sábado, 23 de marzo de 2024

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (XII + I)

Joder, ¿por dónde empiezo?

Es que mira que me lo han puesto difícil, ¿eh?

¿Por dónde coño empiezo?

Huuuuum.

Pues, mira, empiezo por el final:


Napoleón, de Ridley Scott, como película es un tremendo ñordo y como relato histórico es una nefanda blasfemia. Envueltos en una fotografía y un sonido preciosos, pero ñordo y blasfemia a fin y al cabo.

Mira que es difícil hacer mal una película sobre uno de los tres personajes históricos más veces llevado a las pantallas (los otros dos son, probablemente, Jesucristo y Julio César). Pero, oye, hay que reconocerle el mérito a Ridley Scott: ha pillado una época histórica en la que mal hay que inventar drama alguno, porque con ceñirse a los hechos documentados ya hay más conflicto que suficiente, y un personaje que no necesita adornos, porque su personalidad y biografía le convierten en un coloso que ningún escritor podría haber caracterizado mejor, y, con estos ingredientes que prácticamente le daban la película hecha, se ha currado dos horas y media de grandilocuente SOPOR.

Mira que es difícil fichar a una actriz tan buena como la princesa Margarit... eeeeeh Vanessa Kirby y a un MONSTRUO de la pantalla como Joaquin Phoenix, y darles tremenda MIERDA de papeles, en tremendo FUL DE ESTAMBUL de película que se ve apretando el orto y haciendo muecas de oler un pedo de vegano.

¡Y encima va Toriyama y se muere! ¡Joder, qué racha llevamos!

Sara Sampaio todopoderosa, ¿qué mierda le ha pasado a Ridley Scott? ¿Cómo conciliar al autor de este petardo tedioso, narrativamente dislocado e históricamente perverso con el cineasta genial detrás de Los duelistas, otra película ambientada en la Francia napoleónica, rodada hace 46 AÑOS?

Si no te gusta esta película, no te gusta el cine y punto.

Napoleon es TAN MALA, el retrato que Ridley Scott hace de su protagonista es tan INFAME, que, dada la nacionalidad de su director, cuesta no ver en este largometraje una chovinista actualización de la campaña de desprestigio del más famoso corso de todos los tiempos que, ya en vida de Bonaparte, lanzaron sus enemigos británicos (entre otras cosas, llamándole enano, cosa que, como ya hemos explicado en la bitácora, estaba muy lejos de ser cierto), retratándole como un ridículo gorrino lascivo obsesionado con hacerle guarreridas secsuales a Josefina, pecadooooooorl de la praderaaaaaa.


Joaquin Phoenix, mal dirigido por Ridley Scott, MASACRA a Bonaparte como figura histórica y lo EMASCULA como hombre. Los espectadores que se asomen por primera vez a este personaje a través de la película de Scott podrían llegar a creer que Napoleón era un pagafantas inseguro, un arribista caprichoso y un bragas mediahostia que incendió Europa y se coronó emperador para tener contenta a la viscosa almeja de Josefina. La interpretación ciclotímica de Phoenix, lamentablemente una excepción a su carrera, esas risitas inoportunas heredadas del Joker de Todd Philips y esas perrenchas de púber turbocachondo convierten, en esta producción de Apple TV, a una de las figuras más importantes de la historia occidental en un lastimoso PAYASO. En una parodia hiriente. En un escupitajo a la cara del espectador con un mínimo de cultura general, aunque ya sé que éste cada vez es más difícil de encontrar.

Y no protesto porque crea, como los cabreadísimos espectadores franceses, que no se puede caricaturizar la figura de Bonaparte (la cultura no respeta vaca sagrada alguna). Los hermanos Ibarretxe demostraron cojonudamente bien esa falacia en Sabotage!, una desenfrenada y divertidísima comedia con David Suchet como un cómico Bonaparte y Stephen Fry como un cómico Wellington. Lo que me repugna son las transparentes intenciones que creo intuir detrás de esa caricatura que nos ofrece Scott. En Sabotage! nos invitan a reímos CON Napoleón (también con Wellington; la escena de la bomba, «¡vaya, qué contrariedad!», es simplemente DESPERRECHANTE) mientras que en Napoleón, Ridley Scott nos invita a reírnos DE Bonaparte. Es una distinción nada inocente.

Napoleón no va sobre la Francia revolucionaria. Napoleón no va ni siquiera sobre Bonaparte. Napoleón va sobre el chocho de Josefina. El encoñamiento de Bonaparte por su futura esposa no es que sea la trama principal de la película. Es la ÚNICA trama. Y Joaquin Phoenix aparece más veces copulando como un conejo en celo, y dando vergüenza ajena en esa postura, que comportándose como el estadista y estratega que fue el hombre al que representa en pantalla. El Napoleón de Ridley Scott no despacha con sus consejeros, no recibe embajadores, salvo, que recuerde, una única vez en todo el metraje. Lo que a él le gusta es zambullirse como un merluzo sediento en el acuoso potorro cuarentón de su señora y a ello se dedica durante la mayor parte de la película.
Josefina presentando su dote.

El desempeño de Bonaparte como político y militar queda reducido prácticamente a la nada.

¿El asedio a Toulon? No sucedió así, y, contra lo que sugiere la película de Scott, defendían la plaza un número abrumadoramente mayor de tropas españolas, napolitanas, piamontesas y realistas francesas (15 354 hombres) que inglesas (750). La campaña de Italia, que fue la que encumbró al corso, no se menciona más que en una frase de una carta a Josefina I've already conquered Italy, who surrended without conflict» ¿Mande? ¿Y las batallas de Castiglione, Bassano, Rivoli y el puente de Arcole, en la que el «pequeño cabo» corso estuvo a punto de esmochar? ¿Y la conquista del Piamonte, Lombardía y Venecia?). De la campaña en España, que el mismo Bonaparte consideraba sus horcas caudinas (¡anda que no crujieron franceses nuestros tátaras!) y, con la campaña en Rusia, uno de los factores que precipitaron su caída, ni una palabra. ¿La conquista de Malta? Ni se menciona. La batalla de las pirámides dura diez segundos. ¿La batalla del Nilo, que casi le cuesta a Francia toda su flota? Ni está ni se la espera (por cierto, que a Nelson no se lo menciona en toda la película). ¿Bailén? ¿Trafalgar? Nada. Eso nunca sucedió para Ridley Scott. ¿La batalla de Austelitz? La batalla de Austerlitz, también llamada «batalla de los tres emperadores», fue un quilombo de unas nueve horas y de tal calibre que hay libros enteros y películas larguísimas, como ésta, centradas en ella. Ridley Scott se la ventila en una docena de escenas. Alrededor de cuatro o cinco minutos de película, sin contexto ninguno. Y no, Napoleón no bombardeó deliberadamente el lago helado para que sus enemigos se hundiesen en él, sino que el hielo cedió probablemente bajo el peso de las baterías rusas (después de la batalla se dragó el lago y apenas aparecieron cuerpos sumergidos, y eso que Ridley Scott pretende hacernos creer que palmaron cientos en esas frígidas aguas). Napoleón no lideró una carga de caballería en la batalla de Borodino ni tampoco en Waterloo. Entre otros motivos porque era artillero y porque no debía exponerse al fuego enemigo, que tenía un ejército que dirigir. ¿Las campañas de Prusia, Polonia y Austria? No las conocemos de nada. ¿La Guerra de la sexta coalición? ¿Ein? ¿La batalla de Leipzig, que fue el mayor encuentro armado desde la invención de la pólvora hasta la Primera Guerra Mundial? ¿Lepizig, dices? Oye, a mí de matemáticas nada, ¿eh?
You and me, baby, are nothing but mammals, so let's do it like they do in the Discovery Channel

Que el biopic de uno de los más grandes líderes militares de la historia dedique casi más tiempo a sus lepóridos coitos con su señora que a la planificación y desarrollo de sus batallas ya no es que tenga delito, que lo tiene, sino que resulta hasta sospechoso. El RRRRRRRECORTE abrupto de las campañas napoleónicas, el RRRRRRRESUMEN para millennials de batallas que duraron horas y campañas que duraron meses casi parece delatar la urgencia del director por quitarse de encima todo ese coñazo de uniformes, morriones y mosquetes para volver a lanzar a Bonaparte, priápico perdido, dentro del infértil chumino de Josefina.
(Aunque no sé qué rigor histórico podríamos haber esperado del cineasta responsable de El último duelo. Ha quedado bien claro que a Scott la historia le come sus canosos cojones. Y aunque no sólo pueda estar más que justificado en una obra cultural, sino ser obligatorio tomarse «licencias de autor» sobre hechos históricos conocidos para así hacer de la película un objeto artístico coherente y asequible al espectador —puedes estar bien seguro, oh exquisito lector, que Cómodo no murió como nos sugieren que lo hizo en Gladiator, por poner un ejemplo también de Scott—, las barrabasadas que Ridley Scott le hace a la Historia en Napoleón, lejos de aportar valor narrativo a su largometraje, agravan sus muchas incongruencias narrativas. Y tú, como espectador, no sabes qué carta quedarte. No te están dando rigor histórico y tampoco un argumento medianamente congruente. ¿Qué cojones estás viendo, entonces?).

Los episodios capitales de la vida de Bonaparte se cogen con pinzas o ni siquiera son reflejados en la película. Y los que sí aparecen son maltratados por tan torpe y descabalado uso de la elipsis cinematográfica, que el espectador no puede menos que hacerse la picha un lío. Napoleón se divorcia de Josefina. Se casa con María Luisa de Austria y tiene un hijo con ella. Y todo eso son tres planos 
prácticamente consecutivos. La fecundación y gestación más rápidas de la historia. Hablando de lo cual... ¿dónde coño está la madre? Porque a María Luisa de Austria no la volvemos a ver en todo el metraje.

Vamos a enumerar algunas de las más flagrantes inexactitudes, mentiras descaradas y espectaculares CAGADAS de este engendro indescriptible para que puedas comprender la tortura que nos ha supuesto el visionado de Napoleón, oh paciente y comprensivo lector:

En el momento en que empieza la película, Napoleón tenía veinte años y Josefina veintiséis. Ridley Scott ni se ha molestado en intentar disimular que su actor protagonista es catorce años mayor que su actriz protagonista: Joaquin Phoenix parece el abuelo alcohólico de la princesa Margarit... Vanessa Kirby. Es más, en la secuencia de la boda, dan mal las fechas de nacimiento de ambos. Marie Josèphe Rose Tascher de la Pagerie, nuestra Josefina de toda la vida, nació en 1763, no en 1767; y Bonaparte no nació en 1768, sino en 1769. Josefina era, por lo tanto, seis años mayor que Napoleón.

A María Antonieta le cortaron el pelo antes de guillotinarla (los cabellos cortados fueron quemados para que no se convirtiesen en reliquias para los realistas). Y Napoleón no estaba presente durante su ejecución. Además, aunque es cierto que la reina consorte de Francia había pedido llegar al cadalso vestida de luto por su esposo ajusticiado, en realidad murió vestida de blanco (las autoridades revolucionarias no le permitieron vestir de negro por temor a que despertase simpatías entre la muchedumbre). Otra torpeza imperdonable en Scott: su montaje conduce al espectador a pensar que a María Antonieta le hicieron su última peluquería en 1789, cuando en realidad perdió la cabeza en 1793.

Nadie sabe muy bien cómo Robespierre acabó con un tiro en la mandíbula antes de ser guillotinado. Según algunas versiones, intentó suicidarse. Según otras, fue una mano anónima la que intentó volarle los nefes al siniestro jacobino. Y no, no arrestaron a Robespierre porque los franceses se hubiesen cansado de sus abusos y del Terror que empleaba como arma política, sino porque el Comité se enteró de que el sanguinario jacobino tenía una nueva «lista negra» de enemigos de la revolución a los que acogotar; lista en la que figuraban los nombres de no pocos miembros del Comité.

En la película, Napoleón pone fin a la insurrección realista contra el Directorio, en octubre de 1795, con una simple andanada de cañonazos. En realidad, el combate duró alrededor de un cuarto de hora. Y, por cierto, pero ¿no eran veinte mil insurrectos contra cuatro mil soldados franceses? ¿Por qué en pantalla lucen todos como cuatro gatos mal contados?

Napoleón JAMÁS disparó sus cañones contra las pirámides (ni tampoco contra la nariz de la esfinge, que ya estaba desnarigada antes de que el corso se pasase por allí). Entre otros motivos porque era un enamorado de la cultura egipcia (según algunas crónicas, pasó toda una noche dentro de la pirámide de Keops, de la que salió profundamente conmovido; «si os contara lo que he experimentado, no lo creeríais», se cuenta que dijo), porque los cañones de la época no podían disparar tan alto y porque la batalla de las pirámides tuvo lugar a varios kilómetros de distancia de ellas. Y los enemigos de Napoleón no eran unos menas andrajosos y mal alimentados. Los mamelucos eran un cuerpo de élite del imperio otomano; jinetes disciplinados y muy bien entrenados. Bonaparte tampoco abandonó Egipto y regresó al galope a París, víctima de un ataque de cuernos COLOSAL, al enterarse de que su esposa, allá en Francia, estaba perfeccionando su técnica de ordeño chuminal con su amante, Hyppolite Charles, sino porque, además de que la peste bubónica y un par de derrotas habían causado estragos entre sus tropas, porque el propio Directorio lo llamó de regreso al continente, pues había rumores de una inminente invasión de una Francia sumida en el marasmo político.
(Aunque Bonaparte se dejó convencer por los hijos de Josefina y, finalmente, no se divorció de ella por su infidelidad con Hyppolite, lo cierto es que la relación entre ambos no volvió a ser la misma, la vida conyugal se fue deteriorando, especialmente una vez determinado que Josefina era ya demasiado mayor para concebir un hijo, y, a partir de 1803, los esposos dormían en habitaciones separadas. Napoleón escribiría más tarde que amaba mucho a Josefina, pero no la estimaba. Eso sí, ¡cómo follaba, la condenada!).
No hubo africanos en las tropas francesas hasta 1830. ¿De dónde coño ha salido este señor? ¿Es la casilla de inclusividad racial que había que marcar?
«A mí no me líe, que yo aquí sólo vengo a ganarme el pan».

Queda establecido el consulado, cuya proclamación fue un poco un carajal (eso está bien reflejado en la película), y de repente Napoleón es el Primer Cónsul y los otros dos (Emmanuel Joseph Sieyès y Roger Ducos) meras figuras decorativas. ¿Cómo ha sucedido eso? Tal vez la respuesta para el espectador sin formación histórica esté en ese «corte del director» de cuatro horas que Ridley Scott ha prometido y que, personalmente, en el Paratroopers se nos han quitado las ganas de ver.

Ni una mención a todas las reformas políticas que Bonaparte llevó a cabo y que sacaron a Francia de la mierda en la que estaba sumida: la centralización administrativa, la división jurisdiccional en prefecturas, la creación del Consejo de Estado, la restauración de la Iglesia católica, el código de justicia napoleónico (que consolidaba el principio de igualdad ante la ley, la tolerancia religiosa, la protección de la propiedad privada, la ecuanimidad en la herencia de hijos reconocidos e ilegítimos, y la abolición de los últimos posos del derecho feudal; aunque también limitó los derechos de las mujeres y de los menores y restringió el divorcio)...

Es cierto que Napoleón se coronó emperador a sí mismo (otra traición a los ideales de la Revolución, como el restablecimiento de la esclavitud en Haití), pero a muy poca gente le sorprendió, porque la ceremonia se había ensayado previamente y todos los que debían estar enterados, y algunos que no, sabían lo que iba a pasar.

No. La madre de Napoleón, con la que Bonaparte mantenía una relación que, en el mejor de los casos, se puede calificar de distante (no estuvo presente en su coronación, por ejemplo, pese a que Ridley Scott intente convencernos de lo contrario), no orquestó un polvo adulterino con Eléonore Denuelle de La Plaigne para hacerle crash-testing a la lefa de su hijo. Eléonore Denuelle de La Plaigne sí tuvo un hijo ilegítimo de Napoleón cuando éste seguía casado con Josefina, pero no como resultado de ningún experimento de fertilidad, sino porque así como Josefina le ponía los cuernos a su marido, Bonaparte se los ponía a su legítima y, al menos una de esas veces, cantó línea y bingo en los óvulos de de La Plaigne. El matrimonio entre Napoleón y Josefina fue de conveniencia por parte de ella y de encoñamiento por parte de él (al menos en esto Scott no se engaña). Donde casi todos los historiadores coinciden en señalar que hubo amor verdadero fue en el matrimonio de Bonaparte con María Luisa de Austria, que se mantuvo fiel al Emperador incluso cuando su propio padre le declaró la guerra. Sí, esa misma María Luisa de Austria que en Napoleón entra en escena, tiene un hijo fuera de plano y desaparece de la película para siempre jamás.

Cuando Napoleón llegó a Moscú, la ciudad ya estaba ardiendo por orden del Zar (la doctrina rusa de «tierra quemada» es al menos tan antigua como la propia Rusia). No empezó todo a incendiarse misteriosamente en medio de la noche, como si ninjas eslavos del espacio exterior anduviesen por ahí corriendo con una caja de cerillas.

Cuando se evadió de Elba, Napoleón sabía perfectamente que Josefina había muerto. No abandonó la isla para reencontrarse con el vicioso potorro de sus sueños pajilleros. La motivación venérea de Bonaparte para regresar a Francia es, además de radicalmente falsa, humillante.

Napoleón y el duque de Wellington JAMÁS-SE-CONOCIERON-EN-PERSONA-NI-CHARLARON-CARA-A-CARA-¡HOSTIA-YA!

Y, por último, Napoleón no la palmó de repente, sentado a la mesa del café, sino tras un cáncer de estómago que, en sus fases finales, lo mantuvo postrado varios días. Bien es cierto que la autopsia determinó que en su cabello se habían depositado cantidades anormalmente elevadas de arsénico. Ya entonces se difundieron rumores de que los británicos lo habían envenenado e incluso hay autores que culpan del óbito al gusto de Bonaparte por el color verde, que en aquellos años se obtenía de una mezcla de cobre y arsénico, que ya te digo yo que bueno para la salud, lo que se dice bueno, no es. Y Napoleón no sólo ordenó pintar las habitaciones de su prisión de este verde, sino que también usaba casacas del mismo pigmento venenoso.

En resumen: ay, Sara Sampaio tres veces santificada.

Mira que ha habido actores que han representado a Napoleón de todas las maneras posibles (Albert Dieudonné, Pierre Mondy, Daniel Gélin, Marlon Brando, Christian Clavier, Armand Assante, Rod Steiger, Phillipe Torreton, Charles Boyer...) y directores que han aportado su visión personal sobre el «pequeño cabo» corso (era el sueño dorado de Kubrick, que llegó a acumular una de las mejores bibliotecas privadas sobre Bonaparte pero no logró financiación y acabó haciendo Barry Lindon, que parece igual pero no es lo mismo). ¡Si hasta ese Harvey Keitel derrotado, solo y melancólico al final de Los duelistas podría muy bien representar a Napoleón en Santa Elena! Pues nada. Que no hay manera. Que Ridley Scott no se ha leído una puñetera biografía de Bonaparte en toda su vida y su carrera como realizador sigue en la mierda desde, como mínimo, Marte (la menos Ridley Scott de todas las películas de Ridley Scott).

¡Ay, Sara Sampaio Dominátrix mía! ¿Dónde ha ido a parar el director de Alien, Blade Runner y Black Hawk Derribado?

Y no, Ridley. Te pongas como te pongas, si tus últimas películas son una puta mierda, la culpa no puede ser de todo el mundo menos tuya.

Ahí queda eso. Me voy a lavarme los ojos con vídeos de la dulce gomorriana Riley Reid.

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