viernes, 18 de noviembre de 2022

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (VIII)

Sir Winston Leonard Spencer Churchill es uno de esos personajes "bigger than life" a los que resulta prácticamente imposible separar de su simbolismo histórico como obstinado defensor de la democracia parlamentaria y la libertad del individuo frente a una Europa completamente rendida al fascismo y unos Estados Unidos a los que, al menos hasta Pearl Harbor, les comía los cojones a dos carrillos que el Viejo Mundo sucumbiese al furor asesino de Hitler, Mussolini y Stalin.

Síp. No siempre fue viejo y gordo.


Winston, descendiente directo de John Churchill, primer Duque de Marlborough, graduado en la academia militar de Sandhurst, empotrado en 1895 con las tropas españolas que combatían a los independentistas cubanos, enviado a Bombay en 1896 con el 4.º Regimiento de Húsares de la Reina, participó en expediciones a Hyderabad en el asedio a Malakand, se unió al contingente del general Kitchener en el doble rol de subalterno del general y periodista del The Morning Post, participó en la batalla de Omdurman y, tras una breve reincorporación al ejército durante la Segunda Guerra Anglo-Bóer, en el transcurso de la cual había sido hecho prisionero, regresó a Londres para establecerse como escritor y parlamentario. Fue en el transcurso de su carrera política, que lo llevó de diputado de los Comunes a Primer Ministro pasando por casi todos los niveles de la administración pública británica (y después, ejem, de un par de cambios de partido y otro par de dimisiones y reincorporaciones al ejército), como Winston Churchill entró de cabeza en la historia.

El primer ministro saliente, Arthur Neville Chamberlain, destruido políticamente por su empecinada política de apaciguamiento a la Italia fascista y al Tercer Reich, que Hitler aprovechó para proseguir la expansión territorial de la Alemania nazi, se vio incapaz de formar un gobierno de coalición (los laboristas querían colgarlo por los cojones del monumento a Nelson y la mitad del partido conservador ya no se fiaba de él), y dado que nadie quería comerse la diarrea humeante y agusanada que Chamberlain les había dejado, llamaron al estadista que se había pronunciado más clara, alta y contundentemente contra la política de apaciguamiento de Chamberlain, pedido medidas disuasorias contra el imperialismo nazi y proclamado el Acuerdo de Múnich «una derrota total y absoluta».
«Muskatnuss, herr Müller!»

Como Primer Ministro del Reino Unido, Churchill tuvo que sortear la desconfianza de buena parte de los conservadores, además de resistir las tentaciones de un acuerdo de paz negociado con los alemanes que Lord Halifax, ministro de Exteriores, defendía como la única oportunidad de supervivencia de un Imperio Británico al que la guerra expansionista de Hitler había pillado con los calzoncillos bajados tras de años de políticas pacifistas por una generación de próceres que aún recordaba los horrores de la Gran Guerra.

"You ask, what is our policy? I will say: it is to wage war, by sea, land and air, with all our might and with all the strength that God can give us; to wage war against a monstrous tyranny, never surpassed in the dark, lamentable catalogue of human crime. That is our policy. You ask, what is our aim? I can answer in one word: it is victory, victory at all costs, victory in spite of all terror, victory, however long and hard the road may be; for without victory, there is no survival."

«Usted pregunta, ¿cuál es nuestra política? Diré: es hacer la guerra, por mar, tierra y aire, con todas nuestras fuerzas y con todas las fuerzas que Dios nos pueda dar; para hacer la guerra contra una tiranía monstruosa, nunca superada en el oscuro y lamentable catálogo de crímenes humanos. Esa es nuestra política. Usted pregunta, ¿cuál es nuestro objetivo? Puedo responder en una palabra: es la victoria, la victoria a toda costa, la victoria a pesar de todo el terror, la victoria, por largo y duro que sea el camino; porque sin victoria no hay supervivencia»

(Sorprendentemente, Churchill conmovió a todo el Imperio con sus discursos a pesar de cecear y ser anatómicamente incapaz de pronunciar la ese).

Churchill consiguió hacer pasar el rescate in extremis de la Fuerza Expedicionaria Británica en Dunkerque por una victoria. Con su voluntad de hierro y su mejor retórica de alumno de colegio privado, Churchill convenció al pueblo británico de que debían seguir luchando, energizó a la anémica Fuerza Aérea Británica que libró y ganó la Batalla de Inglaterra contra los aviadores alemanes ("Never in the field of human conflict was so much owed by so many to so few"), le cambió a Roosevelt bases en las Bermudas, el Caribe y Terranova por los destructores que la Marina Real desesperadamente necesitaba y, en un triunfo sobre su rabioso anticomunismo ("If Hitler invaded Hell, I would at least make a favourable reference to the Devil"), incluso trató de advertir al genocida paranoico de Stalin de que Hitler se disponía a invadirle (el Servicio Secreto británico estaba al tanto porque ya habían roto el código Enigma en Bletchley Park y monitorizaban todas las transmisiones nazis).

A lo largo de la guerra, Churchill viajó sin descanso, escribió miles de cartas y telegramas, participó en reuniones, cumbres y conferencias, se negó a bajar el ritmo cuando sufrió un infarto o cada vez que se sumía en una de sus crisis depresivas («el perro negro», las llamaba). Su testaruda defensa de los ideales de la Europa ilustrada, cristiana, democrática, le convirtieron ya en vida en un símbolo de tal poder que incluso a los historiadores más imparciales fracasan en imaginar una victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial si las riendas del Reino Unido hubiesen sido confiados a otras manos.

Como líder en tiempo de guerra de una nación orgullosa, enfrentada a un enemigo aparentemente imparable, Winston Churchill se transformó en la personificación del espíritu británico. Nadie que conozca siquiera superficialmente su biografía, las dificultades que hubo de vencer y el tiempo que le tocó vivir, puede dudar en llamarle héroe.

Y a nadie que profundice en su biografía le puede temblar tampoco la voz a la hora de llamarle clasista fanático, racista rabioso y psicópata genocida.
Los británicos, llegados a este punto.

En 1937, Churchill habló ante la Comisión Peel contra el derecho de las naciones indígenas a la soberanía sobre sus propios territorios:
"I do not admit that the dog in a manger has the final right to the manger even though he may have lain there for a very long time. I do not admit that right. I do not admit for instance, that a great wrong has been made to the Red Indians of America or the black people of Australia. I do not admit that a wrong has been done to these people by the fact that stronger race, a higher-grade race, a mor worldly wise race to put it that way, has come in and taken their place."

«No admito que el perro en un comedero tenga el derecho final sobre el comedero aunque haya permanecido allí durante mucho tiempo. No admito ese derecho. No admito, por ejemplo, que se le haya hecho un gran mal a los indios americanos o a los negros de Australia. No admito que se le haya hecho daño a estos pueblos por el hecho de que una raza más fuerte, una raza de superior, una raza, por decirlo de alguna manera, con mayor sabiduría mundana haya llegado y ocupado su puesto».
"
The dog in a manger". Literal.

Enfrentado a la protesta violenta de una facción de los musulmanes palestinos, descontentos con la política británica de inmigración judía a Palestina y creación de un Estado sionista a expensas de sus territorios y sus propias aspiraciones independentistas, Churchill empleó con los nacionalistas palestinos un lenguaje que podría haberse extraído de un discurso escrito por Goebbels.

Churchill creía que hay razas mejores y otras peores. Que la civilización humana alcanzó su pináculo con el hombre blanco, británico y protestante, y que por debajo de esa categoría comenzaba la decadencia genética, intelectual y moral. Su racismo rampante le llevó a escribir el 12 de mayo de 1919, como ministro de la guerra, un memorándum en el que abogaba por usar armas químicas contra los insurrectos afganos y kurdos.
Los británicos, otra vez.
"I am strongly in favour of using poisoned gas against uncivilised tribes, The moral effect should be so good that the loss of life should be reduced to a minimum. It is not necessary to use only the most deadly gasses: gasses can be used which cause great inconvenience and would spread a lively terror and yet would leave no serious permanent effects on most of those affected."

«Estoy totalmente a favor del uso de gas envenenado contra tribus incivilizadas. El efecto moral sería tan bueno que la pérdida de vidas se reduciría al mínimo. No es necesario utilizar sólo los gases más mortíferos: se pueden utilizar gases que causen grandes inconvenientes y propagarían un terror vivo y, sin embargo, no dejarían efectos graves permanentes en la mayoría de los afectados».
Pero no era necesario tomar un partido activo contra las razas notoriamente más morenitas que el británico medio cuando se podía, simplemente, dejarlo morir de hambre.

En 1943, la India, todavía una de las joyas del Imperio británico, vivió una calamitosa hambruna en el noreste de Bengala. Entre tres y cuatro millones de bengalíes reventaron de inanición. La gente caía literalmente fulminada de hambre en las calles. Informado de la magnitud de la crisis, Churchill hacía recalar en Calcuta para reaprovisionarse
cargueros llenos a rebosar con decenas de miles de toneladas de trigo australiano con órdenes expresas de no descargar ni un grano de sus bodegas en la India. Ante el curso de la guerra en Europa y la posibilidad de que las conquistas territoriales alemanas disparasen el precio del cereal al cerrar los principales mercados europeos cerealísticos (Ucrania, por ejemplo, llevaba ocupada por los nazis desde el 41), Churchill prefirió almacenar ese grano por si podía especular con él o distribuirlo entre sus conciudadanos. Se conservan los telegramas y memorandos de las autoridades coloniales describiendo las terribles escenas que veían a diario, pero todo lo que Churchill hizo durante la peor parte de la hambruna fue escribir, de su puño y letra, en un margen del expediente, «¿Por qué Gandhi no ha muerto todavía?».

Lo siento, chicos. Hoy no es vuestro día.

(Si te interesa el tema, puedes ampliar conocimientos con este libro, amado lector).

Los exabruptos de Winston hacia la religión hindú, que le asqueaba, su rabiosa oposición a cualquier tipo de autogobierno para la India (que para él suponía la demolición del Imperio Británico y, en última instancia, el fin de la civilización) y su patricia repugnancia hacia el padre de la nación india y su pacífico grito de independencia eran una de las obsesiones de sir Winston. Las perlas que Churchill dedicaba al estadista indio no son difíciles de encontrar incluso en la bibliografía no especializada. "We should be rid of a bad man and an enemy of the Empire if he died", «nos desharíamos de un mal hombre y un enemigo del Imperio si muriese», dijo con ocasión de una huelga de hambre comenzada por Gandhi en prisión.

A Winston se le abrían las carnes porque después de corromper a sus reyes y reducirlos a peleles, invadir y conquistar su territorio, destruir sus infraestructuras, aniquilar su industria textil, apoderarse de sus tierras y recursos naturales, imponerles aranceles a sus productos e impuestos a sus ciudadanos, la India no le dijese al Imperio Británico:


La náusea que le producía el nacionalismo indio competía en el alma churchilliana con la repulsión que le inspiraban los sindicatos. En 1910 Churchill envió al ejército a disolver una huelga de los mineros del sur de Gales que pedían mejores salarios y condiciones laborales. Aún hoy en día, si quieres ver realmente cabreado a un galés, menciónale a sir Winston. En 1911, Churchill también envió soldados a Liverpool para sofocar otra protesta obrera. Al menos dos personas perdieron la vida entonces. En 1919, ya como ministro de la guerra, desplegó en Glasgow 10 000 tropas en medio de otra erupción de disturbios y huelgas.

Cualquiera diría que al buenazo de Winston el olor de la pólvora se le volvía almizcle en las napias. En 1911, durante el asedio en el este de Londres a un grupo de anarquistas letones que habían matado a tres policías se vio a Churchill en la escena de los hechos, donde, aparte de prohibir a los bomberos que apagasen las llamas del edificio en el que se habían refugiado los anarquistas, fue fotografiado aparentemente impartiendo órdenes a la policía que vigilaba la casa. Arthur Balfour se agarró tal rebote por lo sucedido que llevó el asunto a la Cámara de los Comunes: "He and a photographer were both risking valuable lives. I understand what the photographer was doing but what was the right honourable gentleman doing?" («Tanto él como un fotógrafo estaban arriesgando vidas valiosas. Entiendo lo que estaba haciendo el fotógrafo, pero ¿qué estaba haciendo el honorable caballero?»).
Eso. ¿Qué coño hacía allí?

Churchill también la lió parda durante la Guerra de Independencia irlandesa de 1919. No sólo desplegó en Irlanda a los infames "Black and Tans", sino que llegó a proponer el uso de la Fuerza Aérea contra los republicanos irlandeses, si bien también es cierto que fue uno de los primeros en pronunciarse a favor de la partición de Irlanda y jugó un papel decisivo en el tratado Anglo-Irlandés que puso fin a la guerra en 1921.

«Vale, Sommer, ya me has colado la lección de historia. ¿Cuál es el tema de la bitácora de hoy?».

El tema es que, de la misma manera que Winston Churchill pertenece a una minoría de personalidades históricas que ha dejado para siempre su impronta en la civilización, tú, escritor amateur, podrías estar también perteneciendo a una minoría sin saberlo.

Alguien escribió una vez que el 97% de los escritores aficionados que empiezan a escribir un libro son incapaces de acabarlo. Como todas las estadísticas de mierda, ésta se cita sin vincularla a fuente alguna, lo que la vuelve sospechosa, apócrifa y casi seguramente falsa.

Puede que no haya ningún autor, ningún estudio, ningún muestreo, ninguna investigación científica sobre ese 97%. Pero si alguien lo acomete alguna vez con un mínimo de respeto al método científico, me sorprendería que las conclusiones fuesen muy diferentes.

La ley de Sturgeon, implacable como la Termodinámica, Ley que en la bitácora paratrúpida por excelencia nos empeñamos en citar como nos sale del cipote, postula que el noventa por ciento de lo que se escribe es mierda. Habría que añadir un colofón a esa ley, algo como «y, encima, el 90% de esa mierda nunca se acaba».

Si has terminado un libro que nadie quiere publicar, tal vez te consuele saber que perteneces a la minoría de escritores que han acabado el libro que empezaron a escribir. Pensamiento que debería darte una buena patada de energía positiva en el culo.

No importa si nadie quiere publicarlo. Da un poco lo mismo si nadie quiere leerlo. Si has terminado tu libro, formas parte de la minoría que lo consiguió, que se sentó a escribir su libro y siguió adelante, tal vez a trompicones, acaso a contragusto, que superó un obstáculo tras otro, triunfó sobre las innumerables distracciones de la vida cotidiana, estableció una ética de trabajo y una rutina creativa que lo llevaron finalmente a culminar el proyecto.

Tal vez el libro no sea muy bueno.
(Ambos sabemos que tiene un 90% de probabilidades de ser una mierda).
Tal vez el libro es el equivalente literario al sudor venéreo de nuestra amada Riley, que seguro que sabe a la gloria divina, pero ha llegado en el momento editorial inoportuno.
Si, ya. ¡Como si necesitásemos excusas para subir un GIF suyo!

Seguro que no es el que querías escribir, porque en el instante en que les das el primer aliento vital los libros se convierten en una especie de criatura viva que se niega a someterse a tus designios y explora su propia evolución.

Pero lo has terminado.

Y eso, aunque pueda parecerte poco, es una victoria.

Acabar el primer libro no sólo te da la experiencia, el chute de confianza y las herramientas narrativas para acabar el segundo. También te proporciona una disciplina. Te enseña a organizar tu trabajo en otros ámbitos de la vida. A diseñar un proyecto, descomponerlo en fases y acometerlo por partes. A anticipar los problemas más evidentes y encontrar soluciones para aquellos que no te esperabas.

Acabar ese libro te pone un paso más cerca de ver tu obra publicada. Puede que no el título que acabas de finalizar. Puede que tampoco el siguiente. Quizá ni siquiera los cinco primeros, que, como sabemos en el Paratroopers, son casi siempre horribles (y por eso deberías escribirlos cuanto antes), pero indudablemente te pone más cerca de la edición que al escritor que nunca logró terminar su libro.

Aunque tengo también buenas noticias para ti si perteneces a este segundo colectivo.

Todavía hay esperanza para ti. Hay varias razones por las cuales no has podido acabar el libro. Vamos a darte un puñado de preguntas que tal vez, sólo tal vez (aquí no hacemos promesas, que no somos políticos ni éste es un seminario de autoayuda) te ayuden a encontrar lo que necesitas para finalizar tu proyecto, o empezar otro.

De nada:

1. ¿Y si estás escribiendo el libro equivocado?

Lo he contado muchas veces, pero como es un «ejemplo navaja suiza» y viene que ni al pelo para la presente entrada, vuelvo a decirlo una vez más: jamás pude acabar una novela de vampiros. He leído varias, algunas de ellas auténticos clásicos antiguos y modernos (Drácula, de Bram Stoker; Carmilla, de Sheridan le Fanu; El vampiro, de Polidori; la entonces trilogía de Ann Rice, recientemente fallecida; el Sueño del Fevre de GRRRRRRR Martin...), otras, adaptaciones modernas del mito (La fuerza de su mirada, de Tim Powers; Déjame entrar, de John Ajvide Lindqvist; El misterio de Salem's Lot de Stephen King; Soy leyenda, de Richard Matheson), algunas de ellas en clave de comedia ligera (La trilogía de «vampiros en San Francisco» de Christopher Moore) y un montón de mierda infumable (La historiadora de Elizabeth Kostova, a la que suspendimos en suspense en esta entrada de la bitácora, y sí, también ésa serie de libros de la que no vamos a hablar).

Así que creo que sé lo que caracteriza un libro de vampiros.

Pero hasta la fecha he sido incapaz de escribir uno, y no ha sido por no intentarlo. Tenía una historia, pero no me parecía lo bastante interesante. Tenía un universo ficticio con todos los tópicos de la novela de vampiros, pero podía ver todas las tramoyas y el escenario que había construido me aburría a ratos y me dejaba indiferente el resto del tiempo.
Más o menos como esta película.

Así que mi novela de vampiros es un libro que nunca pude terminar. Porque pura y simplemente no era el libro que yo quería/necesitaba/podía escribir. Cogí todo lo que quería contar en esa novela de vampiros, lo desarrollé en un contexto completamente distinto y funcionó.

Ni mis personajes, ni mi argumento, ni mi trama eran específicos de una novela de vampiros.

Quizá por eso nunca pude terminarla.
(Años después escribí un tocho de dos mil páginas en el que uno de los personajes... No sé, pero estoy casi seguro de que es una vampira).
Prueba otro camino. Otro género. Otra ambientación para ese libro que no pudiste acabar.

2. ¿Y si el problema es que sólo escribes cuando estás inspirado?


Es una de las mayores estupideces que hacen los escritores aficionados: sentarse a esperar por las musas.

No funciona así, chicos y chicas. La inspiración tiene que pillarte trabajando.

Construye una disciplina de trabajo, escoge una hora, media diaria y un rincón privado para escribir, aunque sea la esquina de la mesa de la cocina cuando el resto de la familia se ha acostado ya. En dos semanas, habrás establecido las asociaciones neuronales que dejarán tu cerebro programado para empezar a trabajar en cuanto te sientes en tu rincón de trabajo a la hora establecida.

«Vale, me siento ¿y entonces qué?»

Y entonces escribes. Así de sencillo. Así de difícil.

Te sientas y escribes. El 90% de lo que escribas será mierda, pero eso nos pasa a todos. Habrá momentos en los que lo único que te salga escribir es que sabes qué coño estás haciendo, que te sientes como un impostor y que empiezas a pensar que en realidad no tienes nada que contar.

Pero estás escribiendo.

De eso se trata.

Siéntate a escribir y la inspiración llegará. No sabrás qué problemas tendrás que afrontar como narrador hasta que llegues a ellos, y no lo sabrás si no escribes. Así de simple. Así de complicado.

No esperes al mejor momento para escribir. No esperes que una entidad sobrenatural te de el trabajo hecho.

Ponte a escribir, y la inspiración llegará.

3. ¿Eres un sprinter o un maratoniano?

Hay escritores que se vuelven ciegos a todo salvo al final de sus historias y no les importa el medio que sigan para alcanzarlo.

Hay otros que se recrean en el paisaje y se la bufa si el viaje acaba o no, o adónde les lleva.

Ambos tienen razón y ambos se equivocan.

(Sí, ya te hemos avisado varias veces que esto de escribir no tiene nada de fácil. Lo que pasa es que eres gilipollas y no retienes).
Si te obsesionas con la meta sólo verás la meta, no verás los cadáveres que te has ido dejando por el camino, las oportunidades perdidas de desarrollar un personaje interesante, una subtrama atractiva, de construir una escena persistente o explorar una floritura estilística arriesgada. Pero escribir no es un sprint. Es un maratón. Tienes que tomarte tu tiempo para hacerlo medianamente bien.

Pero no demasiado tiempo. Si te obstinas con el estilo, la forma, la superficie, nunca llegarás a la meta. Nunca acabarás tu libro. Y no, no te tragues esa rueda de molino paulocoelhiana: si quieres pertenecer al 10%, lo importante no es el camino. No puedes pararte a oler las florecillas si aspiras a acabar algún día tu mierda de libro. El camino es importante, claro que sí, siempre y cuando te conduzca hacia la meta. Todos los desvíos innecesarios que tomes, todas las paradas a mear en el arcén que hagas, aunque no tengas realmente ganas de vaciar la vejiga, todos los selfies que te saques con panorama pintoresco al fondo sólo te hacen perder de vista tu destino y retrasan la llegada a la meta.

Encontrar el equilibrio entre esas dos estrategias no es poco trabajo. Mi consejo es que no rechaces un buen símil o una buena escena en el momento en que se te presenten sólo porque quieres acabar cuanto antes el párrafo, el capítulo, el segundo acto, pero tampoco te obsesiones en el primer borrador con la belleza estilística, o te pasará lo que cuentan que le pasaba a James Joyce (uno de los mayores impostores literarios de la historia):
«―Jimmy, ¿qué tal el trabajo hoy?
»―Fatal. Sólo se me han ocurrido siete palabras.
»―Pero ésa es una buena cantidad, ¿no?, quiero decir para ti.
»―Sí, pero no sé en qué orden van».
(Una vez más, esto de escribir parecía más fácil desde fuera, ¿a que sí?)

No seas como Joyce.

4. ¿Sabes realmente de lo que eres capaz como escritor?

La experiencia es la suma de tus errores.

Si tienes miedo a equivocarte, nunca harás nada arriesgado. Nunca averiguarás dónde están tus límites, ni si puedes trabajar en ellos para desplazarlos un poco más lejos.

Si no corres riesgos, nunca sabrás de qué eres capaz como escritor. Estarás escribiendo lisiado, maniatado, a ciegas.

Puede que el final de tu libro esté en la yema de tus dedos, pero tú no sepas que está ahí porque no sabes de qué eres capaz porque tenías demasiado miedo para averiguarlo.

Esto no es energía nuclear ni drogas de diseño. No le vas a arruinar la vida a nadie si tomas un camino creativo que no te lleva a ninguna parte o escoges una voz narrativa equivocada para tu libro o le pones un final que no funciona o construyes un personaje abominable.

Y siempre puedes volver atrás, deshacer el cipostio y probar algo distinto. O empezar toda la mierda de cero. O intentarlo con otro libro.

Averigua de qué eres capaz como escritor. Puede que el final de tu libro esté más cerca de lo que crees.

5. ¿Y si estás escribiendo para el público equivocado?

Hay una cosa que caracteriza a todos los escritores a los que respeto: todos ellos escriben para el mismo público.

Ellos mismos.

Los mejores escritores que he leído jamás escriben los libros que querían leer y no podían, porque nadie los había escrito todavía.

No escribían para los lectores de novela negra, ni para los de novela histórica, no escribían pensando en agradar a los fans de Pérez Reverte o James Connolly, en ganarse el respeto de su profesor de Literatura del instituto o sus compañeros del Departamento de Sociología Foucaltiana Semiaplicada.

Escribían para sí mismos.

Es lo que yo hago también.

Y aprendí a hacerlo de la peor de las maneras. A fuerza de intentar imitar el estilo y la temática de otros escritores y acabar con un montón de páginas de basura ilegible e impublicable cuya autoría no me producía más que vergüenza y arrepentimiento.

Desde el momento en que empecé a escribir para mí y para nadie más empecé a entender realmente que lo que te funciona como escritor es básicamente lo mismo que te funciona como lector. Los buenos lectores están hechos del mismo material que los buenos escritores, reaccionan igual ante las mismas estructuras, los mismos argumentos y las mismas imágenes literarias. Además, gané impulso creativo. «Momento», sería más correcto. Puesto que estaba escribiendo las historias que nadie había querido escribir, o que las estaba escribiendo de una manera que nadie había intentado antes, dado que, repito, estaba escribiendo mis historias y no las de otra persona, escribía motivado de cojones, me identificaba con mi obra, tomaba intuitivamente caminos que jamás habría encontrado si me hubiese limitado a intentar apelar a un lector ajeno a mí mismo, porque estaba escuchando a mi inconsciente, que, en apariencia, tiene mucha mierda que vomitar, lo cual me garantiza al menos unos cuantos añitos más de productividad.

¿Qué tal si haces la misma prueba?

6. ¿Y si estás escribiendo por los motivos equivocados?

¿Quieres pegar el pelotazo y por eso estás clonando el estilo y la temática del último éxito de ventas a pesar de que aborreces ese libro hasta la médula de tus huesos? A lo mejor te sale bien, pero sigue siendo un motivo equivocado para escribir.

¿En casa no te hacen ni puto caso y crees que si acabas este libro te van a llover los polvos del cielo, vas a acabar de tertuliano todólogo en Antena 3 y posando en un photocall al lado de Sara Sampaio? Mira que eres papanatas, ¿eh?

¿El primo medio tonto de tu vecino de escalera ha sacado un libro en Amazon del cual no deja de presumir y quieres demostrarle que tú también lo vales? Pues entonces el primo medio tonto de tu vecino de escalera es imbécil y tú también.

¿Tienes el santo papo de creer que el mundo de las letras está condenado al desierto si tú no contribuyes con tu seminal tetralogía de cruzados mutantes del espacio exterior? Tú lo que no tienes es abuela, ¿verdad?

Sólo hay un motivo legítimo por el cual alguien se sienta a escribir, que es exactamente la misma motivación que te convierte en escritor, publicado o inédito.

Y si tengo que explicártelo es que no lo sabes y no podrías entenderlo aunque te lo explicase, y por lo tanto no tienes ninguna buena razón para escribir.
Asúmelo.

7. ¿Y si estás intentando lanzar el mensaje correcto en el lenguaje equivocado?

Ésta es fácil. Y breve.

A lo mejor lo que intentas decir no puede decirse en una novela.

A lo mejor necesitas expresarlo a través de un poema.

O de un cómic.

O de una escultura.

O de una película.

A lo mejor estás simplemente empleando la gramática inapropiada. Cambia de medio expresivo y observa el resultado. A lo mejor ambos nos llevamos una sorpresa.

Aunque sinceramente lo dudo. Si lo tuyo no fuese la palabra, sino la pintura o el encaje de bolillos, seguramente habrías empezado ya por ahí.

Así que tal vez vez estas siete preguntas no te sirvan de nada porque definitivamente pertenezcas a ese 97% incapaz de acabar un libro.
Un libro que, de nuevo, aunque pertenecieses al 3% seguramente será una mierda.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Las leyes de la termodinámica

Las leyes de la termodinámica es una comedia romántica de 2018 dirigida por Mateo Gil, el de Nadie conoce a nadie y Blackthorne: sin destino, y protagonizada por Vito Sanz, Berta Vázquez y El Chino Darín (el hijo del legendario y polimórfico Ricardo Darín); película, director y actores de los que no vamos a hablar en esta entrada del Paratroopers, que es que La Rizos no nos coge el teléfono desde que dijimos que no nos gustaba su libro de poemas.

¿Por qué sacamos a colación las leyes de la termodinámica, entonces?

Las leyes de la termodinámica son fundamentalmente tres, aunque hay quien le añade una cuarta o «Ley Cero» (la ley del «Principio del equilibrio térmico» que dice que dos cuerpos a temperaturas distintas, en contacto o separados por una superficie conductora, intercambian calor entre sí hasta que las temperaturas de ambos se igualan) que vamos a dejar fuera porque nos chafa la estructura de la presente entrada. Te las enuncio para tontitos que es así como las aprendí yo:

Primera Ley:
Principio de conservación de la energía o Principio de estado. «La energía ni se crea ni se destruye. Sólo puede transformarse o transferirse de un cuerpo a otro».

Esta ley simplemente nos dice que la cantidad total de energía del universo se mantiene estable desde sus orígenes y que no podemos crear energía de la nada, tan sólo transformarla (convertir la reacción química del electrolito de una pila en energía eléctrica, por ejemplo) o transferirla de un cuerpo a otro (calentar agua con un hierro al rojo, por ejemplo).

La Primera Ley dice que no hay más cera que la que arde. No puedes obtener energía de la nada, siempre debes «gastar» energía para obtener energía. La energía del universo es como los bitcoins: hay aquella cantidad y punto. Puedes administrarla aquí o allá, pero eso es todo.

Nuestra venerada Riley transfiriendo energía de un  cuerpo a otro.


Segunda Ley: Principio de entropía. «La cantidad de entropía en el universo tiende a incrementarse con el tiempo».

Ésta es más complicada de explicar, porque hay que explicar primero qué es la entropía, si no estás familiarizado con el concepto, amado lector (ya sé que no es tu caso, que eres un tipo inteligentísimo y muy guapo, además). La entropía es el desorden de un sistema. La Segunda Ley de la termodinámica nos dice que el orden aparente del universo tiende a diluirse con el tiempo. ¿Cómo afecta eso al universo? Te lo cuento: dado que en todas y cada una de las reacciones que se han producido en el cosmos, desde el big bang a tu prima la gorda quedándose preñada en la excursión de fin de curso a Barcelona, una parte de la energía transformada o transferida en ese proceso no se ha destinado a la reacción en cuestión sino que se ha perdido en forma de calor, y dado que, según la Primera Ley, la cantidad de energía en el universo es constante, el calor que un cuerpo pierde al transformar o transferir energía lo transfiere a otro cuerpo, que, de acuerdo con la Ley Cero, tiende a igualar su temperatura con el cuerpo que le transfiere esa energía, lo cual aumenta la entropía del cuerpo más frío, pues el calor recibido incrementa la velocidad de movimiento de sus moléculas. Y a mayor movimiento, mayor desorden.

Hay un número superlativamente superior de configuraciones «desordenadas» que de configuraciones «ordenadas». Los resultados de los procesos caóticos son pura y simplemente irreversibles. La Segunda Ley de la termodinámica explica por qué nuestros enseres cotidianos, nuestras ropas y nuestro menaje de cocina se deterioran con el uso; por qué es imposible obtener de unas cenizas la cerilla de madera que hemos dejado quemarse o reunir los pedazos del vaso roto y obtener de ellos un vaso entero. No un vaso roto con sus añicos pegados, ojo, sino un vaso que estaba roto y vuelve a estar intacto. Al haberse incrementado la entropía de la cerilla de madera, del vaso, ya no es posible revertir su estado a una configuración «ordenada».
Que no. ¡Que no es posible, cojones!

La Segunda Ley dice que no hay una manera eficiente de «invertir» la energía disponible en el universo. Siempre perderás parte de ella porque todo sistema tiende a alcanzar un equilibrio entre los niveles de energía de los diferentes cuerpos que pertenecen a él. También dice que la energía que se pierde en un proceso no se puede recuperar. Por eso no existen los móviles perpetuos, porque ninguna máquina puede funcionar eternamente sin energía externa, y por eso también si dejas tu café caliente sobre la mesa y vas a ver un capítulo de tu telenovela turca favorita, cuando regreses a la cocina el café probablemente esté frío.

Tercera Ley: Principio de Nernst. «Al llegar al cero absoluto de temperatura, cualquier proceso físico se detiene».

Básicamente esta ley es el colofón de las anteriores. Puesto que los cuerpos en contacto o comunicados por un conductor intercambian energía hasta equiparar sus estados térmicos, dado que cualquier reacción de transformación de energía exige que haya movimiento de partículas y como el universo busca un estado de equilibro con la mínima energía térmica, en un estado de inmovilidad absoluta de partículas toda reacción cesa y la entropía alcanza su mínimo valor constante y el universo su estado de máximo orden. Sin embargo, este estado de orden máximo sólo puede alcanzarse a una temperatura teórica de 0 grados Kelvin o -273,15 grados Centígrados. El «cero absoluto» que es imposible alcanzar en ningún lugar del universo (aunque unos tíos le han llegado cerca), pues la radiación de fondo de microondas mantiene la temperatura del medio cósmico ligeramente por encima de esa cifra incluso en la nebulosa Boomerang, el lugar más frío del universo observable, donde se han tomado lecturas de -272ºC.

Lo que la Tercera Ley nos dice es que aunque teóricamente es posible detener las reacciones físicas reduciendo la temperatura de un cuerpo al cero absoluto, alcanzar dicha temperatura es básicamente imposible. Y esto hace realmente difícil poner ejemplos de La Tercera Ley a partir de experiencias de la vida cotidiana o que no necesiten una licenciatura en Física. ¿Y qué si la constante de Planck (o sea la incertidumbre entre la posición y el momento de una partícula) no puede jamás alcanzar el valor cero, y por lo tanto o bien la posición de una partícula es fija y precisa y su momento abarca cualquier valor entre 0 e ∞, o bien su momento es cero y entonces la indeterminación de su posición es infinita? ¿Tú has entendido eso, que es una forma rebuscada de acabar diciendo que la propia estructura de la materia a escala cuántica convierte el cero absoluto en un valor inalcanzable? Lo pregunto porque a mí me ha costado. ¿Y qué si cuando el helio-4, el isótopo más abundante del helio, alcanza a presión atmosférica y temperaturas cercanas al cero absoluto un estado superfluido en el que todos sus átomos alcanzan el mismo estado cuántico en el cual el valor de la entropía es cero? ¿En qué afecta eso al precio de las lentejas, la cotización del roncatroncho o el coeficiente de fornicabilidad de tu maciza vecinita del Quinto B?

Si has seguido leyendo hasta aquí, y no te podría echar en cara que hubieses renunciado hace rato, tal vez me estés gritando: «¡pero, joder, déjate de turra y explícame la termodinámica como si fuese subnormal!».

Concedido. Ahí va. Las leyes de la termodinámica se resumen, básicamente, así:

Primera Ley: No puedes ganar.

Segunda Ley: No puedes empatar.

Tercera Ley: No puedes dejar de jugar.

La Termodinámica es la forma en la que Dios nos dice: «a ti te toca poner la vaselina».

Y esta larga introducción marca de la casa nos lleva a Deadly Class, cómic de Rick Remender y Wes Craig, que acaba de llegar a su final.


Estamos en 1987. Marcus Lopez Argüello es un huérfano mierdecilla. Un adolescente vagabundo sin futuro ni aspiraciones, más allá de matar a Ronald Reagan (a cuyos recortes en salud pública y programas sociales responsabiliza directamente de la muerte de sus padres; si quieres saber por qué, léete el cómic), ni energía para acometer ningún proyecto. En clase no presta atención. Sus notas son un desastre. Está hasta los cojones del orfanato en el que vive y
de sus asilvestrados compañeros, así que un día le planta fuego a todo y se pira.

Marcus es un personaje que no puede ganar.

Fugitivo, Marcus ve entre la multitud a una chica japonesa de brazos tatuados que parece interesada en él. Mientras huye de la policía, la chica japonesa, Saya, le ayuda a escapar en su moto y le lleva con el maestro Lin, el director de una escuela secreta de sicarios (la «Escuela dominio de los reyes de las artes mortales») que cree haber visto aptitudes en Marcus para el trabajo de matador y le ofrece unirse al alumnado y empezar una carrera profesional como asesino a sueldo.

Marcus, que no tiene donde caerse muerto, encuentra un techo. Marcus, que no tiene metas, encuentra un propósito vital. A Marcus, que está solo y encallecido por sus sufrimientos y por la vida en la calle, se le ofrece la oportunidad de hacer amigos.

Pero para eso tiene que sobrevivir a la Escuela de las artes mortales, un ecosistema darwiniano donde no sólo se enseña a los matriculados a matar, sino que también funciona como filtro: sólo los más despiadados, los más ladinos, los más decididos, los más inteligentes, los que pongan su propia vida por encima de todo, los que puedan apagar el interruptor de su conciencia y no se detengan ante ninguna consideración moral o emocional tienen alguna posibilidad de superar los cursos de la escuela.

Marcus ha cambiado una jungla inmisericorde, pero cuyas reglas conocía, por otra distinta con la cual aún tiene que familiarizarse, si vive el tiempo suficiente.

Marcus no puede empatar.

Encima, Marcus descubre muy pronto que va a tenerlo complicado para hacer amigos en la escuela del maestro Lin. Porque el microcosmos de la academia no es tan diferente al macrocosmo del mundo exterior y porque, a fin y al cabo, un instituto de secundaria es un instituto de secundaria y la fauna de la Kings Dominion School se organiza en pandillas y por castas tanto como por estamentos y clases. Los supremacistas blancos no alternan con los hijos de las bandas de traficantes negros de Los Ángeles ni con los descendientes de señores de la guerra africanos. Los retoños de agentes de la CIA y el FBI no permiten que se les acerque la progenie de los mafiosos rusos y oficiales del KGB.

Marcus, que no pertenece a ninguna de estas categorías, que no comparte los códigos patricios de los hijos de las Tríadas chinas o los de los tiranos de república bananera, que no tiene familia que responda por él, se descubre rechazado por casi todos sus compañeros, que lo proclaman un intruso. Ninguneado por la propia Saya, que sólo fue simpática con él porque era su misión reclutarle, engañado y manipulado por quienes no ven en él más que una herramienta desechable a la que poder emplear en una venganza personal y luego abandonar, Marcus empieza a comprender que ha cometido un error y que los beneficios de un techo, una cama seca y tres comidas al día no superan a los inconvenientes de dormir tapado con cartones bajo un puente de San Francisco.

En su búsqueda de un lugar donde encajar, Marcus ha descubierto que no le van a permitir encajar en ninguna parte. Se plantea renunciar a la escuela de asesinos y volver a su antigua vida, pero ya se ha comprometido con el maestro Lin. Si intenta abandonar la academia, el profesorado enviará a todos sus compañeros tras su pista con órdenes de matarlo. Y lo peor de todo es que, aunque huyese, no tiene absolutamente ningún lugar adonde ir. La Academia, ese mundo retorcido, traicionero y potencialmente letal (ejem, ¡alegoría!, ejem, tos) donde hasta la chica que dice que le gustas puede intentar matarte para subir nota, o para que no sea otra la que te desflore, es su único hogar.

Marcus tampoco puede dejar de jugar.

Deadly Class es Harry Potter si J.K. Rowling llevase una navaja automática en su tanga de cuero, usase muñequeras de pinchos y fumase muchos chinos. Cambia a los estudiantes por hijos de dictadores, agentes secretos, generalísimos de república bananera y capos del crimen organizado y la magia por técnicas de tortura, manipulación y asesinato y tendrás Deadly Class. La Academia de Artes Mortales es Hogwarts. Marcus es Harry Potter. El maestro Lin es Dumbledore y, al mismo tiempo, Voldemort; María Esperanza Salazar es Hermione, si Hermione procediese de una familia de narcos mexicanos y Harry se hubiese follado y emporrado vivo con Hermione. Ron Wesley sería tal vez Willie Lewis o Saya Kuroki (que también podría ser Hermione), a pesar de los desplantes que le hace a Marcus... al menos al principio... y no sigo que te chafo el arco final del personaje.

Deadly Class es un Harry Potter gore, sociopático, pornográfico y politoxicomaníaco.

¿Recuerdas el instituto? Fue una putada, ¿verdad?

Pues ahora imagínate que por suspender los finales de segundo de bachillerato, tener faltas de puntualidad, crear mal ambiente en clase, o no pertenecer a ningún club estudiantil, alguien te diese el esqueleto de una rata muerta y, a partir de ese momento, todos tus compañeros tuviesen derecho a matarte.

Literalmente.

Eso es Deadly Class. En el instituto de Deadly Class, los «chicos guays» no son los deportistas, sino las nuevas generaciones de las clases dirigentes del mundo, a quienes el crimen nunca ha ofendido, mientras beneficiase a sus intereses.

Markus, por supuesto, está en el fondo de esta cadena alimentaria. Es un don nadie. Un mierda seca. Y por eso hace amistad con otros perdedores como él (aunque bebe los vientos por Saya, que como hija de un jefe Yakuza está en una liga muuuuuuuuuuuy superior a la suya), y encuentra en este grupo a los únicos amigos que ha tenido jamás.

Pero, joder, esto es Deadly Class. Esos amigos están tan hechos mierda como Markus y estudian en la misma academia para sicarios dirigida por psicópatas. En última instancia, todos ellos quieren lo mismo que él: sobrevivir a toda costa. Aunque tengan que engañar y asesinar. Aunque tengan que matar a todo el que se ponga por delante.

Es una experiencia terriblemente dolorosa, y sin embargo inevitable, encariñarte con un personaje de Deadly Class. Cualquier personaje. Antes o después te sorprenda haciendo cosas repugnantes, cometiendo errores monstruosos, vendiendo o manipulando a sus amigos para obligarles a hacer algo que no quieren hacer y que tal vez acabe por llevarles a la muerte, rompiéndole el corazón a su único y verdadero amor. Es seguro que lo verás buscar obsesivamente la autodestrucción a través del consumo promiscuo de droga de la peor, la cópula irresponsable y sin amor o tomando decisiones increíblemente egoístas, transparentemente estúpidas y potencialmente mortales.

Es muy posible que lo veas morir.

SyFy convirtió en 2018 Deadly Class en una serie de televisión extraordinariamente edulcorada y que, quizá por ese mismo motivo, sólo ha tenido una única temporada y no parece que vaya a ser renovada. En román paladino: no la veía ni Cristo que la fundó. Y no vamos a reabrir el melón de los guionistas imbéciles alienando al mismo público objetivo al que va destinado el material literario que adaptan. Si te has leído Deadly Class y has visto a sus personajes cagarla con todo el equipo y causar la ruina de otros, intercambiar sudor follando como pumas cachondos y marranas en celo, tocar fondo una y otra vez, morir en una agonía espantosa tras inhalar gas VX, sacarle las tripas a navajazos a su compañero de pupitre en clase de Explosivos 101, meterse todas las drogas y todos los licores del universo o perder órganos y miembros corporales, la serie de SyFy, que parece un spin-off de Gossip Girl con pandilleros, digámoslo con exquisita diplomacia, no está a la altura de tus expectativas.

Y lo decimos con  exquisita diplomacia porque el responsable de adaptar el cómic a la pantalla ha sido el propio guionista del cómic.

Rick Remender ha escrito, solo o en colaboración, cómics de Punisher, Capitán América, Red Sonja, Venom, The Amazing Spider-Man y Wolverine, y es el mismo escritor de Low, cómic al que también deberíamos dedicar una entrada en la bitácora; que, con la de mierda que nos estamos comiendo de unos años a esta parte, es terapéutico lavarte los ojos con la obra de buenos narradores.

Pero, aparte de que algunos actores de la serie, sin ánimo de menoscabar la calidad de su trabajo, pura y simplemente no representan la edad de sus personajes por muchas coletitas y uniformes escolares que se pongan (María Gabriela de Faría hace una María Salazar espectacular, pero cuando empieza la serie se supone que su personaje es una adolescente, y a la actriz se le nota cada segundo de los 26 años que tenía entonces), Deadly Class: la serie de televisión es tofu donde Deadly Class: el cómic es un exquisito filet mignon. Probablemente porque alguien en SyFy no entendió del todo que una historia protagonizada por chavales de instituto no tiene por qué necesariamente estar orientada a una audiencia de chavales de instituto, como no lo están las novelas de Susan E. Hinton o la desgarradora y sórdida Wir Kinder vom Bahnhof Zoo, e impuso un tono más ligero y no tan indigesto al programa de televisión deseando, imagino, atraer a una audiencia más amplia.

Y así es como por arte de ensalmo desaparecen el nudismo explícito y la fornicación viscosa (se ve algún culo, normalmente masculino, pero están proscritos los pezones femeninos), el consumo de drogas queda reducido a alcoholismo de parranda universitaria y algún que otro porro, el gore no va mucho más allá de algunas pinceladas, los problemas de Marcus para conectar con otros humanos de una manera sana y sincera (y aceptar que de esas relaciones puede salir herido, pero que si no acepta el riesgo siempre estará secuestrado por su propio dolor) se traduce en apático narcisismo, el existencialismo sartriano y espíritu anárquico del cómic («el ser humano es una mierda y la mera existencia es absurda, así que sólo nos queda vivir el presente, porque no tenemos futuro») se convierte en rebeldía infantil post-punk de adolescente-contra-el-mundo y esto, que se llama Deadly Class, sólo se parece a Deadly Class superficialmente.
(Pero, eh, que en la serie también se follan a la cabra.  Fuera de plano, por supuesto).

No. Algo falla en esta adaptación. No está bien del todo. Reescribe parte de la trama e introduce modificaciones en la psicología de los personajes (aparte de meter con calzador otros nuevos) que los suavizan (el maestro Lin, por ejemplo, es muchísimo más CABRÓN en el cómic; el de la serie parece casi un papá adoptivo para los alumnos). No acabo de ver que la serie televisiva de Deadly Class consiga captar fielmente la atmósfera sucia, la angst paranoica y el darwinismo depredador del cómic, que consigue, por contraste, que los actos de generosidad, los alardes de sacrificio, las muestras de amor y los episodios de dicha y compañerismo de los personajes sean más hermosos y brillantes.
(A pesar de lo de la cabra).
Aunque triunfa clamorosamente en retratarnos a esos pobres críos hechos polvo que lo darían todo por ser aceptados en un mundo que no les va a dar una oportunidad, ni siquiera la más pequeña, y que está siempre al acecho, esperando el momento en que se muestren vulnerables, estén heridos o a punto de romperse para meterles una herramienta punzante entre las costillas.

Salvo que, como sospecho, los del canal SyFy se la hayan cogido con papel de fumar por miedo a pillársela con la tapa del piano, no entiendo por qué la adaptación de Deadly Class para la pantalla, sin ser en absoluto mala, sólo raras veces está a la altura del material original en sordidez, brutalidad, malrrollito, nihilismo, profundidad psicológica y pezonibilidad teniendo como tiene al mismo escritor.

Que además de construir a unos protagonistas adorables, pese a, o quizá precisamente debido a, sus incontables falencias, a deleitarnos con humor negro, horrorizarnos con extremos de pornografía sádica, obligarnos a presenciar el descenso a la desesperación o la locura de personajes a los que primero nos había hecho amar, nos revela, en el último número de Deadly Class, el secreto que nos permitirá construir un final respetuoso para nuestras historias.

Escoge cuándo y dónde poner el final.

Las leyes de la termodinámica nos dicen que todas las historias acaban igual.

Como escritor, debemos saber esto, y aceptarlo, porque es inevitable.

Pero como escritores tenemos también el poder casi omnímodo de decidir cuándo poner el punto final de nuestras historias. No estamos obligados a permitir que la termodinámica de la narración nos imponga su tiranía. Podemos dejar nuestra novela, nuestro relato, en un momento alto. Engañarnos a nosotros mismos, y a nuestros lectores, con la falacia de un final feliz. Concederle a nuestro protagonista una última victoria antes de su derrota termodinámicamente inevitable. Dejar el universo en un estado de aparente equilibrio que, en realidad, es una condición de entropía térmica, pues el equilibro sólo se alcanza cuando todo está a punto de detenerse, cuando el cosmos está ya muerto. Y ese número final de Deadly Class, un cómic que nos ha encantado, y que si te gustan las buenas historias, los personajes humanos, imperfectos y contradictorios y los giros argumentales whatthefuck te va dejar el vergallo como el cuello de un cantaor, nos recuerda que poner el final antes o después puede representar la diferencia entre un buen final (no necesariamente uno feliz) y un mal final (no necesariamente uno triste).

Deadly Class no sólo es una historia apasionante, adictiva, con personajes sólidos y entrañables por sus terribles imperfecciones y su desamparo ante un mundo que intenta destruirlos.

También encierra un par de lecciones para un escritor o aspirante a serlo.

Si las aprendes, quizá puedas acabar de una puñetera vez tu libro de mierda.