domingo, 28 de abril de 2019

No todas las lágrimas son amargas

Aún tengo la piel de gallina.

¿Qué mierda puedo decir de Avengers: Endgame que no hayan dicho ya las personas que fueron a verla antes que yo? ¿Qué puedo decir que no os desgracie la experiencia? Porque casi cualquier cosa que os diga de ella será un espóiler.


Puedo decir que me arrancó más de una sonrisa.
(Y os lo suelto así, en caliente).
Puedo decir que me hizo derramar más de una lágrima.
(Puedo decir que medio cine lloró conmigo).
Puedo decir que me partí las manos aplaudiendo.
(Y no era el único).
No he tenido cuartel. Es una de las películas más exigentes emocionalmente que he visto jamás. Pasé de un momento de dolor a un sketch de comedia y de ahí a una escena de puro y duro fan service sin adulterar. Estoy roto.

Aunque me sigue pareciendo que Avengers: Infinity War es muy superior en ejecución, historia, carga dramática e intensidad épica, Endgame es quizá el mejor final que podíamos esperar.


Los Vengadores dedican el primer segmento de película a asimilar la derrota sufrida al final de Infinity War.

El segundo segmento se lo pasan intentando darle la vuelta a esa derrota.

Y el último segmento a la batalla más absolutamente BESTIAL que hemos visto jamás en una peli de superhéroes...y quizá en cualquier película, y eso incluye Infinity War.


«Bring me Thanos!» Ya un puto clásico.
Y cada uno de estos segmentos es prácticamente un largometraje distinto. Cada uno con su propio ritmo y arco argumental.
Que no, que Endgame no es perfecta, ni muchísimo menos.

Hay unos Devs ex machina gordísimos. Dos veces con la Capitana Marvel y una tercera vez con una puta rata. Y eso solo son los más evidentes.

No. No es una metáfora, ES una puta rata.

Al igual que en Ragnarok, de nuevo se cargan la dignidad de Thor, tras habérsela devuelto en Infinity War. Thor, que es un personaje sobrio, grave, de una intensidad shakespeariana, en Endgame vuelve a ser un payaso.

Tony Stark
sigue siendo el puto amo, gracias a Dios.

Pero la escena con la Gema del Alma no tiene pies ni cabeza. Si hace falta un sacrificio para conseguirla, ¿quién sacrifica el qué? Agujero de guión inmenso.

Menos mal que el Capitán América vuelve a ser el líder que los Vengadores necesitan.


Pero personajes que habían desaparecido en Infinity War aparecen de la nada en esta película. Y no me refiero a los que murieron con la decimation (el chasquido de dedos) de Thanos, sino a personajes que deberían haber aparecido en IW, pero no aparecieron (y no sabías qué coño había sido de ellos), y sin embargo reaparecen como por arte de magia. Y, además, reunen tantos héroes al mismo tiempo que muchos no tienen más que un cameo o, a lo sumo, un par de planos. Porque es que no cabía tanta gente en el encuadre.

Diez años de películas. Algunas maravillosas como la primera Iron man, Capitán América: El soldado de invierno, Black Panther, Guardianes de la galaxia o Infinity War. Otras aparentemente menores, pero extraordinariamente dignas, como la primera del Capi, las dos de Ant Man o Spiderman: Homecoming. Unas cuantas dolorosamente torpes, absurdas o abiertamente denigrantes, como cualquiera de las de Thor, salvo la primera, y las secuelas de Iron Man y Guardianes de la Galaxia.

Mierda, ¿cómo coño os recomiendo esta película sin reventárosla con espóilers?

Los tráilers no cuentan nada (como debe ser). Se lo han reservado todo para la película (como debe ser). Una película que no da tregua. Que voy a tener que ver más de una vez para asimilar toda la información que contiene, porque es que mi cerebro no daba para más.

(Y ésa podría ser otra crítica a la película: que está sobrecargada de trama, que es puto demasiado para procesarlo todo de una vez).
Sin embargo dura como tres horas y se te hacen cortas.

Joder, ¿cómo puedo haceros entender lo mucho que va a gustaros?

Esta película es el Avatar de los fans del cómic.

Es el El señor de los anillos de los amantes de los cómics.

¿Qué más necesitáis saber para ir a verla?

Alguien empuña el Mjolnir.

(Esto es la puntita de un espóiler. Perdón por metéroslo sin aviso).
Y ese alguien no es Thor, pero es digno. Y, en realidad, ya lo sabíamos.

Si tuviese treinta años menos, hoy sería el niño más feliz del mundo (y probablemente también estaría traumatizado, aunque no tanto como después de ver Infinity War). Pero soy el niño que se crió con aquella bochornosa serie de televisión de Hulk en la que Bruce Banner era Bill Bixby y Hulk era Lou Ferrigno. Pintado de verde. Y con aquel serial de Spiderman interpretado por Nicholas Hammond que... bueno... Dejémoslo.

Sí: mejor dejémoslo.
¡Dios, si fuese niño ahora, cuando la tecnología por fin me permite tener en pantalla a los héroes de mis cómics de infancia, tal y como siempre quise verlos!

Y no era así. Lo juro.
Avengers: Endgame lo tiene (casi) todo. Desde luego, tiene lo que era necesario para hacer que me sienta otra vez como un niño de doce años.

Los Vengadores ganan cuando parecía que estaban a punto de perder (otra vez).

El Doctor Extraño tenía razón: era la única manera.


Pero, para dejar bien claro que tomaban partido por el bando anti-Weinstein, los hermanos Russo han tenido que meter a patadas el momento Girl Power; y mira que a mí no me molesta el Girl Power, pero es que aquí está tan forzado que da como urticaria.

Y ya os aviso de que alguien muere para que los héroes ganen.

Porque, como en los cómics, al final los buenos ganan.

Aunque tengan que pagar el precio por su victoria.

Un precio del que eran dolorosamente conscientes.

Porque eso es lo que distingue a los héroes: son esas personas que están dispuestas a hacer el sacrificio que sea necesario para salvar vidas.


Por eso leemos cómics de superhéroes, y vemos películas de superhéroes; porque son la luz que nos guía. Que nos muestra lo mejor que podemos ser.

Porque en la vida real, los valores ya no se valoran (no pun intended) y los héroes raras veces ganan.


Por eso deberíais ir a ver Endgame.

Porque vais a reír como imbéciles.

Vais a llorar como niños.

Vais a aplaudir como lunáticos.

Vais a volver a sentiros como unos críos de doce años.

Vais a salir del cine con los ojos húmedos y una sonrisa de oreja a oreja.

Hoy he pasado casi tres horas con unos buenos amigos.


Y algunos de ellos no volveré a verlos más.

Pero el viaje que nos ha traído hasta aquí ha sido hermoso, a pesar de los baches.

Ha merecido la pena.

Y las lágrimas que he derramado por ellos no eran todas amargas.

Eso es, en realidad, lo único que realmente me fastidia de Vengadores: Endgame; que no me he podido despedir de mis amigos.

Que nunca sabrán cuánto he sufrido por ellos, y cuánto he disfrutado de sus aventuras, ni lo agradecido que les estoy por haberme permitido hacer parte del viaje con ellos.

Id a ver Avengers: Endgame.

De nada.

Hasta siempre.
 

miércoles, 24 de abril de 2019

Lo que hemos perdido

Si no puedes nombrarlo, no puedes comprenderlo.

Lo creas o no, ínclito lector de preclaro discernimiento y exquisita sensibilidad, éste es un tema que debería preocuparte. A mí me preocupa. Y mucho. A fin y al cabo, soy escritor (no de los más talentosos y, lamentablemente, tampoco de los mejor pagados) y se supone que las palabras son lo mío: expresar ideas, sentimientos, acciones a través del lenguaje; y sin embargo me descubro, a menudo, rompiéndome los proverbiales cuernos contra los cantos del diccionario, impotente a la hora de escoger la palabra perfecta.

Creo que intenta comunicarse, pero no acabo de pillar lo que me pide.
Toda disciplina artística es una escuela infinita. Si no aprendes algo nuevo no digo yo cada día, pero al menos cada semana, es que no desayunas lo bastante fuerte o que estás a otra cosa, pero no haciendo Arte.

Hace unos días salí a comer con unos amigos y, sin que yo hiciese el menor esfuerzo por dirigir la conversación hacia ese punto (lo juro), una de las personas que me acompañaba y que (probablemente con buen juicio y afiladísima intuición) jamás ha leído nada mío, me soltó la bomba atómica: «bueno, ¿y tus libros de qué van, exactamente?»

Mi respuesta fue: «me cago en sesenta y cuatro mil doscientas diez putas bisiestas».

Y es que siempre me siento igual de torpe, vacilante y oscuro cuando me piden que reduzca mis narraciones a una ecuación sencilla, económica, fácil de digerir. Cada vez que me he visto en este compromiso siempre he acabado resumiendo, con mayor o menor habilidad, el argumento de una o varias de esas novelas. Lo cual raras veces encontró un público receptivo, pues la pregunta delataba de antemano que no era en absoluto una disertación lo que dicha persona pretendía. En el caso al que aludo en esta entrada, mi amiga me estaba pidiendo, con toda la inocencia del mundo, que le pusiese una etiqueta a mis libros. Algo en plan «Aventura», «Joven adulto», «Clon de las Sombras de Grey», «Supermán mata a Pío IX».

ODIO hacer eso.

Desde mi punto de vista, reducir una obra, sea literaria o de cualquier otro tipo, a su común denominador es degradar esa obra al privarla de los atributos que la distinguen de otras mil historias basadas en el mismo esquema. Desfigurarla podándola de todas las posibles arborescencias, meandros y afluentes que la componen. Mancillarla por el expediente de menoscabar su mensaje, desarrollo y alcance o, lo que probablemente sea varias veces peor aún, incurrir en una apoteosis de pedantería.

«Rana disléxica convence a campesino paleto de que mate a su padre».


Y así nos follamos por la oreja el argumento de El imperio contraataca.
Eso, eso. No pienses, que es un coñazo.
«Crónica de una Penélope clitorianamente empoderada a la búsqueda de la Ítaca de la plenitud afectiva a través de un Mediterráneo de cuerpos y suspiros».

Y así hacemos que Las edades de Lulú parezca una densa y ambiciosa exploración de la naturaleza humana, capaz de poner a su autora en cabeza de la carrera hacia el Nóbel de Literatura. Y en ninguno de los casos estamos respetando el contenido de las obras, ni proporcionando a su público potencial el menor incentivo para asomarse a ellas.

¿Si alguien te dice que ha visto una película en la que una solterona raruna, así como medio bollera, intenta matar a todo el pueblo tras pillarse un cabreo del chocho porque su hermana se va a casar antes que ella, sabes que esa persona está hablando de Frozen?

Asesinato de masas: el musical.
Ése es el problema de poner etiquetas, incluso cuando son tan largas como los ejemplos que acabo de darte.

En El juego de Hollywood, Griffin Mill, el productor de cine interpretado por Tim Robbins, recibe en su despacho a toda una serie de directores y guionistas que pretenden sacarle pasta para sus películas. Mill no tiene paciencia, ni tiempo, ni ganas de escuchar el argumento de esas películas y le pide a sus interlocutores que las reduzcan a una etiqueta, a ser posible empleando referencias de otros largometrajes que él conozca. Así, esos proyectos, esos guiones tras los cuales hay meses o tal vez años de escritura, correcciones y preproducción, quedan reducidos a fórmulas hilarantes, y a veces estupefacientes, del cariz de «es una mezcla de Sed de mal y La invasión de los ladrones de cuerpos», o «es algo a medio camino entre Centauros del desierto y Bitelchús», o «quédate con este concepto:  Calígula consigue el DeLorean de Regreso al futuro».

(Griffin Mill es un arquetípico productor de cine que no tiene tiempo, ni interés en las películas a las cuales le corresponde asignar o denegar fondos. A Griffin le tiran del cojón izquierdo tanto las buenas como las malas historias. Lo suyo es proteger la cuenta de resultados del estudio y para ello necesita apostar por valores seguros. Nada de cine. Nada de Arte. Espectáculo facilongo y cero saltos al vacío. Taquilla garantizada. «Vamos a educar el gusto del público a nuestra conveniencia y luego darle productos estandarizados que se ajusten a ese modelo que nosotros mismos hemos establecido». Cuando unos directores le proponen hacer una película en plan Ejecución inminente pero con actores desconocidos y sin el tramposo final feliz del largometraje de Eastwood, el trabajo de Griffin consiste en asegurarse de que los «actores desconocidos» sean Bruce Willis y Julia Roberts y que, por supuesto, la película no acabe como Pena de muerte).
Cuando me piden que condense uno de mis libros en una etiqueta, poco menos que me están pidiendo, salvando las distancias, que reduzca a los hijos que no tengo (y que, podéis respirar tranquilos, no tengo planes de engendrar jamás) a una palabra. Yo qué se: «gordo», «imbécil», «cojo», «llorón», por ejemplo. Sí, la capacidad de síntesis es parte connatural al oficio de escritor y la incapacidad de resumir el argumento de una novela debería ser motivo suficiente para que te expulsasen del Parnaso a perpetuidad, pero diré a modo de justificación que mis apuros a la hora de reducir a unas pocas palabras o una frase sencilla la trama de cualquiera de mis novelas siempre tuvieron lugar en circunstancias muy concretas:

Siempre afronté esas dificultades en el curso de una conversación. Hasta la fecha no he sufrido los mismos problemas cuando se trataba de presentar un texto a un agente literario o una editorial, pese a lo ingrato y humillante de la tarea, auténtica cura de humildad que te hace sentir como un pedigüeño y replantearte tu presunto, y demasiado a menudo autoatribuido, talento. Cuando he dispuesto de algún tiempo para desarrollar mis ideas, reducirlas a un texto breve sin perder legibilidad creo, modestia aparte, que no hice tan mal papel. Para lo que me sirvió. Pero que te acorralen en una conversación informal con las mismas solicitaciones de puntería y brevedad que exige de ti el profesional de la edición, es algo que me hace ir de cráneo. Se me antoja tan injusto como verme arrojado, sin previo aviso, a un combate contra un rival que ha escogido el momento, el campo de batalla, las reglas de enfrentamiento y que, encima, se reserva el derecho de darme, ¡zasca!, las veinte primeras hostias.

Que no me cosco, oye. Y juraría que es importante.
Los escritores no hablamos como escribimos. Escribir es corregir. Y corregir. Y corregir. Y volver a corregir. El papel te otorga una ventaja de la que careces en una conversación. Hablando en un contexto coloquial me permito hacerle verdaderas putadas al idioma que jamás se me ocurriría deslizar en un texto con pretensiones literarias. El paupérrimo nivel estilístico y ortográfico de esta bitácora, en la que escribo con la misma liberalidad con la que sopeso muslos y pechugas en compañía de mis amistades masculinas (ya ves, machistazos que somos), es indicativo del argumento que pretendo ilustrar. Cualquier lector futurible que lea una de las entradas del Paratroopers y se asome luego a mis textos «serios», si le quedan ganas, que probablemente no, se llevará una sorpresa. No prometo que sea agradable. Lo que sí prometo es que cualquier lector que haga el camino inverso y llegue a la bitácora desde uno de mis libros se llevará, casi con absoluta seguridad, un terrible desengaño.

No podemos ser ingeniosos todo el tiempo. Apostaría a que ni la mitad de las frases atribuidas a Oscar Wilde que puedes encontrar en Internet son realmente de Oscar Wilde. Porque ni siquiera Oscar Wilde, que dedicó casi toda su puta vida a demostrar lo mucho que molaba ser Oscar Wilde y lo inteligente, verboso y elocuente que era Oscar Wilde; ni siquiera él, digo, podía ser Oscar Wilde todo el tiempo y porque si Oscar Wilde realmente hubiese escrito todas esas frases no le habría quedado tiempo para dormir, comer, cagar o llevar ante los tribunales al padre de su mancebo por llamarle «so[m]domita» siendo Wilde efectivamente homosexual en una sociedad en la que perder aceite era delito; dando por añadidura a los acólitos de Wilde, esa gente con tan alta consideración de su ídolo que no le creen capaz de cometer un error (vamos, como los consumidores de productos Apple obnubilados por el destello de los chakras de Steve Jobs),
la oportunidad de revolcarse en su presunta búsqueda consciente del martirio, en el compromiso del autor de El abanico de Lady Windermere y El retrato de Dorian Gray con el malditismo, e interpretar su desliz judicial como la reconciliación pública de Wilde con el estigma social de su propia homosexualidad, o bien como deliberada sumisión al crepúsculo, del que había menester para hacer Arte desde el dolor, el desengaño, gracias a los cuales donó a la humanidad esas dos pequeñas joyas tituladas De profundis y La balada de la cárcel de Reading.
(Vamos, que Wilde facundo lo era un rato, ahora, lo que se dice inteligente...).

(Ya, ya. Que me he ido por las ramas. Lo se).
Y no dejo de preguntarme si la incapacidad de reducir a unos pocos conceptos el argumento de una de mis novelas fue más una tara mía o la necesidad de dicha minuta desveló en realidad una flaqueza de mi interlocutora, que tal vez, como el productor de cine interpretado por Tim Robbins, no tenía paciencia, ni tiempo, ni oportunidad de pararse a escuchar una exposición más o menos larga en el transcurso de la cual yo tuviese oportunidad de presentarle a los personajes de uno de mis libros e introducirla a la trama, porque, como ya se ha dicho otras veces por personas más informadas que yo, estamos siendo confinados en una caja de luces fluorescentes que harían insufrible la vida de un epiléptico, sometidos constantemente a una estimulación cognitiva que nos imposibilita ejercer nuestra capacidad de concentración y nos vuelve aborrecibles todas las formas culturales que exijan un mínimo esfuerzo; lo cual no augura nada bueno para el futuro de las letras.

De ningunas letras.

Hemos perdido nuestra capacidad de concentración. En el cine ya es dolorosamente evidente. La mayoría de las productoras de cine hace décadas que renunciaron a hacer películas. Ahora se limitan a crear marcas. Franquicias a partir de las cuales comercializar toda clase de productos derivados: camisetas de Harry Potter, tazas de Star Wars, videojuegos de 50 sombras de Grey, condones de Toy Story... Ya hace años que los guionistas de Hollywood pusieron el grito en el cielo porque los estudios les imponían unas determinadas directrices que estorbaban la consecución de una obra mínimamente digna. El desarrollo de personajes estorba, la trama es una mera excusa, la recreación de escenarios nula, los diálogos, paupérrimos, los giros de guión apenas media docena escogida de la cornucopia de fórmulas clásicas. Todo se confía a la acción. Acción por un tubo. Acción, acción y más acción. Por eso tienen tanto éxito series como la de Fast & Furious, que se limitan a rodar, una y otra vez, la misma película cambiando apenas los coches y las macizas ligeras de ropa que aparecen en pantalla. Y como ese tipo de largometrajes no nos exigen esfuerzo alguno, nos están deseducando, están transformando nuestra manera de ver cine.

Los responsables de decidir qué películas se ruedan y qué películas acaban en el cesto de la basura planean su calendario de producciones en base a un guión establecido que fosiliza la estructura del largometraje. Y estoy hablando de una auténtica receta, obtenida tras hacerle ingeniería inversa al último éxito de taquilla, que dice, punto por punto, cuánto tiempo hay que dedicar a presentar a los protagonistas (prácticamente ninguno), cuándo y dónde se debe introducir la primera escena de acción, cuánto metraje debe separarla de la siguiente... Estamos llegando al colmo de rodar películas sin guión. Así, a lo macho. Actores y actrices perfectamente vestidos y maquillados repartiendo estopa en un decorado o delante de una pantalla verde mientras, a tres horas en coche de allí, un grupo de impotentes mercenarios suda sangre delante de la pantalla de sus ordenadores intentando hilar algo parecido a una historia que enlace todas esas escenas de acción.

Han rodado Orgullo y prejuicio y zombies, que en realidad debería haberse titulado The Walking Bennet Sisters Kickening Rotten Dead Asses Matrix-Style. Muertos vivientes, artes marciales, ambientación victoriana y tías macizas. ¿Qué podía salir mal?
Zombicatómbico.
Han perpetrado Abraham Lincoln: Vampire Hunter, sobre la cual huelgan comentarios, y me otorga una más bien escasa satisfacción que ambos engendros de Satanás se comieran sendas hostias en taquilla (Abraham Lincoln: Vampire Hunter recaudó en Estados Unidos, por los pelos, la mitad de su presupuesto y Pride + Prejudice + Zombies no llegó ni a eso).
Abe Lincoln: a true american badass.
En Hollywood han tomado It, un libro profundamente reflexivo, intelectual, un valiente y digno candidato a «Gran novela americana» estructurado en una lasagna de tramas y símbolos, casi místico en su ambiciosa mitología interna, y lo han convertido en Los Goonies hooligans desatados de Villa Cojona de Abajo hostian vivo al payaso caníbal chupacabras del infierno. Porque, tras descomponer en sus elementos fundamentales, el último éxito de taquilla del género de terror, los guionistas adoctrinados por el estudio se han atenido a un formulario que la película debía respetar. Han reducido It a una etiqueta. A una película previsible, rutinaria, anodina.
«¡Chan! ¡Momento de asustarse!»
Ya no sé cuántas veces, al salir del cine o parar el reproductor de DVD, me he dicho: «Interesante película. ¿De qué cojones iba?», o me he sorprendido, en mitad de la proyección, deseando la muerte, entre terribles sufrimientos, del protagonista y sus amigos, con los que no había tenido oportunidad, ni tiempo, ni motivos para empatizar.

Pero es que este proceso de degradación consciente de las tramas, los argumentos, el estilo, la originalidad, el lenguaje, ha contaminado también al mundo editorial. Desaparecen los párrafos descriptivos. El desarrollo de personajes, también aquí, se va por el váter abajo. Los argumentos tienen la complejidad de la funda del carallo. El estilo no existe. Las temáticas clonan sin pudor alguno la del último éxito de ventas. Los diálogos producen urticaria. El vocabulario empleado es primario, mongolizante. Y no es sorprendente, a tenor de lo expresado más arriba, que todo este proceso de jumentización de la cultura comenzara a agravarse en cuanto llegaron a las editoriales ejecutivos destetados en el negocio audiovisual, que arrastraban los pecados ya descritos y, en el colmo de la ignorancia, exigían a los libros el mismo margen de beneficios que obtienen las series de televisión y las películas, pretensión a todas luces insensata (son dos tipos de productos JODIDAMENTE distintos en todos los sentidos) que aniquila la originalidad, la creatividad y la profesionalidad, que es muchísimo peor. Así puede El código da Vinci, escrito por un disléxico demasiado vago para consultar una enciclopedia, ponerse en más de 80 millones de ejemplares vendidos, o 50 sombras de Grey superar los 120 millones.
«En la Habitación Roja nos hemos desmadrado un poquitín».
En los estrenos de cine casi han desaparecido las producciones menores. En el fondo de catálogo de las editoriales han desaparecido los títulos modestos, los que vendían apenas unos cientos o miles de ejemplares. Todo se fía a los pelotazos, a los grandes best-sellers y blockbusters escritos por analfabetos funcionales y dirigidos por mamporreros sin talento.

Estamos criando a toda una generación de espectadores amuermados y lectores lerdos incapaces de nombrar o comprender; castrados intelectualmente para leer nada más extenso que una etiqueta y, encima, y como colofón a esta catarata de mierda, les estamos dando siempre las mismas tres o cuatro etiquetas, para que no sientan la tentación de pararse a reflexionar. Los inflamos a polos, pero todos son del mismo sabor y, además, contienen niveles varias veces tóxicos de azúcares y colorantes.
¡Ah, ya lo pillo! Ahora mismo salgo a comprarte ese helado.
Señores, les doy la bienvenida al fin de la civilización. 
Ahora no podéis decir que nadie os avisó.

martes, 9 de abril de 2019

El noble arte de que todo te sude los cojones

(o el chimichurri, si eres chica).
Y te lo secas así, o como prefieras.
En resumen, y para evitarte, querido lector, una de mis interminables introducciones: llegamos a los títulos de crédito finales, apagué el televisor, se hizo el silencio y, tras una breve meditación, resumí mi perplejidad en tres preguntas:
1. ¿Qué cojones ha pasado? 

2. ¿Qué coño acabo de ver?

y 3. ¿Cómo pudo llegar esta soberana mierda a los cines?
Básicamente la película con la que acababa de castigarme iba de una cría pequeña, rubia y eso, que no sé quién coño era, ni de dónde salía, ni entendí por qué me debería importar un mojón lo que le pasase, porque nadie me lo mostró ni me lo explicó. Una niña, insisto, rubia, a la que le dan un trasto mágico, o algo, que tampoco me enteré de qué hostia era, ni para qué servía, ni por qué se lo daban, ni cómo cipotes funcionaba; y la niña cogía el trasto y se lo llevaba a alguna parte, no sé adónde, ni por qué tenía que llevárselo allí y no a otro sitio, pero no conseguía llegar directamente a su destino, e iba rebotando de lugar en lugar, como una bola de pinball, y conocía gente, y gente que no era gente, y de repente llegamos al tercer acto y sobreviene el clímax... y resulta que no era el clímax, que aún faltaba como media hora de película, pero la tensión dramática a partir de ese clímax que no era clímax no hace más que caer en picado, y tú empiezas a pensar que hay otro clímax más clímax después de ese clímax que no era clímax, y va la peli y, de repente, se acaba. Sin clímax.

Y uno, que ya va teniendo edad para escoger la piedra de su sepulcro, que ha visto un par de películas y aprendido un par de cosas (solo un par, ¿eh?, que no pretendo ir de gurú)  sobre cine, narrativa cinematográfica y estructura dramática, se queda con cara de «¿en puto serio?».
Tuve la tentación de apiadarme del director y admitir la posibilidad que este desastre de largometraje no fuese tan oscuro, confuso y encabronante para los espectadores familiarizados con los libros en los que se basaba. Pero luego caí en que otra película, basada en un libro aún más pretencioso, indigesto y pedante se había convertido, solo unos pocos años antes, en una puta mina de oro alabada por la crítica, adorada por el público y que todavía se pone hoy como ejemplo de la mejor forma de traducir un material literario a una producción cinematográfica.

Así que me puse a investigar sobre la puñetera película de la cría que tiene un trasto y que va de aquí para allá, porque quería entender qué había salido mal, por qué la película, gozando como había gozado de semejante presupuesto y tan selecto reparto, era tan jodidamente mala y había cosechado tan clamoroso fracaso. Y recordemos que no había leído, y sigo sin leer, los libros en los que se basaba, aunque, por referencias, tenía en la mejor consideración a su autor. A fin y al cabo, yo no había leído Dune, de Frank Herbert, antes de ver la película de David Lynch (lo cual no me impidió disfrutar de la obra de Lynch) y, después de leer el libro, entendí mejor algunas escenas y subtramas de la película que David Lynch se había emperrado en soslayar u oscurecer en su cinta. Pudiera ser que también los libros sobre la niña rubia y su artefacto misterioso contuviesen las claves que me permitirían entender la película, aunque no decía nada bueno del director que la mitad de su largometraje hubiese que ir a buscarlo a unas novelas escritas por otro y, además, malditas las ganas que me habían quedado de leerlas después de regurgitar tremendo ñordo.
Un problema de lombrices ÉPICO.
Pronto fue evidente que me equivocaba.

Me equivocaba MU-CHO.

De repente comprendí por qué el puñetero estudio se había arruinado.

Y también comprendí que se lo merecían

Aún se lo merecen.

Se

lo

me

re

cen.

Y lo saben.

Se merecían una hostia como esa.

Por desgracia, no aprendieron nada.
Luces del norte es el primer libro de la trilogía La materia oscura, del escritor Philip Pullman y La brújula dorada, su adaptación cinematográfica de 2007, iba a ser el primer largometraje adaptado a partir de dicha trilogía, en un inconfesable e innegable esfuerzo de los productores por asegurarse la cocaína durante al menos tres años seguidos.

Pero, una vez más, los prebostes de Hollywood lo hicieron tan rematadamente mal que La brújula dorada fue la primera y la última película de esa trilogía que ya no veremos.

De partida, La brújula dorada era un billete de lotería  premiado. Los libros de La materia oscura son unos éxitos de venta entre el público infantil y juvenil al que van dirigidos y, esto no es en absoluto frecuente, también entre amplios colectivos de lectores adultos. Los volúmenes de La materia oscura han llegado a superar en ventas a los mismísimos libros de Harry Potter, nada menos (a Philip Pullman se le ha llamado «el J.K. Rowling masculino», lo cual no le hace ni puñetera gracia a ninguno de los dos). Había, por consiguiente, un público que estaba deseando ir a los cines a ver la película inspirada por sus libros preferidos.

Y entonces se estrenó el largometraje y ¡pum!, hostia al canto.

♫Te lo mereeeeceeees y lo saaaabeeees,♪
te lo mereceeeeees y lo saaabeeeees♫
¿Qué había pasado?

Bueno, después de haber investigado un poco sobre el tema estoy en situación de explicarte lo que sucedió:

Sucedió que los productores de cine hace tiempo que han abandonado el noble arte de que todo te sude los cojones.

Desde el preciso momento en que se anunció que New Line Cinema preparaba una película sobre la trilogía de Philip Pullman dio comienzo una campaña de boicot perfectamente organizada que intentó impedir la producción y, en última instancia, tuvo parte de responsabilidad en las nefastas decisiones creativas que supusieron el fracaso de La brújula dorada, largometraje, protestaban sus detractores sin haber esperado al estreno, basado en unos libros escritos por un autor rabiosamente anticatólico que pretendía promover el ateísmo entre sus jóvenes e influenciables lectores, mefistofélica perfidia que clamaba al Cielo y debía ser yugulada de raíz antes que permitir que un solo infante volviese la espalda a la Cruz y la Cristiandad.

Como suena.

No tengo el gusto de conocer personalmente a Philip Pullman e ignoro si es tan rabiosamente ateo, agresivo y lleno de odio como afirman sus detractores, pero conozco una anécdota suya encantadora. Cuenta una señora que se le acercó en una firma de ejemplares y que, tras quejarse al escritor de que no podía lograr que sus hijos dejasen la puta tablet y se sentaran a leer, Pullman le soltó:
«Haga lo que yo: coloque el libro en el estante más alto de su casa, enséñeselo y dígales: "¿veis ese libro? Pues ni se os ocurra leerlo, porque no es para vosotros. Está lleno de sexo y violencia y no quiero que lo abráis nunca, nunca, nunca en toda vuestra vida"».
Igual me equivoco, pero de un tío capaz de dar un consejo así, yo, a priori, pensaría que es un gachó más bien majo.
Que sí, que ateo lo es un cacho. E irreverente. Pullman ha manifestado que la inspiración de su trilogía parte de darle la vuelta al Paraíso perdido de Milton (lectura espesa, amarga e indigesta como pocas, parecida a ese semen que tienes que masticar antes de tragarte y luego, encima, te repite) y hacerlo asequible para un público algo menos paciente y menos repelente. Casi podríamos decir que La materia oscura es un Paraíso perdido profanado, infantilizado.

A fierro pelao, La materia oscura nos presenta a un personaje protagonista: Lyra Bellacqua, o sea la niña rubia ésa a la que aludimos al principio de esta entrada, que acaba, sin comerlo ni beberlo, corriendo extraordinarias aventuras en un fuego cruzado entre los bandos que aspiran a hacerse con el control del Cielo, donde, como en el Paraíso Perdido y en la tradición bíblica, hubo una batalla en los primeros días de la Creación, y Lucifer y sus demonios la ganaron, y Dios, el Dios pullmaniano, es La Autoridad, un tirano siniestro y maquinador que ha sumido a la humanidad en la superstición y la ignorancia a través de un intransigente gobierno teocrático llamado El Magisterium o La Iglesia.

El Paraíso, en la mitología de Pullman, está en manos de tiranos y el mundo está gobernado por cabrones.

No es una concepción muy piadosa de la religión, que digamos. Pullman argumenta que reserva su postura más agresiva para la religión organizada, y nos recuerda que cuestionar los dogmas no es sino un rito de paso en el tránsito de la infancia a la madurez y promete que eso era lo que pretendía expresar en La materia oscura, pero tales declaraciones no amansaron a sus detractores. Era inevitable que La brújula dorada cabrease a mucha gente de bien solo por estar basada en los libros de un prominente autor ateo, amigo del insufrible y grosero Richard Dawkins y obsesionado con matar a Dios, como Nietzsche.
Y aquí es cuando los productores de cine demostraron su absoluta falta de pelotas por el saco de los cuales dejar correr el sudor. Porque, de haber tenido huevos, su respuesta a las críticas debería haber sido:
«¿Varios protavoces de jerarquías cristianas están cabreados porque voy a hacer una película?»
«Me suda los cojones. Yo voy a por todas. Y si me como una hostia, me la como, pero con la cabeza bien alta».
Pero no. Aunque habían comprado un material deliberadamente polémico decidieron, acoñijongados por los alaridos de los talibanes de sacristía, hacerle un buen lavado de cara; blanquearlo, con la esperanza de contentar a aquellas mismas personas que, hiciesen lo que hiciesen con los libros de Pullman, iban a odiar la película de todas maneras y no se cansarían de expresarlo. En voz bien alta.

Resultado: hostia apoteósica y New Line Cinema a la quiebra.

♫Te lo mereeeeceeees y lo saaaabeeees,♪
te lo mereceeeeees y lo saaabeeeees♫

Los ejecutivos del estudio querían ahorrarse la campaña de prensa adversa y aumentar su target de público potencial (la pela es la pela) y no les temblaron los anillos a la hora de descafeinar el mensaje anticlerical, ateo e irreverente de La materia oscura, que es tanto como decir que intentaron convertir a Emmanuelle en una frígida y casta monjita. Bueno, habían pagado por los derechos para la pantalla y algo me dice que Philip Pullman no se molestó en exigir poder de veto sobre el guión y el reparto, así que tenían perfecto derecho a hacer lo que les saliese del pito con la trilogía. Incluso pervertirla y desfigurarla, que es lo que hicieron para que, total, no les sirviese de nada. Los mismos capillitas ofendiditos que hicieron lo posible y lo imposible por impedir el estreno de La brújula dorada, se rompieron los cuernos para lograr que fracasase en taquilla.
Osos acorazados: para que luego me acusen de que se me ha ido la pinza.
Y no diré yo que ese bombardeo constante de meapilismo fundamentalista en los medios de comunicación no influyese, que posiblemente lo hizo, en el zapatostio que la peli se comió entre las audiencias.

Pero el principal problema de La brújula dorada, la causa directa de que los espectadores huyesen de ella como de una ramera zombie sifilítica del espacio exterior es que, en lo que respecta a la gramática cinematográfica, es virtualmente ilegible.

Lo que en El señor de los anillos queda perfectamente claro en los primeros diez minutos de metraje («hay un anillo mágico fabricado por el Señor Oscuro que corrompe a todo el que lo codicia, y tenemos que impedir que el Señor Oscuro lo recupere, porque si vuelve a tenerlo nos vamos todos a la mierda»), aquí se eeeeextieeeeeeendeeeeeee durante casi dos insufribles horas y, al final de la película, sigues sin enterarte de nada.

En la trilogía de Pullman, el alma de las personas está fuera de su cuerpo y adopta la forma de un animal parlante, un daemon, que acompaña a la persona a lo largo de su vida y atraviesa varias transformaciones antes de adoptar su apariencia definitiva en el momento en que el portador al que acompañan alcanza la pubertad.
En La brújula dorada, ves a los críos protagonistas corretear de aquí para allá seguidos por una fauna de toda condición, que, para acabar de liarla, habla, y no tienes ni idea de qué coño estás viendo, ni por qué El Magisterium está emperrado en separar a los niños de sus daemons. En la película, a Lyra le dan el aletiómetro y nadie te explica por qué, ni qué coño es el aletiómetro, ni por qué debe tenerlo Lyra y no Marianico el Corto, ni qué coño se supone que debe hacer con él.

En La brújula dorada no me quedó claro que hubiese el más mínimo mensaje anticlerical, ni la menor mención denigrante al Cristianismo, ni asomo de la sombra del ateísmo militante de Philip Pullman. El guionista y los productores se aseguraron de limar todas las aristas. Para lo que les sirvió. El Magisterium es una organización siniestra y autoritaria, pero su naturaleza de inquisición fanática no llega a asomar la patita, por lo que recuerdo (vi la peli cuando salió en DVD, o sea que ya ha llovido), o lo hace de forma tan sutil que ni te enteras. La tonadilla con la que yo me quedé al ver la peli es que El Magisterium intentaba proteger a la gente, aunque fuese contra su voluntad, de un conocimiento que ellos consideraban peligroso. Ni Dios, ni la religión, ni la fe, ni Iglesia alguna se insinuaban en esa institución.
"Pullman represents the new face of atheism: it is aggressive, dogmatic and unrelenting. It is also fueled by hate—by a crusading hatred of all religions, but most especially of ours. His side is counting on our side to lie down and die. He may have experienced little resistance in England, but it’s a different story here."
(fuente)
Es de primero de escritor dejar bien claras desde el minuto uno las motivaciones de tus personajes, la estructura del drama y el objetivo de sus aventuras. Luego puedes dedicar tiempo a hacer que tu público se encariñe con los protagonistas (algo en lo que, otra vez, La brújula dorada fracasa, presentándonos a una Lyra que nunca está realmente en peligro o es incapaz de transmitirnos la sensación de riesgo, que siempre encuentra una vía de escape y que, encima, nunca llega a caernos especialmente simpática).

¿Qué es lo que motiva a Lyra?
¿Por qué le dan el aletiómetro y cómo funciona?
¿Adónde va con él y por qué?
¿Por qué nos debería importar una mierda lo que le pase?
Cada pregunta que suscita La brújula dorada tiene como respuesta una decepcionante pedorreta. Y si fallas en el ABC de la historia que quieres contar, fallas como escritor, y punto.

¡Y los diálogos, Cristo Jesús! Rebobiné varias escenas para volver a escuchar los diálogos, creyendo que me había perdido algo, y siempre repetía la misma pregunta: «¿acaba de decir lo que acaba de decir? Estupendo, ¿y por qué ha dicho semejante soplapollez?».

No entro a valorar las interpretaciones de los actores, todos ellos primeras espadas de reconocida solvencia y que, sin embargo, se pasan la totalidad del metraje con unas caras de haber olido un cuesco que claman al cielo; y si no entro a valorar su trabajo es porque a mí me pones una Eva Green vestida con velos y se me desdibuja el universo.
Se pronuncia «gre-en», no «grin». Es sueco, no inglés.
Puede que como artista estés más que dispuesto a corromper tu mensaje con tal de hacer caja. No pienso juzgarte por ello. A fin y al cabo, es muy cómodo exigirle integridad a otros cuando tú tienes el estómago lleno.

El problema de La brújula dorada no es que haya cosechado un justo castigo de las musas por prostituir los libros en los que se basa.

El problema de La brújula dorada es, una vez más, el problema de la exposición, pero a un nivel de cipotismo muy superior al de otros ejemplos que ya hemos dado en la bitácora. Y es que esta vez no solo estamos hablando de que el director no sabe cómo transmitir su mensaje, que fracasa al contar su historia (que no sabe, y fracasa), sino que, en una pirueta con doble tirabuzón hacia trás, encima no tiene cojones de contarla.

Dos horacas de película y acaba sin haber llegado a empezar. Dos horas de tráiler de lo que pudo ser una película entretenida o tal vez un peliculón (nunca lo sabremos). Dos horas de primer acto de una trilogía que ya no se rodará y que nadie querría ver, después de haber sufrido su torpe, deshilachada, cobarde y confusa introducción.

La brújula dorada no solo es un producto cobarde, acomplejado y apenas reconocible por los lectores de Las luces del norte; además, es que está pésimante realizado.

Podríamos perdonarle lo primero, pero jamás lo segundo. Los productores tenían la historia, tenían los actores, tenían el presupuesto (180 millones de dólares, confesados, y hay quien dice que 250) y, aun así, LA CAGARON CON TODO EL EQUIPO. Ni hecho adrede, cojona.
Lo realmente cabreante de La brújula dorada, por tanto, no es que sea mala (que lo es), ni que esté rodada con el culo (que lo está), sino que, basándose como se basa en Luces del norte (que parece ser un libro estupendo), no es una maravilla. Ése es el problema. Cagarla al filmar una película basada en Converzasionej con mij doj co'ones, pisha, del diestro zurdo Pollante de La Llanera es casi un deber moral del director, pero escoñar un libro como Luces del norte es algo que no tiene perdón de Dios. Es tanto como encargarle a Damon Lindelof (culpable, entre otros crímenes, del lisérgico guión de Prometheus) la serie de Watchmen. Como darle Star Wars a J.J. Abrams y permitirle rodar ese insulto a la inteligencia que es El despertar de la fuerza, o sea pagarle un sueldazo por, básicamente, volver a rodar la primera película de Star Wars (antes de que fuese Episodio IV ni hostias) pero con peores actores, un Darth Vader en modo locaza-histérica ON que da entre risa y ascopena y, encima, con el asesinato de Han Solo, ignominia suficiente para que al guionista y al director les concedan el premio Nóbel ex aequo al soplapollas del siglo y que te hace abandonar el cine deseando darle de patadas a una embarazada.

¿Recuerdas, querido lector, la pedazo pelotera bicuadrática que te pillaste con El hobbit: la abominación de Smaug y El hobbit: la cagada de los cinco ejércitos? Es la misma ecuación: coger El hobbit, un libro que ya te da la película hecha, y perpetrar ese leviatán de película (nueve insufribles horas de autofelación asistida por ordenador, un guión lobotomizado, un abuso de comedia física metida a martillazos, una historia de amor ojiplatística cuyo único propósito es diluir la tensión homosexual intrínseca a esa troupe de trece enanos, un mediano y un mago) no es un accidente, es un acto deliberado de sabotaje, una inmolación en las llamas de la más infamante desidia, una confesión de la más abyecta y vergonzante inutilidad como narrador.

«¡Ven aquí si tienes huevos, Peter Jackson
¿Recuerdas Justice League, a la que intentaron blanquear para que se pareciese más a una peli Marvel y les gustase a las personas que van al cine a ver películas Marvel y acabó convertida en una quimera absurda que los fans de DC aborrecimos y de la que los fans de Marvel nos despollamos vivos?

No hay una fórmula mágica para el éxito de público. No basta con coger a un personaje femenino (empoderamiento descarado), meterlo en un universo a lo Harry Potter (bochornoso testimonio del rango de recaudación en taquilla al que aspiras y admisión expresa de que a ti lo único que te mueve es la pasta), poblarlo de animalitos parlanchines (Disney puro; aunque al menos en Disney sabes qué coño pintan ahí esos animalitos parlanchines) y confiar en que el espectador irá rellenando con su imaginación los gigantescos cráteres, que ya no agujeros, los butrones tamaño Eurotúnel que has metido a la trama, al montaje y al Séptimo Arte.

No hay una fórmula mágica para el éxito, y La brújula dorada es buena prueba de ello. Lo tenía todo para triunfar: un fandom ya establecido, un carajal de plata que fundirse en vestuario, localizaciones, efectos especiales..., un elenco respetable y una historia apasionante.

Y se estrelló. El fandom aborreció esta película. El presupuesto se evaporó en mamonadas. Los actores ni se molestaban en fingir que les importaban una mierda sus papeles. Eva Green no enseña las tet... Huy. Perdón, que lo he dicho en voz alta. Y lo peor de todo: Eva Green no enseña las p... la historia es incomprensible. A fuerza de expurgar el libreto de toda connotación polémica, anticristiana, atea, los responsables de La brújula dorada dejaron el guión en pelotas. El intento de amansar a los vociferantes católicos indignados con esta producción condujo a una catástrofe narrativa y económica. Al querer tener contento a todo el mundo, los que cortaban el bacalao en New Line Cinema acabaron por dejar insatisfecho a todo el mundo.

Ya se las vimos en Soñadores pero, ¡joder!, al menos un pezón habría vendido más entradas.
♫Te lo mereeeeceeees y lo saaaabeeees,♪
te lo mereceeeeees y lo saaabeeeees♫

El trabajo creativo exige tomar partido. Siempre. Desde el preciso momento en el que eliges los materiales que vas a emplear para expresarte estás TOMANDO PARTIDO. Tomar partido significa CREARSE ENEMIGOS. Tomar partido significa incurrir en el riesgo de ofender a alguien, aunque ésa no fuese tu intención. Hay gente a quien le ofenden los videojuegos. Hay gente a quien le ofende la novela negra. Hay gente a la que le ofende la televisión. Hay gente a la que le ofenden los negros. A mí me ofende el reguetón. ¿Significa eso que no se deberían grabar más reguetones? Ni por asomo. Mi derecho a no ser ofendido no puede, BAJO NINGÚN CONCEPTO, estar por encima del derecho del artista a expresar lo que siente, lo que piensa, con el talento que se le atribuye y los materiales a su alcance. Los límites a la libertad de expresión los pone el Código Penal, no un grupo de cristianos (blancos/musulmanes/chinos/churreros/lesbianas/inmigrantes/loquesea) ofendidos, por mucho ruido que hagan.

Crear es elegir. Crear es tomar partido. Tomas partido cuando haces los primeros bocetos de tu obra y escoges unos en vez de otros. Tomas partido cuando eliges óleo en vez de acuarela, analógico en vez de digital, música de cámara en vez de sintetizadores. Tomas partido cuando decides que serán diez capítulos, no nueve, ni doce, y que el protagonista no llegará vivo al tercer acto. No puedes crear sin tomar partido. No puedes escribir una novela o un guión, pintar un cuadro, componer una sinfonía, esculpir un busto, dirigir una película, sin TOMAR PARTIDO.

La historia de La brújula dorada es una historia de cobardía orgánica, de inepcia cinematográfica, de meapilismo hipócrita, de torpeza expositiva y de un equipo creativo que, puestos a tomar partido, decidió tomar partido CONTRA su propia película y A FAVOR de sus detractores.

Me sigue horrorizando que alguien haya hecho la versión porno de Star Wars. Y no una, sino varias veces.

Aunque me parece infinitamente peor que haya gente dispuesta a verla.

Pero bajo ningún concepto se me ocurriría exigir la prohibición de este tipo de productos derivados, que siempre pueden ampararse en el derecho a la parodia, o la sátira, o ser presentados como obra derivada del original (un original que ya es un clásico de la cultura popular, concepto sintético que encierra el nebuloso concepto de propiedad parcial de una obra a que serían acreedores sus destinatarios como meros consumidores del mismo; «nos gusta mucho Star Wars, hemos hecho rico a George Lucas y podemos hacer con Star wars lo que nos salga del cipote»). Más que nada porque prohibir a la gente que ruede el sueño erótico de varias generaciones de adolescentes es una cruzada llamada al fracaso, porque cortarle el tendón de Aquiles a la libertad de expresión es pagar un precio muy alto a cambio de que una piara de pajilleros no profane una de mis películas favoritas y podría levantar la veda de piezas mucho máyores: ¿y si prohibimos las sátiras protagonizadas por políticos? ¿Y si también restringimos la circulación de chistes sobre minusválidos u homosexuales? ¿Y si enviamos a los GEOs al plató de José Mota la próxima vez que imite a Rajoy?

Me sigue horrorizando que alguien haya rodado Star Wars X y más todavía que alguien quiera verla. Pero al menos esa película no engaña a nadie, que es más de lo que puede decir La brújula dorada. La brújula dorada es una farsa. Como adaptación de la obra de Philip Pullman es una estafa y como producto cinematográfico es un quilombo. La brújula dorada es la versión porno de Luces del norte y, encima, no tiene la honestidad de advertírtelo por anticipado.

Para salvar a Dios (o la concepción particular, fanática y excluyente que de él tienen unas personas determinadas; un Dios tan pequeñito, frágil y susceptible que no soporta la menor mofa sin hacerse mierda), en New Line Cinema se cargaron su película y su propio futuro.

En el MET de Nueva York se han negado a retirar un provocador cuadro de Balthus que, en opinión de algunas almas particularmente sensibles al abuso infantil, no debería colgar de sus paredes, que digo colgar de sus paredes, ¡no debería haber sido pintado jamás!, por si acaso accidentalmente pasaba por delante un pedófilo, escoria humana, y se corría en los pantalones. Y hay gente muy cabreada con el patronato del Museo Metropolitano de Nueva York, expertos en el arte de que todo les sude los cojones, por no darles el gusto de aguarle la fiesta a los asaltacunas.

Chris Weitz, director y guionista de La brújula dorada, entre cuya obra figuran los guiones de Un niño grande y Sr. & Sra. Smith, que tampoco es que sean un desparrame de creatividad y un alarde de maestría cinematográfica, quiso construirse un buen cortafuegos entre él y la acusación de promotor del ateísmo, la irreverencia, el satanismo y el comunismo, con resultados ya conocidos. Sorprendentemente, no era su primera película como director. Inexplicablemente, tampoco fue la última. Pero, claro, si tenemos en cuenta que es el responsable de esto, también podríamos decir que el pobre hombre ya está pagando bien caros sus pecados.

♫Te lo mereeeeceeees y lo saaaabeeees,♪
te lo mereceeeeees y lo saaabeeeees♫

Supongo que la reflexión final debería ser: no te vendas. Siempre te venderás demasiado barato y, además, raras veces merece la pena. Conciénciate de que todo acto creativo exige tomar partido. Inevitablemente. Así que toma partido, intenta llevar tu obra hasta el mejor final posible y practica el noble y arcano arte de que las críticas destructivas te suden los cojones. Shyamalan lleva haciéndolo desde el principio de su carrera y firmando una película tras otra, cada una peor que la precedente, y parece que le va bien. ¡Hasta hay gente que paga por ver sus pelis y todo!

Pero no, joder. Que esta entrada no va de eso. ¿Quién soy yo para decirle a otro creador como interpretar o presentar su trabajo? ¿En nombre de qué integridad artística o superioridad moral me creo con derecho a exigirle a otro paniaguado que ponga en peligro sus garbanzos? Y tampoco voy a hacer escarnio de que el temor a ofender a unos creyentes ya ofendidos haya enviado al largometraje y a la productora al infierno. Me la sudaría que al elaborar el guión de La brújula dorada se hayan cargado el componente ateo de La materia oscura si a cambio me hubiesen dado una película decente. Ésa es la moraleja de esta entrada. En Arte, prima el maquiavelismo: todo está justificado siempre y cuando funcione. Si se hubiesen cargado los presuntos torpedos («¡cobarlde, pecadorl!») de Pullman a la línea de flotación del Cristianismo pero hubiesen perpetrado una buena película ahora estaríamos escribiendo «sí que han blanqueado el mensaje ateo del original, sí, pero ¡coño, qué peliculón!», pero es que, encima de lavarle la cara a Philip Pullman con la misma palangana de agua sucia con la que le había lavado el culo, la película es malísima. Mala de solemnidad. Tan mala que sugiere alguna tara genética del director-guionista que le incapacitaría para entender los principios básicos de la narrativa y construir un argumento mínimamente consecuente.

No puedes escribir un libro sin tomar partido, no puedes dibujar un cómic sin tomar partido, no puedes componer una canción sin tomar partido, no puedes rodar una película sin tomar partido, no puedes ni hacerte una puta paja sin tomar partido (¿mano derecha o izquierda? ¿Pulgar hacia fuera o hacia dentro?); porque crear es tomar partido y al tomar partido vas a ofender a alguien, es inevitable. O tomas partido o no lo tomas. O eres un artista o un farsante. Punto. Pero no puedes tomar partido y no tomarlo al mismo tiempo.

Si quieres tomar partido, si quieres ser un artista, ya va siendo hora de que empieces a practicar la mística disciplina Jedi de dejar que el sudor resbale por la tapicería de tu cojonera.


En el momento de escribir estas líneas sigo sin haber leído ningún libro de La materia oscura, pero por lo que cuenta la gente que sí los ha leído, son libros que hablan de la transición de la infancia a la adolescencia, que desmitifican la especie de que ignorancia sea igual a inocencia y postulan que la pérdida de dicha inocencia mal entendida y nuestro despertar a la vida sexual son ritos de paso imprescindibles para nuestro crecimiento como personas. Si ciertamente es éste el mensaje central de la trilogía de Pullman (aun tengo que formarme mi propio criterio al respecto), estaríamos hablando de un libro más anti-Narnia que anti-Dios. Precisamente porque C.S. Lewis prescinde de uno de sus personajes, Susan, la hermana mayor, desde el momento en que empieza a interesarse en chicos, ponerse guapa y usar lápiz de labios.
Susan empieza a comportarse como una mujercita y C.S. Lewis la expulsa del paraíso. Para Lewis, Susan solo es interesante mientras siga siendo una niña. En el momento en que se enfanga en la bajeza de la sexualidad, se deshace de ella. En el extremo opuesto, Pullman presenta la adolescencia como un hito liberador, un momento de autoconsciencia, una oportunidad del niño que fue para tomar el control de su destino y empezar a convertirse en el adulto que será.

Me pregunto si no deberíamos rastrear aquí, más que en el componente ateo de la obra de Pullman, el motivo inconfesado de que la Liga Católica por los Derechos Civiles y Religiosos odió tan intensamente La brújula dorada incluso antes de su estreno. Porque si algo caracteriza a todas las religiones monoteístas es intentar mantener a sus creyentes en una infancia mental perpetua, sometidos a la autoridad de sacerdotes siempre prestos a decirles qué hacer, qué decir y cómo pensar; con éxitos dispares a la hora de esconder su innegable paternalismo subyacente. No sé. Es algo a lo que darle una pensada.

Para acabar, la gran pregunta:

¿Era posible convertir Luces del norte en una película decente, incluso en una buena película?

Antes o después estaremos más cerca de la respuesta.

Porque la BBC ha decidio que La materia oscura merece una segunda oportunidad, en forma de serie de televisión. Ésta vez Lyra será interpretada por la maravillosa Dafne Keen (que nos enamoró en la que quizá sea la mejor película de superhéroes de 2017).
Y es que las gallegas, cuando se ponen de mala hostia tiran de fouciño y...
¿Merecerá La materia oscura una segunda oportunidad?

El tiempo lo dirá.