sábado, 5 de noviembre de 2022

Las leyes de la termodinámica

Las leyes de la termodinámica es una comedia romántica de 2018 dirigida por Mateo Gil, el de Nadie conoce a nadie y Blackthorne: sin destino, y protagonizada por Vito Sanz, Berta Vázquez y El Chino Darín (el hijo del legendario y polimórfico Ricardo Darín); película, director y actores de los que no vamos a hablar en esta entrada del Paratroopers, que es que La Rizos no nos coge el teléfono desde que dijimos que no nos gustaba su libro de poemas.

¿Por qué sacamos a colación las leyes de la termodinámica, entonces?

Las leyes de la termodinámica son fundamentalmente tres, aunque hay quien le añade una cuarta o «Ley Cero» (la ley del «Principio del equilibrio térmico» que dice que dos cuerpos a temperaturas distintas, en contacto o separados por una superficie conductora, intercambian calor entre sí hasta que las temperaturas de ambos se igualan) que vamos a dejar fuera porque nos chafa la estructura de la presente entrada. Te las enuncio para tontitos que es así como las aprendí yo:

Primera Ley:
Principio de conservación de la energía o Principio de estado. «La energía ni se crea ni se destruye. Sólo puede transformarse o transferirse de un cuerpo a otro».

Esta ley simplemente nos dice que la cantidad total de energía del universo se mantiene estable desde sus orígenes y que no podemos crear energía de la nada, tan sólo transformarla (convertir la reacción química del electrolito de una pila en energía eléctrica, por ejemplo) o transferirla de un cuerpo a otro (calentar agua con un hierro al rojo, por ejemplo).

La Primera Ley dice que no hay más cera que la que arde. No puedes obtener energía de la nada, siempre debes «gastar» energía para obtener energía. La energía del universo es como los bitcoins: hay aquella cantidad y punto. Puedes administrarla aquí o allá, pero eso es todo.

Nuestra venerada Riley transfiriendo energía de un  cuerpo a otro.


Segunda Ley: Principio de entropía. «La cantidad de entropía en el universo tiende a incrementarse con el tiempo».

Ésta es más complicada de explicar, porque hay que explicar primero qué es la entropía, si no estás familiarizado con el concepto, amado lector (ya sé que no es tu caso, que eres un tipo inteligentísimo y muy guapo, además). La entropía es el desorden de un sistema. La Segunda Ley de la termodinámica nos dice que el orden aparente del universo tiende a diluirse con el tiempo. ¿Cómo afecta eso al universo? Te lo cuento: dado que en todas y cada una de las reacciones que se han producido en el cosmos, desde el big bang a tu prima la gorda quedándose preñada en la excursión de fin de curso a Barcelona, una parte de la energía transformada o transferida en ese proceso no se ha destinado a la reacción en cuestión sino que se ha perdido en forma de calor, y dado que, según la Primera Ley, la cantidad de energía en el universo es constante, el calor que un cuerpo pierde al transformar o transferir energía lo transfiere a otro cuerpo, que, de acuerdo con la Ley Cero, tiende a igualar su temperatura con el cuerpo que le transfiere esa energía, lo cual aumenta la entropía del cuerpo más frío, pues el calor recibido incrementa la velocidad de movimiento de sus moléculas. Y a mayor movimiento, mayor desorden.

Hay un número superlativamente superior de configuraciones «desordenadas» que de configuraciones «ordenadas». Los resultados de los procesos caóticos son pura y simplemente irreversibles. La Segunda Ley de la termodinámica explica por qué nuestros enseres cotidianos, nuestras ropas y nuestro menaje de cocina se deterioran con el uso; por qué es imposible obtener de unas cenizas la cerilla de madera que hemos dejado quemarse o reunir los pedazos del vaso roto y obtener de ellos un vaso entero. No un vaso roto con sus añicos pegados, ojo, sino un vaso que estaba roto y vuelve a estar intacto. Al haberse incrementado la entropía de la cerilla de madera, del vaso, ya no es posible revertir su estado a una configuración «ordenada».
Que no. ¡Que no es posible, cojones!

La Segunda Ley dice que no hay una manera eficiente de «invertir» la energía disponible en el universo. Siempre perderás parte de ella porque todo sistema tiende a alcanzar un equilibrio entre los niveles de energía de los diferentes cuerpos que pertenecen a él. También dice que la energía que se pierde en un proceso no se puede recuperar. Por eso no existen los móviles perpetuos, porque ninguna máquina puede funcionar eternamente sin energía externa, y por eso también si dejas tu café caliente sobre la mesa y vas a ver un capítulo de tu telenovela turca favorita, cuando regreses a la cocina el café probablemente esté frío.

Tercera Ley: Principio de Nernst. «Al llegar al cero absoluto de temperatura, cualquier proceso físico se detiene».

Básicamente esta ley es el colofón de las anteriores. Puesto que los cuerpos en contacto o comunicados por un conductor intercambian energía hasta equiparar sus estados térmicos, dado que cualquier reacción de transformación de energía exige que haya movimiento de partículas y como el universo busca un estado de equilibro con la mínima energía térmica, en un estado de inmovilidad absoluta de partículas toda reacción cesa y la entropía alcanza su mínimo valor constante y el universo su estado de máximo orden. Sin embargo, este estado de orden máximo sólo puede alcanzarse a una temperatura teórica de 0 grados Kelvin o -273,15 grados Centígrados. El «cero absoluto» que es imposible alcanzar en ningún lugar del universo (aunque unos tíos le han llegado cerca), pues la radiación de fondo de microondas mantiene la temperatura del medio cósmico ligeramente por encima de esa cifra incluso en la nebulosa Boomerang, el lugar más frío del universo observable, donde se han tomado lecturas de -272ºC.

Lo que la Tercera Ley nos dice es que aunque teóricamente es posible detener las reacciones físicas reduciendo la temperatura de un cuerpo al cero absoluto, alcanzar dicha temperatura es básicamente imposible. Y esto hace realmente difícil poner ejemplos de La Tercera Ley a partir de experiencias de la vida cotidiana o que no necesiten una licenciatura en Física. ¿Y qué si la constante de Planck (o sea la incertidumbre entre la posición y el momento de una partícula) no puede jamás alcanzar el valor cero, y por lo tanto o bien la posición de una partícula es fija y precisa y su momento abarca cualquier valor entre 0 e ∞, o bien su momento es cero y entonces la indeterminación de su posición es infinita? ¿Tú has entendido eso, que es una forma rebuscada de acabar diciendo que la propia estructura de la materia a escala cuántica convierte el cero absoluto en un valor inalcanzable? Lo pregunto porque a mí me ha costado. ¿Y qué si cuando el helio-4, el isótopo más abundante del helio, alcanza a presión atmosférica y temperaturas cercanas al cero absoluto un estado superfluido en el que todos sus átomos alcanzan el mismo estado cuántico en el cual el valor de la entropía es cero? ¿En qué afecta eso al precio de las lentejas, la cotización del roncatroncho o el coeficiente de fornicabilidad de tu maciza vecinita del Quinto B?

Si has seguido leyendo hasta aquí, y no te podría echar en cara que hubieses renunciado hace rato, tal vez me estés gritando: «¡pero, joder, déjate de turra y explícame la termodinámica como si fuese subnormal!».

Concedido. Ahí va. Las leyes de la termodinámica se resumen, básicamente, así:

Primera Ley: No puedes ganar.

Segunda Ley: No puedes empatar.

Tercera Ley: No puedes dejar de jugar.

La Termodinámica es la forma en la que Dios nos dice: «a ti te toca poner la vaselina».

Y esta larga introducción marca de la casa nos lleva a Deadly Class, cómic de Rick Remender y Wes Craig, que acaba de llegar a su final.


Estamos en 1987. Marcus Lopez Argüello es un huérfano mierdecilla. Un adolescente vagabundo sin futuro ni aspiraciones, más allá de matar a Ronald Reagan (a cuyos recortes en salud pública y programas sociales responsabiliza directamente de la muerte de sus padres; si quieres saber por qué, léete el cómic), ni energía para acometer ningún proyecto. En clase no presta atención. Sus notas son un desastre. Está hasta los cojones del orfanato en el que vive y
de sus asilvestrados compañeros, así que un día le planta fuego a todo y se pira.

Marcus es un personaje que no puede ganar.

Fugitivo, Marcus ve entre la multitud a una chica japonesa de brazos tatuados que parece interesada en él. Mientras huye de la policía, la chica japonesa, Saya, le ayuda a escapar en su moto y le lleva con el maestro Lin, el director de una escuela secreta de sicarios (la «Escuela dominio de los reyes de las artes mortales») que cree haber visto aptitudes en Marcus para el trabajo de matador y le ofrece unirse al alumnado y empezar una carrera profesional como asesino a sueldo.

Marcus, que no tiene donde caerse muerto, encuentra un techo. Marcus, que no tiene metas, encuentra un propósito vital. A Marcus, que está solo y encallecido por sus sufrimientos y por la vida en la calle, se le ofrece la oportunidad de hacer amigos.

Pero para eso tiene que sobrevivir a la Escuela de las artes mortales, un ecosistema darwiniano donde no sólo se enseña a los matriculados a matar, sino que también funciona como filtro: sólo los más despiadados, los más ladinos, los más decididos, los más inteligentes, los que pongan su propia vida por encima de todo, los que puedan apagar el interruptor de su conciencia y no se detengan ante ninguna consideración moral o emocional tienen alguna posibilidad de superar los cursos de la escuela.

Marcus ha cambiado una jungla inmisericorde, pero cuyas reglas conocía, por otra distinta con la cual aún tiene que familiarizarse, si vive el tiempo suficiente.

Marcus no puede empatar.

Encima, Marcus descubre muy pronto que va a tenerlo complicado para hacer amigos en la escuela del maestro Lin. Porque el microcosmos de la academia no es tan diferente al macrocosmo del mundo exterior y porque, a fin y al cabo, un instituto de secundaria es un instituto de secundaria y la fauna de la Kings Dominion School se organiza en pandillas y por castas tanto como por estamentos y clases. Los supremacistas blancos no alternan con los hijos de las bandas de traficantes negros de Los Ángeles ni con los descendientes de señores de la guerra africanos. Los retoños de agentes de la CIA y el FBI no permiten que se les acerque la progenie de los mafiosos rusos y oficiales del KGB.

Marcus, que no pertenece a ninguna de estas categorías, que no comparte los códigos patricios de los hijos de las Tríadas chinas o los de los tiranos de república bananera, que no tiene familia que responda por él, se descubre rechazado por casi todos sus compañeros, que lo proclaman un intruso. Ninguneado por la propia Saya, que sólo fue simpática con él porque era su misión reclutarle, engañado y manipulado por quienes no ven en él más que una herramienta desechable a la que poder emplear en una venganza personal y luego abandonar, Marcus empieza a comprender que ha cometido un error y que los beneficios de un techo, una cama seca y tres comidas al día no superan a los inconvenientes de dormir tapado con cartones bajo un puente de San Francisco.

En su búsqueda de un lugar donde encajar, Marcus ha descubierto que no le van a permitir encajar en ninguna parte. Se plantea renunciar a la escuela de asesinos y volver a su antigua vida, pero ya se ha comprometido con el maestro Lin. Si intenta abandonar la academia, el profesorado enviará a todos sus compañeros tras su pista con órdenes de matarlo. Y lo peor de todo es que, aunque huyese, no tiene absolutamente ningún lugar adonde ir. La Academia, ese mundo retorcido, traicionero y potencialmente letal (ejem, ¡alegoría!, ejem, tos) donde hasta la chica que dice que le gustas puede intentar matarte para subir nota, o para que no sea otra la que te desflore, es su único hogar.

Marcus tampoco puede dejar de jugar.

Deadly Class es Harry Potter si J.K. Rowling llevase una navaja automática en su tanga de cuero, usase muñequeras de pinchos y fumase muchos chinos. Cambia a los estudiantes por hijos de dictadores, agentes secretos, generalísimos de república bananera y capos del crimen organizado y la magia por técnicas de tortura, manipulación y asesinato y tendrás Deadly Class. La Academia de Artes Mortales es Hogwarts. Marcus es Harry Potter. El maestro Lin es Dumbledore y, al mismo tiempo, Voldemort; María Esperanza Salazar es Hermione, si Hermione procediese de una familia de narcos mexicanos y Harry se hubiese follado y emporrado vivo con Hermione. Ron Wesley sería tal vez Willie Lewis o Saya Kuroki (que también podría ser Hermione), a pesar de los desplantes que le hace a Marcus... al menos al principio... y no sigo que te chafo el arco final del personaje.

Deadly Class es un Harry Potter gore, sociopático, pornográfico y politoxicomaníaco.

¿Recuerdas el instituto? Fue una putada, ¿verdad?

Pues ahora imagínate que por suspender los finales de segundo de bachillerato, tener faltas de puntualidad, crear mal ambiente en clase, o no pertenecer a ningún club estudiantil, alguien te diese el esqueleto de una rata muerta y, a partir de ese momento, todos tus compañeros tuviesen derecho a matarte.

Literalmente.

Eso es Deadly Class. En el instituto de Deadly Class, los «chicos guays» no son los deportistas, sino las nuevas generaciones de las clases dirigentes del mundo, a quienes el crimen nunca ha ofendido, mientras beneficiase a sus intereses.

Markus, por supuesto, está en el fondo de esta cadena alimentaria. Es un don nadie. Un mierda seca. Y por eso hace amistad con otros perdedores como él (aunque bebe los vientos por Saya, que como hija de un jefe Yakuza está en una liga muuuuuuuuuuuy superior a la suya), y encuentra en este grupo a los únicos amigos que ha tenido jamás.

Pero, joder, esto es Deadly Class. Esos amigos están tan hechos mierda como Markus y estudian en la misma academia para sicarios dirigida por psicópatas. En última instancia, todos ellos quieren lo mismo que él: sobrevivir a toda costa. Aunque tengan que engañar y asesinar. Aunque tengan que matar a todo el que se ponga por delante.

Es una experiencia terriblemente dolorosa, y sin embargo inevitable, encariñarte con un personaje de Deadly Class. Cualquier personaje. Antes o después te sorprenda haciendo cosas repugnantes, cometiendo errores monstruosos, vendiendo o manipulando a sus amigos para obligarles a hacer algo que no quieren hacer y que tal vez acabe por llevarles a la muerte, rompiéndole el corazón a su único y verdadero amor. Es seguro que lo verás buscar obsesivamente la autodestrucción a través del consumo promiscuo de droga de la peor, la cópula irresponsable y sin amor o tomando decisiones increíblemente egoístas, transparentemente estúpidas y potencialmente mortales.

Es muy posible que lo veas morir.

SyFy convirtió en 2018 Deadly Class en una serie de televisión extraordinariamente edulcorada y que, quizá por ese mismo motivo, sólo ha tenido una única temporada y no parece que vaya a ser renovada. En román paladino: no la veía ni Cristo que la fundó. Y no vamos a reabrir el melón de los guionistas imbéciles alienando al mismo público objetivo al que va destinado el material literario que adaptan. Si te has leído Deadly Class y has visto a sus personajes cagarla con todo el equipo y causar la ruina de otros, intercambiar sudor follando como pumas cachondos y marranas en celo, tocar fondo una y otra vez, morir en una agonía espantosa tras inhalar gas VX, sacarle las tripas a navajazos a su compañero de pupitre en clase de Explosivos 101, meterse todas las drogas y todos los licores del universo o perder órganos y miembros corporales, la serie de SyFy, que parece un spin-off de Gossip Girl con pandilleros, digámoslo con exquisita diplomacia, no está a la altura de tus expectativas.

Y lo decimos con  exquisita diplomacia porque el responsable de adaptar el cómic a la pantalla ha sido el propio guionista del cómic.

Rick Remender ha escrito, solo o en colaboración, cómics de Punisher, Capitán América, Red Sonja, Venom, The Amazing Spider-Man y Wolverine, y es el mismo escritor de Low, cómic al que también deberíamos dedicar una entrada en la bitácora; que, con la de mierda que nos estamos comiendo de unos años a esta parte, es terapéutico lavarte los ojos con la obra de buenos narradores.

Pero, aparte de que algunos actores de la serie, sin ánimo de menoscabar la calidad de su trabajo, pura y simplemente no representan la edad de sus personajes por muchas coletitas y uniformes escolares que se pongan (María Gabriela de Faría hace una María Salazar espectacular, pero cuando empieza la serie se supone que su personaje es una adolescente, y a la actriz se le nota cada segundo de los 26 años que tenía entonces), Deadly Class: la serie de televisión es tofu donde Deadly Class: el cómic es un exquisito filet mignon. Probablemente porque alguien en SyFy no entendió del todo que una historia protagonizada por chavales de instituto no tiene por qué necesariamente estar orientada a una audiencia de chavales de instituto, como no lo están las novelas de Susan E. Hinton o la desgarradora y sórdida Wir Kinder vom Bahnhof Zoo, e impuso un tono más ligero y no tan indigesto al programa de televisión deseando, imagino, atraer a una audiencia más amplia.

Y así es como por arte de ensalmo desaparecen el nudismo explícito y la fornicación viscosa (se ve algún culo, normalmente masculino, pero están proscritos los pezones femeninos), el consumo de drogas queda reducido a alcoholismo de parranda universitaria y algún que otro porro, el gore no va mucho más allá de algunas pinceladas, los problemas de Marcus para conectar con otros humanos de una manera sana y sincera (y aceptar que de esas relaciones puede salir herido, pero que si no acepta el riesgo siempre estará secuestrado por su propio dolor) se traduce en apático narcisismo, el existencialismo sartriano y espíritu anárquico del cómic («el ser humano es una mierda y la mera existencia es absurda, así que sólo nos queda vivir el presente, porque no tenemos futuro») se convierte en rebeldía infantil post-punk de adolescente-contra-el-mundo y esto, que se llama Deadly Class, sólo se parece a Deadly Class superficialmente.
(Pero, eh, que en la serie también se follan a la cabra.  Fuera de plano, por supuesto).

No. Algo falla en esta adaptación. No está bien del todo. Reescribe parte de la trama e introduce modificaciones en la psicología de los personajes (aparte de meter con calzador otros nuevos) que los suavizan (el maestro Lin, por ejemplo, es muchísimo más CABRÓN en el cómic; el de la serie parece casi un papá adoptivo para los alumnos). No acabo de ver que la serie televisiva de Deadly Class consiga captar fielmente la atmósfera sucia, la angst paranoica y el darwinismo depredador del cómic, que consigue, por contraste, que los actos de generosidad, los alardes de sacrificio, las muestras de amor y los episodios de dicha y compañerismo de los personajes sean más hermosos y brillantes.
(A pesar de lo de la cabra).
Aunque triunfa clamorosamente en retratarnos a esos pobres críos hechos polvo que lo darían todo por ser aceptados en un mundo que no les va a dar una oportunidad, ni siquiera la más pequeña, y que está siempre al acecho, esperando el momento en que se muestren vulnerables, estén heridos o a punto de romperse para meterles una herramienta punzante entre las costillas.

Salvo que, como sospecho, los del canal SyFy se la hayan cogido con papel de fumar por miedo a pillársela con la tapa del piano, no entiendo por qué la adaptación de Deadly Class para la pantalla, sin ser en absoluto mala, sólo raras veces está a la altura del material original en sordidez, brutalidad, malrrollito, nihilismo, profundidad psicológica y pezonibilidad teniendo como tiene al mismo escritor.

Que además de construir a unos protagonistas adorables, pese a, o quizá precisamente debido a, sus incontables falencias, a deleitarnos con humor negro, horrorizarnos con extremos de pornografía sádica, obligarnos a presenciar el descenso a la desesperación o la locura de personajes a los que primero nos había hecho amar, nos revela, en el último número de Deadly Class, el secreto que nos permitirá construir un final respetuoso para nuestras historias.

Escoge cuándo y dónde poner el final.

Las leyes de la termodinámica nos dicen que todas las historias acaban igual.

Como escritor, debemos saber esto, y aceptarlo, porque es inevitable.

Pero como escritores tenemos también el poder casi omnímodo de decidir cuándo poner el punto final de nuestras historias. No estamos obligados a permitir que la termodinámica de la narración nos imponga su tiranía. Podemos dejar nuestra novela, nuestro relato, en un momento alto. Engañarnos a nosotros mismos, y a nuestros lectores, con la falacia de un final feliz. Concederle a nuestro protagonista una última victoria antes de su derrota termodinámicamente inevitable. Dejar el universo en un estado de aparente equilibrio que, en realidad, es una condición de entropía térmica, pues el equilibro sólo se alcanza cuando todo está a punto de detenerse, cuando el cosmos está ya muerto. Y ese número final de Deadly Class, un cómic que nos ha encantado, y que si te gustan las buenas historias, los personajes humanos, imperfectos y contradictorios y los giros argumentales whatthefuck te va dejar el vergallo como el cuello de un cantaor, nos recuerda que poner el final antes o después puede representar la diferencia entre un buen final (no necesariamente uno feliz) y un mal final (no necesariamente uno triste).

Deadly Class no sólo es una historia apasionante, adictiva, con personajes sólidos y entrañables por sus terribles imperfecciones y su desamparo ante un mundo que intenta destruirlos.

También encierra un par de lecciones para un escritor o aspirante a serlo.

Si las aprendes, quizá puedas acabar de una puñetera vez tu libro de mierda.

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