Un amigo mío, que Sara Sampaio Dominátrix le bendiga, tiene la teoría de que Tom Cruise quiere morir, y que por ese motivo nos ha entregado treinta años de Misión imposible, subiendo las apuestas y jugándose el físico un grado más en cada nueva entrega de la franquicia.
Hablando de físicos... |
Los motivos por los cuales Tom Cruise, según esa teoría apócrifa de una amistad mía cuya identidad prefiero mantener en el economato, querría desvivirse a sí mismo, estarían de alguna manera vinculados a la Iglesia de la Cienciología, de la cual Cruise ha sido un entusiasta portavoz durante años y años, a pesar de la creciente erosión reputacional de dicha iglesia a lo largo del tiempo (por algunas razones realmente JODIDAS) y de la decadencia de la imagen del propio Tom Cruise como uno de los rostros más reconocidos de esta organización. A lo bruto: mucha gente acabó hasta los huevos de que aprovechase todas sus entrevistas como excusa para hablar del artefacto jurídico creado por L. Ron Hubbard y señora para, presuntamente, eludir sus deberes impositivos con el erario estadounidense.
Según este amigo mío, en alguna caja fuerte, en un sótano fortificado de alguna sede de la Iglesia de la Cienciología habría algo, un documento, una grabación, un lo que sea, que de hacerse público destruiría la carrera e imagen pública de Tom Cruise (aunque resulta difícil imaginar qué podría ser peor que esto salvo que involucrase drojas intravenosas, orgías con animales de granja y lanzamiento de enanos vivos). Según esta ocurrencia digna de una maratón de porros y Jägermeister (elucubración desmentida por antiguos miembros de la Cienciología, que, aparte de historias personales espeluznantes, dan una interpretación todavía más siniestra a la fidelidad de Tom a la Iglesia de la Cienciología), Tom Cruise sería un rehén, extorsionado por la Iglesia de la Cienciología para seguir haciendo proselitismo hasta el día de su muerte.
Esa sería la explicación, según mi amigo el fabulista del comportamiento cuasi irresponsable de Cruise en sus escenas de acción. Cada stunt en una película de Misión Imposible sería un nuevo intento de automorisión de Tom Cruise, harto derepetir como un papagayo los lemas de la Cienciología, servidumbre del cual sólo la muerte podría librarle. «Cagonblas, ¿que esta vez tampoco me escoñé? El próximo salto en motocicleta, me mojo en gasolina y agarro un barreno de TNT con los dientes y otro con el ano y me tiro a un avión, en pleno vuelo, cargado de isótopos radiactivos en llamas».
Sea por el motivo que fuese, lo cierto es que Tom Cruise nos ha brindado casi treinta años de entretenimiento de una de las franquicias cinematográficas más longevas y reconocibles de la historia.
Aunque probablemente esa larga odisea haya llegado al final con Misión: Imposible - Sentencia final, aunque sólo fuese porque, llegados al 2025, Tom Cruise colecciona ya 63 palos de carballo en sus espaldas y lo de las escenas de acción como que empieza a hacérsele muy cuesta arriba. Por eso, a pesar de declaraciones en contra hechas públicas en 2024, Cruise poco menos que ha confirmado que se acabó, que lo deja, que va a seguir haciendo cine pero no más películas sobre la IMF, gracias, buenas noches a todos y que Dios los bendiga.
Y ése es el retrogusto que te deja el visionado de Misión: Imposible - Sentencia final, el de un fin de ciclo. El de un «hasta aquí hemos llegado, chumachos. A partir de ahora, que se encarguen otros». Todas, o al menos algunas de las principales tramas argumentales presentadas en el lore de la serie, y los arcos de transformación de personajes a los que hemos conocido a lo largo de casi tres décadas, se cierran (no bien del todo, pero se cierran) en ésta, la más reciente y, casi con absoluta seguridad, última encarnación del agente Ethan Hunt con la cara y el muy baqueteado cuerpo sexagenario de Tom Cruise.
Y eso es un problema.
Porque una consecuencia inevitable de haber puesto la cara y el cuerpo durante tanto tiempo es que las audiencias han establecido una asociación mental entre Misión Imposible y Tom Cruise. «Reconocimiento de marca», podríamos llamarlo. En la mente de todos nosotros (incluso para los que peinamos canas en los cojones y recordamos la serie original, en la que el protagonista era un señor llamado James Phelps, interpretado por Peter Graves, el comandante de vuelo pedófilo-marica de Aterriza como puedas), Tom Cruise es Ethan Hunt. Y eso es, de facto, una situación de tierra quemada para hipotéticos actores que estuviesen dispuestos a tomar en sus manos la serie en un futuro más o menos inmediato.
De la misma manera en que, para varias generaciones de cinéfilos, sólo hay y habrá un Indiana Jones y un Han Solo, ambos interpretados por Harrison Ford, Tom Cruise ha empastado de tal manera su imagen personal en Misión Imposible que quizá haya arruinado la franquicia para siempre.
Piensa que Sean Connery sólo hizo siete películas como 007 (seis oficiales y una no canónica) en 21 años, Roger Moore otras tantas en doce años, George Lazenby, sólo una; Timothy Dalton, de lejos el James Bond más fiel a las novelas de Ian Fleming, dos entre 1987 y 1989 (Goldeneye fue escrita para Dalton, pero desde 007: Licencia para matar hasta que se confirmó la nueva entrega de la saga pasaron tantos años que el actor galés pura y simplemente dijo que ya no se sentía con edad para representar a Bond con un mínimo de dignidad); Pierce Brosnan, cuatro en siete años, y Daniel Craig cinco en quince años, sólo dos de ellas buenas y la última, repugnante.
Piensa que Matt Damon ha sido Jason Bourne en cuatro títulos (El caso Bourne, 60 millones de presupuesto, 214 de recaudación; El mito de Bourne, 75 millones de presupuesto, casi trescientos de recaudación; El ultimátum de Bourne, 110 millones de presupuesto, casi 443 en entradas vendidas; y Jason Bourne, 120 millones de presupuesto, 415 484 914 de recaudación) y que el intento de 2012 de darle nueva vidilla a la franquicia con un nuevo personaje, interpretado por Jeremy Renner, fue un flop como una casa. El legado de Bourne costó 125 millones de dólares y se quedó a las puertas de la rentabilidad con poco más de 276 millones de taquilla.
El público que había respaldado al Bourne de Damon dio la espalda al Bourne de Renner. En la imaginación de los espectadores, Bourne era Damon y Damon era Bourne, y cualquier otra cosa entraba en el infierno de los sucedáneos. Damon era Nocilla, Renner la crema de cacao del Mercadona. Y por eso Universal tuvo que traer de regreso a Damon en 2016, con cuarenta y seis tacazos y un cheque en blanco, para la, hasta el momento, última iteración de la franquicia; y al actor LE COSTÓ UN COJÓN Y LA YEMA DE OTRO ponerse físicamente a la altura del papel; «I started doing these, I was 29 — all that stuff came a lot easier.»
Tom Cruise ha sido Ethan Hunt a lo largo de ocho largometrajes y veintinueve años. Ha respondido a las indicaciones de cinco directores: Brian De Palma, John Woo, un debutante J. J. Abrams, Brad Bird en su primera película con actores (venía de hacer Los increíbles y Ratatouille para Píxar) y Christopher McQuarrie; despedido a varios compañeros de aventuras, a medida que sus personajes abandonaban el universo de MI o morían, dado la bienvenida a otros, y subido los estándares del cine de acción hasta el punto de que los más irresponsables especialistas de Hollywood ahora se despiertan gritando y llamando a sus mamás tras haber soñado que Tom Cruise intentaba contratarlos.
No sabemos si habrá más películas de Misión Imposible, pero casi seguramente no las habrá con Tom Cruise. Y el cine, como vehículo de esparcimiento, va a sufrir por ello.
Y nosotros también. Por múltiples razones. |
Porque Tom Cruise se afiló los dientes en las dos últimas buenas décadas de cine popular. Y nos referimos al cine que sólo busca entretener a sus audiencias sin grandilocuentes pretensiones artísticas, pero sin renunciar expresamente a ellas. Tom Cruise sabe cómo se hacían esas películas que nos desvirgaron los ojos en nuestra edad escolar, y ha importado esa experiencia e impreso su personalidad a toda la franquicia de MI.
Y ese sello personal, con la excepción de la aberrante secuela mal dirigida por John Woo, nos ha proporcionado treinta años de diversión no menos emocionante por descerebrada que pudiera llegar a ser (y podía llegar a serlo mucho). Esa larga racha de diversión sin complejos está amenazada por la miseria intelectual, indigencia artística, activismo soplapollas e ignorancia cinematográfica de los nuevos realizadores.
Algunas de las películas más entretenidas que he visto en los últimos años tienen ese sabor añejo a sudor de Riley Rei…. diiiiigoooo a película ochentera, noventera, de la estirpe que llenaba los cines y hacía de oro a los dueños de videoclubes en las dos últimas décadas de cine honesto para audiencias masivas. Títulos que hoy en día podrían sanear, o al menos no carcomer, los libros de cuentas de esos estudios y productoras empeñadas en dilapidar millones en carísimos mojones pobremente ejecutados y que no arrojan el beneficio deseado, esperado y necesitado para rentabilizar el despilfarro.
Lo último que ves antes de que te hagan el vacío en los cojones. |
Y esta entrada del Paratroopers es una reivindicación personal del cine de evasión pura de mi infancia y adolescencia. De esas películas que, por alguna adaptación evolutiva que no corresponde analizar aquí, a los tíos nos hacen generar kilotones de dopamina. Y también es una entrada acerca de los títulos más recientes que de nuevo me han hecho paladear siquiera unas gotitas de la transpiración del Ril... Joder, tengo un problema, ¿eh?
Top Gun: Maverick parecía una idea TERRIBLE. Quiero decir, ¿una secuela de Top Gun: Ídolos del aire, película generacional de la infancia de los viejos pellejos de mi promoción de EGB, TREINTA Y SEIS AÑOS DESPUÉS DE LA ORIGINAL y con Tom Cruise, de nuevo, recuperando su personaje de Pete Maverick Mitchell? Pero ¿quién coño iba a tragarse la rueda de molino de que Maverick siguiese de piloto de la Marina CON SESENTA TACOS, sin comerse ni un mal ascenso ni un consejo de guerra por su historial de abierto desprecio a la autoridad?
Vamos a obviar, por cariño y respeto al actor, valorar el cameo del pobre Val Kilmer, operado de cáncer de garganta e incapaz de leer sus líneas (sintetizaron su voz a partir de grabaciones), en la que sería su última aparición en una película antes de irse al Gran Teatro del Cielo en 2025.
Top Gun: Maverick las tenía todas para estrellarse.
Y ARRRRRRRRRRRRRRASÓ. Rompió las taquillas. Con casi mil quinientos millones de dólares de recaudación global, Top Gun: Maverick demostró lo que era una evidencia para los niños de sesión Dominical y VHS: que había mercado, y un mercado muy lucrativo, para este tipo de películas. Que el cine de acción visceral, personajes-topicazo y argumento tontorrón seguía conectando con un amplísimo sector del público empalagado de la kulturkampf moderna y de los realizadores ineptos. Top Gun: Maverick funciona como agradecida y poco exigente evasión de la realidad. La fórmula de la película es prácticamente indistinguible de la original de 1986. Los personajes, Maverick incluido, putas calcomanías de los de Top Gun: Ídolos del aire. Esta tardía secuela te la ves de un tirón, aguantando el aliento y sin atreverte a pestañear, y salivando como si en cualquier momento un oopsie te fuese a medio enseñar un par de núbiles tetas bien moldeadas.
Ya no se hace cine así.
Twisters es otra secuela tardía del título casi homónimo de 1996, escrito y producido por el desaparecido Michael Crichton que, con todos sus defectos y virtudes de cine-espectáculo de los 90, funcionaba como mero entretenimiento en pantalla grande (o pequeña, si escogías llevártela a casa desde tu videoclub más cercano).
A diferencia de su predecesora, que desde un presupuesto de 92 millones amasó un PASTIZAL de casi 495 millones, Twisters no convenció. Con unos 155 millones de dólares de producción, estimados, y sólo 372 en recaudación, puede declararse sin paliativos un fracaso. Eso no impide a Twisters, errores de narración cinematográfica aparte, ser una entretenida y divertida tontada con montones de explosiones, acción desbocada y David Corenswet en un papelito secundario antes de vestirse el rojo y el azul del Último Hijo de Kryptón.
Ya no se hace cine así.
Y, siguiendo con secuelas imprevistas o largamente demoradas, Superdetective en Hollywood: Axel F. es la QUINTA iteración del largometraje de 1984 que rompió las taquillas sin que nadie supiera preverlo ni pudiera evitarlo. Superdetective en Hollywood no costó mucho más de 13 millones y se metió en la buchaca 316 millones y pico en recaudación. Sus secuelas (la de 1987, con sus 27 millones de producción y casi trescientos de recaudación; la de 1994, donde empezó la decadencia y sólo recaudó 119 millones sobre un presupuesto de 50 millones) conocieron el cielo antes de caer en picado hasta el infierno del telefilm quizá no canónico de 2013, en el que Aaron Foley (Brandon T. Jackson) intenta hacer carrera en la policía lejos de la sombra de su infame padre.
Superdetective en Hollywood: Axel F. recoge todo lo que funcionaba en las películas anteriores de la saga, lo introduce en un enema y te lo mete por el culo. Y te encanta. Y pides más. Vuelve Eddie Murphy, que claramente ha hecho un pacto con Satanás (en casa le llamamos «tío Luci»), como el policía bala pedida Axel Foley. Vuelve Judge Reinhold como Billy Rosewood. Vuelve John Ashton como John Taggart en el que resultaría ser, lamentablemente, su último trabajo. Vuelve Bronson Pinchot como Serge. Vuelven los malos muy malos, como de coña. Vuelven los tiros de la Brownin Hi-Power de Axel. Vuelve la nostalgia. Vuelve la acción vertiginosa, risible, casi cómica, del buen cine de género de los ochenta y noventa.
¿Que qué tal funcionó Superdetective en Hollywood: Axel F. entre el público? No tenemos ni idea. Es una peli Netflix y ya sabemos lo, SARCASMO MODE ON, abiertos y transparentes que son en la compañía de la gran N roja con sus cifras de audiencia. SARCASMO MODE OFF.
Pero es divertida. Muy divertida. Y muy entretenida. Pura fórmula ochentera/noventera. Absurda, vertiginosa, apasionante.
Ya no se hace cine así.
Dos policías rebeldes (Bad Boys) ha sido una franquicia consistente desde su estreno en 1995. Esta mezcla de policial con grandes doses de comedia y acción encefaloplana protagonizada por Martin Lawrence y Will Smith ha conocido secuelas (Dos policías rebeldes II, Bad Boys for Life, DIECISIETE AÑOS DESPUÉS de la segunda parte, y Bad Boys: Ride or Die, de 2024) con los mismos actores, el mismo tono y los mismos ingredientes. Estas películas, como las de Fast & Furious, son casi indistinguibles unas de otras pero, como aquellas, proporcionan un rato de esparcimiento inocente como aquel cine de relleno que, siendo aún críos, chupeteábamos para limpiarnos el paladar antes de ver una obra maestra del Séptimo Arte.
Ya no se hace cine así.
Hubo un montón de gente cabreada cuando se anunció un remake de De profesión: duro. Profanar el cadáver del pobre Patrick Swayze, por el cual se chorreaban vivas nuestras hermanas y primas, le parecía a muchos una blasfemia. Un ejercicio de necrofilia cinematográfica imperdonable. Otros protestaron de la absoluta gratuidad de la secuela/reinicio/llámese como sea. No era necesario, argumentaron los componentes de ese segundo grupo, cagarse en un clásico del siglo pasado. La cinta original era irreprochable.
Perdón, ¿mande?
Mira que Patrick Swayze era guapísimo, el cabrón (qué envidia le teníamos), y que era buen actor, encima. Mira que protagonizó algunos de los hitos televisivos y cinematográficos de nuestra infancia (Rebeldes, cantera de actores de su generación; Amanecer rojo, la serie Norte y sur, Dirty Dancing, Ghost, Le llaman Bodhi, cuyo carísimo remake de 2015 se esnafró en las taquillas...). Mira que lloramos cuando el cáncer pancreático que sufría se lo llevó al proscenio eterno del Creador.
Mira que De profesión: Duro era mala, joder. Pero mala, mala, ¿eh? Mala como la carne del pescuezo. Nos la alquilamos en VHS porque era de Patrick Swayze. Pero la película no había por donde cogerla en 1989, ni ahora, ni nunca.
No puedo decir que el remake con Jake Gyllenhaal de protagonista sea mejor. Desde luego, no es peor (eso es técnicamente casi imposible), e, indudablemente y en mi humilde opinión, es de largo muchísimo más divertida. A diferencia de la versión original de Swayze, las peleas de Road House. De profesión: duro 2024 son convincentes. Parece que los actores se estuviesen haciendo daño de verdad (Swayze, con su trasfondo de bailarín, se limitaba a ejecutar la coreografía estándar de escena de pelea de los años 80), tienes que obligarte a recordar que no estás contemplando un combate de MMA o UFC. Jack Gyllenhaal (que al menor por segunda vez desde la épica y recomendabilísima Redención, se ha MAMADO VIVO para el papel) es carismático, humano y creíble. El antagonista protagonizado por Connor McGregor es tan excesivo, tan encocadamente autoparódico, tan absolutamente pasado de vueltas, que parece un villano de One Piece.
Y la película funciona. Con todos sus defectos, con todas sus virtudes, te proporciona dos horas de entretenimiento sin pleitos. Ciento veinte minutos de pura experiencia armario de fondo de videoclub, que fue donde muchos de nosotros aquilatamos nuestro amor por el cine. ¡Joder la escena en la que Dalton (Gyllenhaal) somete y humilla a cinco malotes A CACHETADAS DE PUTILLA!
Nuevamente, no podemos aportar datos de audiencia para este placer culpable de sábado tarde. Es una producción de Amazon Prime y el servicio de streaming de Jeff Bezos es aún más hermético con sus cifras que los chicos del sobaco morado de Netflix.
Ya no se hace cine así.
Forever in our hearts, Mr. Kilmer. |
Bueno, algo de cine así todavía se hace. Poco. Demasiado poco, pero se hace.
Quizá el actor actual que mejor ha recogido ese espíritu de cine testosterónico de los ochenta, una vez descontado Tom Cruise, que ya decimos que ya no está para cerrar bares, sea Jason Statham. El británico actor de cara de palo ha rescatado la fórmula del cine de acción facilonga de nuestra infancia, que fue su adolescencia, en títulos como Megalodón (la secuela, con su excesivo peso de comedia, un poco menos), Beekeeper: El protector o A Working Man.
¿Son buenas películas? No demasiado. Ahora bien, ¿son rentables? Pues, a grandes rasgos, sí. Megalodón recaudó 529 millones sobre un presupuesto de 130 millones. Megalodón 2: La fosa obtuvo casi 398 millones sobre un presupuesto de 129 millones. Beekeper, 162 millones sobre unos 40 de producción. A Working Man, por su parte, patinó: una pizquita más de 88 millones sobre 40 millones estimados de presupuesto.
Nobody recoge el testigo de aquellas tramas unidimensionales y personajes cincelados en piedra que nos proporcionaron tantas horas de diversión cuando todavía podíamos contarnos los pelos del pubis. Un inexplicablemente sólido Bob Odenkirk (el Saúl Goodman de Breaking Bad y Better Call Saul) como héroe de acción. Un argumento más sencillo que el mecanismo de un chupete. Violencia gratuita y satisfactoria. Tiros, puñetazos, explosiones y Connie Nielsen. Dieciséis millones de presupuesto, más de 57 de recaudación y secuela ya estrenada.
Pero la fórmula ochentera no siempre es garantía de éxito. Y Cleaner es la mejor prueba de ello. Esta especie de La jungla de cristal con vallaina no funciona. Y ya lo siento por Daisy Ridley, que me cae estupendamente muy a pesar de haber protagonizado las películas que dinamitaron el universo Star Wars. Pero este producto es peor que una endodoncia. Te lo ves mirando el reloj cada cinco minutos y preguntándote cuándo coño se acaba el marronazo.
Cleaner es el resultado de una indigestión de cine ochentero. La consecuencia de haberse visto un maratón de La jungla de cristal y no haber entendido un carallo acerca de lo que funciona y lo que no, y por qué, en ese clásico navideño. Ah, ¿que el director es el mismo de Casino Royale? ¿Y qué le ha pasado, al animalico? Porque esta fumada de caspa de sapo de Fukushima poblada de malvados hombres cisgénero y heteropatriarcales, hermano neurodivergente y ecoterroristas anticapitalistas no podría parecerse menos a la película fundacional de Daniel Craig como 007. Y sus poco más de un millón trescientos mil dólares de recaudación, sobre más de 25 millones de libras esterlinas de presupuesto (33 millones de dólares al cambio) avalan esta afirmación.
(No, en serio, no es sarcasmo. Nos gusta un montón Daisy Ridley, pero definitivamente no por esta película).
Alguien que entiende bien el cine de los 80, porque estuvo metido en el meollo antes de que sus problemas con el alcohol y sus opiniones vocingleras acerca de los judíos lo convirtiesen en un apestado, es Mel Gibson. Sí, por increíble que parezca, Mel Gibson sigue haciendo cine. A veces como simple secundario asesinable (por mucho que figure en el cartel promocional) y otras, como en Amenaza en el aire, en calidad de director. Pero, ojo, amado lector, prevenido quedas: esta película ha sido tramposamente promocionada como la nueva película de Mark Wahlberg. Falacia sangrante cuando, como espectador, constatas que en esta barata (unos 25 millones en producción), un poco whatthefuckística, y entretenida película, los protagonistas son Michelle Dockery y Topher Grace. Mark Wahlberg es el villano de Amenaza en el aire. Concretamente un sicario psicópata maricón. No. No es coña.
Otros títulos que me han dado un flashback de sano entretenimiento ochentero, y que podrían ser de tu gusto, oh paciente lector ávido de sensaciones: Novocaine, protagonizado por Jack Quaid (el Hughie Campbell de The Boys) y nuestra amada Amber Midthunder, la actriz con el apellido más badass ever a la que algunos de nosotros descubrimos, con goloso placer, en Predator: La presa, otra excelente exportación a las carteleras actuales de la fórmula ochentera.
Juego de ladrones: El atraco perfecto y su secuela Juego de ladrones: Pantera son el ejemplo de aplicar correctamente los elementos del cine popular ochentero-noventero, aunque su comportamiento en taquilla haya sido irregular. La primera costó 30 millones y recaudó más de 80. La segunda se estima en 40 millones y se quedó muy lejos de los 59 millones, lo que la convierte en un HOSTIÓN de los de toda la vida.
Pero ambas son extraordinariamente entretenidas. Sobre todo la primera, que tiene muchos menos tiempos narrativamente muertos y antagonistas más atractivos.
Estragos es una especie de John Wick de marca blanca. Se reconoce en ella todo lo que funciona en John Wick. Además, tiene a Tom Hardy, que rompe la pana hasta cuando no lo intenta. Y toneladas de pólvora. Y acción absurda. Y un argumento que cabe en la parte de atrás de un sello, y sobra sello. Y es de lo más amena. Pura evasión sin escrúpulos.
The Order (La hermandad silenciosa) se apoya en sus elementos de thriller policial y de cuasi-true crime (está basada en hechos reales) más que en las escenas de acción, que las tiene y no pocas. En el espectador con arrugas en el cipote evoca ecos de cintas de su tierna infancia, como, siempre salvando las distancias, Arde Mississippi, Tiro mortal y El sendero de la traición.
Destino final: Lazos de sangre continúa la saga de los años 2000 inaugurada por Devon Sawa y Ali Larter, bajo la dirección de James Wong. Slasher con muertes atchonburísticas y océanos de hemoglobina. No hay más que comentar sobre esta franquicia. Vista una película, vistas todas. Con placer culpable.
Y elamás reciente estreno que me ha dado gustirrinín ochentero, y el título con el que vamos a cerrar la presente entrada de la bitácora, es F1: La película. No sólo por el morbillo de ver haciendo cameos a pilotos de Fórmula 1 actualmente en activo, como Lewis Hamilton, Fernando Alonso, Valtteri Bottas o Lando Norris; o porque el largometraje se haya rodado en circuitos reales, sino porque esos paneos de cámara IMAX a doscientos kilómetros por hora, esos adelantamientos suicidas, ese zumbido de motores a 15 000 revoluciones por minuto, activan la neurona que casi todos los machos tenemos y cuya única función es inyectar endorfinas en nuestro torrente sanguineo.
Por cierto, el director de F1: La película es Joseph Kosinski, el mismo de Top Gun: Maverick. No es casualidad.
Así que puede que este tipo de cine todavía cuente con autores dispuestos a defenderlo. Y eso es una excelente noticia para aquellos que, entre película de Bergman, documental de Herzog y dramón de Dreyer, queremos pasar noventa, ciento veinte minutos de sana diversión, acción vertiginosa, personajes prototípicos (o arquetípicos; a veces es difícil trazar la frontera entre ambos) y argumento ultrasimplificado.
Porque es que, en realidad, los tíos necesitamos muy poco para ser felices.
En serio.
Mein Herz in flammen! |
Y, aunque Tom Cruise ya esté viejales para seguir haciendo de Ethan Hawke, puede que su más que confirmada jubilación de la franquicia no suponga en absoluto la muerte de este estilo de cine que tantos buenos momentos nos ha obsequiado.
De lo cual todos deberíamos alegrarnos.
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