miércoles, 24 de abril de 2019

Lo que hemos perdido

Si no puedes nombrarlo, no puedes comprenderlo.

Lo creas o no, ínclito lector de preclaro discernimiento y exquisita sensibilidad, éste es un tema que debería preocuparte. A mí me preocupa. Y mucho. A fin y al cabo, soy escritor (no de los más talentosos y, lamentablemente, tampoco de los mejor pagados) y se supone que las palabras son lo mío: expresar ideas, sentimientos, acciones a través del lenguaje; y sin embargo me descubro, a menudo, rompiéndome los proverbiales cuernos contra los cantos del diccionario, impotente a la hora de escoger la palabra perfecta.

Creo que intenta comunicarse, pero no acabo de pillar lo que me pide.
Toda disciplina artística es una escuela infinita. Si no aprendes algo nuevo no digo yo cada día, pero al menos cada semana, es que no desayunas lo bastante fuerte o que estás a otra cosa, pero no haciendo Arte.

Hace unos días salí a comer con unos amigos y, sin que yo hiciese el menor esfuerzo por dirigir la conversación hacia ese punto (lo juro), una de las personas que me acompañaba y que (probablemente con buen juicio y afiladísima intuición) jamás ha leído nada mío, me soltó la bomba atómica: «bueno, ¿y tus libros de qué van, exactamente?»

Mi respuesta fue: «me cago en sesenta y cuatro mil doscientas diez putas bisiestas».

Y es que siempre me siento igual de torpe, vacilante y oscuro cuando me piden que reduzca mis narraciones a una ecuación sencilla, económica, fácil de digerir. Cada vez que me he visto en este compromiso siempre he acabado resumiendo, con mayor o menor habilidad, el argumento de una o varias de esas novelas. Lo cual raras veces encontró un público receptivo, pues la pregunta delataba de antemano que no era en absoluto una disertación lo que dicha persona pretendía. En el caso al que aludo en esta entrada, mi amiga me estaba pidiendo, con toda la inocencia del mundo, que le pusiese una etiqueta a mis libros. Algo en plan «Aventura», «Joven adulto», «Clon de las Sombras de Grey», «Supermán mata a Pío IX».

ODIO hacer eso.

Desde mi punto de vista, reducir una obra, sea literaria o de cualquier otro tipo, a su común denominador es degradar esa obra al privarla de los atributos que la distinguen de otras mil historias basadas en el mismo esquema. Desfigurarla podándola de todas las posibles arborescencias, meandros y afluentes que la componen. Mancillarla por el expediente de menoscabar su mensaje, desarrollo y alcance o, lo que probablemente sea varias veces peor aún, incurrir en una apoteosis de pedantería.

«Rana disléxica convence a campesino paleto de que mate a su padre».


Y así nos follamos por la oreja el argumento de El imperio contraataca.
Eso, eso. No pienses, que es un coñazo.
«Crónica de una Penélope clitorianamente empoderada a la búsqueda de la Ítaca de la plenitud afectiva a través de un Mediterráneo de cuerpos y suspiros».

Y así hacemos que Las edades de Lulú parezca una densa y ambiciosa exploración de la naturaleza humana, capaz de poner a su autora en cabeza de la carrera hacia el Nóbel de Literatura. Y en ninguno de los casos estamos respetando el contenido de las obras, ni proporcionando a su público potencial el menor incentivo para asomarse a ellas.

¿Si alguien te dice que ha visto una película en la que una solterona raruna, así como medio bollera, intenta matar a todo el pueblo tras pillarse un cabreo del chocho porque su hermana se va a casar antes que ella, sabes que esa persona está hablando de Frozen?

Asesinato de masas: el musical.
Ése es el problema de poner etiquetas, incluso cuando son tan largas como los ejemplos que acabo de darte.

En El juego de Hollywood, Griffin Mill, el productor de cine interpretado por Tim Robbins, recibe en su despacho a toda una serie de directores y guionistas que pretenden sacarle pasta para sus películas. Mill no tiene paciencia, ni tiempo, ni ganas de escuchar el argumento de esas películas y le pide a sus interlocutores que las reduzcan a una etiqueta, a ser posible empleando referencias de otros largometrajes que él conozca. Así, esos proyectos, esos guiones tras los cuales hay meses o tal vez años de escritura, correcciones y preproducción, quedan reducidos a fórmulas hilarantes, y a veces estupefacientes, del cariz de «es una mezcla de Sed de mal y La invasión de los ladrones de cuerpos», o «es algo a medio camino entre Centauros del desierto y Bitelchús», o «quédate con este concepto:  Calígula consigue el DeLorean de Regreso al futuro».

(Griffin Mill es un arquetípico productor de cine que no tiene tiempo, ni interés en las películas a las cuales le corresponde asignar o denegar fondos. A Griffin le tiran del cojón izquierdo tanto las buenas como las malas historias. Lo suyo es proteger la cuenta de resultados del estudio y para ello necesita apostar por valores seguros. Nada de cine. Nada de Arte. Espectáculo facilongo y cero saltos al vacío. Taquilla garantizada. «Vamos a educar el gusto del público a nuestra conveniencia y luego darle productos estandarizados que se ajusten a ese modelo que nosotros mismos hemos establecido». Cuando unos directores le proponen hacer una película en plan Ejecución inminente pero con actores desconocidos y sin el tramposo final feliz del largometraje de Eastwood, el trabajo de Griffin consiste en asegurarse de que los «actores desconocidos» sean Bruce Willis y Julia Roberts y que, por supuesto, la película no acabe como Pena de muerte).
Cuando me piden que condense uno de mis libros en una etiqueta, poco menos que me están pidiendo, salvando las distancias, que reduzca a los hijos que no tengo (y que, podéis respirar tranquilos, no tengo planes de engendrar jamás) a una palabra. Yo qué se: «gordo», «imbécil», «cojo», «llorón», por ejemplo. Sí, la capacidad de síntesis es parte connatural al oficio de escritor y la incapacidad de resumir el argumento de una novela debería ser motivo suficiente para que te expulsasen del Parnaso a perpetuidad, pero diré a modo de justificación que mis apuros a la hora de reducir a unas pocas palabras o una frase sencilla la trama de cualquiera de mis novelas siempre tuvieron lugar en circunstancias muy concretas:

Siempre afronté esas dificultades en el curso de una conversación. Hasta la fecha no he sufrido los mismos problemas cuando se trataba de presentar un texto a un agente literario o una editorial, pese a lo ingrato y humillante de la tarea, auténtica cura de humildad que te hace sentir como un pedigüeño y replantearte tu presunto, y demasiado a menudo autoatribuido, talento. Cuando he dispuesto de algún tiempo para desarrollar mis ideas, reducirlas a un texto breve sin perder legibilidad creo, modestia aparte, que no hice tan mal papel. Para lo que me sirvió. Pero que te acorralen en una conversación informal con las mismas solicitaciones de puntería y brevedad que exige de ti el profesional de la edición, es algo que me hace ir de cráneo. Se me antoja tan injusto como verme arrojado, sin previo aviso, a un combate contra un rival que ha escogido el momento, el campo de batalla, las reglas de enfrentamiento y que, encima, se reserva el derecho de darme, ¡zasca!, las veinte primeras hostias.

Que no me cosco, oye. Y juraría que es importante.
Los escritores no hablamos como escribimos. Escribir es corregir. Y corregir. Y corregir. Y volver a corregir. El papel te otorga una ventaja de la que careces en una conversación. Hablando en un contexto coloquial me permito hacerle verdaderas putadas al idioma que jamás se me ocurriría deslizar en un texto con pretensiones literarias. El paupérrimo nivel estilístico y ortográfico de esta bitácora, en la que escribo con la misma liberalidad con la que sopeso muslos y pechugas en compañía de mis amistades masculinas (ya ves, machistazos que somos), es indicativo del argumento que pretendo ilustrar. Cualquier lector futurible que lea una de las entradas del Paratroopers y se asome luego a mis textos «serios», si le quedan ganas, que probablemente no, se llevará una sorpresa. No prometo que sea agradable. Lo que sí prometo es que cualquier lector que haga el camino inverso y llegue a la bitácora desde uno de mis libros se llevará, casi con absoluta seguridad, un terrible desengaño.

No podemos ser ingeniosos todo el tiempo. Apostaría a que ni la mitad de las frases atribuidas a Oscar Wilde que puedes encontrar en Internet son realmente de Oscar Wilde. Porque ni siquiera Oscar Wilde, que dedicó casi toda su puta vida a demostrar lo mucho que molaba ser Oscar Wilde y lo inteligente, verboso y elocuente que era Oscar Wilde; ni siquiera él, digo, podía ser Oscar Wilde todo el tiempo y porque si Oscar Wilde realmente hubiese escrito todas esas frases no le habría quedado tiempo para dormir, comer, cagar o llevar ante los tribunales al padre de su mancebo por llamarle «so[m]domita» siendo Wilde efectivamente homosexual en una sociedad en la que perder aceite era delito; dando por añadidura a los acólitos de Wilde, esa gente con tan alta consideración de su ídolo que no le creen capaz de cometer un error (vamos, como los consumidores de productos Apple obnubilados por el destello de los chakras de Steve Jobs),
la oportunidad de revolcarse en su presunta búsqueda consciente del martirio, en el compromiso del autor de El abanico de Lady Windermere y El retrato de Dorian Gray con el malditismo, e interpretar su desliz judicial como la reconciliación pública de Wilde con el estigma social de su propia homosexualidad, o bien como deliberada sumisión al crepúsculo, del que había menester para hacer Arte desde el dolor, el desengaño, gracias a los cuales donó a la humanidad esas dos pequeñas joyas tituladas De profundis y La balada de la cárcel de Reading.
(Vamos, que Wilde facundo lo era un rato, ahora, lo que se dice inteligente...).

(Ya, ya. Que me he ido por las ramas. Lo se).
Y no dejo de preguntarme si la incapacidad de reducir a unos pocos conceptos el argumento de una de mis novelas fue más una tara mía o la necesidad de dicha minuta desveló en realidad una flaqueza de mi interlocutora, que tal vez, como el productor de cine interpretado por Tim Robbins, no tenía paciencia, ni tiempo, ni oportunidad de pararse a escuchar una exposición más o menos larga en el transcurso de la cual yo tuviese oportunidad de presentarle a los personajes de uno de mis libros e introducirla a la trama, porque, como ya se ha dicho otras veces por personas más informadas que yo, estamos siendo confinados en una caja de luces fluorescentes que harían insufrible la vida de un epiléptico, sometidos constantemente a una estimulación cognitiva que nos imposibilita ejercer nuestra capacidad de concentración y nos vuelve aborrecibles todas las formas culturales que exijan un mínimo esfuerzo; lo cual no augura nada bueno para el futuro de las letras.

De ningunas letras.

Hemos perdido nuestra capacidad de concentración. En el cine ya es dolorosamente evidente. La mayoría de las productoras de cine hace décadas que renunciaron a hacer películas. Ahora se limitan a crear marcas. Franquicias a partir de las cuales comercializar toda clase de productos derivados: camisetas de Harry Potter, tazas de Star Wars, videojuegos de 50 sombras de Grey, condones de Toy Story... Ya hace años que los guionistas de Hollywood pusieron el grito en el cielo porque los estudios les imponían unas determinadas directrices que estorbaban la consecución de una obra mínimamente digna. El desarrollo de personajes estorba, la trama es una mera excusa, la recreación de escenarios nula, los diálogos, paupérrimos, los giros de guión apenas media docena escogida de la cornucopia de fórmulas clásicas. Todo se confía a la acción. Acción por un tubo. Acción, acción y más acción. Por eso tienen tanto éxito series como la de Fast & Furious, que se limitan a rodar, una y otra vez, la misma película cambiando apenas los coches y las macizas ligeras de ropa que aparecen en pantalla. Y como ese tipo de largometrajes no nos exigen esfuerzo alguno, nos están deseducando, están transformando nuestra manera de ver cine.

Los responsables de decidir qué películas se ruedan y qué películas acaban en el cesto de la basura planean su calendario de producciones en base a un guión establecido que fosiliza la estructura del largometraje. Y estoy hablando de una auténtica receta, obtenida tras hacerle ingeniería inversa al último éxito de taquilla, que dice, punto por punto, cuánto tiempo hay que dedicar a presentar a los protagonistas (prácticamente ninguno), cuándo y dónde se debe introducir la primera escena de acción, cuánto metraje debe separarla de la siguiente... Estamos llegando al colmo de rodar películas sin guión. Así, a lo macho. Actores y actrices perfectamente vestidos y maquillados repartiendo estopa en un decorado o delante de una pantalla verde mientras, a tres horas en coche de allí, un grupo de impotentes mercenarios suda sangre delante de la pantalla de sus ordenadores intentando hilar algo parecido a una historia que enlace todas esas escenas de acción.

Han rodado Orgullo y prejuicio y zombies, que en realidad debería haberse titulado The Walking Bennet Sisters Kickening Rotten Dead Asses Matrix-Style. Muertos vivientes, artes marciales, ambientación victoriana y tías macizas. ¿Qué podía salir mal?
Zombicatómbico.
Han perpetrado Abraham Lincoln: Vampire Hunter, sobre la cual huelgan comentarios, y me otorga una más bien escasa satisfacción que ambos engendros de Satanás se comieran sendas hostias en taquilla (Abraham Lincoln: Vampire Hunter recaudó en Estados Unidos, por los pelos, la mitad de su presupuesto y Pride + Prejudice + Zombies no llegó ni a eso).
Abe Lincoln: a true american badass.
En Hollywood han tomado It, un libro profundamente reflexivo, intelectual, un valiente y digno candidato a «Gran novela americana» estructurado en una lasagna de tramas y símbolos, casi místico en su ambiciosa mitología interna, y lo han convertido en Los Goonies hooligans desatados de Villa Cojona de Abajo hostian vivo al payaso caníbal chupacabras del infierno. Porque, tras descomponer en sus elementos fundamentales, el último éxito de taquilla del género de terror, los guionistas adoctrinados por el estudio se han atenido a un formulario que la película debía respetar. Han reducido It a una etiqueta. A una película previsible, rutinaria, anodina.
«¡Chan! ¡Momento de asustarse!»
Ya no sé cuántas veces, al salir del cine o parar el reproductor de DVD, me he dicho: «Interesante película. ¿De qué cojones iba?», o me he sorprendido, en mitad de la proyección, deseando la muerte, entre terribles sufrimientos, del protagonista y sus amigos, con los que no había tenido oportunidad, ni tiempo, ni motivos para empatizar.

Pero es que este proceso de degradación consciente de las tramas, los argumentos, el estilo, la originalidad, el lenguaje, ha contaminado también al mundo editorial. Desaparecen los párrafos descriptivos. El desarrollo de personajes, también aquí, se va por el váter abajo. Los argumentos tienen la complejidad de la funda del carallo. El estilo no existe. Las temáticas clonan sin pudor alguno la del último éxito de ventas. Los diálogos producen urticaria. El vocabulario empleado es primario, mongolizante. Y no es sorprendente, a tenor de lo expresado más arriba, que todo este proceso de jumentización de la cultura comenzara a agravarse en cuanto llegaron a las editoriales ejecutivos destetados en el negocio audiovisual, que arrastraban los pecados ya descritos y, en el colmo de la ignorancia, exigían a los libros el mismo margen de beneficios que obtienen las series de televisión y las películas, pretensión a todas luces insensata (son dos tipos de productos JODIDAMENTE distintos en todos los sentidos) que aniquila la originalidad, la creatividad y la profesionalidad, que es muchísimo peor. Así puede El código da Vinci, escrito por un disléxico demasiado vago para consultar una enciclopedia, ponerse en más de 80 millones de ejemplares vendidos, o 50 sombras de Grey superar los 120 millones.
«En la Habitación Roja nos hemos desmadrado un poquitín».
En los estrenos de cine casi han desaparecido las producciones menores. En el fondo de catálogo de las editoriales han desaparecido los títulos modestos, los que vendían apenas unos cientos o miles de ejemplares. Todo se fía a los pelotazos, a los grandes best-sellers y blockbusters escritos por analfabetos funcionales y dirigidos por mamporreros sin talento.

Estamos criando a toda una generación de espectadores amuermados y lectores lerdos incapaces de nombrar o comprender; castrados intelectualmente para leer nada más extenso que una etiqueta y, encima, y como colofón a esta catarata de mierda, les estamos dando siempre las mismas tres o cuatro etiquetas, para que no sientan la tentación de pararse a reflexionar. Los inflamos a polos, pero todos son del mismo sabor y, además, contienen niveles varias veces tóxicos de azúcares y colorantes.
¡Ah, ya lo pillo! Ahora mismo salgo a comprarte ese helado.
Señores, les doy la bienvenida al fin de la civilización. 
Ahora no podéis decir que nadie os avisó.

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