miércoles, 30 de enero de 2019

La manzana de Blancanieves

Imagina a cuatro amigos reunidos en la terraza de un bar. Cuatro profesionales liberales, de saneadas cuentas corrientes, que viven y trabajan en una de las ciudades más caras del mundo y de vez en cuando se reunen para hablar de las tías a las que se follan y cómo se las follan, de las tías a las que se van a follar y cuándo, de las que les gustaría follarse, de las que ya no se follan y por qué. Cuatro ternascos comparando tamaños de mamas, color, tacto, espesor y aroma de vellos púbicos; profundidad, humedad relativa y lubricación de vaginas, timbre, vibrato y tono de gemidos femeninos. ¿El sexo es el único tema de conversación de estos cuatro penes ambulantes? Hombre, no. También hablan del pastizal que se han gastado en ropa de marca, entradas para eventos deportivos y mesas en los más exclusivos restaurantes de la ciudad.

Ahora imagínate que hiciesen una serie de televisión con ellos.

Imagínate que a alguien, Dios no lo permita, se le ocurre vomitar en tu televisor este engendro, entre cuyos hallazgos más notables se encuentra un narrador tan sensible, romántico y concienciado acerca de los problemas de las mujeres de su tiempo que a la chica que empotra la llama «la Tetas», porque las tiene enormes. A sus amigos les hace gracia tan cariñoso apelativo y lo adoptan. Así que, en esa piara de gañanes, la destinataria de los suspiros del protagonista queda reducida a la más desarrollada parte de su anatomía, lo cual hace que, inevitablemente, te acuerdes de Ed Gein y su colección de vulvas disecadas, porque precisamente reducir a una persona a una característica física aislada es uno de los rasgos de los psicópatas.

Imagínate que a algún descerebrado se le ocurre rodar semejante monstruosidad y estrenarla en televisión.

Pues bien, no tienes necesidad de imaginártelo, porque esa serie ya existe. Tan solo cámbiale el sexo a los protagonistas, permuta el sobrenombre «la Tetas» por «Mr. Big» y te sale Sexo en Nueva York.

Pero lo que realmente clama al cielo es que este espanto de genitalidad burda y rancia, este escaparate de superficialidad y consumismo voraz, este maloliente himno al patriarcado más carpetovetónico, haya sido aclamada como un alegato feminista.

¡FEMININISTA!

O yo me estoy perdiendo algo o vivo rodeado de subnormales.

Pregunta retórica: ¿son feministas cuatro mujeres que hacen bandera de su independencia mientras esperan, pacientemente, a que llegue el momento de sacrificarla en el tálamo nupcial del príncipe azul que, con un poco de suerte antes de que se les pase el arroz, vendrá a rescatarlas del báratro de una pesadilla de fornicación y consumismo voraz y elevarlas a la digna condición de esposas, amas de casa mantenidas por su marido y, tal vez, madres?


Porque, si le quitas todos los oropeles, lo único remotamente «feminista» (tomando esta palabra, que me merece los mayores respetos, con todas las precauciones) que nos ofrece este monstruo es a cuatro mujeres hablando sin tapujos de sexo. O sea, a cuatro mujeres hablando como hombres en la barra de una taberna. Lo cual, pretenden hacernos creer los creadores de la serie, era absolutamente único, extraordinario y transgresor en el Nueva York de los años 90; o sea, que en el Nueva York de los años 90 ya no quedaban verduleras ni pescaderas.

Quitándole los diálogos «chichi, pilila, potorro, pito», ¿qué nos queda?

Cuatro señoras obsesionadas con follar, follar, follar y follar, hasta que llegue el momento de sentar cabeza y casarse.

(Lo cual no tiene nada de malo, pero tampoco se puede considerar intrínsecamente feminista).
“I’m looking for love. Real love. Ridiculous, inconvenient, consuming, can’t-live-without-each-other love.”
«¡Toma, toma, toma!»
Cuatro petardas de alto standing obsesionadas con gastar su dinero como si no hubiese un mañana.
(¡Oh, venga, no jodas! ¿Cuánto crees que cuestan un par de zapatos de Marc Jacobs o Manolo Blahnik? Para vestirse como se vestían, las cuatro verduleras debían gastar como príncipes saudíes. Y para gastar el dinero hay que tenerlo primero, o al menos ganarlo. Pero, vamos a ver, ¿quién cojones se puede creer que una periodistilla de mierda, con su sueldo de mierda, pueda tener el guardarropa de Carrie Bradshaw?)
“I like my money where I can see it – hanging in my closet.”
Cuatro proto-cuarentonas (bueno, tres proto-cuarentonas y una proto-cincuentañera) a las que los estrógenos empiezan a estrangular los ovarios al grito de «¡reprodúcete ya! ¡Es tu última oportunidad!», y que, pese a sus buenos propósitos de independencia, acaban emparejadas. Las cuatro. Porque no puedes ser una mujer independiente de los 90 si no tienes un bigardo a tu lado, supongo. Yo es que nunca fui mujer y los 90 ya me quedan lejos, así que a lo mejor no entiendo de estas cosas.

Cuatro maniquíes blancos, anglosajones, heterosexuales y protestantes de impecable delgadez que dedican la mitad de su tiempo a estar fabulosas para sus hombres del momento o mantenerse esbeltas y copulables, o sea a proteger su cotización en el mercado genital de futuros.

(Que el tratamiento que se da a las minorías en esta serie merece una entrada propia en la bitácora, con esa china malévola del «ya sé, comida solo pala una, ¿veldad?, jijijijijiji», y los dos personajes negros, que son de «que se pare el mundo que yo me bajo» y encima se deshacen de ellos más rápido que deprisa; y de los homosexuales reducidos a estereotipos, [«I'm not even sure bisexuality exists. I think it's just a layover on the way to Gaytown», «I am paying a fortune to live in a neighborhood that’s trendy by day and tranny by night»], mejor ni entramos a hablar).
Sexo en Nueva York, aclamada multitudinariamente como la Biblia del feminismo de los años 90, es un panfleto machista, capitalista, paternalista, clasista, cínico, racista y superficial que parece haber sido guionizado por los directores de contenido de una de esas revistas femeninas que ofrecen a sus lectoras cuerpos perfectos, divinizados por el milagroso Photoshop, consejos para incrementar el placer de sus parejas y guías de estilo para un tren de vida que la mayoría de ellas ni pueden, ni han podido, ni podrán nunca permitirse.
“Beauty is fleeting, but a rent-controlled apartment overlooking the park is forever.”
¿Que no? ¿Que me he pasado? ¿Que no hay tal relación?

Mira, he cogido dos docenitas de portadas, puede que menos,
de esas revistas y he sacado el mínimo común denominador de los titulares: consejos de belleza, instrucciones para practicar el sexo oral o alcanzar el grado de Gran Maestra masturbatriz, recomendaciones de moda (todas ellas de marcas prohibitivamente caras), más elegías a las indulgencias de la carne, sugerencias de vacaciones (en destinos extra exclusivos), dietas milagro, estrategias de seducción (algunas de ellas simple y llanamente atchonburísticas, del estilo de «cómo ligar con tu jefe», o «cuándo es un buen momento para ser infiel»), tendencias en decoración de interiores (de las que cuestan el rescate de un rey o un consejero delegado de Tesla), ignominiosas legitimaciones de supersticiones risibles («tu horóscopo para el año 2019»), instrucciones para fingir el orgasmo, psicología de Aliexpress, manifiestos «feministas» cuya lógica he fracasado miserablemente en descifrar («El empoderamiento femenino a través del desnudo. Libérate del patriarcado quedándote en pelotas»), guías de compra de lencería putanesca...; o sea, y en resumen: cómo ser una fabulosa, enjoyada, estilosísima, divinamente anoréxica, heterosexual, supersticiosa, sutilmente maquillada y anatómicamente perfecta princesita cazafortunas, capaz de complacer la vista, agigantar la vanidad y vaciar al mismo tiempo la cojonera y el fondo fiduciario de un hombre.
(Vamos, la clase de chicas a las que va dirigida esta canción de Pink).
He cogido, decía, una pequeña muestra de portadas de revistas femeninas y he descubierto lo fácil que es replicar sus argumentos y ponerlos en evidencia dándoles solo un octavo, a veces un dieciseisavo, de vuelta. Mira, tomemos esta foto de la divina Olga (una de las pocas mujeres vivas capaces de hacernos vacilar en nuestra devoción a Sara Sampaio):
y metámosle mierda de la peor:
Fuerte, ¿eh?

Bueno, pues no les dado más que un octavo, a veces un dieciseisavo de vuelta. Y a mí, ni uno solo de estos titulares me hace pensar en feminismo.

Problema que las revistas «femeninas» comparten, a mi parecer, con Sexo en Nueva York.

Yo, es que no lo veo. Lo siento.

Los defensores de este engendro argumentan que Sexo en Nueva York fue la primera serie en presentar en la pequeña pantalla a «mujeres reales».

¿Dis-cul-pa?

¿Entonces las protagonistas de Girls (celulíticas, tatuadas, fofas y tirando más bien a feuchas) qué cojones son? ¿Entelequias?
(Y eso que Girls incurre básicamente en los mismos pecados originales que Sexo en Nueva York, con unos personajes imperfectos, sí, con cuerpos mórbidos, trabajos de mierda y guardarropas poco glamurosos, pero una vez más nos cuenta las tópicas idas de olla sentimentales de cuatro blanquitas heterosexuales de clase media).
Los paladines de este constructo argumentan que Sexo en Nueva York fue un maravilloso escaparate de los mejores diseñadores de moda del momento.
(Ni siquiera me voy a tomar la molestia de especificar por dónde me paso yo ese falaz argumento ni a entrar a analizar lo poco que tienen que ver la alta costura y el feminismo).
Los cruzados de este bodrio argumentan que Sexo en Nueva York merece la pena solo por haber retratado a la mejor y más hermosa Nueva York, la más bella, rica, lujosa y luminosa, la más optimista, culta, progresist...
(Perdona que te interrumpa, mi querido gilipollas, pero creí que estábamos hablando de feminismo).
Los campeones de Sexo en Nueva York me suplican que al menos salve de la quema al personaje de Charlotte (que decide romper con la inercia de muñequita perfecta y empezar a respetarse a sí misma... para acabar casándose, y luego divorciándose, y empezar a salir con el abogado de su divorcio, y propiciar que la mande a la mierda al exigirle que ponga una fecha a su matrimonio, y luego arrastrarse a suplicarle que vuelva con ella, maritalmente o no, que eso ya le da como lo mismo) o al menos al de Miranda, que es el verdadero pegamento del grupo de amigas, la más sensata y cerebral de todas, la más sincera, la más generosa y leal, y lo demuestra diciéndole a la cabra loca de Carrie Bradshaw todas las cosas que ella prefiere no oír, como que pasa demasiado tiempo mirando el mundo a través del agujero del carallo de Mr. Big, por ejemplo.


Pero no. Lo siento. No voy a concederles ni la más pequeña victoria. Ni siquiera esa última, probablemente más que merecida.

Y la única razón por la cual me he metido a destripar este mecanismo de frivolidad infinita y machismo rampante es por su condición de ariete de los pervertidores del lenguaje, punta de lanza de los profanadores del feminismo, cabeza de puente de los quintacolumnistas del patriarcado. Que hay escritores con unos cojones del tamaño de un niño de once años capaces de equiparar Sexo en Nueva York con las mayores conquistas de la lucha por la igualdad, vamos, que el catálogo de polvos, fiestas de postín y compras en boutiques de Manhattan de Carrie Bradshaw y sus amigas a lo largo de diez insufribles temporadas y dos horriblemente vulgares películas sería comparable a la conquista del sufragio femenino, la ley del divorcio o la despenalización del aborto.

No, señores, a mí no me venden esa burra; Sexo en Nueva York no es feminista. No sé lo que es, y además me tira de un cojón saberlo, pero feminista no. No les voy a consentir que retuerzan la palabra «feminista» hasta legitimar una monstruosidad como ésta. Búsquense otro término, y si no se les ocurre, ahí van unos cuantos: cínica, nihilista, superficial, sarcástica, desmitificadora, materialista, artificiosa... Lo que sea. Pero no feminista. No en mi guardia.

Porque hay cosas que no se pueden permitir, y punto.


Porque el respeto que le guardo a la palabra «feminismo» (por más que haya petado esta bitácora de señoras mollares ligeritas de ropa; qué le quieres, contradictorio que es uno) me impide mantenerme callado.

Porque el primer paso para cargarnos una idea es vaciarla de contenido, y para lograr esa infamia tendrán que pasar primero por encima de mi cadáver.


Porque las palabras son lo único que tenemos para intentar hacer comprensible el mundo. Y las palabras son sagradas  para un escritor, incluso para uno tan malo como el que suscribe.
Porque Harlan Ellison (que también faltó a un par de clases de Feminismo) ya no está entre nosotros y parece que me ha tocado a mí tomarle el relevo esta vez.

Pero estate atento, querido lector. 

La próxima vez podría ser tu oportunidad.

¿Vas a dejarla pasar?

domingo, 13 de enero de 2019

El método Sommer

Antes o después, casi todo el mundo te acaba haciendo esa pregunta.

No. No ésa.

La otra:
«¿Cómo lo haces?»
Vamos, que cuál es el truco.

Lo siento. No hay truco.
No pongas esa cara. Lo digo muy en serio. Y ya estoy hasta las pelotas de repetirlo.

Pero sí hay algo que tal vez te pueda ser útil.

Un método de trabajo. Un sistema.

Supongo que todo autor tiene el suyo. Yo tengo el mío, que voy a compartir aquí contigo. Mi sistema no es necesariamente transferible ni tampoco de aplicación universal. Probablemente solo funcione conmigo. He dicho.

No pretendo afirmar que mi sistema sea el mejor. Ni siquiera me atrevería a sugerir que mi sistema sea la forma más eficiente de hacer las cosas. Como ya he dicho, simplemente así es como lo hago yo. Lo uso porque me funciona. Y punto en boca.

Aviso para navegantes: este sistema que te voy a describir no sirve de nada si no resuelves la primera parte de la ecuación. Y ésa no hay Cristo que te la pueda apañar ni sistema que la pueda sustituir. Si no tienes ya la idea, de nada sirve que sigas leyendo, porque no le sacarás ningún provecho a esta entrada del Paratroopers.

Así que, tachán, tachán, querido lector, helo a continuación, en toda su crudeza:
el método Sommer
(Toma ya).
PASO 0

Lo primero es la idea. Ahí, insisto, no puedo ayudarte. Si no tienes ya una idea para una historia y tampoco sabes dónde encontrarla, estás perdiendo el tiempo y, lo que es peor, me estás haciendo perder el mío.
PASO 1

En mi caso, suelo empezar escribiendo algunas escenas clave. No tienen por qué ser necesariamente los puntos de giro del argumento, sino pasajes relativamente «menores», como el momento en que los protagonistas se conocen, o en el que un personaje muere, o en el que otros dos personajes tienen una discusión. Empiezo a trabajar en estas escenas a menudo sin haberme hecho aún una idea de quiénes son los personajes. Ni siquiera me siento obligado, en esta fase, a ponerles nombre (ayuda a desprenderse de ellos si finalmente no me veo capaz de llevar adelante el proyecto). A menudo les adjudico un nombre provisional, o los reduzco a Fulanito Fulánez o Menganita Perengánez, o, y esto es casi denigrante, a meras ecuaciones:
«X empujó la puerta del dormitorio.

»Sabía lo que iba a encontrarse, pero de todas formas siguió adelante.

»Dio un respingo.

»El cuerpo desnudo y eviscerado de Z ocupaba el centro de la cama. Sus intestinos colgaban como trenzas a ambos lados del colchón.»
Esta aproximación inicial al argumento es como la exploración de un pelotón de zapadores antes del desembarco de tropas. Me ayuda a hacerme una idea de las posibilidades de la historia, a construir los huesos de la atmósfera y esbozar la psicología de los personajes. También es como el calentamiento antes de correr la maratón (si hablamos de una novela), los cien metros lisos (un cuento) o los cuatrocientos metros-valla (un relato largo o novela corta). Si al estirarme noto alguna molestia o al subir mis pulsaciones con algunos sprints me falta la respiración, tal vez no sea el momento de escribir esa historia, tal vez yo no sea la persona apropiada para ponerla por escrito, tal vez la idea no sea lo bastante buena y sí, si te has perdido en la metáfora no, repito, no deberías intentar sentarte a escribir. Ni siquiera la lista de la compra.
PASO 2

En un cuento o una novela corta esta fase no tiene mayor importancia, porque normalmente los trabajos de poca extensión se estructuran en base a una plantilla de lo más espartana: pocos personajes, una única línea argumental, una narración discursiva, sin sobresaltos, organizada en los tres actos clásicos... pero a la hora de escribir algo de más enjundia es fundamental, una vez el proyecto ha tomado forma en nuestra imaginación, currarse, como mínimo, dos documentos esenciales: una cronología y un índice de personajes. Y tampoco harás ninguna tontería, querido aspirante a escritor, si te curras un mapa de tramas decente.

La cronología debe abarcar, como mínimo, media docena de episodios clave de cada personaje y el trasfondo del mundo en el que se desarrolla tu historia, desde la entrada en escena de cada uno de los protagonistas hasta el final el argumento del libro. No digo que escribas una biografía de cien páginas por cada protagonista. Ni muchísimo menos. Pero hacer un bosquejo de tu trama, dividida en tres actos, y tener ordenadas en un folio veinticinco fechas importantes te evitará quedarte con cara de tonto y las manos suspendidas sobre el teclado mientras mentalmente te preguntas «¿cuántos años tenía este hijoputa?» (y no sabes la respuesta porque no te tomaste la molestia de establecer su fecha de nacimiento) o «¿Cuándo se conocieron Borja Cayetano y Pelaya Pochola (y no sabes la respuesta porque bla, bla, bla), o «Cago en el Altísimo, ¿y qué viene ahora?». Créeme: un poco de sudor en esta fase ahorra muchas lágrimas después.

No hace falta ni por asomo que te lo curres tanto. Palabra.
En esta fase también progresas en el desarrollo de la personalidad y la voz de tus personajes y empiezas a entrever las futuras necesidades de documentación. ¿Alguno de ellos perdió a su hermano, ahogado en una piscina? Plantéate la posibilidad de que ese personaje tenga pavor al agua. ¿Uno de tus protagonistas tiene formación universitaria? En tal caso, y a menos que se haya licenciado en la Juan Carlos I, no debería emplear el mismo vocabulario ni tener el mismo discurso que otro personaje que no pasó de Secundaria, ni estar siempre dispuesto a intervenir cuando salen ciertos temas de conversación, y no otros. Ese personaje ¿domina algún oficio especializado, como la encuadernación, la marquetería o la mecánica de buques?, pues tendrá que conocer la terminología y los pormenores de su trabajo, digo yo.

El índice de personajes es algo que se te debería haber ocurrido a ti, no a mí. Mal vas a construir un cuento, no digamos una novela, si no tienes ni repajolera idea de quién la protagoniza, ni cómo se llaman sus personajes, ni cómo se relacionan con otros personajes. Y a eso se reduce este documento: una lista de los personajes principales con sus interacciones mutuas (quién es hijo de quién, o está casado con quién, o fue acusado del crimen tal), motivaciones y objetivos. 

Algo como esto, que es el pitch outline de Breaking Bad; pero sin liarte tanto.
No hace falta que incluyas a todos los personajes de tu obra, solo a los más relevantes para la acción. Si en el capítulo ocho aparece un secundario que suelta una frase y se larga para no volver más, no tiene por qué figurar en tu rol de personajes, en tu catálogo de dramatis personae, que significa, oh, probo ignorante que no tuvo la suerte de poder estudiar latín, «las máscaras del drama»; expresión heredada de cuando los actores de teatro se ponían máscaras para representar diferentes personajes.

Tanto si tus protagonistas se reproducen como cobayas (el temible «síndrome La comedia humana») como si la novela empieza a írsete de las manos, el índice de personajes puede convertirse en una herramienta inapreciable para imponerle un poco de orden e incluso llegar a determinar la estructura definitiva del libro. ¿La acción transcurre en épocas diferentes? Divide a tus personajes en grupos según criterios cronológicos. ¿Transcurre en escenarios diferenciados? Divídelos en tales términos. Tal vez descubras (me ha pasado) que, en vez de abrumar al lector con un batiburrillo de tramas paralelas, resulta más sensato y económico aislar cada uno de los argumentos en un capítulo propio dependiendo de cuándo o dónde o en qué circunstancias transcurren y qué personajes toman parte en ellos (lo he hecho). Lo cual nos lleva al (tachán, tachán):

Mapa de tramas.


Esto es un mapa de tramas, pero el tuyo no tiene por qué ser tan sofisticado.
Resulta que yo llevaba años usando mapas de tramas (pronúnciese «script outline», si quieres ir de Millenial Gafapastez) sin saberlo. Pero los usaba mal, de ahí que perdiese tanto tiempo descifrándolos, cuando deberían haberme proporcionado, de un vistazo, toda la información que necesitaba.

No hay ninguna mística en esta herramienta. Un mapa de tramas no es más que un desglose por capítulos de tu novela, especificando qué personajes intervienen en ese capítulo y qué acción realizan, o sufren. Los colorines te vendrán de pitimidri para diferenciar unas tramas y otras. Y no, no necesitas una pormenorizada sinopsis de cada uno de ellos (que era lo que yo hacía). Bastan unas pocas palabras que, a manera de regla memotécnica, te permitan ubicar a ese personaje en ese capítulo y ese capítulo en el conjunto de la obra: «Divorcio gemelos». «Reparación coche». «Testículo perdido».

Casi suena a coña, pero con post-its te las arreglas de vicio para un mapa de tramas.
Naturalmente, y casi ofende tener que decirlo, ninguno de estos documentos está escrito en piedra. Todos ellos pueden y deben evolucionar dependiendo de las necesidades de la historia que quieres contar. Un personaje que parecía imprescindible y para el que te habías currado una biografía fetén de la bui puede desaparecer del borrador definitivo. Esa estructura en diez capítulos que habías planeado puede convertirse en una estructura en nueve, porque vas a necesitar menos espacio para desarrollar tu argumento, o en doce, por todo lo contrario. Un personaje cuya intervención era clave en el segundo capítulo puede ver desplazado su punto de giro al tercer capítulo, o al cuarto. El pasado trágico de tu protagonista podría acabar no teniendo ningún peso específico en la trama, o podrías acabar descubriendo que el maldito cerdo te ha estado engañando todo el tiempo acerca de sus verdaderas intenciones y reacciona de una manera que no habías previsto. Varios personajes pueden terminar fusionados en uno solo, y el fenómeno opuesto tampoco es tan inusual como puedas creer.

Por todo ello no recomiendo obsesionarse con la cronología, el índice de personajes o el mapa de tramas. Son herramientas para no perderte mientras escribes; no debes dedicarles más tiempo que a la obra en sí misma, porque eso sería como irse a vivir a:

Todo este trabajo de documentación previo puede parecer un desperdicio de tiempo y esfuerzo cuando, llegados al borrador definitivo, descubras que no has utilizado, o que has descartado, casi dos terceras partes de tus notas. No, repito, NO es una pérdida de tiempo. Cada minuto que dediques a construir la biografía y la personalidad de tus personajes, a establecer el trasfondo del mundo y el tiempo en el cual se desarrolla la acción que protagonizan y a estructurar la historia que pretendes contar, es un minuto que has dedicado a conocerlos mejor y un minuto menos que perderás cuando termines un capítulo y dudes entre diferentes desarrollos sobre los cuales proseguir. En esta fase empiezas a emplear ladrillos y argamasa. Si ambientas la acción en nuestro mundo y dentro de unas coordenadas geográficas y cronológicas concretas, éste es también el momento de investigar un poco esa época y ese tiempo acerca del cual te propones escribir; aunque solo sea para evitar el sonrojo de que alguien te señale que es ABSOLUTAMENTE imposible que Ricardo I exigiese por correo electrónico a Saladino la entrega de Jerusalén y amenazase con enviarle un pelotón de ninjas armados con viales de Novichok. Y tampoco harías nada de más si te documentases sobre el lenguaje que se empleaba en ese contexto y en ese tiempo (echándole un ojo a los textos contemporáneos, por ejemplo, con la advertencia previa de que, casi con absoluta seguridad, la gente de ninguna época habla del mismo modo en que escribe).
PASO 3

O sea escribir.
(En serio. Esta etapa es la más tediosa y frustrante del proceso).
No hay mucho que decir sobre esta fase. O sabes hacerlo, o no sabes. O te sale, o te estrellas. O acabas la novela, o la abandonas. Punto. Y quien esto escribe se ha estrellado más de una vez y ha abandonado, inconcluso, más de un libro.

Las primeras versiones de casi todos mis libros las escribo a mano. Que sí. No, tus ojos no te engañan. A MANO. En la época de Internet. Escribo A MA-NO. Boli y papel. Con dos cojones. Dependiendo de lo hilada que lleve la trama o de la confianza que tenga en mí mismo, puedo llegar a hacer hasta dos borradores manuscritos. Uno de ellos escrito en cualquier parte, y a trozos; libretas, cuartillas sueltas, folios reutilizados, la parte interior de las cajas de pizza (sin coñas), el reverso de flyers... Literalmente EN CUALQUIER PARTE. Vuelvo sobre esas escenas clave que había esbozado en el Paso 1 y las escribo y reescribo hasta estar seguro de que domino todos los elementos que contienen y de que son necesarias para la trama. Luego las integro en el capítulo correspondiente, que todavía está cogido con alfileres. No exagero lo más mínimo cuando afirmo que hay AGUJEROS GIGANTESCOS en esos esbozos de capítulos: descripciones de escenarios que se limitan a una orden en rotulador rojo y entre corchetes, «[Consulta del doctor Honoris Causa. DESCRIBIR]», escenas de transición reducidas en la misma manera «[Fulánez y Butánez conducen de regreso al pueblo]». En esos primeros balbuceos de novela intento centrarme en la acción, en los puntos de giro, en todo aquello que hace avanzar la trama y en un par de diálogos relevantes que ayuden a comprender la psicología y las decisiones de los personajes.

Y aquí,
cuando ya tengo algo sobre lo que trabajar, es cuando me toca profundizar un poco más en la documentación. No tiene sentido hacerlo antes porque no sé qué voy a necesitar hasta que lo necesito. Por ejemplo: ¿he enviado a uno de tus personajes a Timisoara? Bien. ¿Cómo coño es Timisoara? ¿Cómo es su urbanismo? ¿Cuál es su paleta de colores? ¿Qué clase de gente me podría encontrar por sus calles? Corro a la enciclopedia o a un ordenador conectado a Internet. ¡Gracias, señor Internet! ¿Mi protagonista es sexador de pollos? Fantástico. Y, exactamente, ¿qué cojones hace un sexador de pollos? Y ¿cómo lo hace? ¿Hay algún tipo de técnica de sexación de pollos que debería conocer y, tal vez, describir en mi historia? ¿A qué huele un sexador de pollos? ¿A qué huelen las nubes? ¿A qué sabe el color azul? ¿A qué saben los besitos de la dulce Riley Reid?
Cuando tengas la respuesta a todas esas preguntas (tranquilo, que ya te aparecerán otras), puedes volver a tu manuscrito, empezar a rellenar los huecos y hacer unas primeras correcciones de estilo, concordancia, ortografía (tranquilo, por cada tres errores que corrijas cometerás, como mínimo, otro más). Aquí es cuando yo me he acabado acostumbrando a utilizar una carpeta de anillas, aunque solo sea por lo mucho que me facilita añadir o descartar texto de un libro en progreso: en un capítulo ya escrito haces una llamada a una hoja extra que añades a continuación o, si no queda nada aprovechable en esa hoja, la retiras y añades una nueva con las enmiendas correspondientes. Fue de una manera parecida como Barbara Tuchman escribió Los cañones de agosto. Ella mecanografiaba párrafos enteros y los iba pegando en folios, para ver cómo quedaba la página, el capítulo, la estructura. De esta manera componía una maqueta del borrador definitivo que luego pasaba a máquina.
(Al final me ha quedado bastante largo. Menos mal que no había mucho que decir sobre esta fase).
PASO 4
 
Cuando ya tengo un manuscrito del que estoy razonablemente satisfecho, llega la hora de pasarlo a un formato más pulcro. Antaño, eso significaba dejarme las uñas y autoproducirme una jaqueca ante una máquina de escribir. Hoy en día empleo un ordenador y un procesador de textos, y no me cansaré de elogiar las casi infinitas posibilidades que un procesador de textos ofrece al escritor: contar, buscar y reemplazar palabras; autocorrección (cuidado con esto, por cierto, que el autocorrector es el biberón de Lucifer), cortar y pegar frases, párrafos y capítulos enteros; comparar y detectar los cambios entre diferentes versiones del mismo documento, deshacer la última acción (¡la de líos de los que me ha sacado el Ctrl+Z!), emplear diferentes tipografías y efectos de texto...

¿Que qué procesador de textos utilizo yo? Cualquiera que cumpla su función. Yo he escrito cuentos y novelas en procesadores de texto Open Source de cuyos nombres no puedo acordarme, en el Locoscript del Amstrad PCW (dejándome las putas córneas en aquella recontraputísima pantalla de fósforo verde patentada por Mefistófeles), en el Edit de MS-DOS, en el Wordstar, el Wordperfect, antes de que Corel la comprase, en el Word de Microsoft, el Abiword, el Lotus AmiPro, el Calligra y el StarOffice. A algunos tuve que abandonarlos a mi pesar (porque ya no ofrecían soporte para impresoras o sistemas operativos modernos o carecían de algunas funciones que yo necesitaba) y a otros me asomé y los descarté por oscuros, complejos y antipáticos, o porque no me aportaban nada nuevo ni mejor a lo que ya tenía.

¿Mi consejo? Usa lo que te funcione. Como GRRRRRRR Martin, que escribe sus juegos y sus tronos en un PC de museo sin conexión a Internet, bajo MS-DOS y con Wordstar 4.0 como editor de texto. ¿Por qué? Porque es lo que le funciona. Eso sí, me gustaría saber cómo se las arreglan sus editores para exportar sus archivos a un formato más manejable. Que me los estoy pintando ojerosos y desaliñados, alimentando de madrugada un escáner OCR con las páginas vomitadas por la impresora matricial del bueno de GRRRRRRR y ciscándose en todos los muertos del barbudo sádico.


Por increíble que parezca, de aquí salen dragones y tetas.
Hay por ahí diversos softwares para escritores que amplían las funciones de un simple procesador de textos; hablo de inventos que permiten gestionar, en la misma aplicación, notas, bibliografía, esquemas, resúmenes, borradores... Productos como Scrivener, oStorybook, Ghostwriter, Storyist, o Celtx, si lo que escribes son guiones de cine. Y algunas de estas aplicaciones tienen utilidades realmente interesantes, como el resaltado del párrafo en el que estás trabajando («focus mode») o el modo «libre de distracciones», que reduce la pantalla de la interfaz a su mínima expresión, privándote de la tentación de procrastinar. Los «distraction free modes» pueden ser tan sofisticados como para llegar incluso a bloquear las notificaciones de tus redes sociales y tu correo electrónico, a fin de que nada desvíe tu atención del sagrado acto creador.
Ghostwriter: eso de escribir pero a lo minimalista.
Personalmente nunca he quedado satisfecho con ninguna de las que probé y no puedo pronunciarme objetivamente sobre su utilidad, pero en algunos de estos programas la curva de aprendizaje parece tan elevada que da vértigo. Y yo, cuando me siento a escribir, quiero escribir, no tener que aprender primero cómo cojones funciona el software que voy a utilizar para escribir. Por no mencionar que algunos de estos  programas emplean formatos de archivo propietarios e inexportables que no me sacaban de ningún apuro, sino más bien al contrario. Además, por sofisticado que sea el software que estés usando, no sirve como sustituto del talento, el esfuerzo ni la imaginación, pese a lo que sugiera la publicidad del producto. Quizá les de otra oportunidad a alguno de ellos más adelante, pero no todavía.
E, insisto, funciones como el «focus mode» me parecen la rehostia de prácticas.
Usa lo que te funcione. Es lo que yo hago. Es lo que te recomiendo.

También te recomiendo que utilices un air-gapped pc o que apagues el router antes de sentarte a escribir.

PASOS 5 y 7 («¿Comorl?» Luego te lo explico)
 
Bien, llegados a este punto deberías tener un borrador digital en formato .DOC, .DOCX, .WPD, .ODT o lo que sea.
(Escarmienta en cabeza ajena y ten siempre copias de seguridad. No preguntes).
«Pues ya está, ¿no?»
No, cariño.

Ahora es cuando empieza lo divertido.

 
Todo lo que has hecho hasta ahora, y que tanto te costó, era la parte fácil. Ahora es cuando empieza el trabajo de verdad.

Ese borrador no es una obra terminada, es el documento de trabajo sobre el que vas a construir tu libro. Y hacerlo te va a costar churchillianas sangre, sudor y lágrimas.

Mi consejo: imprímelo, mételo en un cajón y olvídate de él. Durante un tiempo.

¿Que por qué hay que imprimirlo? ¡Cómo se nota que eres nuevo! Hay que imprimirlo porque el trabajo intensivo sobre una pantalla produce en los escritores algo llamado «ceguera al error». Pura y simplemente puedes leer el mismo párrafo sesenta veces y pasársete por alto no uno, sino tres o cuatro errores garrafales, que no detectarás hasta que hayas imprimido esa página. ¡Y cómo jode imprimir una obra que creías acabada, perfecta, y encontrarte no uno, sino veinte o treinta zurraspas en párrafos que habías revisado en la preciosa ventana de aplicación de tu procesador de texto hasta que te ardieron las retinas! ¡Prepucios en pepitoria, CÓMO JODE!


Este sistema te costará algunas perrillas (a fin y al cabo, el tóner no lo regalan), pero es mano de santo para los errores ortográficos, estilísticos y de concordancia, más sutiles. No digo yo que sea un método infalible, que eso es decir mucho, pero sí extraordinariamente eficaz. Por eso, algunas semanas o meses después de meter ese manuscrito en el cajón, cuando te hayas desintoxicado de él, puedes cogerlo, armado con un lápiz o rotulador rojo, y empezar a corregir tus cagadas y a tachar. ¿Que qué hay que tachar? Reiteraciones, diálogos insulsos, escenas superficiales, frases mal construidas o excesivamente barrocas, personajes estereotipados, la mayoría de los adverbios, por no decir todos; en resumen: cualquier cosa que ralentice u obstruya el progreso de la acción. Todo lo que desaliente al lector, lo que le quite las ganas de seguir leyendo, pasar la página,  interesarse en cómo termina el capítulo, la historia, el libro.

También ahora es un buen momento para darle un repaso a tu documentación. Puede que hayas pegado un patinazo de Olimpiada al pasar alguna de tus notas al relato, y no hablo de equivocarte en el mes de una fecha, que también, o en la matrícula de un submarino Tipo XXI alemán (algo de lo que tal vez solo se den cuenta cuatro frikis de la Segunda Guerra Mundial), sino a intercambiar un primer ministro egipcio por otro. Que ya es meter la gamba con estilo. Y no, la «licencia del autor» no lo soporta todo. Hay un límite a lo que puedes exigir de la paciencia y la comprensión de tus lectores, y te aseguro que no merece la pena ponerlo a prueba.

Así obtendrás un segundo borrador, expurgado de los errores del primero y mancillado por otros nuevos que habrás cometido al corregirlo (en serio, los hijos de puta atacan a traición). Este segundo borrador debería tener, como mucho, el 75% de la extensión del primero. No es una regla general, pero sí un buen baremo. Si no has quitado en torno a una cuarta parte del texto original, es probable que estés haciendo algo mal. Si has aumentado la extensión del primer manuscrito, es SEGURO que ESTÁS HACIENDO ALGO MAL.

Ahora coge ese segundo borrador y adivina qué deberías hacer con él.

Exacto.

¿Cuántas veces hay que repetir este proceso de corregir y releer, corregir y releer, corregir y releer? Buena pregunta. Si quisiera ponerme zen diría que «las suficientes», pero ni eso te iba a bastar ni yo soy budista. Además, hay que saber cuándo parar, cuándo no tiene sentido seguir trabajando en un texto, cuándo ha llegado el momento de dejarlo y ponerse a otra cosa. Y eso, lo creas o no, es DIFÍCIL DE COJONES, porque no hay una norma escrita, no hay un canon, no hay dos libros que respondan por igual a tus esfuerzos y se queden aseados y bonitos con el mismo número de correcciones. Además, probablemente sea IMPOSIBLE corregir todos los fallos de una novela. Porque llega un momento en el que te obsesionas. En el que no ves más que errores. En el que empiezas a sospechar que está todo mal. Que esto no tiene arreglo. Que sería mejor triturarlo todo y empezar de nuevo. Y puede, solo puede, que ése sea el momento de dejarlo.

Pero que conste que yo me he encontrado fallos, y no digo errores ortográficos sino CAGADAS DE PRIMERA, en libros que había dado por terminados cuatro años atrás. Y probablemente, incluso después de la enésima corrección se me habrá pasado por alto alguna que otra pantuflada más.

Ceguera al error. Quédate con ese concepto. Lo creas o no, si eres escritor (o programador informático), la padeces. Lo sé porque yo la padezco.

Pero claro, teniendo en cuenta cómo eran los editores de texto en los 80, es de creer.
PASO 6
 
Ha llegado el momento que tanto temías:

El momento de enseñarle tu obra a media docena, una docena de personas.

A ver, seamos sensatos, no digo que busques a cuatro pelagatos y les des tu libro para que lo troleen. Tu público de prueba, tus «lectores cero» (no es coña, se llaman así) deberían ser, ante todo, lectores, o sea gente destetada en esto de engullir páginas. Tampoco te vendrá mal que sean buenos lectores, o sea de los que leen con frecuencia y leen un poco de todo. No es imprescindible que tengan el cociente intelectual de un señor Spock ni educación superior, que poca gente como ésa va a comprar tu mierda de libro; con unas onzas de sentido común será más que suficiente. Basta con que no necesiten echar mano de un diccionario para descifrar tu novela y puedan decirte, en términos comprensibles hasta por un sieso como tú, qué les ha gustado, qué no, dónde empezaron a aburrirse, dónde sintieron la necesidad de pasar la página, dónde les empezó a apetecer tirar el libro al wáter y dónde hasta ellos, que no acabaron Primaria, se han descojonado vivos de ti, señor Lisensiado, por escribir «Ejipto» con jota, como un gañán.

Tal vez sobre señalártelo, pero si eres o pretendes convertirte en escritor y no conoces a media docena de lectores con un mínimo de criterio, tienes un problema.


Tampoco pecarías de previsor si te buscases el consejo de uno o dos expertos. ¿Tu obra se ambienta en la España de la Segunda República? Arrímate a un historiador o a un profesor de Historia versado en la materia. ¿Te has hecho la picha un lío cuando describiste esa OPA hostil? Mira qué bien, ha llegado la hora de pagarle unos carajillos a ese primo tuyo que hizo Empresariales y del que llevas años sin saber nada. ¿Tu protagonista es un hacker de alucina, vecina, y tú no sabes ni dónde se le mete el PIN a tu teléfono móvil? Búscate una Lisbeth Salander bien dispuesta.

Pero sé majo con ella, que aunque no lo parezca tiene muy mala hostia.
Y por eso el paso 5 es también el paso 7. Porque con todas las notas, observaciones, recomendaciones, quejas, carcajadas e insultos que recibas de tus asesores, de tus lectores cero, debes volver a ese manuscrito que ya parecía terminado y corregir, corregir, CORREGIR.

Y básicamente ya está. Ya puedes (¡pfffffffffff!) empezar a busca(jajajajajajajaja)r editor (JUAAAAAAAAJAJAJAJAJAJÁ).

Ah, ¿que te parece demasiado trabajo para escribir un libro?

(Un libro que seguramente sea una mierda).

Oye, si esto fuera fácil todo el mundo lo estaría haciendo.


Dicho lo cual, tal vez deberías darte una vueltecilla por aquí. Yo solo lo dejo caer, y ya he hablado suficiente.
De nada.