sábado, 23 de marzo de 2019

«Y entonces llegó Fatmagül y mandó parar»

¿Te acuerdas, querido lector, de cuando las sobremesas era de Cristal, Los ricos también lloran, La dama de rosa?

Bueno, pues eso se acabó.

Ahora las sobremesas son de Kara Sevda, de Sühan, de Stiletto Vendetta.

Los ochenta y los noventa fueron las décadas de los culebrones venezolanos (y alguno colombiano o brasileño) y el nuevo siglo está siendo el de las telenovelas turcas. La razón por la cual se ha producido ese desplazamiento en el interés del espectador de este género es ciertamente muy simple: las telenovelas turcas están ofreciendo casi exactamente el mismo tipo de producto que los culebrones de los años noventa, los mismos personajes, los mismos argumentos, los mismos giros dramáticos.


Solo que mejor.
«¡Usted se robó la empresa de mi familia, Cosme Rubén... digo Mehmet Suruç
¿Por qué ha pasado esto?

Sencillamente porque hace unos veinte años, año arriba año abajo, los productores de telenovelas americanos decidieron pegarse un tiro en el pie. Y me refiero en el suyo propio.

Esa buena gente, que llevaba desde el tiempo de la tos haciendo millones con personajes estereotipados, alambicadas intrigas de familia, actores desatados, villanos risiblemente sobreactuados, argumentos predecibles ad dolorem y finales felices tan inevitables como increíbles; esos señores decidieron que, en realidad, su público, sus espectadores, la gente a la que debían sus orondas panzas, sus mansiones narco-style, sus recauchutadas esposas, su flota de Rolls-Royces y Bentleys, no tenían ni repajolera idea de lo que querían ver en televisión.

Y empezaron a explicárselo. Empezaron a educar el gusto de sus espectadores en una nueva estética. Las telenovelas abandonaron la fórmula de la pobre huerfanita de buen corazón (a ser posible, rubia) pero soplapollas perdida que acaba triunfando sobre las pijas arpías cazafortunas (normalmente, aunque no era una exigencia, morenas) y conquistando la verga del multimillonario desdichado. El triunfo del amor verdadero
(entre los ejemplares más jóvenes y macizos de dos familias enfrentadas) interponiéndose en el camino de una venganza largamente planeada, y normalmente más que justificada, dejó de estar en la agenda de los productores de telenovelas y en las parrillas de los canales de televisión, y los guionistas responsables de coser los capítulos de las telenovelas fueron instruidos en el Evangelio Nuevo.

El amor, con venganza incluída, da como más gusto y todo.
Así que los melodramas se convirtieron en comedias más o menos desmadradas o se llenaron de sicarios y narcos. Sí. Eso es lo que los productores y guionistas creían que estaban esperando sus espectadores: gags cómicos o historias inspiradas en la realidad más siniestra de la economía delincuencial que ha caracterizado durante décadas tantos países de América Latina, auténticos narco-Estados en los cuales bandas de criminales han labrado obscenas fortunas vendiendo drogas con la complicidad o gracias a la incompetencia de políticos inoperantes y corruptos y eliminando a sus opositores en tan deleznable negocio (arribistas de otras bandas, policías no veniales, periodistas íntegros) con extremos de violencia y refinamientos sádicos que habrían hecho vomitar al mismísimo Gilles de Rais. Así surgieron El señor de los cielos, Sin tetas no hay paraíso, La reina del sur, Pablo Escobar el patrón del mal...

En resultado de esa apuesta por el humor y la narconovela (sin coñas, las llaman así) en detrimento de las historias de amor y, en menor medida, ascenso social que caracterizaban al género no debería haber sorprendido a nadie: las audiencias de esos canales de televisión se resintieron, el público que solía ver culebrones se alejó de esta nueva iteración del producto y los responsables de tamaño desastre se limpiaron los bigotes de coca y evitaron mirarse a los ojos los unos a los otros aunque compartían una misma pregunta: «¿qué cojones ha pasado?»


También se probó con diversos grados de éxito, y es de justicia señalarlo, a ampliar el espectro de edad de las audiencias con telenovelas para adolescentes, como Patito feo o Rebelde. Y que conste que algunos de estos melodramas «de transición» fueron más que exitosos, ¿eh? Algunos de ellos recibieron tan buena acogida que fueron licenciados en otros países o conocieron sus propios spin-offs, como Eco Moda, producto derivado de la tele-comedio-novela (¿«comediolebrón»?) Yo soy Betty, la fea, serie versionada en Alemania, España, Polonia ¡y China! entre otras naciones.
Ya sé que no lo parece, pero en realidad está buenísima.
Y entonces llegó Fatmagül (y mandó parar), una serie adaptada a partir de la novela de 1976 Fatmagül'ün Suçu Ne? (¿Qué culpa tiene Fatmagül?), escrita por Vedat Türkali y que ya había dado lugar a una película en 1986. Fatmagül está vertebrada en torno a una adolescente, la Fatmagül del título, violada y obligada a casarse con uno de sus agresores a fin de lavar la deshonra que su violación acarrea sobre su familia y que, abandonada por su prometido y por su familia, decide batallar en los tribunales, y plantar cara a la cultura y la tradición que la hacen a ella responsable de su violación, para que sus violadores acaben enfundados en las pollas más gordas de los sodomitas más empedernidos de la más sucia, sórdida, sidosa y violenta prisión turca.
(A cualquier persona de bien no puede dejar de horrorizarle que a una víctima de violación la obliguen a casarse con su violador, pero, aunque deplorable, es una práctica común en esas culturas que consideran a la mujer causante o al menos coresponsable de su propia agresión y los padres atesoran el honor de la familia en los chuminos de sus hijas, ignorando las lecciones de la Historia, que acreditan que ése es el peor lugar del mundo donde guardarlo).
Fatmagül no solo abrió un debate en la (cada vez menos) laica pero sin embargo (cada vez más) musulmana Turquía, no solo se convirtió en un fenómeno social que decidió a muchas mujeres otomanas a denunciar las situaciones de abuso, de maltrato machista y las agresiones que habían sufrido, no solo atrajo a un público que normalmente no habría visto una telenovela ni aunque le aplicasen el método Ludovico, como hombres y adolescentes, sino que se convirtió en un monstruo capaz de acaparar el 40% de la cuota de pantalla los días de su emisión.
Fatmagül llegó a Lationamérica y arrasó con las audiencias. Luego llegó a Europa y arrasó con las audiencias. A ambos lados del charco comenzó a crecer el interés de los ejecutivos televisivos en esta veta inexplorada de éxitos de share casi garantizados, con un público cautivo que había abandonado a sus proveedores habituales de folletín por el giro mafioso-droganesco que éstos habían decidido imprimirle a algunos de sus productos. Y de repente los productores de culebrones venezolas se vieron compitiendo por un puesto en las parrillas televisivas que, durante algo así como medio siglo, nadie les había discutido; enfrentándose a productos que se apuntalaban en las mismas bases sobre las que ellos habían construido sus imperios (a las que luego habían vuelto la espalda), pero que huían de la sensiblería estomagante y las pasiones de corchopán e introducían debates morales que, en algunos casos, acababan permeando a las sociedades mismas a quienes se dirigía.

Los productores de telenovelas latinos estaban acostumbrados a invertir cuatro mierdas en sus seriales, contratar a los actores más baratos, a los guionistas más dóciles y a los técnicos más desesperados y estirar las tramas hasta que no dieran más de sí, seguir estirándolas hasta romperlas y, una vez rotas, estirarlas todavía más, sabiendo que nadie les iba a disputar sus prebendas: La esclava Isaura: 100 capítulos, La dama de rosa: 144 insufribles episodios, Xica da Silva: 231, Los ricos también lloran: 248, Simplemente María: ¡435!; Mundo de fieras, Resistiré, Pobre rico, Todo por amor, Lola, Abigaíl...
Estos productos tenían éxito casi por los mismos motivos por los cuales en los ochenta nos petaron el ojete con dibujos animados japoneses: porque en ese género había mucho donde elegir, las series se compraban al peso y te solucionaban cuarenta minutos, una hora de parrilla televisiva. Y ese mismo carácter de producto barato de relleno retroalimentaba la ínfima calidad de los culebrones: nadie iba a gastarse un pastizal en producir una mierda pinchada en un palo cuyo único propósito era el de tapar agujeros en la programación y nadie quería gastarse un pastizal en producir una serie que se emitía a diario, lo que obligaba a actores, guionistas y técnicos a un trabajo incesante donde la coherencia argumental, los escenarios lujosos o las tomas exteriores (la mayoría de aquellos seriales son asfixiantemente agorafóbicos, por el sobrecoste implicado en rodar al aire libre, que hacía primar las tomas en plató cerrado) pasaban a un discreto segundo plano y donde los diálogos verbosos e incontinentes llevaban el peso de la acción. Y a pesar de todo tenían éxito porque atraían a un público muy fiel (y muy poco exigente) con fórmulas que, al menos desde tiempos de Balzac, no han dejado de funcionar; público que, una vez digerido el primer plato, se quedaban con hambre para el siguiente.

Y por eso mismo es tan complicado que las telenovelas americanas recuperen, a corto plazo, el trono imprudentemente perdido, porque, aunque en Brasil siguen sacando melodramas nuevos por un tubo, a diferencia de ellos, los seriales turcos suelen contar con presupuestos saneados, actores y actrices más que solventes (por no decir que algunos de ellos están reconocidos como de los mejores de Turquía), guionistas decentes, no simples mercenarios sin vergüenza torera, el innegable atractivo del exotismo, dilemas morales (como el caso de Fatmagül) que a menudoi se imponen a la sobadísima trama romántica, muchos planos silenciosos, donde los protagonistas nos han de comunicar sus emociones con el lenguaje gestual, no con monólogos o diálogos interminables y, aunque algunas, Kara Sevda sin ir más lejos, llegan a conocer varias temporadas, no parece, a grandes rasgos, que los productores de televisión turcos persigan la supervivencia de sus seriales por encima de la verosimilitud de los argumentos o la paciencia de los espectadores, así que nada de esperar cuatrocientos capítulos para conocer el más que predecible final (eso por no entrar a valorar que la forma de ver televisión ha cambiado y que ya no tiene demasiado sentido pedirle a un espectador que se vea absolutamente todos los capítulos, todos los días, porque como se pierda uno solo ya nada va a tener sentido a partir de ahí). Volviendo a Kara Sevda, hablamos de dos temporadas de treinta y cinco y treinta y ocho capítulos, que no es lo que dura ni el primer arco argumental de Simplemente María. Aunque, eso sí, con una media de 90 minutos de duración, cada capítulo es casi una película en sí misma, algo por lo cual varios actores se han quejado ya.
Los argumentos son casi exactamente los mismos que los del culebrón clásico y beben de las inmortales fuentes del drama, compartidas por todas las culturas; la estructura narrativa, clónica, los villanos igual de estereotipados y previsibles, las malas igual de morenas, intrigantes y zorrupias pero las telenovelas turcas, además, tienen buenos actores, un buen presupuesto (normalmente son seriales semanales hechos para emitirse en prime time), conflictos sociales y éticos y una duración razonable. Y, oh, sí, hay excepciones a esa norma, como por ejemplo Elif que lleva ya más de ¡880! capítulos; que a este ritmo vamos a ver como la protagonista (la niña actriz Isabella Damla Güvenilir) alcanza la pubertad y, me temo, también la menopausia.

Y todo porque hace unos años, un grupo de guionistas y productores decidieron pegarse un tiro en el pie.

A la hora de contar historias, experimentar nunca es desaconsejable. Yo mismo, y perdón por autorreferenciarme, siento una extraordinaria fatiga a la hora de repetir exactamente la misma estructura narrativa, los mismos temas, los mismos arquetipos de personajes. Y eso que a veces es casi inevitable, a fin de mantener la coherencia de una serie o una colección, por ejemplo.

Como escritor, no me seduce lo más mínimo la idea de volver a escribir el mismo libro, de la misma manera, sobre el mismo argumento. He probado diferentes estilos. Me he asomado, con mayor o menor fortuna, a diferentes temáticas, he tocado varios géneros literarios. No dejo de experimentar, que es una forma de mantener vivo el desafío, que es otra forma de no acomodarse, de recordarte a ti mismo que cada vez que te sientas a escribir te sientas en una bicicleta en llamas.

Hasta ahora todavía nadie me ha dicho que me he pegado un tiro en el pie, lo cual supongo que significa que no he sido lo bastante osado en mis experimentos.
Piensa en lo importante que es, para ti como escritor, ofrecer a tus lectores una obra que sea digna de ellos.

Piensa en lo fácil que es pegarse un tiro en el pie. Hacer que tus potenciales lectores te abandonen, renuncien a leer otra obra tuya, se busquen pastos más verdes.

Y piensa también en lo peligroso que es, creativamente hablando, no correr riesgos. Criar grasa. Echarte a dormir. Acomodarte en tu «zona de confort».

Hace años que no leo libros de Paul Auster. Y creo que empecé a abandonar a Paul Auster el día que me di cuenta de que a Paul Auster tampoco le gustaba ya lo que escribía Paul Auster. Porque Paul Auster ya no era un escritor, era una marca. La marca Paul Auster. Así que cada nuevo libro de Paul Auster no era un nuevo libro en realidad, sino el nuevo libro de Paul Auster, absolutamente indistinguible del anterior libro de Paul Auster, que a su vez era exactamente igual al próximo libro de Paul Auster que escribirá Paul Auster después de publicado el nuevo libro de Paul Auster.

La «Trilogía de Nueva York» de Paul Auster (Fantasmas, La habitación cerrada y Ciudad de Cristal o, como me gusta llamarlos, Raro, Más raro y WTF?!) me sigue pareciendo de lo mejorcito que se ha escrito en el siglo XX. Esta obra trigémina me llevó a otros libros de Paul Auster (El palacio de la luna, El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies...) y me convirtió en un lector empedernido de Paul Auster que registraba librerías y bibliotecas buscando nuevos libros de Paul Auster. Me encantaba Paul Auster. Me compraba todo lo que Paul Auster publicaba. Estaba seguro de que Paul Auster sería uno de mis autores favoritos durante el resto de mi vida.

Y de repente me di cuenta de que era capaz de adelantar cada giro de argumento de cada nuevo libro de Paul Auster y anticiparme al desenlace. Porque hacía tiempo que Paul Auster ya no escribía para sí, y tampoco escribía libros; escribía el nuevo libro de Paul Auster, que contenía los mismos arquetipos de personajes, las mismas tramas, los mismos argumentos, el mismo golpe de efecto final que Paul Auster sabe, desde hace tiempo, que los lectores del nuevo libro de Paul Auster esperan encontrar en un libro de Paul Auster.
No estoy diciendo que Paul Auster se haya vuelto comodón, vago, cobarde.
(Que también).
Estoy diciendo que Paul Auster ya no asume riesgos. Que ya se limita a escribir una y otra vez el mismo libro. O eso hacía cuando me perdió como lector.

Estoy diciendo que ha extraviado el sentido del equilibro, que entre la dicotomía de pegarse un tiro en el pie o echarse a dormir, ha preferido lo segundo.

Estoy diciendo que se ha vuelto predecible.

Que Paul Auster se ha vuelto aburrido.

Y que a estas alturas de la película, lo único que soy incapaz de perdonarle a un escritor es que me aburra.

Y que puestos a elegir entre el tiro en el pie y la comodidad, siempre es mejor optar por lo primero.

Aunque corras el peligro de que llegue una Fatmagül a birlarte la silla.

Porque quizá eso sea exactamente lo que necesitas para volver a tomarte esta vocación en serio y empezar de nuevo a escribir de verdad.

Pero qué coño sabré yo, si escribo en esta bitácora de mierda.

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