sábado, 23 de marzo de 2019

«Y entonces llegó Fatmagül y mandó parar»

¿Te acuerdas, querido lector, de cuando las sobremesas era de Cristal, Los ricos también lloran, La dama de rosa?

Bueno, pues eso se acabó.

Ahora las sobremesas son de Kara Sevda, de Sühan, de Stiletto Vendetta.

Los ochenta y los noventa fueron las décadas de los culebrones venezolanos (y alguno colombiano o brasileño) y el nuevo siglo está siendo el de las telenovelas turcas. La razón por la cual se ha producido ese desplazamiento en el interés del espectador de este género es ciertamente muy simple: las telenovelas turcas están ofreciendo casi exactamente el mismo tipo de producto que los culebrones de los años noventa, los mismos personajes, los mismos argumentos, los mismos giros dramáticos.


Solo que mejor.
«¡Usted se robó la empresa de mi familia, Cosme Rubén... digo Mehmet Suruç
¿Por qué ha pasado esto?

Sencillamente porque hace unos veinte años, año arriba año abajo, los productores de telenovelas americanos decidieron pegarse un tiro en el pie. Y me refiero en el suyo propio.

Esa buena gente, que llevaba desde el tiempo de la tos haciendo millones con personajes estereotipados, alambicadas intrigas de familia, actores desatados, villanos risiblemente sobreactuados, argumentos predecibles ad dolorem y finales felices tan inevitables como increíbles; esos señores decidieron que, en realidad, su público, sus espectadores, la gente a la que debían sus orondas panzas, sus mansiones narco-style, sus recauchutadas esposas, su flota de Rolls-Royces y Bentleys, no tenían ni repajolera idea de lo que querían ver en televisión.

Y empezaron a explicárselo. Empezaron a educar el gusto de sus espectadores en una nueva estética. Las telenovelas abandonaron la fórmula de la pobre huerfanita de buen corazón (a ser posible, rubia) pero soplapollas perdida que acaba triunfando sobre las pijas arpías cazafortunas (normalmente, aunque no era una exigencia, morenas) y conquistando la verga del multimillonario desdichado. El triunfo del amor verdadero
(entre los ejemplares más jóvenes y macizos de dos familias enfrentadas) interponiéndose en el camino de una venganza largamente planeada, y normalmente más que justificada, dejó de estar en la agenda de los productores de telenovelas y en las parrillas de los canales de televisión, y los guionistas responsables de coser los capítulos de las telenovelas fueron instruidos en el Evangelio Nuevo.

El amor, con venganza incluída, da como más gusto y todo.
Así que los melodramas se convirtieron en comedias más o menos desmadradas o se llenaron de sicarios y narcos. Sí. Eso es lo que los productores y guionistas creían que estaban esperando sus espectadores: gags cómicos o historias inspiradas en la realidad más siniestra de la economía delincuencial que ha caracterizado durante décadas tantos países de América Latina, auténticos narco-Estados en los cuales bandas de criminales han labrado obscenas fortunas vendiendo drogas con la complicidad o gracias a la incompetencia de políticos inoperantes y corruptos y eliminando a sus opositores en tan deleznable negocio (arribistas de otras bandas, policías no veniales, periodistas íntegros) con extremos de violencia y refinamientos sádicos que habrían hecho vomitar al mismísimo Gilles de Rais. Así surgieron El señor de los cielos, Sin tetas no hay paraíso, La reina del sur, Pablo Escobar el patrón del mal...

En resultado de esa apuesta por el humor y la narconovela (sin coñas, las llaman así) en detrimento de las historias de amor y, en menor medida, ascenso social que caracterizaban al género no debería haber sorprendido a nadie: las audiencias de esos canales de televisión se resintieron, el público que solía ver culebrones se alejó de esta nueva iteración del producto y los responsables de tamaño desastre se limpiaron los bigotes de coca y evitaron mirarse a los ojos los unos a los otros aunque compartían una misma pregunta: «¿qué cojones ha pasado?»


También se probó con diversos grados de éxito, y es de justicia señalarlo, a ampliar el espectro de edad de las audiencias con telenovelas para adolescentes, como Patito feo o Rebelde. Y que conste que algunos de estos melodramas «de transición» fueron más que exitosos, ¿eh? Algunos de ellos recibieron tan buena acogida que fueron licenciados en otros países o conocieron sus propios spin-offs, como Eco Moda, producto derivado de la tele-comedio-novela (¿«comediolebrón»?) Yo soy Betty, la fea, serie versionada en Alemania, España, Polonia ¡y China! entre otras naciones.
Ya sé que no lo parece, pero en realidad está buenísima.
Y entonces llegó Fatmagül (y mandó parar), una serie adaptada a partir de la novela de 1976 Fatmagül'ün Suçu Ne? (¿Qué culpa tiene Fatmagül?), escrita por Vedat Türkali y que ya había dado lugar a una película en 1986. Fatmagül está vertebrada en torno a una adolescente, la Fatmagül del título, violada y obligada a casarse con uno de sus agresores a fin de lavar la deshonra que su violación acarrea sobre su familia y que, abandonada por su prometido y por su familia, decide batallar en los tribunales, y plantar cara a la cultura y la tradición que la hacen a ella responsable de su violación, para que sus violadores acaben enfundados en las pollas más gordas de los sodomitas más empedernidos de la más sucia, sórdida, sidosa y violenta prisión turca.
(A cualquier persona de bien no puede dejar de horrorizarle que a una víctima de violación la obliguen a casarse con su violador, pero, aunque deplorable, es una práctica común en esas culturas que consideran a la mujer causante o al menos coresponsable de su propia agresión y los padres atesoran el honor de la familia en los chuminos de sus hijas, ignorando las lecciones de la Historia, que acreditan que ése es el peor lugar del mundo donde guardarlo).
Fatmagül no solo abrió un debate en la (cada vez menos) laica pero sin embargo (cada vez más) musulmana Turquía, no solo se convirtió en un fenómeno social que decidió a muchas mujeres otomanas a denunciar las situaciones de abuso, de maltrato machista y las agresiones que habían sufrido, no solo atrajo a un público que normalmente no habría visto una telenovela ni aunque le aplicasen el método Ludovico, como hombres y adolescentes, sino que se convirtió en un monstruo capaz de acaparar el 40% de la cuota de pantalla los días de su emisión.
Fatmagül llegó a Lationamérica y arrasó con las audiencias. Luego llegó a Europa y arrasó con las audiencias. A ambos lados del charco comenzó a crecer el interés de los ejecutivos televisivos en esta veta inexplorada de éxitos de share casi garantizados, con un público cautivo que había abandonado a sus proveedores habituales de folletín por el giro mafioso-droganesco que éstos habían decidido imprimirle a algunos de sus productos. Y de repente los productores de culebrones venezolas se vieron compitiendo por un puesto en las parrillas televisivas que, durante algo así como medio siglo, nadie les había discutido; enfrentándose a productos que se apuntalaban en las mismas bases sobre las que ellos habían construido sus imperios (a las que luego habían vuelto la espalda), pero que huían de la sensiblería estomagante y las pasiones de corchopán e introducían debates morales que, en algunos casos, acababan permeando a las sociedades mismas a quienes se dirigía.

Los productores de telenovelas latinos estaban acostumbrados a invertir cuatro mierdas en sus seriales, contratar a los actores más baratos, a los guionistas más dóciles y a los técnicos más desesperados y estirar las tramas hasta que no dieran más de sí, seguir estirándolas hasta romperlas y, una vez rotas, estirarlas todavía más, sabiendo que nadie les iba a disputar sus prebendas: La esclava Isaura: 100 capítulos, La dama de rosa: 144 insufribles episodios, Xica da Silva: 231, Los ricos también lloran: 248, Simplemente María: ¡435!; Mundo de fieras, Resistiré, Pobre rico, Todo por amor, Lola, Abigaíl...
Estos productos tenían éxito casi por los mismos motivos por los cuales en los ochenta nos petaron el ojete con dibujos animados japoneses: porque en ese género había mucho donde elegir, las series se compraban al peso y te solucionaban cuarenta minutos, una hora de parrilla televisiva. Y ese mismo carácter de producto barato de relleno retroalimentaba la ínfima calidad de los culebrones: nadie iba a gastarse un pastizal en producir una mierda pinchada en un palo cuyo único propósito era el de tapar agujeros en la programación y nadie quería gastarse un pastizal en producir una serie que se emitía a diario, lo que obligaba a actores, guionistas y técnicos a un trabajo incesante donde la coherencia argumental, los escenarios lujosos o las tomas exteriores (la mayoría de aquellos seriales son asfixiantemente agorafóbicos, por el sobrecoste implicado en rodar al aire libre, que hacía primar las tomas en plató cerrado) pasaban a un discreto segundo plano y donde los diálogos verbosos e incontinentes llevaban el peso de la acción. Y a pesar de todo tenían éxito porque atraían a un público muy fiel (y muy poco exigente) con fórmulas que, al menos desde tiempos de Balzac, no han dejado de funcionar; público que, una vez digerido el primer plato, se quedaban con hambre para el siguiente.

Y por eso mismo es tan complicado que las telenovelas americanas recuperen, a corto plazo, el trono imprudentemente perdido, porque, aunque en Brasil siguen sacando melodramas nuevos por un tubo, a diferencia de ellos, los seriales turcos suelen contar con presupuestos saneados, actores y actrices más que solventes (por no decir que algunos de ellos están reconocidos como de los mejores de Turquía), guionistas decentes, no simples mercenarios sin vergüenza torera, el innegable atractivo del exotismo, dilemas morales (como el caso de Fatmagül) que a menudoi se imponen a la sobadísima trama romántica, muchos planos silenciosos, donde los protagonistas nos han de comunicar sus emociones con el lenguaje gestual, no con monólogos o diálogos interminables y, aunque algunas, Kara Sevda sin ir más lejos, llegan a conocer varias temporadas, no parece, a grandes rasgos, que los productores de televisión turcos persigan la supervivencia de sus seriales por encima de la verosimilitud de los argumentos o la paciencia de los espectadores, así que nada de esperar cuatrocientos capítulos para conocer el más que predecible final (eso por no entrar a valorar que la forma de ver televisión ha cambiado y que ya no tiene demasiado sentido pedirle a un espectador que se vea absolutamente todos los capítulos, todos los días, porque como se pierda uno solo ya nada va a tener sentido a partir de ahí). Volviendo a Kara Sevda, hablamos de dos temporadas de treinta y cinco y treinta y ocho capítulos, que no es lo que dura ni el primer arco argumental de Simplemente María. Aunque, eso sí, con una media de 90 minutos de duración, cada capítulo es casi una película en sí misma, algo por lo cual varios actores se han quejado ya.
Los argumentos son casi exactamente los mismos que los del culebrón clásico y beben de las inmortales fuentes del drama, compartidas por todas las culturas; la estructura narrativa, clónica, los villanos igual de estereotipados y previsibles, las malas igual de morenas, intrigantes y zorrupias pero las telenovelas turcas, además, tienen buenos actores, un buen presupuesto (normalmente son seriales semanales hechos para emitirse en prime time), conflictos sociales y éticos y una duración razonable. Y, oh, sí, hay excepciones a esa norma, como por ejemplo Elif que lleva ya más de ¡880! capítulos; que a este ritmo vamos a ver como la protagonista (la niña actriz Isabella Damla Güvenilir) alcanza la pubertad y, me temo, también la menopausia.

Y todo porque hace unos años, un grupo de guionistas y productores decidieron pegarse un tiro en el pie.

A la hora de contar historias, experimentar nunca es desaconsejable. Yo mismo, y perdón por autorreferenciarme, siento una extraordinaria fatiga a la hora de repetir exactamente la misma estructura narrativa, los mismos temas, los mismos arquetipos de personajes. Y eso que a veces es casi inevitable, a fin de mantener la coherencia de una serie o una colección, por ejemplo.

Como escritor, no me seduce lo más mínimo la idea de volver a escribir el mismo libro, de la misma manera, sobre el mismo argumento. He probado diferentes estilos. Me he asomado, con mayor o menor fortuna, a diferentes temáticas, he tocado varios géneros literarios. No dejo de experimentar, que es una forma de mantener vivo el desafío, que es otra forma de no acomodarse, de recordarte a ti mismo que cada vez que te sientas a escribir te sientas en una bicicleta en llamas.

Hasta ahora todavía nadie me ha dicho que me he pegado un tiro en el pie, lo cual supongo que significa que no he sido lo bastante osado en mis experimentos.
Piensa en lo importante que es, para ti como escritor, ofrecer a tus lectores una obra que sea digna de ellos.

Piensa en lo fácil que es pegarse un tiro en el pie. Hacer que tus potenciales lectores te abandonen, renuncien a leer otra obra tuya, se busquen pastos más verdes.

Y piensa también en lo peligroso que es, creativamente hablando, no correr riesgos. Criar grasa. Echarte a dormir. Acomodarte en tu «zona de confort».

Hace años que no leo libros de Paul Auster. Y creo que empecé a abandonar a Paul Auster el día que me di cuenta de que a Paul Auster tampoco le gustaba ya lo que escribía Paul Auster. Porque Paul Auster ya no era un escritor, era una marca. La marca Paul Auster. Así que cada nuevo libro de Paul Auster no era un nuevo libro en realidad, sino el nuevo libro de Paul Auster, absolutamente indistinguible del anterior libro de Paul Auster, que a su vez era exactamente igual al próximo libro de Paul Auster que escribirá Paul Auster después de publicado el nuevo libro de Paul Auster.

La «Trilogía de Nueva York» de Paul Auster (Fantasmas, La habitación cerrada y Ciudad de Cristal o, como me gusta llamarlos, Raro, Más raro y WTF?!) me sigue pareciendo de lo mejorcito que se ha escrito en el siglo XX. Esta obra trigémina me llevó a otros libros de Paul Auster (El palacio de la luna, El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies...) y me convirtió en un lector empedernido de Paul Auster que registraba librerías y bibliotecas buscando nuevos libros de Paul Auster. Me encantaba Paul Auster. Me compraba todo lo que Paul Auster publicaba. Estaba seguro de que Paul Auster sería uno de mis autores favoritos durante el resto de mi vida.

Y de repente me di cuenta de que era capaz de adelantar cada giro de argumento de cada nuevo libro de Paul Auster y anticiparme al desenlace. Porque hacía tiempo que Paul Auster ya no escribía para sí, y tampoco escribía libros; escribía el nuevo libro de Paul Auster, que contenía los mismos arquetipos de personajes, las mismas tramas, los mismos argumentos, el mismo golpe de efecto final que Paul Auster sabe, desde hace tiempo, que los lectores del nuevo libro de Paul Auster esperan encontrar en un libro de Paul Auster.
No estoy diciendo que Paul Auster se haya vuelto comodón, vago, cobarde.
(Que también).
Estoy diciendo que Paul Auster ya no asume riesgos. Que ya se limita a escribir una y otra vez el mismo libro. O eso hacía cuando me perdió como lector.

Estoy diciendo que ha extraviado el sentido del equilibro, que entre la dicotomía de pegarse un tiro en el pie o echarse a dormir, ha preferido lo segundo.

Estoy diciendo que se ha vuelto predecible.

Que Paul Auster se ha vuelto aburrido.

Y que a estas alturas de la película, lo único que soy incapaz de perdonarle a un escritor es que me aburra.

Y que puestos a elegir entre el tiro en el pie y la comodidad, siempre es mejor optar por lo primero.

Aunque corras el peligro de que llegue una Fatmagül a birlarte la silla.

Porque quizá eso sea exactamente lo que necesitas para volver a tomarte esta vocación en serio y empezar de nuevo a escribir de verdad.

Pero qué coño sabré yo, si escribo en esta bitácora de mierda.

sábado, 9 de marzo de 2019

No pun intended

Hace unos meses me hice eco del próximo estreno de una película de imagen real (no pun intended, que ahí hay más fondo verde que en una orgía de ranas al aire libre en Irlanda) de Alita, ángel de combate (en el original, Hyper Future Vision GUNNM, o simplemente GUNNM, 銃夢, pronúnciese «ganmu», de los kanji de «arma» y «sueño»), manga del artista japonés Yukito Kishiro, publicado entre 1990 y 1995 en la revista Business Jump. También expresé mi temor de que los seguidores del cómic, entre quienes me cuento, se llevasen una decepción en cuanto el largometraje llegase a las pantallas. Los precedentes no eran nada halagüeños. Y, sí, estoy pensando en Ghost in the Scarlett, y me duele.
Bueno, varios tráilers más tarde (cada uno de los cuales me hizo cagarme encima un poco más sueltecito), ya me he visto Alita. Y, a grandes rasgos, puedo decir que la película me ha gustado. Uno de mis principales temores, que el CGI convirtiese la producción en el stream de un videojuego, ha acabado resultando infundado. Robert Rodríguez se las ha arreglado para jugar con el etalonaje hasta que ya no pudiésemos distinguir a los actores de carne y hueso y los decorados reales de las criaturas y fondos generados por ordenador. Hasta los ojos-lupa que le pusieron a la pobre Rosa Salazar acaban pasando desapercibidos a los cinco minutos de metraje.
Y mira que esos ojos pegan el cante, ¿eh?
Como escritor me crean conflictos algunas decisiones de guión un poco extrañas. ¿Por qué Grewishka y Nyssiana le tienden una trampa a Ido? ¿Lo ha entendido alguien? ¿Y ese alguien me lo podría explicar? Además, como aficionado al cine también me rechina que un director fiche a Jackie Earle Haley (el Rorschach del Watchmen de Zack Snyder), un señor más bien flacucho pero que acojona sin necesidad de abrir la boca, y lo convierta en un irreconocible mazacote virtual. ¿Me pueden explicar eso también? Otra cosa que me habría gustado es que Ido hubiese tenido un poco más de protagonismo y hubiese sido un poquito más motherfucker, como en el manga, y que la hoja Damascus (una de las armas más chulas del puto universo) fuese más como en la original, pero aparte de eso no tengo problemas realmente serios con esta película.

Yo quiero dos.
No tengo problemas, plural, solo tengo un problema, singular, realmente serio con esta película. Y ese problema es que ya la había visto. En VHS y hace la friolera de veintiséis añacos. Y me ha tocado un poco el nabo pagar los cinco leuros de mi entrada para que me dieran más de lo mismo.

La película de Robert Rodriguez y James Cameron FUSILA miserablemente el argumento y la estructura de los OVAs de Alita estrenados en 1993. Hay planos, personajes y líneas argumentales que están literalmente clonados de aquellos dos episodios de animación estrenados cuando yo todavía tenía pelo. Algo simplemente no funciona cuando el espectador, sentado en mi butaca, no diré que decepcionado, ni muchísimo menos, pero sí pelín aburrido, predice una tras otra casi todas las escenas antes de que aparezcan. Esto es una pena, porque realmente Alita daba mucho más de sí.

Alita Battle Angel no es la película que esperaba. Pero no era lo peor que podría haber pasado. Ahí están las escenas clave de los primeros volúmenes del manga: Ido rescatando el cuerpo maltrecho de Alita del montón de desperdicios, la pelea en el bar Kansas, el nacimiento de la rivalidad con Zapan, el cuerpo berserker, la historia de amor con Yugo, el motorball, las dudas de Alita acerca de su propia humanidad y los destellos de su pasado... Y todos esos elementos no están metidos con calzador, entre riada de hostias y riada de hostias, para que los lectores del cómic sepamos que estamos viendo Alita y no Transformers 54: las patadas en Cybertrón se sirven con alioli; la historia, a grandes rasgos, está bien trabada, salvo por algunas elipsis y omisiones que, sospecho, son el resultado de dejar caer unas cuantas escenas al suelo de la sala de montaje.


Pero sigue siendo la misma película que ya vi cuando todavía estaba en el instituto. Después de todos los años que nos han mareado con este proyecto, esperaba que me ofreciesen algo más que el guión de los dos OVAs de 1993, con un par de retoques (como fusionar varios personajes en uno solo, algo común a otras adaptaciones cinematográficas de material impreso) y follado plano a plano.
Estoy dividido contra mí mismo. Por una parte ha sido maravilloso ver en la gran pantalla a una Alita de carne y hueso (no pun intended), y también un alivio certificar que Hollywood no se ha currado otro abominable Ghost in the Scarlett. Por otra parte, me esperaba más, mucho más. Creo que la historia se lo merecía. Que el tiempo que han tardado en llevar a buen término la producción lo justificaba. Que el pastizal que han soltado para hacerla permitía ser optimistas. Que James Cameron...
Raro que Cameron no haya metido a Zazie. ¡Con lo que a él le gusta el pistoleo!
¿Que James Cameron qué? De un tiempo a esta parte ya no sé qué pensar de este tío. Ha dirigido algunas de mis películas favoritas, pero desde poco antes de Avatar, más o menos, parece haberse vuelto vago. Mi James Cameron favorito contaba historias interesantes envueltas en sofisticadas puestas en escena. Pero a Cameron parece que ha dejado de interesarle contar buenas historias y contarlas bien. El guión ha pasado a tener una importancia secundaria para él, y ha acabado poniéndolo al servicio de los efectos especiales. Mira que me gusta Avatar, por ejemplo, y sin embargo, y aunque es un topicazo mil veces repetido, si le quitas los oropeles y la estereoscopía anaglífica, no deja de ser un Bailando con lobos con pitufos de tres metros en vez de indios.

¿Es eso lo que ha pasado con Alita? ¿A Cameron y a Rodríguez les importaba más o menos tres mierdas el guión y volvieron a filmar el de 1993 con media docenita de modificaciones relativamente menores? Incluso incorporan al personaje de Chiren (Jennifer Connelly), que procede directamente de los vídeos de animación de los 90.
Como escritor, solo concibo un motivo justificado para volver a contar una historia que ya se ha contado: contarla de otra manera, explorar otras posibilidades de la trama y los personajes. Contar lo que en un primer momento no se contó, o se contó mal, o se podría haber contado mejor.

Pero ¿volver a hacer lo mismo y volver a hacerlo prácticamente igual?

Alita no se merece eso.

Porque Alita es más que una historia de cyborgs que reparten pana como bestias.
Aunque empieza como una especie de revisión cyberpunk del cuento de Pinocho (reciclando un personaje creado por Kishiro para el manga inédito Reimeika), Alita se delata desde muy temprano como un tratado filosófico, una denuncia de las desigualdades, una reflexión acerca de la naturaleza humana y una alegoría de las difíciles relaciones entre padres e hijos y del tránsito de la infancia a la adolescencia y de ésta a la madurez. Todo ello vendido en un formato asequible de cuento de Ciencia-Ficción. Las metáforas de Alita difícilmente podrían ser más transparentes, pero tampoco se le puede pedir más a un manga escrito por un guaje que entonces contaba veintitrés años. Si quieres profundidad y oscuridad metafísica, mejor te lees Ser y tiempo, de Martin Heidegger, ese señor al que los discursos de Hitler le ponían la verga como una piedra. Y te lo lees en alemán, si tienes huevos.
¿No os recuerda a alguien? Porque a mí sí.
Un Edén inalcanzable que todos los pelagatos sueñan con alcanzar. Una ciudad flotante llena de privilegiados para los cuales trabaja en condiciones de esclavitud el resto de la humanidad, condenada a subsistir en una tierra yerma, contaminada, violenta, sobre la cual los ciudadanos de Zalem arrojan su basura (no por capricho se llama El Patio de Desperdicios). La única ley en ese páramo es la ley de la Factoría, responsable de dirigir hacia la ciudad flotante los productos, alimentos y la energía de la que depende, y administrar justicia, siempre parcial e interesada, en el Patio de Desperdicios. (No, no es el argumento de Elysium, es Battle Angel Alita, una obra muy anterior).

¿Qué es Zalem/Tiphares, sino una alegoría del capitalismo?
 
Zalem no es tan diferente de otras utopías que nos prometen en nuestro propio mundo, si somos buenos y seguimos trabajando para el Sistema. A ser posible, sin hacer demasiado ruido ni cuestionar el statu quo.

¿Puede alguien rascarse el bosillo y regalarme esto? Por favor.
¿Qué es Ido sino un padre que no quiere que su hija crezca, o que no crezca tan rápido, y que sea una señorita fina, con vestiditos de volantes y lacito en el pelo? ¿Qué es Alita sino una niña (no técnicamente, pero debido a lo desvalida que la ha dejado su amnesia, de hecho sí) que quiere escoger su propio camino, cometer sus propios errores, encontrar su lugar en el mundo, aunque en el camino la hieran, sufra, le rompan el corazón? Ido quiere proteger a su «hija» a toda costa. Alita se rebela contra el amor sobreprotector de Ido («¡no soy tu muñeca!») y se embarca en la búsqueda de su propia identidad que, en el manga, pasa por explorar un montón de facetas de sí misma: Alita es cazarrecompensas, músico, jugadora profesional de motorball, agente «sintonizada» de Zalem...

Ido es nuestro padre. Alita somos nosotros. El Patio de Desperdicios es nuestro mundo.

Alita, a su humilde y timorata manera, es una historia universal. Y cuando la lees en un momento de tu vida en el que se avecinan cambios como los que Alita sufre ante tus ojos, la historia del Ángel de Combate se convierte en parte de ti y te acompaña para siempre en cada episodio de tu existencia.

Por eso la idea de ver esta pequeña joya violenta y poética en manos de los desaprensivos ejecutivos de Hollywood hizo que me cagase en los calzoncillos. Numerosas veces. Diarreicamente. Casi hasta el prolapso anal.

Me alivia haber descubierto que la película de Rodriguez y Cameron respeta esa condición de tratado iniciático, de fábula moral, que no moralizante. Algo que no pudimos decir, en su día, de la abominable adaptación de Ghost in the Shell protagonizada por una Scarlett Johannson más inexpresiva y alelada que de costumbre.

¿Qué nos define como seres humanos? ¿Un cerebro dentro de una caja es una persona? ¿Hasta que punto tienen derecho unos padres, si es que lo tienen, a escoger la vida que deben llevar sus hijos? Alita se plantea éstas y otras preguntas sobre la condición humana, la identidad, la amistad, el amor. El personaje principal crece, madura y se transforma con nosotros, sus lectores, a medida que la publicación del manga se prolonga capítulo tras capítulo. Alita empieza el primer tomo de la serie y el primer acto de la película con un cuerpo prostético infantil y asexuado (en el largometraje, el de la fallecida hija de Ido); pasa luego, cuando decide desobedecer a su padrastro y convertirse en Cazadora Guerrera, al cuerpo berserker, y en cuanto se pone ese cuerpo sexual, de adolescente o post adolescente, empieza a comportarse como una púber: es temeraria, desafiante, contestona, un pelín chula... Que era precisamente el temor de Ido cuando le puso el cuerpo berserker (y el motivo por el cual en la película, en primera instancia, se niega a facilitárselo): que esa máquina de guerra (transparente alegoría de la pubertad) estimulase la agresividad de su hija adoptiva, le proporcionase una engañosa sensación de superioridad y la condujese a ponerse en peligro.
«Una herramienta de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que llamas “mente”, una pequeña herramienta y juguete de tu gran razón».
Friedrich Nietzsche
O por ejemplo esto. ¡Si yo me conformo con poco!
Sí, estoy enamorado de Alita, se nota mucho y no pienso pedir perdón por ello.

Pero admito que hubo un momento en que empecé a pensar que Kishiro me estaba tomando el pelo y casi me rompió el corazón.

Alita terminó abruptamente en 1995 con un final que a todos los fans nos dejó cara de haber olido un pedo particularmente nauseabundo. Durante años, se nos dijo a todos que aquel cierre en falso (una Alita regenerada en un cuerpo orgánico y reunida con su segundo gran amor, Figura Cuatro) había sido impuesto por una grave crisis de salud del autor. Kishiro habría preferido darle aquel mal final a su obra más conocida que no darle final alguno. «Hostia puta», nos dijimos, «¿tan grave está este pobre hombre que teme no llegar con vida al final de Alita?» La falta de noticias dio pábulo a las murmuraciones. Se habló de un cáncer. Se habló del SIDA. Se especuló con la posibilidad de que el enfermo no fuese él, sino alguien de su familia, a quien Kishiro se habría comprometido a cuidar.

Todo

era

mentira.
«¡Fake news! ¡Que me las pongan en fila!»
Y el propio Kishiro, que gracias a Dios sigue vivo y goza de una salud manifiestamente buena, se ha encargado de desmentirlo en una entrevista reciente. Ni cáncer, ni SIDA, ni pichas en vinagre. Kishiro abandonó Alita por agotamiento.  Su enfermedad, de poder llamar así, fue de naturaleza anímica. La presión de los plazos de entrega y el esfuerzo intelectual de desarrollar un argumento y plasmarlo en la página se estaba cobrando su diezmo: el mero sonido de la lluvia lo desquiciaba, la visión de la página en blanco le hacía estremecer.
"The reason I ended the original Alita run was work related interpersonal trouble causing me considerable stress. [...] I didn't want to do it, but it was clear that the series had to be ended at that point."
Una vez repuesto, Kishiro trabajó en otros proyectos (Acqua Knight) y, hacia el año 2000, decidió retomar Alita y hacer borrón y cuenta nueva de aquel final que a él mismo había decepcionado y desechar la práctica totalidad del noveno volumen de la serie. El canon de Battle Angel Alita fue, pues, reformulado sobre una reedición corregida del manga original y surgió una nueva serie, que retomaba la historia a partir del capítulo en que Alita es aparentemente destruida por el monstruoso y sádico Desty Nova, titulada Gunnm: Last Order (銃夢 Rasuto Ōdā) y que expandía el universo de Alita al misimísimo Zalem/Tiphares y de allí al, no es coña, puñetero es-pa-ci-o.
Aunque no llegan a salir de nuestro sistema solar. Algo es algo.
Y aquí es donde empecé a tener problemas.

Porque, aunque esta parte casi de space opera estaba prevista en el plan original de Kishiro, abandonado cuando su salud mental dijo «¡socorro!», aunque Battle Angel Alita: Last Order introduce nuevas historias y algunos personajes simplemente fascinantes de los que es imposible no enamorarse (Zazie, Caerula Sanguis, la reina Limeira de Marte...) o a los que es casi obligatorio odiar a muerte (el coronel Payne, Aga Mbadi, cualquiera de los clones de Nova...); aunque se mantiene más o menos fiel a las bases del manga original (la persecución por Alita de su identidad y su pasado, las consideraciones acerca de qué nos hace humanos...), pronto, muy pronto, extraordinariamente pronto, se convierte en otro cómic de hostias a tutiplé.

Escaladas de poder, cambios de cuerpo, nuevas hojas Damascus... pero lo peor de todo estaba por venir: el Z.O.T.T. (Zenith of Things Tournament). Un torneo de artes marciales. Cósmico. Y una Alita convertida en una sádica fanfarrona asesina que juega con sus adversarios hasta matarlos como haría un gato con un gorrión. Y artes marciales tecno-absurdo-ferolíticas (¿La «escuela del Kárate Hiper-Electromagnético»? ¡Por Faraday, Volta y Tesla!). Y Sechs, el clon de Alita, cambiando de sexo. Y muchos efectos especiales Songoku style. Y Zazie metiéndole un balazo por el recto, LITERALMENTE, a Rakan; pero que conste que el muy cabrón se merecía eso y más.
¡Auch!
Yo había empezado a leer Alita y ahora estaba leyendo Dragon Ball, una serie que había abandonado precisamente por esto, porque aquella divertida y a ratos surrealista búsqueda del tesoro se había convertido en una liga fantástica de hooligans empeñados en averiguar quién tiene el carallo más grande. Y siempre hay alguien que lo tiene más grande.
Que no estoy diciendo que este nuevo enfoque de Alita (parcialmente protagónico en la primera serie) me expulsase de la lectura, ojo. Estoy diciendo que esto no es lo que empecé a leer, y que tal vez no me habría enamorado de los personajes y del argumento si me hubiesen dado este «más de lo mismo» desde el capítulo uno. Además, soy consciente de que la transición de Alita a Last Order también supuso un cambio de público objetivo que se reflejó en este nuevo tono del manga. Alita se había publicado en Bussines Jump, una revista para oficinistas treintañeros, y Last Order pasó a Ultra Jump, de Sueisha, una cabecera destinada a lectores de entre diecibastantes y veintipocos, que lo que buscan en un cómic son precisamente hostias y tetas y que no les hagan pensar demasiado. De Ultra Jump, harto de pelearse con el editor, que insistía en meter baza en los diálogos del manga (entre otras cosas pretendía que Kishiro renunciase a emplear la palabra «psicópata»), y hasta los huevos de exigir que se revertiesen a su forma original algunos cambios introducidos sin su consentimiento en la reimpresión de Battle Angel Alita, Yukito pasó de la huelga de brazos caídos iniciada en el capítulo 100 de Last Order (otra mentira: se nos dijo que se estaba tomando un «año sabático») a la insurrección, y, en marzo de 2011, se llevó su obra a la revista Evening de Kodansha, donde siguió publicándose hasta finalizar el «arco argumental del espacio» al que hemos hecho referencia.
«¿Y... se acabó?»
No, las aventuras de Alita no han terminado. Kodansha está publicando actualmente GUNNM Kasei Senki, (銃夢火星戦記, Battle Angel Alita: crónicas de la guerra de Marte), donde la Alita artificial nos desvela más episodios de su pasado, se reencuentra con su amiga Erica, reconvertida en una asesina de nombre Frau X, y se ve envuelta en las intrigas de poder de su Marte natal mientras la Alita orgánica, supongo, folla como una pantera con su amado Figura Cuatro en un motel barato de Ketheres.
«¡Para ahí! ¿Que ahora hay dos Alitas?»
Alita hecha toda una Pinocha de carne y hueso.
Ups. Perdón. Olvidé el aviso de espóilers.

Ya está. Me perdonáis, ¿verdad?

¿Para que son todos esos cuchillos?

Ganmu Kasei Senki recupera algunas de las tramas y personajes de Last Order, como la vampira Caerula Sanguis, Qu Stang, otra vez la reina Limeira... e introduce otros nuevos. Y nuevas y bizarras técnicas de panzer kunst. Y nuevos y sádicos asesinatos. Y más nudismo parcial. Y la historia de orígenes de Yoko/Alita, que casi hubiésemos preferido no conocer (en serio, es repugnante). Y como corro peligro, llevado de mi amor a la historia y al personaje, de convertir esto en un monográfico en siete soporíferas partes sobre Alita y su universo en vez de en un superficial análisis de su adaptación cinematográfica, que era mi intención inicial, será mejor que lo vayamos dejando aquí. Que ya me empieza a picar en los dedos un ataque a la yugular de los editores americanos del manga y sus sorprendentes decisiones al adaptar la obra al mercado occidental. Que en cuanto Zalem se convirtió, por obra y gracia de la traducción, en Tiphares, desapareció el evocador juego de palabras de las «ciudades hermanas» Jeru y Zalem, y este pun es muy intended y es de Kishiro, no mío. 
Un amigo mío opina que todo mejora si le metes unos cuantos zombis.
Esta escabechina queda resumida en el hecho de que nuestra querida Alita en el cómic original en realidad ni siquiera se llama Alita, sino Gally. ¿Que por qué al cruzar el charco Gally se convirtió en Alita? Porque... ¿drogas, por ejemplo? Como se quejaba el redactor de un fanzine de la época: «¿Y por qué Alita, a ver? ¿Por qué no "Muslo" o "Pechuguita"?».
Pechuguita, con algunos años menos y su primer cuerpo artificial.
Por cierto, para quienes hayan adorado esta cinta: diría que está muy claro que Robert Rodriguez y James Cameron dejaron bastante bien atado el final de su película por si el respaldo en taquilla permitía rodar una segunda parte.

Recapitulando: he ido a ver Alita, la película de Rodríguez y Cameron y me ha gustado.

Pero el problema es que ya la había visto. Hace veintiséis años. 

Y también entonces me supo a poco, pero por diferentes motivos que no voy a exponer aquí, porque ya hemos dicho que tocaba soltar este hueso.