarra aventura en Noruega; por otro lado, una Kat, un Neil y un Protagonista a los que Noruega ya les queda muy lejos y que saben, por anticipado, lo que va a pasar en la próxima semana, y por lo tanto tienen una oportunidad de joderle la marrana a Sator usando las mismas herramientas que él ha usado durante toda la película para ir un paso por delante de ellos.
Así nos enseñan a la Debicki.

VI. Ahora, Sator se revierte a sí mismo a ese fin de semana en Vietnam para disfrutar sus últimos días felices antes de activar el Algoritmo, que se ha llevado con él al pasado para detonarlo antes de que sus enemigos puedan
desde el futuro impedirle hacerse con él. La Kat Revertida se desplaza a Vietnam para impedir que el Sator Revertido, se suicide y active así el Algoritmo revertido que el equipo de Neil y El Protagonista buscan en Stalsk-12. Ésta es la parte donde la cosa se pone un poco confusa porque hay, literalmente tres equipos: Kat Revertida en Vietnam, y dos fuerzas de asalto revertidas, uno en viaje hacia el pasado y otro devuelto a la corriente temporal normal, y por lo tanto en dirección al futuro, en Stalsk-12. El grupo «normal» se va de Stalks-12 cuando el grupo revertido llega (y viceversa) y pone en marcha el asalto con la información proporcionada por el grupo «normal», que ya ha reñido el asalto y sabe dónde están todas las trampas.
Y así nos habría gustado verla.

VII. Superando diversos obstáculos, El Protagonista e Ives llegan hasta el foso de pruebas donde están La Bomba y el Algoritmo. Una verja les cierra el paso y hay un cadáver en el suelo. El Sator
Revertido le larga por walkie-talkie, desde Vietnam, el discurso estándar de supervillano de cómic y su hombre intenta matar al Protagonista. El «cadáver», que es el Neil Revertido, se levanta, recibe la bala (desde su perspectiva, aún no ha muerto; está yendo contra la corriente temporal del Protagonista, o sea viajando al pasado desde su propio futuro, en el que morirá), fuerza la cerradura de la verja y se larga. El Protagonista, Neil e Ives se hacen con el Algoritmo, la bomba estalla y Neil vuelve con el equipo «normal» para regresar con el equipo revertido y abrir la verja para que El Protagonista y Neil accedan al Algoritmo, y se despide de El Protagonista, que desde su punto de vista es su amigo de toda la vida pero desde la perspectiva del protagonista, sólo  hace unos pocos días que se conocen porque aún no le ha reclutado, en su futuro (que es el pasado de Bruce Wayn... de Neil). En Vietnam, la Kat Revertida no puede seguir haciendo el paripé ni darle a su marido la satisfacción de creer que va a ganar, lo asesina (aunque se suponía que su papel era mantenerle con vida) y salta del yate (léete de nuevo el punto II) antes de que la Kat normal regrese de su excursión a tierra, pero no antes de que se vea a sí misma, sin reconocerse, abandonando el barco.

VIII. Ya superada la crisis, El Protagonista y Kat se separan. Ella se reintegra a su vida, con una semana de ventaja. Va a despedirse de su hijo a la puerta del colegio y ve el coche de Priya, que ha ido a «atar cabos sueltos», vamos, a cargarse al último testigo de la conspiración de Sator. Llama entonces al número que la he dado El Protagonista antes de separarse. El Protagonista recibe el mensaje, se revierte a ese momento (ahora hoy dos copias de sí mismo en este lugar y línea temporal) y mata a Priya antes de que ella o sus hombres puedan hacerle daño a Kat. Porque al fin ha comprendido que no trabaja para Tenet, sino que dirige Tenet. Que él es el que imparte las órdenes. El que corta el bacalao. El que satisface a Riley Reid. El Protagonista.
Fin.

Te jodes, Christopher Nolan.

domingo, 13 de diciembre de 2020

«Si no hubiese sido tan rico, tal vez habría sido un gran hombre»

Hay una diferencia fundamental entre los buenos y los malos escritores. Los malos sólo escriben. Los buenos, además, reescriben y corrigen.


Mank es la nueva película de David Fincher, estrenada directamente en Netflix, que la cosa esa de los cines, con la pandemia, está muy pero que muy malita (y el plan de las grandes productoras es que vaya todavía a peor, al menos para los cines), y antes tampoco iba como la seda, no sé a quién pretendo engañar, que como no tuviese superhéroes o a Tom Cruise, más bien nones. Que menuda generación de babosos culturales estamos creando con esta infantilización del arte y bla bla bla...

¿Por dónde iba?

Ah, sí, por Mank, de David Fincher. Por no desmenuzar su argumento párrafo a párrafo, el largometraje desarrolla una versión dramatizada de la escritura del guion de Ciudadano Kane por el legendario Herman J. Mankiewicz (y de las claves biográficas que explicarían algunas de las decisiones creativas tomadas por Mankiewicz), interpretado por el siempre eficaz, y en este caso algo menos camaleónico de costumbre, Gary Oldman. A lo largo de sus dos horas de metraje, Mank se convierte en una ventana al Hollywood de los Años Dorados, donde Mankievicz se codeaba con bestias ya famosas (o infames) en los libros de historia del cine como Louis B. Mayer, Charles Lederer, David O. Selznick, Ben Hecht, Charles MacArthur o Josef von Sternberg. El Hollywood de los hermanos Marx, de Marion Davies, del joven Orson Welles y, obviamente, del propio Mankiewicz.

Que vaya por delante que el argumento de Mank es, básicamente, el mismo que el de RKO 281, película de hace más de veinte años en la que John Malkovitch hacía de Mankiewicz y Liev Schreiber, sacándole partido a su vozarrón gutural y rompechochos, de Orson Welles.

Mank toma partido en la vieja polémica de la autoría del guion de Ciudadano Kane (Welles y Mankiewicz recibieron a dos carrillos el Óscar al Mejor Guion Original, pero siempre hubo mala sangre entre sus respectivos biógrafos acerca de quién era el auténtico autor del texto y quién, pese a estar acreditado en condiciones de igualdad con el auténtico guionista, sólo hizo algunas correcciones relativamente menores) y se decanta por Mankiewicz. Para Jack Fincher, autor del libreto de Mank, la cosa está clarinete: fue Herman Mankiewicz y sólo él el genio tras la historia de Ciudadano Kane. Habría sido contratado por Welles casi en calidad de «escritor fantasma» pero Mankiewicz, Mank, exigió créditos de escritor, provocando la cólera de Welles. Dos egos del tamaño de los cojones de Peter Freuchen, o el globo de Aimo Koivunen, chocando como campanas de iglesia de pueblo.

Lo suyo eran pelotas y lo demás hostias.

(Peter Freuchen fue un explorador y escritor danés que desayunaba un tazón de Chuck Norris con Sylvester Stallones todos los días. Mira, mira: se amputó a sí mismo un pie que se le había gangrenado —luego tuvieron que cortarle la pierna entera—. Moldeó en forma de cuchillo su propia mierda, dejó que se congelase y lo usó para escapar de un refugio Ártico en el que había quedado atrapado durante una tormenta. Como su primera esposa, una inuit llamada Mekupaluk, no estaba bautizada, la Iglesia se negó a darle sepultura, así que Freuchen la enterró el mismo en plan «el que los tenga bien puestos que trate de impedírmelo». Fue miembro activo de la Resistencia danesa en plena puta Segunda Guerra Mundial. Con-una-pierna-menos. Aunque era cristiano, dijo que era judío como protesta contra el creciente antisemitismo de Europa, los nazis lo atraparon y lo condenaron a muerte. Se escapó a Suecia y de allí a los Estados Unidos).
Qué malas son las drogas, carallo.
(Aimo Koivunen fue un soldado finés que participó en la Jaktosota, la «Guerra de continuación», ¿continuación de qué?, me preguntas, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul, continuación de la Talvisota, o «Guerra de invierno» en la que Finlandia perdió ciertos territorios fronterizos —Karelia, Petsamo y Salla— a manos del Ejército Rojo. Kouivunen estaba de patrulla cerca de Murmansk en marzo de 1944 cuando su unidad cayó en una emboscada rusa. Después de huir de los soviéticos esquiando —sí, esquiando— durante varias horas, bajo una lluvia de balas, Kouivunen empezó a sentirse un pelín cansado —esto es algo que le puede pasar a cualquiera— y de repente recordó, qué cosas, que llevaba encima el suministro de Pervitina de todo su pelotón. Se tomó una pirula, que al parecer no le hizo efecto, y, frustrado, engulló todo el bote, o casi. Treinta anfetas de una sentada. Lo encontraron a cuatrocientos kilómetros del lugar de la emboscada. Llevaba ni se sabe los días esquiando casi sin parar y comiendo sólo pinaza, bayas, corteza de árbol y un arrendajo que pasaba por allí, no se había casi ni enterado de que tenía medio cuerpo lleno de esquirlas de una mina, pesaba poco más de cuarenta y cinco kilos —veinte de ellos metralla— y su corazón latía a sesenta millones de pulsaciones por minuto. Para sorpresa de todos, no sólo sobrevivió a la sobredosis de pirulas, sino también a la guerra y murió de viejo en 1989).

Pero no, esta entrada del Paratroopers no va sobre Mank, la menos David Fincher de todas las películas de David Fincher que he visto últimamente, lo cual en modo alguno me impide recomendar vívamente su visionado. Esta entrada de Paratroopers no va sobre Mank, digo, ni sobre los peligros de las drogas, ni sobre cuchillos de caca, ni sobre lo poco que se ha molestado David Fincher en intentar ocultar que con Mank pretendía currarse su propia versión de Trumbo con estética de Buenas noches y buena suerte (la subtrama con Upton Sinclair y la conjura capitalístico-heteropatriarcal contra el pobre intelectual socialista vuelve transparente esta intención del director), porque el pobre de Fincher dirigir dirige bien, pero no es lo bastante macho para marcarse un El crepúsculo de los dioses, que directores así ya no quedan y además hemos olvidado cómo se hacen.

Podrías pensar, amado lector, que te voy a hablar de Herman J. Mankiewicz, y no te lo reprocho. A fin y de cuentas se supone que ésta es una bitácora sobre el feo vicio de escribir y la sucia concupiscencia de la lectura (aunque parece que dedicamos más tiempo y espacio a hablar de cine y de subnormales, por ese orden), y Mank no sólo era un escritor, es que era uno de esos personajes «bigger tan life», alcohólico, cínico, ludópata, sarcástico (capaz de hacer chistes a costa de su propio jefe en su puta cara) y bocazas con 95 créditos como guionista; un veterano que se destetó en la decadente Edad de Plata de Hollywood, se incorporó a la era del cine sonoro y palmó a los 55, aparentando 96 y con el hígado hecho fuagrás.
(Orson Welles le diría a Peter Bogdanovich «nadie fue más miserable, más amargo y divertido que Mank… Un perfecto monumento de autodestrucción. Pero, ¿sabes?, cuando toda la amargura no estaba orientada en tu dirección era la mejor compañía del mundo» —"Nobody was more miserable, more bitter, and funnier than Mank ... a perfect monument of self-destruction. But, you know, when the bitterness wasn't focused straight at you, he was the best company in the world"—).
Obesidad mórbida en talento y mala leche.

Mankiewicz hizo de todo en la industria: diálogos, adaptaciones de obras de teatro, reescrituras, correcciones y, non plus non minus, el libreto original de clasicazos como Los caballeros las prefieren rubias (la de 1928, dirigida por Malcolm St. Clair con Ruth Taylor y Alice White de protagonistas, no la de 1953 dirigida por Howard Hawks, con la exquisita Jane Russell —que a mí siempre se me ha parecido un huevo a Jeanna Fine, aunque seguro que son cosas mías, cosas perversas mías— y la petarda de Marilyn Monroe), Un secreto de mujer (Maureen O'Hara sigue siendo nuestro ideal de pelirroja) y El orgullo de los yanquis. Y la mayoría de esas páginas las escribió borracho perdido, y el resto en alguna clínica de desintoxicación que le aprovechó entre muy poco y nada.

Pero, además de su talla como escritor, que nadie le niega, de su acreditada obsesión por el juego —le debía pasta a media California—, de su integridad profesional, que le costó no pocos disgustos, de su mérito como alcohólico, que se ganó a pulso, de su actitud sarcástica y desafiante, un dato poco conocido de Mankiewicz es que sacó de Alemania a cientos, literalmente CIENTOS de judíos alemanes en vez de permitir que acabasen saliendo por una de las chimeneas de Auschwitz (él mismo era judío e hijo de inmigrantes alemanes). Y eso, querido lector, significaba garantizar, a expensas de su propio patrimonio, que ninguno de esos inmigrantes iría directo a engrosar las listas de beneficencia y los clubes de coleccionistas de cupones de descuento. O sea que Mank no se limitó a escribir cartas al Departamento de Estado diciendo que Fulanito Silbermann o Menganita Rosenthal eran buena gente dignos del estatus de Residentes y buenos candidatos a la Ciudadanía, y no peligrosos votantes de Podemos, sino que le abrió de piernas al Tesoro estadounidense sus finanzas personales para demostrar que, en caso de que estos inmigrantes no se pudiesen ganar la vida, allí estaría él para mantenerlos. Y lo hizo, cuando fue necesario.

Y sin embargo esta entrada del Paratroopers no va sobre Herman J. Mankiewicz. Y no porque no se merezca una digna entrada en una bitácora on-line de mierda como la nuestra, amado lector.

Tal vez a estas alturas (si te has repuesto de lo del cuchillo de mierda y el cuelgue de Pervitina, que lo dudo) hayas llegado a la conclusión de que la presente entrada del Paratroopers va sobre Ciudadano Kane. ¿Por qué no iba a tratar sobre ella? Si Mank era un escritor «bigger than life», Ciudadano Kane es una película «bigger than life». Se han escrito volúmenes enteros sobre la que probablemente sea la mejor cinta jamás rodada (y esto es algo que le jode, pero analmente y mucho, a Francis Ford Coppola, responsable de la segunda mejor película jamás rodada) y no vamos a enmendarle aquí la plana a todos esos engolados historiadores del cine y gafapásticos críticos culiprietos.

Ciudadano Kane, fuerza es admitirlo, es esa película que todo papanatas de jersey con cuello cisne («turtle-necked simpleton») pone por las nubes sin que la mayoría de ellos haya visto realmente. En una serie de Flashbacks («momentos retrospécter», los llama un amigo de la bitácora, proeza lingüística e intelectual que debería ser suficiente para concederle un Premio Nacional de Bellas Artes, una silla en la Real Academia o una larga y fructífera relación con una ucraniana veinteañera modelo de lencería, si no las tres cosas), se nos muestra la biografía del magnate de la prensa Charles Foster Kane (encarnado por Orson Welles, el «niño prodigio» del cine de la época; un poco, pero menos, como ahora Jordi «El Niño Polla»), en cuyo pasado indaga el periodista Jerry Thompson (interpretado por William Alland) en su empeño por descifrar el significado de las últimas palabras de Kane en su lecho de muerte: «Rosebud».
(Borra esa sonrisa condescendiente de tu cara, ambos sabemos que resumir el argumento era imprescindible; también para ti, que en tu puta vida has visto Ciudadano Kane, y si la viste ya no te acuerdas, y si te acuerdas no la entendiste, ¿o puedes explicarme por qué nunca vemos la cara al personaje de Jerry Thompson, cuál es el simbolismo de esos contraluces que, en momentos puntuales del metraje, convierten a Kane y a otros personajes en siluetas ominosas? ¿También notaste que el dormitorio de Susan no es el de una adulta, sino más bien el cuarto de una niñita pequeña, o el de una casita de muñecas? Y por supuesto te diste cuenta de que la puerta por la que abandona a Charles Kane tiene un marco en forma de estrella y eres capaz de traducir ese guiño al espectador inteligente, ¿a que sí?).
Charles Foster Kane en persona y en efigie.

La película se remonta a los orígenes humildes de Charles Foster Kane y narra su entronización como editor de periódico multimillonario y su progresiva decadencia moral, originada en su ambición desmedida (manipula a sus lectores con noticias tendenciosas o falsas para que respalden la Guerra hispano-estadounidense, sí, esa en la que perdimos Cuba, Filipinas y Puerto Rico para que los yanquis tuviesen donde jugar a la ruleta y follar con nativas; se casa en primeras nupcias con la sobrina del presidente de los Estados Unidos, hace campaña para gobernador del Estado de Nueva York...) y su borrachera de poder, hasta la extrema soledad de su senectud, que pasa enclaustrado en su vasta finca Xanadú, visitado por parásitos, rodeado de criados y de los inmensos tesoros que ha acumulado a lo largo de su vida, la mayoría de los cuales ni siquiera disfrutó y siguen embalados en sus cajas desde el día de la adquisición.

Ciudadano Kane no da para un libro. Da para dos puñeteras enciclopedias Espasa bisisestas. Todo, absolutamente todo lo que rodea a esta película es de proporciones épicas. Escribir el guion ya constituía un desafío en sí mismo, pues exigía mantener a Herman Mankiewicz alejado de la bebida, hazaña de titanes, y bien lejos de la industria de Hollywood.  Aislado en un rancho durante doce semanas, vigilado por John Houseman, colaborador habitual de Welles, que además de niñera desempeñaba también labores de redactor, Mank dictó página a página, escena a escena, Ciudadano Kane y corrigió con Houseman y Welles los sucesivos borradores. Este enclaustramiento fue en parte posible porque Mank acababa de hostiarse con el coche y tenía una pierna rota, y además era de todo punto imprescindible desde el momento en que Welles y Mankiewicz escogieron inspirar su retrato de Kane en tres personas reales: los empresarios de Chicago Samuel Insull y Harold McCormick y el casi todopoderoso magnate de la prensa William Randolph Hearst, cuyas poderosas conexiones en los grandes estudios de cine operaban como un coro áulico/servicio de inteligencia que habría podido ponerle sobre aviso acerca del proyecto de Ciudadano Kane, dándole la oportunidad de ahogarlo en la bañera antes de que creciese lo suficiente para convertirse en un problema.
William Randolph Hearst en estreñido.

Los paralelismos entre la persona real, William R. Hearst, y el personaje ficticio, Charles F. Kane, son demasiados como para hablar de meras coincidencias. Como Kane, Hearst procedía de una familia humilde enriquecida por la minería. Hearst también practicaba un periodismo amarillista y tendencioso fundado en el escándalo y la tergiversación de la verdad, agigantó o directamente se inventó las atrocidades que las autoridades españolas habrían cometido en Cuba —probablemente mitad y mitad—, llegó a atribuirse el mérito de haber desencadenado la guerra con España —incluso los historiadores más tontos discrepan de él en este punto—, coleccionaba obras de arte, joyas y antigüedades con un infantil regodeo en su propia riqueza y una obsesiva ansia acaparadora (y, como Kane, no llegó ni a desempaquetar la inmensa mayoría de ellas), arregló un matrimonio por intereses políticos, además tuvo una nieta a la que secuestraron, se volvió tarumba y atracó un banco (esto no le pasó a Kane), se trincaba a una actriz de talento cuestionable (Marion Davies) a la que pagaba toda clase de lujos, incluidas películas enteras en las que Davies pudiese lucir su palmito (Charles Kane construyó un palacio de la ópera para su amante y luego esposa, un auténtico loro sin una pizca de talento e incapaz de afinar una mala nota ni siquiera por accidente), hizo carrera política (con mayor fortuna que Kane, ya que fue dos veces diputado de la Cámara de Representantes por el Partido Demócrata y presentó su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos, que no obtuvo) y para terminar (no es que se acaben aquí las simetrías, es que la lista empieza a hacerse larga y te veo cara de sueño), se emperró en construirse su propio castillo, como lo oyes, en su rancho San Simeón, una propiedad californiana de casi mil kilómetros cuadrados. Un castillo, aunque no llegó a terminarlo, lleno de obras de arte, piezas de museo —e incluso habitaciones completas de mansiones europeas que Hearst había comprado al kilo y al metro cuadrado a sus menesterosos propietarios—, como la Xanadú de Charles F. Kane.
Fotico del chabolo de tío Randolph.

A la hora de abordar su escritura del personaje de Kane, Mankiewicz explotó su conocimiento íntimo de Hearst, a cuyas fiestas, comilonas, meriendas, vermús, cenas y cuchipandas fue invitado hasta que, depende del autor al que leas, Randolph Hearst empezó a encontrar molesto y no divertido el patente problema de Mank con la bebida o hasta que Mankiewicz, suelta la lengua por el alcohol, le cantó al superhombre Randiano Hearst las verdades del porquero de Agamenón. Y Mank, con la ayuda de Welles, su pata quebrada colgada de un suspensor, entre trago y trago al alcohol de contrabando que algunos amigos poco interesados en la integridad estructural de su hígado le pasaban de tapadillo, burlando la vigilancia de Houseman, se vengó del desplante de Hearst retratándolo como un pueril, colérico, falso y patético viejo verde (Hearst tenía 34 años más que Marion Davies); tan miserable, tan penoso, tan digno de compasión y ternura que, por no tener, no tenía más que dinero.

Esto no le podía hacer ni puta gracia a Hearst, poco acostumbrado a los desafíos y adicto ya a la caricia de lenguas serviles en el ano. La película era casi una parodia de su vida y su personalidad, tan dolorosamente sangrante en cuanto que había sido escrita por alguien que le conocía bien, que había gozado de su confianza. Para Hearst, acostumbrado a controlar el mensaje desde sus propias cabeceras, el atrevimiento de Mankiewicz no sólo era la traición de un antiguo amigo, era una agresión directa a sus privilegios. Durante décadas, su dinero, sus conexiones políticas y el poder de destruir a cualquier individuo, y a casi cualquier organización, con una campaña de prensa, le habían hecho creerse intocable. No iba a permitir una ofensa de ese calibre. Casi cada plano es un insulto directo a Hearst, algunos descarados, otros más sutiles (esa Susan Alexander haciendo puzzles, actividad que sugiere la incapacidad física de un Kane ya provecta y pichopáusico por darle alegría a su cuerpo Macarena) todos ellos aún más infamantes desde el minuto y hora en que procedían de alguien que le conocía bien.
(Y lo que menos gracia le hizo a Hearst, al parecer, es que «Rosebud» —aunque en Mank afirman que Mankievicz ignoraba este dato— era el nombre cariñoso que William Randolph le daba a la pepitilla del chirri de Marion Davies).

La mejor película de la historia estuvo muy pero que muuuuuuuuuuy cerca de no existir. Hearst, personalmente o a través de sus amigos de la industria del cine, no sólo amenazó con demandas judiciales de aquí a Lima, sino que llegó a intentar comprar RKO por ciento y la mitra y con la única condición de que hiciesen una pila con todas las copias del guion de Ciudadano Kane y le plantasen fuego. A ser posible con Mank en lo alto del montón, atado a un palo. Amigos y colegas, y según dicen hasta su propio hermano, intentaron disuadir a Mankiewicz de terminar la escritura o, en su defecto, de figurar en los créditos (si alguien iba a comer mierda, que fuese ese engreidillo de Orson Welles, que se creía mejor que sus mayores y menos talentosos compañeros de profesión), lo cual habría permitido a Hearst más o menos salvar la cara en público...

Y todo para que Ciudadano Kane fuese un fracaso en taquilla del cual, a los pocos meses, nadie se acordaba. Oh, sí, en Francia la habían proclamado obra maestra, pero ¿qué sabrán esos sifilíticos comequesos y esas lesbianas de sobacos malolientes lo que es cine? No fue hasta su reestreno en 1956 (muerto ya Hearst, por cierto) que el público estadounidense, y no te cuento ya la crítica, empezó a apreciarla como se merece.

Pero...

Siempre tiene que haber un «pero».

Pero no, a pesar del tiempo que he dedicado a endulzártela (turra marca de la casa), esta entrada del Paratroopers no va sobre Ciudadano Kane.

¡Huy espera, que sí, que va sobre Ciudadano Kane! Bueno, va sobre por qué la mejor película de la historia es un absurdo narrativo.

Sí. La mejor película de la historia está mal escrita.
No pongas esa cara, hombre. Le puede pasar a cualquiera.

¿Cómo se te queda el cuerpo?

Ah, que no lo pillas. Mira el argumento de Ciudadano Kane sacado de la Whiskypedia:


¿Lo pillas ya?

Ah, ¿no? Mira mejor.


¿Todavía nada? Te doy una pista.


No, claro que no lo pillas. No lo pillas porque:

a). En realidad no has visto Ciudadano Kane, pongas lo que pongas en tu muro de Facebook, Millennial farsante, y

b). No eres escritor ni tienes puta idea de cine. Ni de nada.

William R. Hea... ay, que me lío, Charles F. Kane está sólo en su inmenso dormitorio, sólo en su carísima cama, sosteniendo uno de esos pisapapeles de cristal con un paisaje nevado en su interior, dice «clítoris de Marion Dav...»... perdón, dice «Rosebud» y se muere. El pisapapeles se le cae de la mano, ¡crash!, y se desmenuza contra el suelo. Al sonido del vidrio roto entra la enfermera.

NINGÚN periodista podía haberse sentido intrigado por las últimas palabras de Charles Kane porque no había nadie cerca del enfermo para recogerlas. Nadie le oyó decir «Clítoris» antes de irse a la Gran Asamblea de Accionistas del infierno. Nadie llegó a saber jamás que, antes de doblarla definitivamente, Kane dijo «Rosebud», el nombre de su trineo de niño, su última conexión sentimental con la única etapa de su vida en la que fue no sólo inocente, sino genuinamente feliz, la única posesión material que, en su lecho de muerte, sigue amando, y que ha perdido, en alguno de sus gigantescos almacenes llenos de costosísimas chucherías que jamás le hicieron ni remotamente tan feliz como aquel juguete de su infancia, único tesoro real del multimillonario Kane que acaba, con el resto de la basura, ardiendo en la pira de trastos que sus criados destruyen antes de abandonar una expoliada Xanadú para siempre.

Quizá esto te ayude a ser más comprensivo con tus fallos en el futuro. Un error del calibre del que acabo de describirte no impide que Ciudadano Kane sea una gran película.

La mejor película de la historia está basada en una cagada de primero de guionista. Y el responsable de ese resbalón se llamaba Herman Mankiewicz, nada menos. Y tampoco Orson Welles, escritor a su vez, se dio cuenta o quiso corregir este pecado original de la mejor película de la historia. En ninguna de las versiones del guion, y Mank hizo por lo menos tres en sus largas e insomnes noches de esritor alcohólico.

Pero quizá la historia de Ciudadano Kane, corresponda a quien corresponda la legítima autoría del libreto (no vamos a extender la entrada profundizando en la gresca al respecto que mantuvieron durante el resto de sus vidas Welles y Mankiewicz), también implique otra lección igual de valiosa:

Por bueno que parezca un texto, siempre habrá margen para la mejora. Por listo, talentoso y observador que te creas (y Mank y Welles se lo creían mucho), no eres impermeable al error. Ni siquiera a alguno tan evidente como que nadie pudo oír las últimas palabras de tu moribundo protagonista porque nadie estaba lo bastante cerca de él para oírlas. Y, lo creas o no, errores así de gordos, y otros mayores, los he cometido yo, que no tengo ni media hostia, y los han cometido verdaderas bestias pardas de la Literatura. ¿O ese Robinson Crusoe que se desnuda, llega nadando a los restos del naufragio y se llena los bolsillos (¡qué putos bolsillos, si está en bolas!) de cosas es una licencia poética?
Otra licencia poética: la titular de la pepitilla.

Si encontrar un fallo en un texto revisado mil veces y del que creías estar completamente seguro supone tamaña tragedia para tu delicada sensibilidad que prefieres tirar los dados y entregar una obra llena de errores ortográficos, patadas a la sintaxis, calaveradas estilísticas, fracturas de la continuidad, formularias ideas felices o una bomba atómica como la de las últimas palabras de Charles Foster Kane que nadie pudo escuchar y en las que se basa el argumento de la mejor película de la historia, ni que decir tiene que lo de escribir no es lo tuyo y deberías limitarte a hacer tangas de calceta.

Los malos escritores sólo escriben. Los buenos, además, reescriben y corrigen.

Tú escoges lo que prefieres ser.