lunes, 5 de septiembre de 2016

Amy Winehouse era una yonqui y punto.

«En realidad no me gustaba tanto la cocaína. Pero no me daba cuenta, por culpa de la puta coca».

(Podría haberlo firmado Stephen King, por ejemplo, pero se me ha ocurrido a mí solito)



Sí, como acertadamente supones, avispado lector, este artículo tiene de todo: ¡drogas, alcohol, más drogas, fornicio, concupiscencia, señores con bigote, sodomía, opio!



En Francia, vete tú a saber por qué, tenían en un pedestal a Charles Bukowski. Pero, claro, estamos hablando de un país en el que comen sesos, caracoles y otras porquerías como queso enmohecido y coños de turistas americanas, así que no es de extrañar que sintiesen adoración por aquel entrañable fornicador con la cara picada de viruelas y que parecía escapado del rodaje de El planeta de los simios. Con el maquillaje puesto. Tanto les gustaba a nuestros vecinos alonsanfáns el vejete borrachuzo de hígado apto para hacer foie-gras que en septiembre del 78 Bernard Pivot tuvo la discutible ocurrencia de invitarlo a su programa de televisión, sí, ése al que habían asistido Nabokov, Solzhenitsyn y otros mendrugos muertos de hambre que escribían como el culo y de los que oyes hablar por primera vez, que ya sabemos que tú sólo lees la mierda ésa de las sombras de Grey.

Lo confieso: a mí también me gusta Bukowski.


Pivot confiaba en poder mantener un debate literario de altura con el escritor de Andernach, a quien, tras la lectura de sus relatos, y sobre todo de sus poemas, atribuía una acusada sensibilidad y una vasta cultura letrada. El pauvre Pivot no podía imaginar la que se le venía encima, a él y a sus televidentes.

(Sí, querido lector inexistente, tienes buena memoria: te habíamos prometido hablar de este episodio glorioso de la historia de la literatura)

Llegado el día señalado, comenzó la emisión del programa y el autor de Factótum y Escritos de un viejo indecente entró en escena.

Borracho como un Catulo.

Haciendo eses.

Y llevando consigo dos botellas de vino peleón que abrió en directo y se bebió a morro mientras le metía mano a Catherine Paysan y condenaba a la Quinta República en su totalidad al infierno de los sodomitas y los tertulianos de 13 TV por marginar al pobre Céline. Si es que dices que a los judíos habría que matarlos a todos y la gente como que te coge manía, mecachis.

Como si aquella primera impresión no hubiese sido lo bastante deplorable, cuando el bueno de Chuck decidió que ya había tenido suficiente se levantó en mitad de la emisión y se largó. Con dos cojones. Empeñado en asegurarle a su espectacular mutis un capítulo de la historia de la televisión, cuando un miembro del personal de seguridad intentó enseñarle la puerta, Bukowski sacó un cuchillo al grito de «¡Tú no me pones las pezuñas encima, gabacho de mierda!», o algo por el estilo, que el segurata no hablaba inglés y Charlie ya no estaba en condiciones de vocalizar. (Lamentablemente no tenemos imágenes del suceso).

El bueno de Charlie sí que sabía cómo hacer una salida de escena. Le bastaba con ser él mismo.


In vino veritas.
La relación que une a los escritores y el vinacho es tan antigua como la humanidad. El espíritu de la uva y el grano han lubricado los engranajes de la literatura como mínimo desde Cayo Valerio Catulo, a quien citamos más arriba, dipsómano y orgulloso de ello. En ese parnaso de curdas esplenden nombres tan ilustres en las letras hispánicas como los de Lope de Vega y Quevedo, auténticas esponjas, aunque si metes en la barra de Google la ecuación de búsqueda «escritor+alcohol» te sale una lista de nombres anglosajones para aburrir: Dorothy Parker, Ernest Hemingway, Brendan Behan, William Faulkner, Jack Kerouac, Dylan Thomas, Dashiell Hammett, Eugene O'Neill... Pero, claro, si tenemos en cuenta que los yanquis tienen a toda una generación de escritores a los que llaman a la cara The Lost Generation y a la espalda The Wet Generation, esto no debería sorprenderte. Imagínate hasta qué punto se da por sentado el borrachismo de esta gente que a Francis Scott Fitzgerald le atribuyen este epitafio:
«Estuve borracho algún tiempo. Después me morí.»

(Pero es mentira. Lo que realmente grabaron en su lápida es una cita de El gran Gatsby que a estas alturas de la mendrugada nos da hasta pereza traducir).



Pero no nos limitemos a hablar del alcohol.

Baudelaire engullía puñados de opio y, al igual que Verlaine, le daba a la Fée Verte, mejunje apto para desatascar tuberías y quitar la pintura vieja de los carros de combate al que, además, se le atribuían propiedades alucinógenas.

Pedazo bigotón, el de Verlaine.
Cuando no tenía otra cosa a mano, Stephen King llegó a beber colonia y jarabe para la tos, y esnifaba tanto polvo boliviano que sufría hemorragias nasales casi perennes. Cada vez que le preguntan a Steve por una de sus primeras novelas, Cujo, emite un suspiro resignado y confiesa: «me encantaría poder recordar haberla escrito».

William S. Burroughs se pasó toda la vida a lomos del caballo blanco y otros animales salvajes de esos que no te venden ni con receta. Por alguna misteriosa razón, murió de viejo.

Philip K. Dick tenía la productividad de una Xerox y escribía una novela en una noche; eso sí, acompañado por una cafetera bien cargada y un bote de anfetas tamaño Jumbo Plus. Así le salían la mayoría de sus libros, que no hay Cristo que los entienda. En el proceso, tenía visiones místicas y se proponía  escribir un Quinto Evangelio.

Lo juro.

El primer paso para llegar a profeta es dejarte una barba a la altura.

Hunter S. Thompson se metía de todo. Literalmente de todo. Si Keith Richards esnifó las cenizas de su padre, Hunter S. Thompson habría esnifado a Keith Richards. Vivo y hasta el carallo de coca y tripis. Y habría pedido repetir. Al igual que en el caso de Burroughs, también Thompson tuvo oportunidad de preguntarse cómo coño había llegado a viejo. La química de su cuerpo debería ser estudiada por los hombres de ciencia, que seguro hallarían en los dopados cromosomas de Hunter la llave de la vida eterna, toda vez que quedó demostrado, salvo prueba en contra, que lo único que podía matar a Hunter S. Thompson era el propio Hunter S. Thompson.


Su última aportación a la literatura fue reescribir el mito de su propia inmortalidad.

Esta búsqueda de escritores viciosos puede depararte algún que otro desengaño.

¿Conoces a Louisa May Alcott, la autora de la relamida Mujercitas? Pues que sepas que le daba al opio cosa mala. ¿Deberíamos revisar cuidadosamente Jack y Jill, por si este clásico de la literatura juvenil invita a nuestros adolescentes a endrogarse y votar a Podemos o seguir fingiendo que atribuimos a Jill el autocontrol necesario para sobrellevar el tormento de su espalda rota sin recurrir a ningún tipo de analgésico? ¿Los sudores nocturnos de Jill eran fruto del dolor o un monaco de te cagas por las bragas?


Mujercitas: droga dura.

La delirante filosofía individualista y ultraliberal de Aynd Rand quizá quede explicada por su consumo compulsivo de Dexedrina (o quizá es que la tía era una fachosa hija de puta y punto, pero sobre este asunto ya otros han tratado antes y mejor que yo).

Y no sigo, que ya veo que te estás deprimiendo.

¿Por qué la sensibilidad artística y la adicción parecen ir tan íntimamente entrelazadas? ¿Por qué algunas de las mejores páginas de la Historia del Arte se han escrito con ajenjo y firmado con láudano?

Bueno, te diré que en mi opinión ésta es una falsa pregunta.
Soy un artista.

Los artistas son personas sensibles.


Las personas sensibles tienen una tolerancia menor al sufrimiento.


Ciertas drogas pueden ayudarte a tolerar mejor el sufrimiento.


Así pues, me drogo porque soy un artista.

Este argumento es una falacia lógica llamada Razonamiento circular y se conoce como mínimo desde Aristóteles. Si quieres saber más sobre falacias lógicas o sobre Aristóteles busca en Google, que tengo que acabar este artículo y se nos hace tarde.



«Soy católico. No puedo suicidarme, pero planeo beber hasta matarme.»

Cuando Amy Winehouse reventó, algo que se veía venir desde hacía tiempo (si es que ya lo llevaba en el nombre, la criatura: Amelia Casavino. Casi nada) fue automáticamente elevada a los altares. Que si tragedia para el mundo de la música, que si prometedor futuro truncado, que si la maldición del Club de los veintisiete...

Chuminadas. Y esta falacia del genio unido a la adicción engorda con las contribuciones de escritores como Truman Capote, autor de la frase «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio.»

Todo lo que tenía de genio le faltaba en modestia.


Amy Winehouse murió joven porque bebió hasta que su cuerpo dijo «¡A mamarla a Parla!». Amy Winehouse era una adicta y le encantaba. Estaba tan enamorada de su alcoholismo que hasta compuso un tema (irónicamente uno de sus mayores éxitos) explicando sus razones para no acudir a rehabilitación. A Amy le encantaba beber. Bebía con esa pulsión de muerte propia de los alcohólicos. Y navegó océanos de etanol hasta encontrar el delta del Estigio.

Pero sucede que la condenada Amy tenía talento. Kilotones de talento. Era, probablemente una de las mejores artistas de su generación, bendecida con una poderosa voz de contralto y unos reflejos, un instinto a la hora de mezclar diversos géneros musicales (Jazz, Rythm and Blues, Soul...), que sólo pueden adjetivarse de insultantes.

Amy Winehouse era una alcohólica con talento.

Ahí está la clave de por qué nos gusta alimentar ese falso mito de los pobres artistas adictos, por qué los preferimos a otros escritores, músicos, pintores con vicios menos escabrosos o ninguno en absoluto.

Nos encanta encumbrar a perdedores y después abuchearlos, lapidarlos y derramar unas lagrimitas de cocodrilo sobre sus cadáveres.

Nos la pone dura que nuestros ídolos tengan los pies de barro. Así se desploman al primer empujón y el fuego de su deslumbrante grandeza no hiere con la misma intensidad nuestros indignos ojos.

Última foto conocida de Dylan Thomas.

Por ese motivo es casi imposible hablar de da Vinci  sin mencionar su presunta homosexualidad, comentar la obra de Wilkie Collins al margen de su condición de opiómano, confesar que estamos leyendo Trópico de Cáncer y mantenernos a salvo del amiguete tocapelotas que nos refresca los devaneos de Henry Miller con las putas del Barrio Latino, leer una biografía de la bisexual Anaïs Nin y no atragantarnos con las acusaciones del atribuido incesto con su propio padre o ver una adaptación de  Alicia a través del espejo y no recordar que Lewis Carroll fue sospechoso de los asesinatos atribuidos a Jack el Destripador, además de vestir el sambenito de pederasta.

¿Te elevas a los cielos cuando escuchas el Carmina Burana? Pues que sepas que Orff era probablemente un cerdo fascista.

¿Flipas con la poesía de Safo? Era bollera.

¿Los únicos tres libros que has leído en tu vida son éste, éste y éste? ¿Quieres que te cuente algo acerca de los problemillas de Anne Rice con la bebida?

Y sigue, y sigue, y sigue...

Escritora buscando inspiración.


Si quisiera ponerme en plan romántico escribiría que la pasión creadora prefiere a las almas rotas, o por lo menos melladas, porque los dones de las musas son tan efímeros y sutiles que sólo pueden penetrar en nosotros a través de nuestras llagas.

Pero, como toda afirmación generalizadora, probablemente también esa chispita de ingenio sea falsa, y, además, este artículo no versa sobre la relación orgánica entre el genio y la adicción (¡que se dediquen otros a cortar ese nudo gordiano!), sino en su expresión sociológica, en el motivo por el cual nos entusiasma encumbrar a todos esos artistas nacidos bajo el signo de Saturno y casi más conocidos por sus defectos que por sus obras.

¿Eran artistas porque estaban majaras o estaban majaras porque eran artistas?

¿Por qué nos encanta airear las miserias de nuestros escritores favoritos?

Pues por la misma razón por la cual nos encantaba Amy Winehouse: porque, además de exudar poesía y cantar como los ángeles, cada vez que le decían que fuese a rehabilitación ella decía «no, no, no».

Amy Winehouse llevaba la muerte cincelada en el hígado con llamas de vodka y la amábamos por eso.

Porque la propia Amy nos dio las herramientas para perdonarla por haber nacido con aquel monstruoso talento, indigno de una simple mortal.

Por esa razón no la matamos. Porque difícilmente lo habríamos hecho mejor que ella y, además, nos habríamos privado del hermoso espectáculo de su decadencia y ruina.

Se lo tenía merecido, la muy zorra, por ser tan condenadamente buena en lo suyo.

Creo que esto es todo lo que tenía que decir al respecto de toda esa farfolla de los escritores y las drogas.

¿Qué cuáles son mis vicios?

Escribir, por ejemplo, y perdona por el desengaño que acabas de llevarte.

Si te sirve de consuelo, no hay rehabilitación posible para lo mío y, además, tengo nueve probabilidades contra una de no escribir más que mierda.

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