lunes, 31 de diciembre de 2018

El alba

Tenías doce velas. Doce y no más. Nadie podía darte más de doce, y la única pregunta que deberías hacerte es qué provecho has sacado de su danzarina luz moribunda.

Cuando soplaste la llama de la primera vela, ¿habías amado lo suficiente para todo un año, o el libro de cuentas de tus afectos quedó en números rojos? ¿Cuántas veces dijiste «te quiero»? ¿Cuántas veces proclamaste «la vida no es vida sin amar»? ¿Cuántos días te revolviste insomne en tu lecho, lamentándote por no haber sido más liberal con tu corazón?

Dejemos atrás el pabilo, ya frío y muerto, de la primera vela.

Cuando soplaste la llama de la segunda vela, ¿recordaste a tus muertos? ¿Tuviste apenas un instante para pensar en todos los que te precedieron en el viaje al Último Misterio? ¿Evocaste su recuerdo con una sonrisa de nostalgia o con una máscara de indiferencia? ¿Les dijiste, aunque solo fuese con la voz de tu alma, «espero que salgais a recibirme al camino, cuando me toque emprender mi propio peregrinaje; espero que me guiéis hacia la blanca orilla, donde nos amaremos para siempre»?

Vuelve la espalda a esa mecha tiznada y yerta. Ya no puedes obtener ninguna luz de ella.

¿Qué puedes decirme de la tercera vela? ¿Te acompañó durante alguna lectura nocturna? ¿Te ayudó a hacerte más sabio o, al menos, no tan ingenuo? ¿Estabas prevenido, cuando te arrimaste a su fulgor, de que esa llama era única en su especie; la única que podía hacerte más sabio, la única que podía iluminar ese libro cuya lectura llevas tanto tiempo posponiendo, la única que podía convertirte en un hombre mejor?

Lástima. Ahora se ha apagado, y su luz no volverá.

Echa un vistazo a esa pobre tortilla de cera a que ha quedado reducida la cuarta vela. Al amor de su luz pudiste mostrarte agradecido. Pudiste ser generoso. ¿Cuántas veces, mientras gozaste de las bendiciones de su llama, dijiste «gracias»? ¿Cuántas veces dijiste, o mejor aún mostraste, que tu humilde ciencia y tus espartanas posesiones no te pertenecían en exclusiva, sino que estabas obligado a compartirlas con quien las hubiese menester? ¿Cuántas veces un amigo dudó en pedirte un minuto de tu tiempo, aunque solo fuese para poder llorar en tu hombro, porque recordaba el día en que se vio necesitado pero tu egoísmo, o tu cansancio, o las correas que nos impone la cotidiana existencia, te habían vuelto mezquino e insensible?

Tal vez sea mejor que esa vela se haya apagado. Su luz arrojaba sombras monstruosas, en las que reconocías lo peor de ti mismo.

Así ha transcurrido este año. Lo empezaste con doce candelas. Doce promesas. Doce soles, portadores de vida, luz y calor.

Una tras otra, se han ido apagando, y tú sentenciaste sus fuegos soplando las llamas en sus últimos estertores.

Ahora estás mirando cómo flaquea, chisporrotea y se agota la llama de la duodécima y última vela. Y temes la negrura que te acecha, pesada como alquitrán. Te dispones a acabar con su agonía. Temes. Tiemblas, pues ¿qué será de ti cuando la piedad te haga soplar esta última mecha, esta llama postrera, esta luz tísica que es ya la última luz que te queda?

Soplas la llama.

Y las tinieblas te envuelven. Y, por un momento, sientes la desesperación de un hoy sin un mañana. Vuelves la vista al cielo, pero antes de clamar por el socorro divino ves la hoz blanca y moteada de la luna; ves su bolero de estrellas. Así pues no es completa la oscuridad que te rodea, y sin embargo, ¡esas luces son tan frías y están tan lejanas! ¡Cómo añoras tus doce velas llenas de promesas, infinitas en oportunidades; tus doce velas que eran doce llaves de las puertas al amor, al recuerdo, a la gratitud, a la sabiduría!

¿Qué uso hiciste de esas doce velas? ¿Fueron provechosos los días que iluminaron? ¿Y si no lo fueron, por qué te lamentas de la oscuridad que te amenaza, cuando tenías doce velas, doce llamas, cuya luz conjunta rivalizaba con la del propio sol, y no sacaste partido alguno de su resplandor? 

Pero no. Ese fuego álgido de la luna y las estrellas no puede bastarte.

Permíteme, por una vez, que guíe tus ojos ávidos de luz.

Gira tu rostro hacia Asia.

¿Ves ese albor que crece en Levante?

Es el aura del nuevo año, el fuego colegiado de otras doce velas que el anciano Padre Tiempo ha prendido para ti.

Y la única pregunta que deberías hacerte es qué provecho sacarás de su luz danzarina y moribunda.

Porque algún día esas doce velas serán tus últimas doce velas. 

Porque algún día, ni siquiera podrás soplar la llama de todas ellas.

Feliz Año Nuevo.

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