sábado, 13 de agosto de 2016

La importancia de llamarse Llei Quei

Esto puede que te alegre el día.

O no.

¡O yo qué sé!

Si ya has empezado a enviar tu mierda de libro a editores y agentes literarios también acabas de inaugurar tu colección de cartas de rechazo, hobby común a escritores de toda época, tamaño y condición.

Como muy probablemente te niegues a creer que tu obra maestra no encuentra editorial porque, admitámoslo, es una puñetera mierda, y tu injustificada fe en tu propia valía te impida ver que le estás haciendo a la literatura lo que a nosotros nos gustaría hacerle a Sara Sampaio... En definitiva, como, y esto no se lo deseo ni a mi peor enemigo, quizá te parezcas más de lo que crees al Hombre que quería ser Steven Spielberg, no estás más que a un paso de prorrumpir (¡toma palabro!) en justificaciones como éstas:

«Lo que pasa es que me niego a venderme y escribir cualquier basura comercial. Que si quisiera hacerlo lo haría, ¿eh?». 


«¡Claro! ¡Como no escribo sobre la puta Guerra Civil...!».


«El mundo editorial está en manos de una docena de vacas sagradas que impiden crecer a las jóvenes promesas como yo. Miedo es lo que nos tienen, esas momias».

Y mi favorita:

«El mundo no está preparado para un escritor de mi talento».

Que sepas que hay gente que puede ayudarte con este problemilla. Hasta organizan grupos de ayuda y todo. Normalmente tratan con alcohólicos y otros toxicómanos, pero son gente muy maja y seguro que te hacen un hueco.

No, no escribo este artículo para seguir minándote la moral y empujarte al suicidio. Hoy, por una vez, quiero ofrecerte algún consuelo.

O no.

¡O yo qué sé!

Probablemente hayas oído hablar de J.K. Rowling, esa señora a la que deberías conocer por sus libros, pero que seguramente conocerás por las películas que adaptan esos libros, y permíteme que abra un inciso para dejar bien claro que si a la Rowling la conoces por haberse alzado con el galardón a la duodécima mayor fortuna de Reino Unido, liga femenina, tienes un problema. Un serio problema.

Pasta, tela, plata, guita, money; ¡decadencia!


Volviendo con J.K., te diré por si no lo sabías que a pesar de deberle la gloria y el pan (mucho, muchísimo pan), la buena señora acabó un poco hasta el coño de Harry Potter. Quizá sólo se trate de otro caso del Síndrome Sherlock Holmes, o sea cuando el personaje de ficción acaba fagocitando a su creador, para luego tiranizarle. Quizá sea algo tan sencillo como que si te pasas diez años comiendo... yo qué sé, percebes, por ejemplo, acabarás sufriendo arcadas cada vez que oigas una palabra que empiece por pe. O quizá, y ésta es una opinión personal, la Rowling estaba quemada por las funestas críticas que habían inspirado las últimas novelas de la saga potteresca, picada en su amor propio y decidida a demostrar que lo suyo no era accidente. Que no es como si se hubiese plantado delante de un colegio de primaria a regalar caramelos de droja de la mala, asegurándose así la futura clientela. Que ella era una escritora de verdad.

Así que J.K. Rowling escribió un libro sin dementores, varitas mágicas, quidditch ni chuminadas. La acogida de Una vacante imprevista fue equilibrada: unos cuantos dijeron que era una puta mierda pinchada en un palo, otros tantos la proclamaron como el pináculo de la literatura mundial. Un asunto de suma cero, vamos.


Pero, claro, estamos hablando de una novela, no de una partida de Texas hold'em ni del puto gato de Schrödinger. O el libro era bueno o no lo era. No podía abarcar ambos estados al mismo tiempo. Las más encarnizadas críticas hicieron pensar a la Rowling, y probablemente también a su agente, que una parte de los opinadores no le perdonaban a la pobre J.K. haber dado el salto a la literatura para adultos. «¡Que se dedique a contar sus millones y deje esto de escribir en manos de los profesionales!», parece ser que dijeron. «Pero ¿qué se ha creído la cínica ésta? ¿Que nos puede engatusar como a esos zombis de ocho años que compran toda su mierda?», cuentan que añadieron a continuación.

O le comerías hasta la borra del ombligo o no se la comerías, pero no puedes comérsela y no comérsela al mismo tiempo.


El peso de su nombre, asociado para siempre a cierto mago gafotas y un pelín hostiable, impedía a J.K. Rowling realizarse como escritora «seria» (no te hagas el ofendido, fan de Harry Potter, que para eso he puesto el adjetivo entre comillas), tanto como sus vídeos viscosos de deepthroats con asfixia y regurgitación nos impiden considerar a Sasha Grey una actriz dramática (aunque debo reconocer que la pobre lo intenta y lo intenta).

Íbamos a poner una imagen más cerda, pero nos hemos acojonado.


J.K. Rowling estaba encasillada como autora de literatura infantil para públicos poco exigentes. El peso de ese nombre era como el de una gargantilla de melones. Nadie se tomaría en serio un libro para adultos escrito por la autora de Harry Potter.

¡Tú no eres Basalit-an!


Así que la Rowling se inventó un personaje: Robert Galbraith, militar retirado, e hizo que Robert firmase un libro escrito por ella, una novela policíaca titulada The Cuckoo's Calling, El canto del cuco, en español (que suena a grupo de pop venido a menos tras la marcha de Dani Martín, así que nos ceñiremos al título original). No debió de serle muy incómodo publicar bajo pseudónimo (algo, por otra parte, común a los autores de género negro). Cabe señalar que la ka de J.K. es totalmente ficticia y que el hecho de emplear siglas en vez de su nombre completo fue una asexuadora decisión de sus editores, convencidos de que los niños no leerían con el mismo afán las aventuras de un huérfano en una escuela de magia si sabían que el libro lo había escrito una mujer. Que ya se sabe que las niñas sólo hablan de príncipes azules, unicornios, bailes de salón, vomitar y de dónde venden la coca más barata.



Ahora no quiero especular acerca de si la malograda fabricación de este heterónimo fue sincera o una simple estrategia de mercado, ni dar pábulo a las teorías que etiquetan de pantomima el «accidental» desenmascaramiento de la autora (que «accidentalmente» disparó las ventas del Cuco de 1.500 copias a más de medio millón).

Ahora quiero contarte lo que pasó cuando el señor Galbraith, militar retirado cuyo vocabulario y estilo narrativo eran sospechosamente parecidos a los de la autora de Harry Potter, comenzó a enviar su libro a las editoriales.

Le rechazaron la novela.

 

Como lo oyes.

 

A J.K. Rowling, alias Robert Galbraith, que lleva diez años comiendo, pero comiendo lo que se dice a dos carrillos, de esto de escribir libros, la rechazaron igual que a una novata, como a una de esas gotiquillas tatuadas hasta el útero a las que sólo les salen clones de combate de Crepúsculo.

Que sí, que a la Rowling le dijeron que se metiese por el culo su mierda de libro. Igual que a ti. Igual que a mí.

 

Te juro que las cartas de rechazo de The Cuckoo's Calling son una puta delicia. Lo sé porque J.K. ha publicado algunas de ellas en su cuenta de Twitter. ¡Y menudos argumentos le dan, a la pobre, para no querer su novela ni regalada!: que si esto no hay Dios que lo venda, que si apúntate a un curso de escritura creativa, so analfabeta; que si no recibimos manuscritos no solicitados (un clásico). ¡Y la más cruel carta de rechazo la escribió el mismo ternasco que, en su día, repudió el manuscrito de Harry Potter! (y que, mientras escribo esto, ya debe de haberse suicidado).



Hasta a J.K. Rowling la rechazan los editores.

(Probablemente porque su libro era una puñetera mierda)

Que es tanto como decir que también la divina Sara a veces se va a la cama solita.

(No, esto último nosotros tampoco nos lo creemos)

Puede que esto te arranque una sonrisa cómplice cuando recibas tu próxima carta de rechazo. 

O no.

¡O yo qué sé!

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