martes, 31 de diciembre de 2019

Coordenadas

A mi derecha el mar.

Es el mar que me trae el susurro de las velas de Odiseo, el perfume de las luces de aceite que almizclaban el cuerpo de Calipso y el grito de guerra de los ulfhednar desde sus barbados rostros.

Y sé que en ese mar hay un tesoro, tal vez en una cueva, tal vez al fondo de una sima, un tesoro del que podría aprovecharme para nombrarme a mí mismo conde de Montecristo.

Pero hoy a mi derecha solo veo oscuridad.

A mi izquierda el monte, más allá la montaña.

Es el monte de los aquelarres y los daoine sith, es la montaña desde la que los Olímpicos jugaban con el destino de los hombres como se juega con trebejos de ajedrez.

Y sé que en ese monte hay un lago, o tal vez una roca, y en esa roca, hendida, una espada que aguarda al Pendragón y su Reino del Verano, y sé que esa montaña es solo uno de los jabalcones del bifrost, en cuyo extremo los aesir y las arsinjur celebran un perpetuo banquete.

Pero hoy a mi izquierda solo veo oscuridad.

Frente a mí, el mañana.

No me preguntes acerca del mañana. No sé nada del mañana.

Además, hoy, frente a mí, no veo más que oscuridad.

A mi espalda, el ayer.

Nada diré del ayer. Nos conocemos demasiado bien.

Y no veo en él más que oscuridad.

Sé que hay luz en el mundo, sé que tienen zaga los dolores, sé que hay vida, que hay amor, que hay esperanza.

Pero hoy, a dondequiera que mire, no veo más que oscuridad.


Venga ya el año nuevo y sea lo que sea.

Aunque sea oscuridad.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (I)

Balzac quería empotrar a su propia madre y se casó con la Hańska prácticamente in articulo mortis.

Si algún día decides, y créeme que te lo aconsejo, abordar la gratificante, mas ardua, lectura de ese monumento de la cultura universal que es La comedia humana, del bueno de Honoré de Balzac, te recomiendo muy mucho que lo hagas a partir de una buena edición, con prologuistas solventes, con muchas notas al pie de página. Aunque ello pueda resultar en una lectura más lenta, en una tediosa navegación por las glosas, ganarás en complicidad con la obra y obtendrás no solo un grano de sal de cultura (para tu crecimiento personal), sino un conocimiento, no por superficial menos informado, de la sociedad francesa, y por extensión europea, que Honoré (Honorato en las viejas traducciones que se sentían obligadas a castellanizarlo todo, hasta el nombre del autor) retrató en su monumental obra-rio. Hay, simplemente, demasiados nombres de artistas, ministros, generales, demasiados paisajes, batallas, episodios históricos para que un lector poco versado, o simplemente neófito, en la historia y la cultura de la Francia napoleónica pueda acometer una lectura fluida sin el socorro de las notas del traductor.

Y esta recomendación que te hago, si te precias de lector y persona con cultura, introduce una inquietante posibilidad.

Que lo que leas sea mentira.

En mi edición de La comedia humana no faltan prólogos ni notas al pie. Casi cada novela es introducida por un proemio en el que se explican las circunstancias de su prublicación, la acogida del público, el orden cronológico en el que se integra con otras obras de la La comedia, cuando no se incluye algún discurso del propio Balzac, escrito para alguna de las ediciones del libro, explicando esto mismo. ¡Y será por notas al pie! Como ya he dicho en una entrada de la Bitácora que ni has leído ni leerás ni carallo que te importa, la mitad de mi ejemplar de Esplendores y miserias de las cortesanas sería literalmente ilegible sin notas al pie por cansancio, desidia o renuncia del traductor a volcar al castellano la germanía de los criminales parisinos de la época.

Pero ¿lo que cuentan esos prólogos será verdad?

¿Eh? ¿Te lo habías preguntado?

Imagínate darte cuenta, en determinado momento de tu vida, de que lo que dabas por seguro tal vez no sea más que una versión sesgada e interesada de la realidad. Cuando no directamente un constructo de ficción.

¿A qué viene todo esto?

Vuelve a leer la primera frase de este artículo.

¿Ya?

Proseguimos.

En lo relativo a los amores con espoleta retardada de Honoré de Balzac y su adorada madame Hańska, los prologuistas de mi Comedia humana me vendieron una milonga de amores imposibles por la diferencia de clases (aristócrata ucraniana, gordo y feo burguesito pelagatos provinciano), los lazos matrimoniales (en el momento en que inició correspondencia pseudónima con Balzac, a través de una carta sin remitente firmada solo como «L'Étrangère», la Hańska estaba casada de conveniencia con el mariscal Wacław Hański, y no, no me preguntéis cómo se pronuncia eso; un rico terrateniente y aristócrata polaco de la gobernación de Volinia, perteneciente al Imperio Ruso tras 1796) y la oposición del zar, a quien se le hacían brasas sus zarísticos cojones cuando pensaba en la vagina de una aristócrata rusa mancillada por el sucio esperma de un fétido y rechoncho terruñero francés (el padre de Balzac nació en una miserable familia de agricultores en Tarn, en el Midi-Pyrénées, pero gracias a la formación adquirida de un familiar suyo, párroco de profesión, logró colocarse como funcionario de la secretaría del Consejo Real, en París).

A lo largo de casi todos los volúmenes de mi colección de La comedia humana, los prologuistas nos venden una y otra vez la moto de la relación a contracorriente de Balzac y la
Hańska, del amor que los unía y la sociedad que los separaba, de los mil obstáculos que tuvieron que superar para por fin asistir al tardío El Triunfo del Amor A Pesar De Todo™; de todo lo cual se deduce que:
a) Los prologuistas de mi Comedia humana estaban mal informados.

b) A los prologuistas de mi Comedia humana les daba dentera certificar los aspectos más prosaicos de la vida sentimental de Balzac o temían mancillar su reputación de hombre romántico.

o c) Los prologuistas de mi Comedia humana eran unos putos mentirosos. Y lo sabían.
Porque la historia de amor entre Honoré y Ewelina Hańska es cualquier cosa menos un folletín romanticón y topicástico como los que Balzac escribía.

Y o los prologuistas de mi edición de La comedia humana lo ignoraban y comían flores o lo ocultaron deliberadamente y están llenos de mierda.


Imagínate despertarte un día y descubrir que (casi) todo lo que creías saber (sobre un tema concreto) es mentira.

Las «relaciones» entre madame Hańska y Balzac empezaron, como hemos apuntado más arriba, a partir de una carta que la Hańska, sin ovarios para firmar con su verdadero nombre, le envió a Balzac quejándose del tratamiento de la mujer en su libro La piel de zapa (que ya deberías estar leyendo; sí, sí, deja de leer esta mierda y corre a la librería a hacerte con un ejemplar), así como del cinismo del protagonista y la propaganda atea que la Hańska detectaba en la obra. Balzac, incapaz de responder a una corresponsal que no había sido lo bastante macho para dejar dirección, le remitió su réplica a través de un anuncio clasificado en la Gazette de France. Ewelina lo leyó y contestó de nuevo por carta. Así dio comienzo una correspondencia de quince años en el transcurso de la cual la Hańska acabó desvelando su identidad secreta, como Batman a Gordon al final de The Dark Knight Rises.
(Estimado millennial: los anuncios clasificados eran los tweets de tus abuelos y la Gazette de France era un periódico).
Quince años de amor.

¡Qué bonito y qué romántico, ¿verdad?!

En esos quince años no creo que Balzac y la Hańska se viesen ni media docena de veces (tendría que contarlas pero me da pereza). La correspondencia entre ellos es de coña. De coña. La insistencia, hasta bordear el acoso, de Balzac en encontrarse con la condesa, y las más o menos peregrinas excusas de ésta para demorar o cancelar sus encuentros, son como un juego de ping-pong emocional en el que se ponía a prueba quién tenía más paciencia... o estaba más desesperado.

(Por no entrar a valorar la materia genital, que en esos quince años de correspondencia con la Hańska, Balzac no perdió ocasión de sacar su provinciana y obesa pirola de trepa burgués y meterla en todas las mujeres que se le pusieron a tiro. Hasta hijos ilegítimos tuvo. Para estar loquísimamente enamorado de los güesos de Ewelina, dedicaba más tiempo a empotrar a otras mujeres que a escribirle cartitas diabéticas a ella).
Mis investigaciones acerca de la biografía de Balzac me dejan un amargo paladar, fuente de sospechas acerca de las motivaciones de ambos amantes, que, infiero, no eran del todo limpias.
No me atrevo a cuestionar que la condesa Hańska fuese sincera cuando afirmaba haber encontrado en Balzac un espíritu afín. Pero me parece demasiado conveniente que ella diese el paso de contactarle y luego se dedicase a dinamitar todos los intentos de Balzac por llevar su relación a un nuevo nivel. Literalmente cuando Honoré daba un paso adelante, ella daba un paso atrás, y cuando Balzac reculaba, ella daba solo medio paso, tres cuartos de paso adelante. Le mantenía interesado, le daba esperanzas, pero le desalentaba si intentaba obtener un mayor compromiso romántico de ella. No sé la de cartas amargas, despechadas, que Balzac le escribió a la condesa en esos años, pero fueron muchas.
La Hańska tentando a Balzac.
El caso es que no me cuesta ningún esfuerzo imaginarme a la Hańska leyéndole las apasionadas cartas de amor de Balzac a sus amigas y deschuminándose de risa. A través de la relación epistolar con Honoré no solo se daba pisto a sí misma («tengo línea directa con París», que en aquella época aún era la capital mundial de la cultura y el arte «y estoy enterada antes que nadie de todas las novedades»), sino que se daba repisto, archipisto y recontrapisto («tengo al autor francés de moda loco, loquito por mis huesos: mirad, mirad que cartas de puto baboso plebeyo comemierda me escribe»).

Y tampoco me cuesta el menor esfuerzo imaginarme a Balzac gastando a dos carrillos, endeudándose como un presidente de gobierno argentino y presumiendo ante todos sus amigos (los pocos que ya le quedaban) de que iba a pegar el pollazo de su vida y casarse con una aristócrata millonaria. Porque si hay algo que defina la vida de Balzac al margen de su actividad literaria, y su defensa de la integridad del artista y los derechos de autor (particularmente los suyos), fueron sus ansias de medrar socialmente (ya su padre presumía de haber sido secretario del Conseil du Roi y hasta avocat du roi, cargos que no está documentado que ejerciese jamás) y su absoluta ineptitud económica, que un matrimonio casi morganático con una aristócrata de riñón forrado habrían resuelto de un plumazo.

Balzac no era «de» Balzac. No tenía derecho a usar ese «de», que implicaba un origen aristocrático, por más que él mismo haya dedicado páginas y páginas a justificarse. De hecho ni siquiera tenía derecho a usar el apellido Balzac. El apellido paterno era Balssa, pero su padre lo cambió por el de una familia aristocrática que, casualidades de la vida, no podía protestar el presunto parentesco porque el último de ellos ya llevaba cierto tiempo bastante muerto. Como si yo me pusiese un «de Vivar» o un «Dragwlya» después de mi nombre. Su empeño en asegurarse a la condesa Hańska para casarse con ella tan pronto como su caduco marido la espichase huele demasiado a cuerno quemado, visto su empeño por hacerse pasar por aristócrata, como para no arrojar una sombra de sospecha sobre esa maravillosa mentira de El Triunfo del Amor A Pesar De Todo™ que nos venden los prologuistas y algunos biógrafos de Balzac.
«Wladislaus Dragwlya, vaivoda partium Transalpinarum».
Además, Balzac era un gastón. Un auténtico calavera. Vivía como un magnate sin poder permitirse el lujazo que aspiraba alcanzar algún día. Quería llevar vida de ricacho aunque no podía permitírselo, y cuando, a partir del éxito de Los chuanes, comenzó a recibir invitaciones de la crème de la crème de la aristocracia parisina, sus delirios de grandeza y su codicia de la vidorra que quería pegarse, y a la que sentía que tenía derecho, no hicieron sino aumentar. Balzac gastaba más de lo que ganaba (y llegó a ganar mucho, a pesar de que algunos impresores desaprensivos se hacían por medios inconfesables con los borradores de sus obras y los publicaban en Rusia antes que en Francia, de donde luego los importaban sin abonar a Balzac ni medio euro de madera en derechos de autor). Sus dispendios habituales no solo se iban en el buen comer y el buen beber, vicios de los que nunca se privó, sino también en tareas aparentemente triviales como la corrección de galeradas, en una época en la que el editor se negaba a pagar las correcciones de los errores introducidos durante una composición negligente por parte del impresor, y éstas corrían a expensas del autor. El obsesivo perfeccionismo de Balzac le costó una fortuna en pruebas de imprenta.
Dragwlya era este señor.
En el momento de su muerte, Balzac, uno de los escritores franceses más leídos de su época, sino el que más, estaba prácticamente arruinado. Qué duda cabe que su matrimonio con rica la condesa Hańska, cualesquiera que fuesen los sentimientos del pobre Honoré, habría supuesto la liquidación de todas sus deudas.
Pruebas de imprenta de Béatrix.
¿Qué buscaba Balzac en la condesa Hańska, además de estabilidad económica y prestigio de clase? Pues probablemente el amor que su madre siempre le negó. Anne-Charlotte-Laure Sallambier gozaba de una posición económica desahogada gracias a la herencia de unos padres merceros (en serio; se ve que lo de vender botones y pasamanería antes daba mucha pasta) y, probablemente, nunca llegó a amar a su marido, el trepa Bernard-François Balzac, huy, perdón, Balssa, con quien la casaron a los 18 años (el padre de Balzac tenía entonces cincuenta tacazos) y es muy dudoso que llegara a amar a su segundo hijo (el primero, Louis-Daniel, falleció con un mes de vida y las hermanas de Honoré, Laure y Laurence, y su hermano Henry-François nacieron después de él). No solo confió la crianza de Honoré y su hermana a una nodriza, y es importante el énfasis, LEJOS de la casa familiar (Honoré y Laure pasaron sus primeros cuatro años de vida apartados de sus padres), sino que a los diez años lo despachó a la escuela de gramática de Vendôme donde, sumando la humillación a la frialdad, Balzac debía soportar las burlas de sus compañeros a causa de la ridícula pensión que le hacía llegar su padre, decidido a que su hijo no se acostumbrase a vivir de las rentas familiares. Ése mismo espíritu guió años más tarde los actos de su madre, cuando Balzac anunció su propósito de abandonar los estudios de Leyes (estaba, a la sazón, trabajando de pasante de abogado mientras estudiaba Literatura en la Sorbona) y convertirse en escritor a tiempo completo: la dulce maman le dijo a su hijo algo díscolo «búscate la vida» y jamás le ayudó económicamente en ninguna de sus empresas.

No es descabellado atribuir a Balzac un complejo de Edipo superlativo. Su historial amoroso, devaneos con furcias aparte, es casi una guía Michelín de «buscando una sustituta para mamá». Es bien conocido su romance con Laure Junot, duquesa de Abrantes (¿empiezas a ver un patrón aquí, querido lector?), y escritora a su vez. La duquesa de Abrantes, a quien Balzac ayudó a redactar sus memorias y después ayudó a darle alegría a su cuerpo, Macarena, que tu cuerpo está pa' darle alegría y cosas buenas, tenía quince años más que Balzac y pagó todos sus gastos y todas sus deudas, como una madre haría por un hijo manirroto, hasta que el rollizo Honoré se encoñó de la Hańska (otra posible mamá lo bastante rica para malcriar al munífice escritor, si bien más joven que él) y llegó hasta a olvidar que conocía a una tal Laure Junot. Tanto la olvidó que la duquesa de Abrantes (convertida por Théophile Gautier, que la detestaba, en «duquesa de Abracadantès») acabó sus días arruinada, enferma y sola en un sórdido asilo de París.

Durante toda su accidentada relación a distancia (como ya he dicho, Honoré y Ewelina se vieron bien pocas veces antes de su matrimonio), la condesa se dedicó sistemáticamente a boicotear los esfuerzos de Balzac por obtener de ella un compromiso. Cuando Balzac llegó a San Petersburgo en 1843, la Hańska quedó chafada al ver lo gordo, pálido y feo que se había puesto aquel escritor al que había conocido más lozano y capitán en Suiza, diez años antes. Previamente había roto con él por carta cuando el tío de su ya difunto marido, impugnó el testamento de Wacław. Sus relaciones amorosas de mírame pero no te acerques con ese gordo y arruinado burguesito francés, escritor de folletines, podrían haber amenazado su posición en el litigio que siguió, y que finalmente ganó la condesa. Pero eso no supuso una normalización de sus relaciones.

A fin de sortear el veto del zar, decidido a impedir que la sangre de la nobleza rusa se devaluase con la de un advenedizo alonsanfán, la Hańska quería casarse en secreto. Para entonces, los problemas de salud de Honoré, causados por su estilo de vida de escritor tragón e hiperputero y agravados por su obsesiva actividad literaria (se pasaba las noches escribiendo y bebiendo café), ya iban a la par con sus problemas económicos (tenía pufos por más de 200 000 francos de la época) y la Hańska se negó a plantearse siquiera una vida en común con el escritor a menos que pagase todas sus deudas. Cuando Ewelina abortó el hijo que esperaba de Balzac (a estas alturas, algunos creemos tener motivos para pensar que tanto el embarazo como el aborto fueron fantasías de la condesa), se negó a recibirle en Dresde, donde se había instalado, argumentando que «la emoción de verle» en aquellas circunstancias «sería fatal» e hizo planes de regresar a Wierzchownia. Sin Balzac.

Después de mil epopeyas más (robo de cartas amorosas y chantaje incluidos), finalmente la condesa y el escritor anunciaron su compromiso; pero, poco o casi poco cambió: Balzac siguió endeudándose en París y la condesa Hańska siguió ganando tiempo en Wierzchownia. Y si finalmente se casaron en 1850, y en esto están de acuerdo todos los biógrafos de ambos, fue por pura lástima de la condesa hacia Honoré. La condesa
Hańska, en un acto de suprema compasión y generosidad, solo aceptó contraer matrimonio con aquel quebrado y gordo escritor que decía amarla desde hacía años, cuando su salud, según los mejores doctores del momento, se había deteriorado hasta tal punto que ya no podían quedarle muchos telediarios.
Y no le quedaban. El 18 de Agosto de 1850, Honoré de Balzac, ciego, enfermo del corazón, agotado, enajenado (llegó a decir, en su agonía, «¡ya solo Bianchon podría salvarme!»; Horace Bianchon, médico genial, pero ficticio, es uno de los personajes de La comedia humana), postrado en una cama, murió de gangrena; apenas cinco meses después de haberse casado con su condesa rusa, que, lo que es justo es justo, hay que reconocer que le cuidó esmeradamente en sus últimos días y llegó hasta a hacerle de secretaria, transcribiendo las cartas y papeles que Balzac le dictaba, pero, lo que es justo sigue siendo justo, le sobrevivió sin haber hecho un excesivo sacrificio material o social.
La condesa Hańska no fue a reunirse con su gordo arribista hasta 1882. Treinta y dos años después.

Y los prologuistas de mi edición de La comédie humaine, que me vendieron esa ficción de las relaciones entre Balzac y la
Hańska como la historia definitiva del Triunfo del Amor A Pesar De Todo™, deberían saber todo esto.

Sin embargo, decidieron venderme esta historia entre un arribista de provincias con injustificadas ínfulas patricias y decidido a pegar el braguetazo del siglo (y encontrar a una mamá que le pague los vicios) y una aristócrata adúltera y disoluta como el summun del Triunfo del Amor A Pesar De Todo™.

Cabrones.

martes, 26 de noviembre de 2019

Malamente

Dicen de un escritor, de cuyo nombre no consigo acordarme, que cada vez que sacaba libro nuevo hacía una campaña de buzoneo entre sus muchísimos conocidos y amigos y les enviaba una carta clónica en la que, más o menos, se expresaba así:
«Perdona que en mi nuevo libro hable de ti, y espero que aceptes mi palabra de que he intentado hacerlo con afecto y respeto. Confío en que esto no te resulte ofensivo y podamos mantener nuestra amistad».
Y los destinatarios de esas cartas, imbéciles como ellos solos, corrían a la librería más cercana a encargar o comprar el nuevo libro del ladino escritor, para a continuación leerlo con voracidad y dirigirle la siguiente reclamación:
«¡Pero si el libro no dice ni una palabra de mí! ¿De qué cojones me estabas hablando en tu carta?».
A lo que el maquiavélico escritor podría haber replicado:
«No, el libro no dice nada de ti, pedazo de tarado, pero gracias doscientos gilipuertas como tú he hecho crecer la demanda, generado carestía artificial y convencido a los libreros que tenían entre manos un buen negocio, y han pedido más ejemplares. Que parece mentira que sigáis picando el anzuelo con cada nuevo libro mío. Gilipollas».
Muerto matao.
Y es que ya hace tiempo que alguien dijo, no sé quién y en realidad tampoco importa, «que hablen de mí aunque sea bien». Varias personas le han atribuído esta frase a otras celebridades o se la han atribuído a sí mismos. La idea es tan vieja como la humanidad: para un artista, no hay, en principio, mala publicidad. La hipócrita y falsariamente pudorosa Inglaterra victoriana le dio la espalda a Oscar Wilde cuando el Tribunal de la Reina sentenció que le gustaba más un culo que a un tonto un lápiz, los libreros dejaron de vender sus libros, los editores de publicarlos, los impresores de estamparlos, los teatros cancelaron sus obras y Oscar Wilde, bajo el pseudónimo de Sebastian Melmoth, se murió por encima de sus posibilidades, enfermo, alcoholizado, solo y arruinado, en una mugrienta pensión parisina.

Y, poco después de morir, su obra y su figura fueron reivindicadas. Y hasta el día de hoy sus obras no han dejado de representarse, sus libros de reimprimirse, su persona de ser objeto de películas, biografías, cómics, leyendas, volúmenes de aforismos (la mayoría de los cuales probablemente jamás fueron dichos, escritos o siquiera pensados por Wilde), tratados históricos y literarios donde se le presenta como la apoteosis del autor maldito, del spleen romántico y ocasionalmente, en aparente disculpa de su estupidez (recordemos que denunció por libelo al padre de su mancebo, que le había acusado con motivos de ser gay, y lo llevó a los tribunales, donde quedó acreditado que Oscar Wilde perdía aceite en abierto atentado a la legislación británica), epígono de la autodestrucción. Y a poca gente... corrijo, a poca gente VERDADERAMENTE INTELIGENTE le importa lo más mínimo que Wilde fuese maricón perdido y, según la ley de su tiempo, un delincuente. Los que leemos a Wilde no lo hacemos a pesar de sus defectos de carácter, de su obvia imbecilidad, al menos en lo que a la denuncia del marqués de Queensberry se refiere; no hemos expurgado nuestras bibliotecas de sus textos porque fuese cliente habitual de chaperos y muerdealmohadas, no organizamos vigilias a la luz de las antorchas frente a las librerías que aún venden los libros de ese maligno corruptor de indefensos jovencitos ociosos tan amariposados como él, ni exigimos que nos entreguen sus volúmenes para hacerlos pasar por el fuego purificador.

Oscar Wilde pudo ser un imbécil, pero su obra es de una sensibilidad incomparable y sus escritos sangran talento y buen oficio. A Oscar Wilde, la persona, se le pueden hacer toda clase de reproches. A Oscar Wilde el escritor, muchos menos. A la obra de Oscar Wilde, ninguno, y el hecho de que Wilde sea un «maldito», una víctima de su propia imprudencia y un mártir solo hace más atractivos sus libros. Más lectores se han acercado a la figura y la obra de Wilde atraídos por su mala reputación y por la simpatía que despiertan en todos nosotros los perdedores (Vae victis!, decían los antiguos) que por la innegable calidad y laureles de sus letras, y han descubierto dos cosas: que la conducta de Wilde pudiera ser objeto de reproches, al menos en la sociedad de su época y bajo cierta mentalidad, todavía vigente, esgrimida por personas obsesionadas con el sexo (sobre todo con el que practican los demás), y que la obra de Wilde no necesita defensa alguna, no debería haber sufrido represalias, fuesen cuales fuesen los actos de su autor, y tampoco corre el peligro de infectarnos con ninguna retorcida escala de valores susceptible de destruir la cristiandad.


Y es por eso que alguien dijo: «que hablen de mí aunque sea bien». La mala prensa nunca ha impedido que se vendieran las obras de un artista, antes bien, las ha convertido en ese oscuro objeto del deseo (y no me estoy refiriendo a Rihanna) e inspirado la curiosidad de más lectores a los que habría alcanzado una campaña de promoción «normal».
En párafo corto: leyendo a Wilde no te vuelves maricón. El único riesgo al que te expones leyendo a Wilde es que los libros malos, malos de solemnidad, empiecen a saberte a mierda. No te vuelves nazi por leer Mein Kampf. Te podrías hasta echar unas risas con los desvaríos y las flagrantes mentiras de su autor, si no fuese un puto genocida y su asqueroso libelo la Biblia que dio soporte ideológico a la guerra más terrible de la historia de Europa. No te vas a volver comunista por leer Das Kapital (si eres capaz de leerlo, que el propio Marx le confesó a su editor que él mismo apenas lo entendía) ni vas a salir a luchar contra molinos de viento entre dos capítulos de El Quijote. Y, sin embargo, lo que debería ser evidente para cualquier bípedo sin plumas con al menos dos neuronas funcionales y media, se ha convertido en un arcano al alcance de unos pocos y una abstracción cuya existencia ninguna editorial que se precie está dispuesta a admitir.

Señoras y señores, bienvenidos a la enésima iteración de la corrección política y del noble arte de agarrarse la minga con papel de fumar.

Bienvenidos a los contratos de edición con clásula moral.

No es coña. Condé Nast, Simon & Schuster, HarperCollins y Penguin Random House entre otros están incorporando estas cláusulas a los contratos de sus escritores para poder deshacerse de ellos si se portan malamente y se convierten en trending-topic por los motivos equivocados.

Así, sin vaselina.

Y mira que las cosas ya pintan marrones para la cultura sin necesidad de que los grandes medios editoriales fiscalicen la conducta de los creadores. Coge el catálogo universal de obras maestras de la literatura y haz un esfuerzo de imaginación: imagínate que Nabokov (que odiaba El Quijote con todo su eslavo corazoncito y, de hecho, quemó un ejemplar durante una de sus clases) siguiese vivo y le diese por publicar hoy Lolita, un libro en el que un maduro comemierda se encoña de una nínfula adolescente. Su libro duraría en las librerías cinco minutos y Nabokov acabaría en los tribunales por apología de la pederastia. Imagínate que Shakespeare publicase hoy, si encontrara un editor dispuesto a asumir el riesgo, Romeo y Julieta: esa obra de teatro con incitación al suicidio. ¿El Quijote de Cervantes, al que hemos citado en este mismo párrafo?; ofensiva sátira de los enfermos mentales y apología de la aristocracia en la sumisa relación entre Quijote y Sancho. ¿Miguel Strogoff, de Verne?; machismo rampante al ser el protagonista «correo del zar» y no «correa de la zarina» o, mejor, «corree de le zare», y odio a las minorías también en la representación de la gitana Sangarra, perra intrigante, sádica y lujuriosa.

¿Sabes una cosa, querido lector?, Céline escribió un libro entero explicando por qué pensaba que a los judíos apenas se les puede considerar humanos y por qué se merecen todo lo malo que les hacen. Yo no lo he leído (además, a los autores galos siempre me ha aproximado a través de traducciones, que mi francés es de indio de película de John Wayne), procuro limitar la cantidad de mierda que entra en mi sistema, ni puedo estar más en desacuerdo con su tesis, pero los mismos que arrementen con motivo contra el antisemitismo visceral y ponzoñoso de Céline no pueden dejar de admitir que es uno de los mejores poetas franceses de la historia. Aunque lo sea muy malamente.

Imagínate que siguiese vivo e intentase publicar alguno de sus poemarios.

¿Tienen cláusulas morales los contratos de Michel Houellebecq, uno de los bocachanclas más famosos de las letras francesas, renombrado por su habilidad para meterse en unos jardines del copón de Bullas cada vez que abre la boquita? Parece ser que no, porque sigue publicando.

¿Tienen cláusulas morales los contratos de Pérez Reverte, que entra al trapo a ciegas cada vez que se lo agitan delante de los ojos?

Las cláusulas morales no son sino minas y contraminas contractuales destinadas a hacer todavía más aguda la superioridad de la editorial y más precaria la situación de la parte más débil, el escritor, que no tiene el respaldo de bufetes de abogados muchimillonarios, una jugosa cotización en bolsa y contactos de alto nivel entre los mandarines del gobierno. «Ahora vas a tener mucho cuidado con esa boquita y con los agujeros donde metes la verga, o te secuestro y guillotino el libro y encima me devuelves el adelanto». Pero ¿qué es «moral» e «inmoral» y por qué debería permitírsele a la editorial establecerlo a su criterio?

Imagínate que al escritor le da por dejar las drogas. Así, malamente. Oh Dios mío, esto no era lo pactado. Firmamos un contrato con un conocido politoxicómano al que tal vez le quedasen dos chutas antes de irse a «empujar margaritas» (barbarismo intencionado por el "pushing daisies" anglosajón), ¿y ahora el muy hijo de puta se mete al Proyecto Hombre? ¡Menos mal que tenemos la cláusula moral de su contrato para follárnoslo por la oreja!

Imagínate que al escritor le da por convocar una rueda de prensa para confesar que, en realidad, nunca ha sido homosexual, que solo lo fingía malamente porque le prometieron que así encontraría editor más rápido y, encima, se convertiría en icono de la todopoderosa comunidad gay.

O que los tribunales malamente sentencian que el escritor nunca reventó a pollazos a su sobrina de doce años.

O que el escritor, ¿por qué no?, se apunta a uno de esos cursos (juro por Dios que esto existe) en los que malamente enseñan a las chicas blancas a hacer lo que las chicas negras ya nacen haciendo.

Cuenta, cuenta: ni una negra.
(Quiero decir, esto es una flagrante apropiación cultural, ¿no? Y racismo al mismo nivel que Justin Trudeau embetunándose malamente la cara para hacer un Al Jolson. Tan racista como yo afirmando que perrear es un rasgo conductual que algunas, en virtud del color de su piel, tienen instalado de serie en el sistema operativo. La cancelación del contrato estaría más que justificada).
Ahora bien, ¿exactamente qué derecho tiene la editorial a establecer contractualmente cuál ha de ser el comportamiento del escritor con el que suscribe un acuerdo de edición?

Porque la moral es algo muy personal y sujeto a interpretaciones. A los que acaban de condenar en Andalucía por usar malamente el dinero público seguro que les pareció completamente justificado, de moralidad impecable e incluso justo y necesario ese dispendio, aunque el resto de España y el estamento judicial que se pronunció sobre su caso pudieran pensar que dicha práctica los convertía en unos putos caciques.
 

La Inglaterra Victoriana probablemente se llama así porque la personalidad de la reina Victoria I la permeaba todo. Fue la época de efervescencia de un rancio puritanismo que, encima, ni siquiera era la moral británica: era la moral de esa enana gorda y reprimida de Victoria, que veía pichas y chochos por todas partes y mandaba cubrir las patas de las mesas de palacio por si alguien les sacaba parecidos con  piernas femeninas, o vergajos masculinos, y se corría malamente, mientras que, solo en Londres, estaban censadas unas dos mil putas. Quienes adoptaban esa moral lo hacían bien por convencimiento personal bien por seguidismo. La Inglaterra Victoriana probablemente se llama así porque Victoria I logró convencer a todo el reino de que eran unos puercos y de la solución al respecto era ser tan amargada y mal follada como ella.
Esta escena habría matado a la pobre Vicky.
Pero la moral de Victoria no era la de todos. Ni la suya y de sus correligionarios es la nuestra de hoy en día. Por eso, porque las costumbres cambian con los tiempos y es imposible establecer absolutos acerca de qué se considera moral y qué no, las cláusulas morales de los contratos editoriales no tienen razón de ser alguna.
Sin embargo, cuando vas a la letra menuda de esas clásulas descubres que, a fin y al cabo, la moral no tiene nada que ver en su implementación. Solo se incluyen en el contrato para que el editor tenga la posibilidad de dar por extinta la relación contractual con el escritor: «en el momento en que salga a la luz una conducta del autor, pasada o futura, que no concuerde con la reputación del autor en el momento en que se firma el contrato y que conlleve una condena pública generalizada y sostenida del autor que disminuya sustancialmente el potencial de ventas de la obra».
«En el momento en que salga a la luz una conducta del autor [...] que conlleve una condena pública generalizada y sostenida».
¿Qué es una «condena pública»? ¿Dónde debe manifestarse dicha condena para que sea «pública»? ¿En el ágora de la polis, en el casino, en un concierto de Rosalía, en el congreso de los diputados, en la cuenta de Twitter de Heather Vahn? ¿Cuánta gente y qué porcentaje del público debe sumarse a esa condena para que se pueda considerar «generalizada»? ¿Un millar de personas, un millón, diez millones, un seis por ciento del censo de votantes, la mitad de los socios del Club de Amigos del Autoamor con Melones Maduros Recalentados en el Microondas? ¿Cuánto ha de durar la condena para que sea «sostenida»? ¿Seis minutos, cuatro meses, veinte pajas, ciento sesenta y cuatro mil doscientos nueve likes?
(Si la editorial descubre que el autor, conocido contertulio de derechas, ha decidido votar malamente a Podemos, ¿sería suficiente para activar la cláusula moral? Ese comportamiento no concordaría «con la reputación del autor en el momento en que se firma el contrato»).
A la vista de lo que uno se puede encontar en el mundillo editorial, las cláusulas morales casi parecen justificadas: Sherman Alexie, ganador de un National Book Award y un premio Faulkner, fue denunciado por acoso sexual por varias mujeres. Quemaron sus libros en la plaza del pueblo. Milo Yiannopoulus (un señor que, y no profundicemos, ideológicamente da mucho miedo), perdió a su editor por bocazas (¡y qué boquita! ¡Joder!). James Dashner, el escritor de El corredor del laberinto, perdió a sus editores británicos y a su agente después de que aflorasen varias denuncias anónimas de acoso sexual a menores. A Jay Asher, el de Trece Razones (sí, ése de la chica que se suicida y que Netflix convirtió en una serie) le pasó tres cuartos de lo mismo, aunque él defiende su inocencia. Y lo hace en tales términos que apuntan directamente al problema de las cláusulas morales:
“It’s very scary when you know people are just not going to believe you once you open your mouth. [...] I feel very conflicted about it just because of what’s going on in the culture and who’s supposed to be believed and who’s not.”
Ah. Ahí está la gracia.

La cláusula moral es una condena por anticipado. La cláusula moral de tu contrato básicamente da carta de autoridad a los infundios de cualquier soplapollas con teléfono móvil, demasiado tiempo libre y veneno supernumerario. A través de ella, el editor te previene, con antelación, que en caso de que surja una polémica, él ya ha decidido a cual de las dos partes en conflicto va a conceder el beneficio de la duda.

(Espóiler: no es a ti).
La cláusula moral te condena antes incluso de que te acusen.
Cláusula moral y clausilla.
Pero ¿por qué detenerse ahí? Modifiquemos el texto de la clásula moral para que sea posible fulminar al escritor en caso de que haga cualquier cosa que no nos guste, o que no le guste al editor, o al consejo de administración de la editorial.

¿Empieza a fumar? Cláusula moral.

¿Va al estreno de una peli de Isabel Coixet? Cláusula moral.

¿Se lía con una concursante de Gran Hermano? Cláusula moral.

¿Se cambia el corte de pelo? Cláusula moral.

¿Deja de comprar los condones en la farmacia de su barrio y empieza a comprarlos en Todoforros.com? Cláusula moral.

¿Expresa su opinión acerca del nuevo vestido de la Reina de España? Cláusula moral.

¿Mira libidinosamente al perro de nuestro vecino? Cláusula moral.

Las cláusulas morales, tal y como están redactadas, son una herramienta del editor que deja al escritor indefenso ante los haters de twitter y los bots de Facebook. Porque dichas cláusulas no exigen que la conducta objeto de censura sea probada en modo alguno. No castigan el comportamiento, castigan LA REPUTACIÓN. Y cuando de escritores hablamos (que «escritor» sigue siendo sinónimo de putero, borracho, sodomita y rojo), la reputación es una sustancia muy volátil susceptible de desintegración al experimentar el más pequeño cambio en su estado. Basta que un soplapollas pajillero en el sótano de sus padres la tome malamente con el escritor Fulano de Tal, lance una campaña de odio contra él basada en mentiras descaradas, declaraciones sesgadas o deliberadamente malinterpretadas o evidencias cuestionables, para que la editorial pueda sentirse legitimada a activar la cláusula moral.

La ambigüedad en un contrato perjudica a la parte más débil, y hoy en día cualquier mierdoso desde su teléfono móvil puede organizar una campaña de boicot de la reputación on-line de una figura pública. No hace falta probar nada. No hay ni siquiera que esforzarse. Te metes en un hilo de Forocoches y en seguida encuentras voluntarios dispuestos a armarla por mero tedio. Y el común de los mortales no tiene el tiempo, la motivación ni la energía para rastrear ese torrente de veneno hasta sus orígenes y descubrir que no tiene fundamento alguno. Oirán campanas y esto es todo lo que llegarán a saber acerca del tema: que hay algo sucio, vergonzoso o quizá delictivo en tal o cual escritor, y que tal vez debería dejar de leer o comprar sus libros, no sea que le asocien malamente con ese turbio sea-lo-que-sea.

En Japón y Corea, a los componentes de esos grupos musicales de putillas desnutridas y andróginos efebos, sus discográficas les aplican unas cláusulas morales DRACONIANAS. Literalmente a este alpiste para pedófilos se les prohíbe TODO: beber, fumar (no hablemos ya de follar y endrogarse), tener novio/novia/electrodoméstico de recreo genital, casarse o hacer cualquier otra cosa que su discográfica considere escandalosa. ¿Votar a un partido de izquierdas? ¿Comer gasas trans y pasta con gluten? ¿Hurgarse la nariz? ¿Ver La Sexta Noticias? Y luego van y se suicidan y la gente se horroriza y llora mucho por los pobrecitos.

Como el gangnam-style pero poniéndotela gorda.
Y tú dirás, querido lector, «menuda chorrada, ¿no?»

Una de estas chicas, estimado lector, obligada a ello por su agente, tuvo que dar una conferencia de prensa, pedir sentidas disculpas y deshacerse en lágrimas porque le habían hecho una foto.

Te las alinean así para que no las abarques a todas con una sola verga.
(La primera vez que ves un videoclip de K-Pop es como la primera vez que te comes unos peta-zetas: no puedes evitar gritar «¡por los lusitanos pitones de santa Sara Sampaio Dominátrix, ¿qué cojones de Cristo es esta puta mierda y dónde coño puedo conseguir más?!»)
¿Que qué se veía en esa puta foto, por el amor de Dios? Bueno, hombre, yo sabía que los coreanos eran diferentes y era mucho suponer que compartiesen mi criterio de qué es o no es moral, qué es o no es decente, qué es y qué no es comestible; pero confieso que me había imaginado auténticas barbaridades: a esa pobre chica esnifando fetos abortados de monja oblata en el piloso sobaco de un camionero filipino transexual, introduciéndose sapos gigantes vivos en su prístina vagina de muñequita manga, lamiéndole las amígdalas a una compañera de formación con un succionador beso lésbico sáfico tribadístico desvirgador... yo qué sé... al menos enseñando en la camiseta las guindas de sus flanes orientales por culpa de un susto o una inoportuna corriente de aire frío.

No.

En la foto salía sonriendo.
La foto que estuvo a punto de destruir Corea.
Y enseñaba las encías; que no sé yo, a juzgar por la indignación del representante de esta chica y de lo que puedo intuir acerca de su particular código moral, qué clase de órgano erógeno corruptor de la humanidad serán en Corea (¿acaso les recuerdan... ay, Dios, yo qué se, a chuminos con dientes?), pero aquí en España no se conoce ningún caso de alguien que haya orgasmado o se haya quedado preñado del Anticristo por ver unas.

Pero ¿sabes, mi querido lector, cuál es, en última instancia, el motivo principal por el cual estoy en contra de las cláusulas morales?

Porque Ursula K. Le Guin las detestaba y se agarró un cabreo de mil pares de gónadas cuando descubrió que su contrato de edición con HarperCollins las incluía (la negrita es mía) y replicó con una carta mordaz, como solo ella o Harlan Ellison eran capaces de redactar, a sus editores:
"Dear Mr Rupert Murdoch,

Forgive me, for I have sinned.

Because I did not read my contract with your wonderful publishing house HarperCollins carefully, I did not realise my moral obligations.

There is nothing for it now but to confess everything.
[...] I committed bad behavior and said bad words in public that brought me into serious contempt in my home town of Blitzen, Oregon. In fact the people there found me so seriously contemptible that I am now living in Maine under the name of Trespassers W. [...]. I have really suffered for my art. I hope maybe you will forgive me and not terminate me and make me pay back the money [...]. I am sure you will understand better than anybody else could that the only actual crime I have committed was writing my book. And I believe you will see that it was expiated by your giving me the contract for it and publishing it and making a lot of money out of it. [...] And here in Maine I am paying strict regard to public conventions and morals just like you do. I would not go to a Democrat Convention if they paid me and crime is the farthest thing from my mind. I would feel so terrible if I damaged the reputation or sales of my Work, or your reputation. You are my Role Model.

Please believe me your loyal and obedient author,

Trespassers W.

18 January 2011"
Y si la única y genuina Madre de Dragones estaba en contra de las cláusulas morales, no pueden ser nada bueno.
Y no tengo nada más que decir sobre este tema. 

Malamente.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Aunque parezca mentira, me pongo colorada cuando me miras

"I don't see them. I tried, you know? But that's not cinema. Honestly, the closest I can think of them, as well made as they are, with actors doing the best they can under the circumstances, is theme parks. It isn't the cinema of human beings trying to convey emotional, psychological experiences to another human being."
¿Y si Scorsese tuviera razón?

¿Te lo has planteado, oh probo lector de esta bitácora sin visitantes?

Quiero decir, si alguien como Martin Scorsese, que ha rodado Taxi Driver, Uno de los nuestros, Malas Calles, Casino y otros 60 títulos más, dice que las películas de superhéroes no son realmente cine, ¿no deberíamos al menos concederle el beneficio de la duda y considerar la posibilidad de que sepa de lo que está hablando?

Y si uno de los gordos más entrañables de la historia del cine, el señor que rodó El padrino, Apocalypse Now (y casi mata a Martin Sheen en el proceso), Cotton Club, Drácula de Bram Stoker y figura en otros 32 créditos como director, coincide plenamente con él, e incluso dice que su amigo Scorsese se ha quedado corto, tal vez deberíamos darle una pensada al tema.

"The value of a film that's like a theme park film, for example, the Marvel type pictures where the theaters become amusement parks, that's a different experience. As I was saying earlier, it's not cinema, it's something else. Whether you go for that or not, it is something else and we shouldn't be invaded by it. And so that's a big issue, and we need the theater owners to step up for that to allow theaters to show films that are narrative films."
La tesis de Scorsese es que el cine, dando por sentado que el director haya dominado la gramática de su Arte (que en los tiempos que corren es mucho suponer), debe ofrecer al espectador lo inesperado. Si puedes anticipar cada puñetero giro de la trama, si ya sabes, desde el minuto uno de metraje, que los buenos van a ganar, pase lo que pase, entonces no es cine.

Humildemente, creo que Scorsese se equivoca: el cine de Superhéroes sí es cine.

Pero malo. Generalmente malo.

E incluso MUY malo.

Cuando vemos una película de súpers ya sabemos que ninguno de los Vengadores va a morir antes de los créditos finales. Ya sabemos que Spiderman debe sobrevivir siempre para que los ejectivos de Sony estiren la franquicia todo lo posible. Ya sabemos que una de las razones por las cuales corrieron a hostias a Zack Snyder de Justice League era porque, al final de la peli, Batman moría. La previsibilidad de los argumentos no le quita a las películas de superhéroes la consideración de cine más de lo que lo hacen prácticamente todos los westerns, la mayoría de los thrillers policíacos y casi el cien por cien de las pelis de terror, por citar otros tres géneros que se ajustan a un formulario.

Lo que hace es convertirlas en malas películas.

Orson Welles, recordé en otra entrada de la bitácora, ya no iba al cine porque no podía ver una película sin visualizar las vías del travelling. Yo no disfruto ni siquiera del diez por ciento de los largometrajes y series de televisión que veo porque el director raras veces es capaz de ganarse mi respeto, el guionista acostumbra a fracasar en atraparme o sorprenderme con la trama y casi todos los actores no son más que caras bonitas o cuerpos mollares que es que ni se molestan en intentar que me importe un cojón lo que les suceda a sus personajes.
«¡Mira! ¡Tetas!».
Pero eso no significa que esas películas no sean cine.

Son cine.

Pero del malo.

Y aquí es donde Coppola acierta de lleno:

“I don’t know that anyone gets anything out of seeing the same movie over and over again. Martin was kind when he said it’s not cinema. He didn’t say it’s despicable, which I just say it is.”
Marvel/Disney estableció con Iron Man el formulario de cómo querían hacer una película de superhéroes y se han sujetado a él. Una y otra vez. Una y otra vez. Incluso cuando no tocaba. Incluso cuando podría ser contraproducente.
Contraproducción que debería haber sido evidente desde el principio.
Iron Man es indistinguible de Iron Man 2.

Iron Man 2 es un pésimo clon de Iron Man 3.

Iron Man 3 repite el mismo esquema argumental que Capitán America: el primer vengador.

Capitán América
apenas se diferencia de Thor.

Thor es un calco de Capitana Marvel.

En cada nueva producción del MCU, vemos repetida la misma estructura, los mismos estereotipos de personajes, el mismo argumento, los mismos gags cómicos, los mismos giros de guión, la MISMA MIERDA.


Esa fidelidad al formulario, esa comodidad en la fórmula, esa cobardía creativa ha determinado que una película que debería ser oscura, siniestra, deprimente, apocalíptica, como Thor: Ragnarok, acabase siendo una comedia con la que nos partimos el hueso del ano.

Nos partimos el ojal de risa con una película, y ya me estoy citando otra vez a mí mismo (señal preocupante que debería hacerme reconsiderar el seguir con la bitácora), «con una película en la que Thor pierde a su padre, su reino, sus poderes, su martillo, su dignidad y Hela asesina a sus mejores amigos e impone un régimen de terror en Asgard. Me descojoné con una peli que empieza con una masacre y acaba en el armageddón nórdico».


Como no podía ser de otra manera, los freaks se le han echado a la yugular a estos dos señores. Hasta el freak profesional, Kevin Smith, se ha sentido obligado a desautorizar a ambos maestros:

"My feeling is, Martin Scorsese never sat in a movie theater with his dad and watched the movies of Steven Spielberg in the early ’80s or George Lucas in the late ’70s."

(Y, Damon Lindelof, que siendo como es el co-creador de Lost debería callarse la boquita más a menudo, tampoco ha dejado pasar la oportunidad de conseguir un poco de notoriedad gratuita, que tal vez podría aprovechar para atraer la atención sobre su serie de Watchmen que, sin haberla visto, muchos seguimos creyendo que es una mala idea).
Pero, en su alegato, Kevin Smith no parece ser consciente de que le sale el gorrino mal capado, porque precisamente los puretas del Séptimo Arte señalan a Spielberg y Lucas como los principales responsables de la destrucción del cine en cuanto que medio artístico, de la corrupción del lenguaje cinematográfico en favor del espectáculo descerebrado y la entronización de los golpes de efecto facilongos por encima de la narrativa coherente. Con todo lo que el primer Spielberg podría enseñarles a los jóvenes directores de cine acerca del lenguaje, ritmo y estética cinematográficos, ni siquiera el mejor Spielberg es digno de lamerle la mierda del perineo a Fritz Lang, Cecil B DeMille o Alfred Hitchcock.

Digámoslo alto y claro por si alguien no lo ha entendido: ni todas las películas del MCU juntas suman el valor artístico, expresivo, técnico, emotivo y cinematográfico de un solo fotograma de una película de Scorsese o Coppola. Incluso de las peores (a mí Shutter Island me pareció un cagarro, impecablemente rodado pero cagarro a fin y al cabo, y Jack  es que ni siquiera fui capaz de reconocerla como una película de Coppola).

Pero podría coger ese mismo argumento, ponerme estupendo (quiero decir estupendamente gilipuertas) y decir que toda la filmografía de Scorsese y Coppola juntos no merece ni lamer la sangre menstrual de la escena de la escalera de Odesa de El acorazado Potemkin. Porque eso es lo que pasa cuando te subes a tu caja de jabón y empiezas a pontificar desde una autoridad a la que, por muy duro que hayas trabajado para ganártela, nunca le faltará un dinamitero dispuesto a mandarla a Lima. De hecho, Scorsese es tan consciente de haber sacado los pies del tiesto, de que todas las generalizaciones son peligrosas (me va a convencer a mi Scorsese de que ha intentado verse TODAS las pelis de superhéroes de la última década, ¡ja!), que ha tenido que salir a matizar sus propias palabras y decir que Joker, por ejemplo, que, ejem, estuvo a punto de dirigir y, ejem, jum, jem, ha salido de una de sus productoras, sí es cine.

Scorsese no dice que no se deberían hacer películas de superhéroes, dice que su lugar no es el cine, porque una sala de cine está para que se proyecten otras cosas; la enésima vuelta de tuerca de Scorsese a la película sobre gánsters, por ejemplo. Scorsese dice que las pelis de superhéroes son entretenimiento visual, pero que debería ser un placer culpable que te descargas de Netflix o de donde sea y te ves en tu casa, mientras que las salas de cine quedarían reservadas para las películas de verdad que hacen los cineastas de verdad.

Lo cual no es sino apestoso clasismo. Y encima parece un pelín ataque de cuernos; «¡es que se me comen las mejores salas ahora que voy a estrenar The Irishman! ¡Es que me dejan sin presupuesto para rodar mi Goodfellas 2ª parte!». Scorsese parece más que nunca el Scorsese muy quemado que estrenó hace unos años Silencio, su película más personal y toda una lección de cine que se comió un hostión en taquilla porque, digámoslo así: es un coñazo de casi tres horas de duración, con un presupuesto de más de cuarenta millones de dólares, que no llegó ni a 24 kilos de recaudación porque es lenta y aburrida de cojones, y hay que tener los huevos muy pelados en la butaca, estar muy enamorado del cine de Scorsese o ser un talifán de todo lo japonés para poder verla entera sin dormirte. Yo casi lo conseguí.

Pero Scorsese apunta otro argumento al que no puedo menos que adherirme: hace tiempo que las obscenas recaudaciones del cine palomitero, de los blockbusters megamillonarios, del «cortipego el guión de Iron Man, invierto doscientos kilos en un cagarro de tarados con mallas de colorines y gano mil millones», están pervirtiendo la industria misma del cine.

"[...]we now have two separate fields: There’s worldwide audiovisual entertainment, and there’s cinema. They still overlap from time to time, but that’s becoming increasingly rare. And I fear that the financial dominance of one is being used to marginalize and even belittle the existence of the other."
Y eso, me temo, tiene mala solución. Mientras los estudios de cine sigan tomando las decisiones creativas en base a las expectativas de reparto de dividendos entre los accionistas, mientras el objetivo no sea crear arte, sino minimizar el riesgo de la inversión, el cine de autor sufrirá. Por esa regla de tres, It, que tendría que haber sido la cinta más terrorífica del año 2017, más terrorífica que El Fary en bañador, se convirtió en otra película de sustos (para miedo el que pasé el año siguiente viendo Utøya 22. juli, en la que ni siquiera salen payasos chupacabras asesinos); Justice League y Suicide Squad fueron desmembradas y remezcladas para ajustarse al guión de lo que los ejecutivos de Warner entendían que los ejecutivos de Marvel Studios habían establecido que debe ser una película de superhéroes, con resultados ya conocidos; tenemos nueva película de La maldición y Star Wars: los últimos jedi fue una puta mierda solo ligeramente menos peor que Star Wars: el despertar de la fuerza.
Hasta películas comparativamente menores, como Tolkien, recientemente estrenada, (que tiene mérito haber rodado una película sobre la vida del autor de El hobbit, que nunca pasó de ser un ratón de biblioteca), se revelan, durante su visionado, no un genuino ejercicio de Arte cinematográfico sino otro vergonzoso intento de sacarle los cuartos a las mesnadas de descerebrados frikis que se zurraban a pajas en el patio de butacas durante los pases de El señor de los anillos, metiendo, a patadas, toda suerte de alusiones visuales a las películas de Peter Jackson, basadas en libros que el Tolkien de la película acaba el metraje sin haber llegado a escribir.

Tolkien, la película, no es mas que un larguísimo y aburrido tráiler de veinte millones de dólares, financiado para relanzar las ventas en Blu-Ray de El señor de los anillos y El hobbit de Peter Jackson, o crear expectación hacia esa nueva serie ambientada en la Tierra Media que Amazon estrenará cualquier día de estos. Y le encargaron la campaña publicitaria al director de Tom of Finland (que, como casi todos los directores de cine, quiere poner una pica en Hollywood y tener la posibilidad de trabajar con los pastizales con los que se trabaja allí), una cinta que tampoco es que sea una de Jason Bourne, pero que tiene más intriga y tensión en el protagonista cruzando la frontera con su contrabando de dibujos de bigardos enfundados en cuero, o en cualquiera de sus redadas caza-mariquitas, que Tolkien en todo su metraje (y el discurso integrador y tolerante del protagonista en la macro-rave culera del final ya es para soltar una lagrimita). Las secuencias de este biopic de Tolkien en las trincheras del Somme son particularmente anticlimáticas, alucinaciones eruditas por la fiebre incluidas.

Que ya tiene mérito haber cogido la relativamente tediosa biografía de J.R.R. Tolkien (salvo las penurias económicas de su infancia y su paso por la Primera Guerra Mundial, de la cual volvió psicológicamente tocado, el bueno de John Ronald no deja de ser un académico obsesionado con las lenguas germánicas y las viejas leyendas nórdicas que llevó una vida tirando a regulera, y eso siendo muy generosos) y convertirla en un puto muermo. Con recreación casi explícita del viaje de Frodo y Bilbo a Mordor, eso sí, y otras escenas delirio-oníricas con Espectros del anillo y el propio Sauron de las que sacamos la conclusión de que o bien Tolkien le daba al LSD o el guionista de la película tiene muy poca vergüenza.
Así de descarado.
No veo cómo Tolkien podría haber sido una buena película (y no lo que es: un caro, torpe y evidente artificio publicitario destinado a engordar el patrimonio de sus herederos), porque es que se parece demasiado a cintas preexistentes y, además, sabiendo que el protagonista murió de viejo, famoso en todo el mundo y con relativa holgura económica, desaparece incluso la posibilidad de angustiarnos por el destino incierto del personaje en su lucha para salir de la pobreza o sobrevivir a los campos de batalla de la Gran Guerra, que, repito, en ningún momento nos transmiten sensación de peligro. Hasta la historia de amor entre John Tolkien (Nicholas Hoult) y Edith (la bellísima y solvente Lilly Collins) es un topicazo de principio a fin y el pretendidamente hermoso relato de amistad de los miembros del Tea Club and Barrovian Society (Robert Quilter Gilson, Geoffrey Bache Smith, Christopher Wiseman y el propio Tolkien), que es el puñetero eje argumental de la película, respeta todas las convenciones del género y bascula entre El club de los poetas muertos y The History Boys, con algunos toques de Cuenta conmigo, sin acabar de conmovernos o encontrar una entidad propia. Cuando Tolkien y Wiseman son los únicos que regresan vivos de la Primera Guerra Mundial, nos damos cuenta, dolorosamente, de que como espectadores nos importa exactamente una higa.
Al final todo se reduce a lo mismo: hacer Arte es difícil de cojones. Hacer una película no es lo mismo que hacer un éxito de taquilla. El productor quiere dinero y no un capítulo en los libros de historia del cine. La osadía, la experimentación, se penalizan mientras que la comodidad, la conformidad, se recompensan. En ese sentido es encomiable el esfuerzo de autores como Christopher Nolan por ofrecernos, a través del sonido envolvente multicanal, de la fotografía en IMax de 70 milímetros, etcétera, una experiencia que solo se pueda disfrutar en toda su magnitud en una sala de cine (que lo consiga o no ya es puta de otro lupanar). Pero autores como él, que se sale, un poquitín, de los raíles, son la excepción. La originalidad es un talento escaso y el talento es un don aún más escaso todavía y las opiniones son como los culos: todos tenemos una y todas apestan.

¿O no?

Ya lo he dicho más de una vez: me he visto casi todas las películas de Jessica Alba porque, no me tiréis piedras, Jessica Alba me pone malo. Y aún no he visto una película de Jessica Alba (una cara bonita que es que ni se molesta en intentar que me importe un cojón lo que le suceda a su personaje) que no diese mucho, muchísimo asco, con la contada excepción de Sin City, y no precisamente gracias a ella.

¿Que si las pelis de Jessica Alba son cine? Difícilmente. Ponme aquí una lista de sus largometrajes y desafíame a encontrar en cualquiera de esos títulos un argumento original, una actuación memorable, un guión notable, una escena conmovedora o al menos un respetable dominio de la técnica y la narrativa cinematográficas. Veo las pelis de mi latina teñida predilecta con la misma sensación de culpabilidad voluptuosa con la que leo a Bukowski. No estoy seguro de que lo que Bukowski hacía fuese literatura y estoy bastante seguro de que lo que Jessica Alba hace no merece llamarse cine, pero no me privo del placer que ambos pueden proporcionarme, y ni exijo que los libros de Bukowski sean desterrados de las librerías ni que a mi querida Jessica se la proscriba de las salas de cine, y creo tener una fundada, incluso autorizada opinión acerca de qué es cine y qué es literatura.


No es literatura. Ojalá lo fuese.
Recuerdo estar en mi butaca, intentando pillarle la gracia a Scary Movie, que se suponía que era una parodia de las películas de terror y resulta que es una chabacana sucesión de chistes verdes (y encima malos), dando un respingo cada vez que a mi alrededor el resto de la audiencia se descojonaba hasta las lágrimas y preguntándome «pero ¿de qué mierda se ríe toda esta gente? ¿Soy yo el que tiene un problema o son ellos?».

Desde mi punto de vista, Scary Movie es un desperdicio de celuloide, de dinero y de tiempo. De haber dependido de mí, jamás se habría rodado.

Pero no dependía de mí, y tampoco creo que merezca tener el poder de decidir qué películas llegan o no llegan a los cines. Me basta con no verlas. El mal cine (o el cine que no es cine pero se traviste de cine) es como la mala literatura, la mala música, el Arte vago, como la grasa en las fosas sépticas: siempre acaba en la superficie, donde el que esté interesado en ella pueda cogerla sin esfuerzo.

La mierda buena (aunque ya me he dado cuenta de que estoy llevando la metáfora demasiado lejos) está en el fondo, donde solo unos pocos se atreven a bucear.

Para encontrar a un príncipe azul hay que besar muchos sapos. No exageraba antes cuando decía que no disfruto ni de una de cada diez películas que veo. Porque ya las he visto mil veces. Porque puedo anticipar cada giro de guión. Porque los personajes son predecibles, sosos y estereotipados. Porque la cinta no me transmite la menor emoción ni me estropea la experiencia de su visionado una inoportuna micción (pareado involuntario). Porque veo las vías del travelling. Porque no sale Jessica Alba en bikini mintiendo sudores de glicerina y desnudada por CGI.

El «antes» y el «después». ¿De verdad creíste que estaba en cueros?
Pero seguiré disfrutando de las películas de superhéroes. Sean lo que sean.

O sea, le guste o no a Scorsese, seguiré disfrutando de las mejores películas de Superhéroes, sean o no sean cine, y de casi todas las películas de Jessica Alba (lo más mojada y con la menor cantidad posible de ropa encima), sean lo que sean.

Porque no todo puede ser Chaucer, Dreyer y Kandinsky, como no todo puede ser quinoa, tofu y ensalada; de vez en cuando hay que beberse una Coca-Cola; y si los retrasados mentales que se meaban con Scary Movie tienen derecho a la vida, yo también, y hasta el mal cine de superhéroes, o lo que sea eso, y las malas películas de Jessica Alba, que ya habíamos establecido que no hace nada que amerite llamarse «cine», merecen una oportunidad para encontrar su público.

Un público de gilipollas como tú y como yo; no elevados intelectuales de la categoría de Scorsese, a quien ofende el cine sin riesgos, sin sorpresas, sin valentía.
 

Por más que Scorsese lleve, desde Malas calles, rodando, una y otra vez, la misma película.
Eso.