viernes, 17 de noviembre de 2023

La falacia de asociación

Acabo de ver la película que, todavía hoy, a cinco meses de su estreno en Estados Unidos, casi toda la prensa mundial sigue intentando destruir.

Y estoy muy preocupado.


La historia de los problemas de Sound of Freedom es, no te quepa duda, amado lector, mucho más interesante que la película en sí. Involuntario instrumento de propaganda arrojado contundentemente por extremistas de ambas orillas del espectro ideológico a las cabezas del adversario, lo que es una peliculita relativamente menor que no desentonaría en una sesión de tarde de sábado en Antena 3 se ha convertido en un fenómeno mundial, extraordinariamente exitoso, muy a pesar de todos los medios de comunicación que, incluso antes de su estreno, pusieron todo el músculo para alienarla.

Sound of Freedom está inspirada en un personaje real: Tim Ballard, ex agente del Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, que renunció a su trabajo para irse por su propia cuenta a Colombia a rescatar niños secuestrados por una red de tráfico sexual de menores y, más adelante, fundó la ONG OUR (Operation Underground Railroad, nombre inspirado, suponemos, en el Underground Railroad que, antes de la abolición, rescataba esclavos fugados de los Estados sureños de Estados Unidos y los ayudaba a llegar al norte) para continuar esa labor.
El auténtico Tim Ballard.

La historia que nos cuenta Sound of Freedom es precisamente la epifanía del personaje de Ballard, interpretado en la pantalla por un Jim Caviezel conmovedor pero malamente caracterizado con el tinte rubio más barato del Mercadona. Tras arrestar, en el transcurso de una vigilancia, a un pedófilo estadounidense, Ballard queda horrorizado por las escenas de abusos que encuentra en sus archivos y, padre él mismo de medio equipo de fútbol de hijos, no puede evitar empatizar con los padres cuyos niños han caído víctima de esa red.

Forzando un poco la mano de su jefe, Ballard, que no puede quitarse de la cabeza las horrendas imágenes que ha reunido como pruebas durante el arresto del pedófilo, consigue autorización para montar una pequeña operación paralela. Ballard no soporta la idea de que haya niños separados de sus padres y sufriendo a manos de sus abusadores. Hombre de profundas convicciones religiosas, no puede evitar abstraerse a la idea de que Dios le ha permitido asomarse a ese infierno por alguna razón. Ballard consigue autorización para montar, en la frontera con México, la operación de rescate de un niño explotado por la red que acaba de descubrir. Y lo consigue. Arrestan a otro pederasta norteamericano y liberan a Miguel, un niño secuestrado meses antes en Latinoamérica. Tal vez el jefe de Ballard confiaba en ofrecerle un poco de paz de espíritu a su subordinado permitiéndole devolver a un niño abusado a casa.

Pero ese niño tiene una hermana, Rocío, que fue secuestrada al mismo tiempo que él. Y antes de separarse, su hermanita le dio como amuleto una medalla de la capilla de San Timoteo (suponemos que sea San Timoteo de Éfeso). Timoteo. Timothy. Tim. Ballard, imbuido del pensamiento mágico de los creyentes, poco menos que considera esa coincidencia una señal divina. Maniatado por la legislación estadounidense, que le niega autoridad alguna para investigar en el extranjero crímenes, por nefandos que sean, a menos que estén cometidos o padecidos por gringos, Ballard renuncia a su trabajo (su propia esposa, interpretada en la pantalla por la excelsa Mira Sorvino, represaliada en su día por negarse a chupársela al infame Harvey Weinstein, poco menos que se lo exige) y, con la ayuda de un patrocinador privado, Pablo, y algunos contactos tanto entre la policía como en el mundillo criminal colombiano, entre ellos Vampiro (Bill Camp), un antiguo lavador de dinero del narco, monta su propia operación privada de rescate de niños.

Las estrategias de Ballard y sus compañeros para encontrar la pista de Rocío, las pequeñas victorias agridulces (en una encerrona para pederastas rescatan a cuarenta menores, ninguno de los cuales es la hermana de Miguel), la sensación de redención cuando los Servicios Sociales vienen a hacerse cargo de los pequeños que Ballard, Vampiro y Pablo acaban de liberar, y aquellos niños violados, prostituidos, sabiéndose ya de camino a casa, vuelven a ser niños y juegan, y cantan, y ríen (el «sonido de la libertad», dice Vampiro a Ballard al oírlos), sólo reafirman a Ballard en su obsesión: no parará ante ningún obstáculo para devolver a Rocío con su padre y su hermano.

Joder, Recristo, qué panzada de llorar me he echado con esta puta película.

Sound of Freedom es hermosa. Sound of Freedom es desgarradora. Sound of Freedom es esperanzadora. Sound of Freedom es oscura. Sound of Freedom es catártica. Sound of Freedom es una de las películas más entretenidas y conmovedoras que he visto en mucho tiempo.

Y me importa tres puntas de carallo si decir, con mi santo papo, que esta película me ha gustado, que esta humilde producción de 15 millones de presupuesto me ha parecido mejor escrita, dirigida, producida, sonorizada, fotografiada y musicada que el 99,99% de los estrenos de los grandes estudios que he visto este año; me convierte en automático reo de ultraconservadurismo, fanatismo religioso y supremacismo blanco para una jauría de deficientes morales y lisiados intelectuales.

Porque sí, oh, probo lector, por arte de birlibirloque de la politización castrante y el fanatismo ponzoñoso que caracterizan el diálogo cultural contemporáneo, no ya decir que te ha gustado, como yo acabo de hacer, sino simplemente ver esta película, puede pintarte una diana en la frente o coserte una letra escarlata en la ropa. Porque en las tinieblas de los abismos de estulticia desde los que gritan algunos de los más ignorantes, cobardes y miserables periodistas culturales que ha parido jamás hiena alguna, hacen parecer posible esta alucinada e incomprensible alquimia por la cual, si lees ciertos libros, ves ciertas películas o escuchas cierta música, estás haciendo una declaración de valores que te coloca, automáticamente, en las trincheras del enemigo a destruir en esta batalla cultural que no cesa.

¿Y esto a qué es debido?

A correlaciones tan risibles que darían mucha piedad, si no diesen tanto miedo. A acusaciones con escaso o ningún fundamento que se presentan como simulacros de argumentos.

Sound of Freedom es considerada, por algunos, como una película contaminante, un papel reactivo útil para detectar a fanáticos de turboultramegaderecha (como paso previo a ponerlos en una lista negra, sospecho). ¿Por qué? Porque ya no se estudia Filosofía en los institutos, ni hay profesionales en las redacciones, ni puedes aprobar la carrera de Periodismo sin que te extirpen la glándula de la integridad y el ganglio de la vergüenza ajena, y porque la mayoría de la gente dispuesta a comulgar con tremenda rueda de molino sin agujero no sabe lo que es una Falacia de asociación.

Leer las presuntas críticas cinematográficas de Sound of Freedom es mejor que el aceite de hígado de bacalao.

Lo juro.

Cinemanía la trata de «controvertida» y afirma que la película ha sido muy criticada «por divulgar teorías de la conspiración como QAnon», algo que Sound of Freedom no hace. En ningún momento. Aunque sí es cierto que a Jim Caviezel se lo ha asociado con la difusión de esas teorías
(asociación más que justificada, afirmo).

Y, claro, como alguien ha asociado al actor protagonista con la difusión de las teorías de QAnon, para algunos indocumentados que vuelcan su ignorancia en letras de molde o en las redes sociales, Sound of Freedom TIENE que ser, forzosamente, una película de propaganda sobre QAnon. Que, insistimos, no lo es.

Falacia de asociación.
El Tim Ballard de mentirijillas. Y más badass que el original.

Y, como el propio Caviezel es un fervoroso (hay quien diría fanático) cristiano, y la película está distribuida por los mormones de Angel Studios, y como Mel Gibson, él mismo un conocido fundamentalista cristiano, la ha recomendado; para esa misma reata de deficientes mentales que confunden el culo con las témporas, Sound of Freedom DEBE ser, por cojones, propaganda fundamentalista cristiana.

Que no lo es.

Falacia de asociación. Otra vez.

La crítica de Miles Klee para la Rolling Stone'Sound of Freedom' Is a Superhero Movie for Dads With Brainworms», «Sound of Freedom es una película de superhéroes para papás con parásitos cerebrales») es un perfecto ejemplo de la reacción chillona e histérica que Sound of Freedom provoca a algunas personas. Esta crítica podría ser tan cínica y cáustica como lo permita el lenguaje. En vez de eso es REPULSIVA. El subtítulo ya deja bien claras las intenciones de su autor: «El thriller, salpicado de QAnon, sobre tráfico de menores está diseñado para apelar a la conciencia del boomer conspiranoico». ¿Cómo se puede escribir con tamaña desvergüenza? Una vez más: Sound of Freedom no hace propaganda de ninguna conspiración, ni, repetimos, alude ni siquiera a las alucinadas acusaciones de los creyentes en QAnon. Es un thriller policial sencillo, pero apasionante, con todas las convenciones que cabe esperar en el género (es realmente una desfachatez por parte del director intentar vendernos que es posible meterse, a pecho descubierto, en un campamento de la guerrilla y llevarse a un niño sin que te detecten) pero que el espectador acepta en nombre de la «suspensión de la incredulidad» y en aras a obtener la catarsis que tanto necesita después del peaje emocional que el largometraje se ha cobrado en él.

Repetid conmigo, niños: no hay nada, ABSOLUTAMENTE NADA alusivo a QAnon en Sound of Freedom. No hay ni una línea de diálogo ni un plano que aluda a orgías sexuales pedófilas y rituales satánicos organizados por las élites mundiales y los dirigentes del Partido Demócrata, ni tampoco a la extracción en vivo del misterioso y mítico adrenocromo a esos mismos niños. Y cuando esas teorías son lo bastante poderosas como, por ejemplo, decidir a un completo descerebrado a asaltar una pizzería en Washington en 2016, deberíamos andarnos con muchísimo cuidado a la hora de hacer señalamientos.

(La primera vez que leí algo sobre el adrenocromo fue en Miedo y asco en Las Vegas de Hunter S. Thompson. Desde entonces nadie ha sido capaz de reproducir los presuntos efectos estupefacientes que Thompson le atribuye en su libro, que no sabemos muy bien bajo la influencia de qué sustancias lo escribió).
«¡No pueeeeeedooooooooorl!»

La cantidad de QAnon que puedas encontrar en Sound of Freedom, si puedes encontrarla, es homeopática. Diga lo que diga Lo País. Pero la mera mención en el largometraje a un grupo de trata infantil organizada ha sido cuanto necesitaban los defensores de la conspiración para proclamar la película como poco menos que una evidencia más de la existencia de esa cábala pedófilo-satánica-drogadicta. En fin, anormales te los puedes encontrar en todas partes.

El problema es que, en el clima de intolerancia ideológica y narcisista ceguera actuales, ver salir cualquier cosa por la boca de tu adversario político es motivo suficiente para desacreditarla y corromperla. ¿Esta película gusta a los trumpistas y a la Alt Right? Entonces es mala para cualquier persona que se considere a sí misma de izquierdas. Y todo aquel que vea Sound of Freedom, que la publicite o que le guste tiene que ser un trumpista y un ultraderechista también.

Falacia de asociación. Y van tres.

Ahora imagínate el pasmo de todos esos aplatanados pigmeos culturales, autosugestionados por el espejismo de que Sound of Freedom es un instrumento de propaganda de la derecha más derecha de toda la derechidad, cuando la película dirigida por el mexicano Alejandro Monteverde se puso en 100 millones de dólares de recaudación. 100 millones que nunca habría recaudado, estoy seguro, si los gilipuertas de la extrema izquierda papanatas y con pronombres no le hubiesen hecho, de gratis, la campaña de promoción, señalándola como un título pernicioso, peligroso, amenazador seductor, como todo lo prohibido.
(Ya se ha puesto es más de 240 millones, mientras escribo esto, a partir de un misérrimo presupuesto, recordemos, de 15 millones).

Y la misma gente, cualesquiera que sea su ideología, que pone los sentimientos por encima de la razón y las falacias por encima de las pruebas, sigue defendiendo todas y cada una de las soplapolleces alusivas a Sound of Freedom que respaldan su discurso prefabricado. Y por más fuerte que grite el productor, Eduardo Verástegui, que no, que por supuesto que Disney no ha intentado censurar la película, no logrará convencer a todos los aturdidos que ya han tomado su decisión sobre qué es y qué debería ser verdad.

La explicación del retraso en el estreno de Sound of Freedom es mucho más prosaica que conspiración alguna: la cinta iba a ser distribuida por 21st Fox Films, pero quedó pillada en tierra de nadie cuando Disney adquirió la división de cine de Rupert Murdoch en 2019. ¿Iba a encontrarle la Casa del Ratón encaje en su catálogo de princesas y animalitos cantarines a esta cinta desgarradora? Ni madres. Con un poco de diplomacia, Verástegui consiguió recuperar los derechos del largometraje y empezó un peregrinaje por los estudios, buscando nuevo distribuidor. Ni Lionsgate, ni Netflix, ni Amazon quisieron tocarla ni con un palo (ahora mismo se deben estar arrepintiendo), y finalmente fueron Angel Studios, de Utah, los que se hicieron con los derechos de distribución.

Con estos mimbres, no te sorprenderá que tanto a los detractores de la película como a los que la jalean como una denuncia de la conspiración QAnon se la pongan dura los pequeños escándalos que rodean o tocan tangencialmente a Sound of Freedom. Los unos porque creen que la desprestigian. Los otros porque refuerzan sus sospechas de que existe una conjura para desacreditarla, promovida por... a ver si lo dices tú, querido lector.

En el apartado de las polémicas relacionadas con Sound of Freedom cabe mencionar que Tim Ballard lleva desde principios de este año, apartado de su propia organización con motivo de unas gravísimas acusaciones de acoso sexual. En ese plano, las acusaciones que se le han hecho a Ballard y a OUR de redondear al alza el número de niños rescatados, o, directamente, de haberse inventado toda la historia que cuenta Sound of Freedom casi parece pellizco de monja. También se ha atacado a Verástegui, tildándolo a la vez de homófobo y de hipócrita gay clandestino según de dónde sople el viento, pegándole la etiqueta de ultra religioso antiabortista y, probablemente, también acusarlo de darle la cocaína al toro que mató a Manolete. Falacia ad hominem para, de nuevo, atacar Sound of Freedom mediante una falacia de asociación. La moralidad, o ausencia de la misma, de Tim Ballard, su presunta conducta delictiva, en caso de que sea certificada por la investigación en curso, las preferencias sexuales de Verástegui, siempre que las ejercite con adultos y bajo previo consentimiento, sus creencias religiosas, las del actor protagonista o las de Mel Gibson, y cualquier otro de los imponderables de la gente implicada en la producción de esta película no pueden ser empleadas como argumento para atacar Sound of Freedom sin producir sonrojo y confesar la propia impotencia.

Y mira que Sound of Freedom tiene frentes por donde se la puede cuestionar como obra cultural. La actuación de Jim Caviezel, por ejemplo, es casi autista y, comparada con la de los actores niños, Lucas Ávila y Cristal Aparicio (¡joder, qué pedazo talentos! ¡La firgen, qué dos actorazos en tamaños tan pequeñitos!), deleznable. La película es innecesariamente larga (más de dos horas para un argumento que se puede contar sin prisas en noventa minutos). El retrato de algunos personajes (estoy pensando en esos mugrientos, analfabetos y sudorosos guerrilleros comunistas), es infamantamente racista. Las creencias religiosas del protagonista están pobremente integradas en la trama y casi parecen un McGuffin accidental. La crítica de Sound of Freedom, como la de toda película, debería centrarse en sus características cinematográficas. ¿Está bien dirigida o parece que la haya firmado uno de esos mercenarios maniatados por las decisiones de un comité? ¿La fotografía está ajustada a la acción mostrada en cada escena y cada plano o han contratado a Zack Snyder? ¿Y los escenarios? ¿Son realistas y apropiados? ¿Y el trabajo de actores? ¿Y el montaje? ¿Y el sonido? ¿Y la música?
Si no me la echan a perder, esta chiquilla va a llegar lejos en el cine.

En la facultad me enseñaron que no puedes aprovechar un comentario de texto para contestar una pregunta, sea cual creas que sea la pregunta que plantea ese texto. El comentario de texto debe ceñirse al texto en sí, como la crítica cinematográfica debería ceñirse a la película objeto de la misma, pero muchos mal llamados periodistas han arremetido como juggernauts hasta el escroto de anfetas contra Sound of Freedom porque un puñado de señores de mentalidad conservadora la han defendido, viendo en ella un reflejo de sus propias neuras. Por la misma regla de tres deberíamos quemar todas las copias de todas las películas de Polanski, conocido pedófilo, y empezar cualquier alusión a un título de Kubrick señalándolo como maltratador machista por las que le hizo pasar a Shelley Duval durante el rodaje de El resplandor, que, por si no lo sabes, fueron las de Caín.

Madre de Sara Sampaio Dominátrix. ¡La que estamos liando!

¡Quién me diría a mí que, en pleno siglo XXI, ver una película se convertiría en un acto político!

sábado, 4 de noviembre de 2023

El techo de cristal: «Todos pisamos mierda de vez en cuando»

«Obedece siempre a tus padres... cuando estén delante».

«No hay nada más triste que un joven pesimista, salvo un viejo optimista».

«Todo lo bueno le llega a los que esperan y no mueren entretanto».

«No debemos hacer nunca nada malo cuando alguien nos está mirando».

«Nací siendo modesto, pero no me duró».

Así los tenía Dickens.

Mark Twain era famoso por la ocurrencia, el ingenio, la verbosidad de sus frases espontáneas.

Nos ha jodido, el abuelo. Claro que se le daba bien las frases improvisadas. ¡Se pasaba horas ensayándolas!

De la misma manera que algunos elementos de la kulturkampf que está corroyendo los ya apolillados cimientos de esta Europa que diseñó los planos de todas las civilizaciones modernas memorizan y perfeccionan sus eslóganes vacíos y sus lemas falaces, sustituto de todo diálogo y comunicación digna de tal nombre. Porque memorizar es el máximo esfuerzo que están dispuestos a hacer aquellos a quienes fatiga incluso la mera perspectiva de razonar.


Memorizar aforismos ahorra a algunos el doloroso trance de pensar.

Y, en el mundo de la cultura, copiar los lemas, los temas, los tipos humanos y las situaciones que otras personas, exhaustas ante la mera idea de pensar, han presentado en sus obras como sustituto a un argumento interesante, unos personajes creíbles y atractivos, una historia

Por eso (repetición del Argumento Estándar de Paratroopersdon'tdie™ Nº 28 352) la mayoría de los productos culturales actuales, muy especialmente los de los grandes grupos abocados a una hipócrita campaña de Relaciones Públicas al gusto de los snowflakes chillones de twitter, son, además de indistinguibles unos de otros, de una superficialidad infantil y una calidad antípoda.

Porque hacer un largometraje genuinamente feminista, una novela que sea indiscutiblemente una denuncia del racismo o una serie de televisión que presente a los homosexuales con dignidad y respeto, en vez de como vergonzantes estereotipos, requiere un mínimo conocimiento de la naturaleza humana, unas elementales nociones sobre construcción de historias, o sea sobre narración, un dominio más que accidental de las herramientas de tu oficio y sobre todo unas gotitas de ese fascista concepto del esfuerzo.

Las buenas historias son el medio perfecto para transmitir los mensajes importantes. Los buenos narradores saben comunicar sus consignas sin que apenas se les note, porque estás atrapado por la narración, enamorado o preocupado por los personajes, hipnotizado por el drama.

Cuando las ideas se ponen al servicio de la historia, si la trama está bien escrita y los protagonistas son sólidos, el mensaje cala.

Cuando la única historia es el mensaje («el hombre blanco, caca», «la heterosexualidad es un error», «las mujeres sufrimos más, siempre, en todas parte, y merecemos un trato especial por eso», «el capitalismo es malo, malo, malo», «HAMÁS ha hecho bien matando judíos inocentes, violando niñas y decapitando bebés. Free Palestine!»), la trama se estrella y se hace mierda contra el suelo.

El «Techo de cristal», como las «frases espontáneas» de Mark Twain, es una de esas falacias que llena la boca a las feministas desinformadas y a sus aliades con ansias lupinas de meterla en un potorro sin depilar. Una frase que mantiene los prejuicios de quienes la utilizan a salvo de la evidencia, a resguardo de la verdad y protegidos de la inteligencia. Según esa alucinada idea, existe una solapada conjura de hombres blancos, heterosexuales y carnívoros que impide el ascenso profesional de las mujeres de una organización por encima de cierta jerarquía. Sería un tipo de discriminación rabiosamente machista (porque ya sabemos por esos mismos teóricos del feminismo postmodernos que absolutamente TODOS los hombres desprecian y odian a absolutamente TODAS las mujeres) diseñado para impedir que accedan a puestos decisivos seres humanos con útero, porque al parecer eso es importantísimo para la perpetuación de nuestra sociedad materialista, heteropatriarcal, blanca y cojonífera.
(Eh, eh, eh, eh, eh, enfunda ese bate de béisbol. Aquí no estamos diciendo que no exista el susodicho Techo. Lo que decimos es que atribuirlo a un único factor es reduccionista y anticientífico. Si eres de los que oye la expresión «Techo de Cristal» y empieza inmediatamente a gritar «¡Machismo! ¡Paridad obligatoria en las juntas directivas ya!» va siendo hora de que te enteres de que eres un poquito gilipollas).

Con todos estos antecedentes, y teniendo en cuenta que la película salía de las cloacas de Netflix (estercolero de estulticia cultural e indigencia cinematográfica en el que brillan algunas escasas, si bien exquisitas perlas, porque hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces diarias), no me esperaba gran cosa de Fair Play, de Chloe Domont, directora de cuya existencia acabo de enterarme, pero el tráiler me pareció atractivo y a por lo menos dos de los actores protagónicos estaba más que dispuesto a concederles el beneficio de la duda. A Alden Ehrenreich ya lo conocía por Han Solo. Una historia de Star Wars, película que ya sé que se supone que debería odiar visceralmente, pero que, con todos sus defectos (entre ellos intentar reemplazar al ya viejuno y pelín cansado Harrison Ford, orgánicamente ligado al personaje), me gustó lo bastante para absolverla de sus pecados más obvios; de Eddie Marsan, eterno secundario, raras veces protagonista, me gusta todo lo que he visto (La verdad duele, The Gentlemen, Ray Donovan, El virtuoso, la serie de Jonathan Strange y el Señor Norrell...) y a Phoebe Dynevor acabo de descubrirla ahora mismo porque, lo admito, ni he visto ni me interesa lo más mínimo Los Bridgerton por la absurda africanización forzosa y formularia de algunos de sus personajes pero fundamentalmente porque los terribles sufrimientos de los niños pijos de cualquier época me comen mis proletarios cojones. Pero después de ver a Dynevor en Fair Play tal vez me decida a darle una oportunidad a ese repugnante artefacto de propaganda racista. ¡Joder, qué pedazo de actriz! ¡Menuda presencia en pantalla! ¡Qué aplomo! ¡Qué registros! ¡Qué creíble es, la jodida!
Además de un bellezón.

Fair Play nos presenta a los personajes de Emily (Dynevor) y Luke (Ehrenreich), empleados de One Crest Capital, una firma de inversión de alto riesgo dirigida por Campbell (Marsan). La clase de empresa turbocapitalista que hace a diario tratos por millones de dólares que arruinan países enteros y donde se premian el egoísmo, la codicia, la ausencia de empatía, el frío cálculo materialista. ¿Eres un hijo de puta sin familia ni sentimientos dispuesto a trabajar veinte horas diarias para hacer todavía más billonario a tu jefe y ganar otro cochino dólar en comisiones? Aquí está tu casa, colega. ¿Tienes la más mínima flaqueza humana o haces un par de malos tratos? Te vas a la puta calle y olvídate de ponernos de referencia, porque como llamen para informarse de ti no vuelves a encontrar laburo en el sector, chavalín.

Además de compañeros de oficina, Emily y Luke viven un romance prohibido, pues la política de Recursos Humanos de la empresa prohíbe con carácter expreso las relaciones sentimentales entre empleados. Sus familias ya están más o menos enteradas de su relación clandestina (la película empieza con Luke presentando a Emily a algunos de sus parientes en el transcurso de la fiesta nupcial de Theo, el hermano de Luke), pero, para sus jefes y compañeros de trabajo, Emily y Luke no son más que colegas. A nadie en OCC se le ha ocurrido sospechar siquiera que la pelirroja cañón y el analista moreno comparten apartamento y chingan en la misma cama de Ikea con la jocunda irresponsabilidad de dos jóvenes enamorados.

Emily y Luke son jóvenes, guapos, encantadores y felices, a pesar de las mil artimañas a las que se ven obligados a recurrir para mantener en secreto su relación. Tan felices que Luke propone matrimonio a Emily (mientras le estaba comiendo el chichi en el váter y a ella le baja de golpe el tomate y le pringa la cara de sangre menstrual. En fin, querido lector: no juzgues; a cada uno nos ponen románticos cosas diferentes).

Pero la felicidad de Emily y Luke no dura mucho tiempo, o no habría película.
¡Qué bonito es el amor! (Sobre todo en primavera).

Quinn (Jamie Wilkes), el jefe directo de Luke y Emily es despedido. No se lo toma bien (de hecho abandona OCC entre dos malencarados señores de Seguridad), pero ahora mismo eso no importa. Lo que cuenta para el drama es que ha quedado libre un puesto intermedio de dirección. Luke, naturalmente, quiere ese puesto. Como todos sus compañeros. Una conversación casual, oída accidentalmente por Emily, hace creer a ambos que la cosa ya está hecha. Que es cuestión de días que Campbell, el mandamás de One Crest, lo proclame su elegido. 
Y Emily se alegra. Porque ama a Luke y, a través del filtro rosa de sus sentimientos, no sólo le cree más que capacitado de desempeñar dignamente el trabajo de Quinn sino que desea que triunfe, porque le ama, porque todos queremos lo mejor para nuestros seres queridos. Nuestra parejita protagonista celebra por anticipado el ascenso de Luke. Bebiendo. Y copulando.

Pero... justo después del polvo de celebración del ascenso de Luke, que nuestra parejita feliz da por hecho, Emily es convocada a una reunión privada en un bar, en plena noche, y el mismísimo Campbell le anuncia quién va a ocupar la vacante dejada por Quinn: ella es la elegida, no su novio Luke.

Puesto al corriente de las novedades, Luke, naturalmente, dice que se alegra por su prometida.

Pero, por supuesto, es mentira, o no tendríamos película.

Las razones que Campbell argumenta para ascender a Emily no pueden ser más pragmáticas: es una buena empleada. Es ambiciosa. Ha empezado desde abajo y subido hasta su actual puesto a base de trabajo duro y decisiones acertadas. Todo lo ha logrado con su dedicación y esfuerzo. Lleva ya dos años en una compañía en la que pocos empleados siguen en nómina pasados tres años. Es inteligente. Tiene talento. Toma buenas decisiones. Hace ganar dinero a la empresa ("You made half the big calls last quarter alone", «La mitad de las ganancias del último trimestre las aportaste tú», en una traducción propia un poco osada para hacerla comprensiva al lector no anglófono).

Campbell sabe que Emily ha estado caminando cuando puede volar.

Campbell quiere que Emily empiece a volar.
(Porque eso le va a hacer ganar volquetes de pasta).
Y por eso le confía el puesto de Quinn. Lo que provoca los celos de Luke, que siempre ha creído que él lo merece más y empieza a pensar que lo que su novia debería recibir, en vez de un ascenso, es una toña como las del Bebé que da hostias como panes.

ESTO, señor@s de cabello arcoiris y mochaccino de soja, es lo que yo entiendo por UNA HISTORIA FEMINISTA.

A Emily no le dan el puesto de su jefe directo para cubrir una cuota, sino porque es COMPETENTE en su trabajo y ni Techo de Cristal ni coños a la vinagreta. Campbell no asciende a Emily porque una ley ultrafeminista con extra de flequillo morado escrita por algún comité de analfabetas supinas le obligue a tener un porcentaje de mujeres en los puestos de gestión de One Crest Capital ni tampoco, sabrosa y agradecida novedad, porque quiera frungírsela a toda costa, sino porque Emily SE LO MERECE: porque es inteligente, despierta, ambiciosa, competente y HACE GANAR DINERO a su empresa. Campbell no le exige a Emily más de lo que le exigía a Quinn y tampoco menos, sino EXACTAMENTE LO MISMO: dar el cien por cien en el machito, poner el trabajo y las relaciones laborales por encima de todo lo demás, estar dispuesta a trasnochar y echar todas las horas extra que haga falta sin quejarse, responsabilizarse de sus errores (como cuando pierde millones por un perezoso análisis financiero de Luke y, con una pirueta casi suicida, logra recuperarse) y poner el beneficio de la empresa por delante de cualquier otra consideración, renunciar prácticamente a su vida privada y sentimental y consagrarse por entero a One Crest Capital.

Porque a esos niveles y en ese sector profesional, si a las tres de la madrugada no estás preparado para hacer una llamada que le va a suponer a tu firma un millón de dólares de beneficio, estás muerto; si no le coges el teléfono a tu jefe un domingo a medianoche, tu jefe no te va a llamar más, ni a confiarte responsabilidad alguna, ni a respetarte como empleado. Porque para no ya prosperar, sino simplemente sostenerte, en el despiadado mundo de las altas finanzas, tienes que estar dispuesto a renunciar a todo: una familia, vacaciones, amigos, días libres, cualquier distracción o lealtad ajena a la empresa. Si no te pone cachondo la idea de subirte a un avión en Londres para participar en una reunión estratégica de ocho horas de duración en Berlín, salir de esa reunión y subirte a otro avión para participar en otra reunión en Tokyo; si no estás dispuesto a pisarle la garganta a tu compañero de mesa, robarle los clientes, joderle una venta para subir medio milímetro en el escalafón de la empresa o ganar un cochino maravedí más, ésto no es para ti, y punto.
(¿Que por qué querría nadie vivir así? Porque hay gente que valora el éxito por encima de todo y está dispuesta a pagar lo que cuesta la entrada en ese mundo. No hay ningún misterio).
«¡Quiero mis trienioooos! ¡Me quejaré al sindicatooooo!»

Naturalmente, desde el momento en que Emily consigue su ascenso empieza a sentir la presión que el nuevo cargo conlleva. Aparecen los típicos lameculos. Surgen los previsibles e inevitables rumores fruto de la envidia, con el giro sexista que cabía esperar al ir destinados a un personaje con vagina: que si la han ascendido porque seguro que la chupa de cine, la muy puta. Que a ver por qué le han dado el trabajo a la pelirroja, cuando yo estoy muchísimo más capacitado. ¿A quién se estará crujiendo, la muy engreída? En fin, nada que Emily no se esperase (y si no se lo esperaba no es tan inteligente como demuestra serlo en otros momentos del metraje). Puede que ni siquiera sea nada que Emily no pudiese soportar...

...de no convertirse Luke, el guapo, joven, encantador pero ya no tan feliz novio de Emily y ahora subordinado suyo en One Crest Capital, en su mayor problema.

Luke no se ha tomado nada bien el ascenso de su prometida.

NADA.

PERO.

NADA.

BIEN.


Luke cree que el ascenso de su novia es injusto. Que él se merecía el puesto de Quinn. Que trabaja tanto o más que Emily, que es tan inteligente y tiene tanto talento como ella. Que debe haber alguna razón inconfesable, algún motivo oculto por el cual Campbell ha preferido a Emily. Tardará algunos minutos de metraje desde la revelación del ascenso de su prometida en verbalizar sus objeciones, pero está furioso, desengañado, perplejo, y va acumulando su frustración como vapor en una olla a presión. Emily trata de amansarlo. Le da trabajo. Promete aprovechar su nueva posición para promocionarlo en cuanto haya un hueco libre. Toma decisiones empresariales basadas en sus recomendaciones aunque sus jefes directos le recomiendan andarse con ojo.

Y pierde dinero. Porque, en realidad, el joven, guapo, encantador y feliz novio de Emily es un mierda seca completamente autoengañado acerca de su propia valía como analista financiero, un incompetente que le hace un roto a la empresa y al que Campbell todavía no ha despedido porque le dio trabajo como favor a un amigo y está esperando a que Luke se resigne a la evidencia de su mediocridad y se largue de One Crest por su propio pie. Porque hasta enseñarle el camino de la puerta es un privilegio que un empleado insulso como Luke no merece del zar de OCC. Luke es una masa crítica de incompetencia e inseguridades a punto de hacer explosión. Compra un carísimo curso de «conviértete en un puto macho alfa en diez lecciones» con la esperanza de que le convertirá en el Gordon Gekko que se ha convencido a sí mismo que es. Atribuye su estancamiento en la empresa a una conspiración interna, la posición de la luna en Piscis, el apetito de las ocas sagradas, la marca de espuma de afeitado con la que Riley Reid se rasura los labios mayores, la masonería internacional, una maldición vudú, Spectra, el Partido Animalista o cualquier otro agente externo salvo a su propia incompetencia.
Si buscas en Google «masculinidad frágil» te sale su foto.

El joven, guapo, encantador y feliz Luke es un celoso, inútil, rencoroso y necio gilipollas que cree que puede tener lo mismo que ha conseguido Emily haciendo el mínimo esfuerzo; un cagapoquito que reverencia y se humilla ante Campbell, el despiadado psicópata que dirige One Crest Capital, pero no está dispuesto a hacer los mismos sacrificios que él. Que no es capaz de admitir que es una rémora para su novia y su empresa. Un empleado gris y prescindible de OCC. Que su trabajo podría hacerlo un mono amaestrado. Que Emily tiene el talento, el carácter y la motivación para medrar en la empresa, para llegar hasta la cima, mientras que él carece de cualquiera de esas cualidades.

Emily resuelve la cagada de Luke, recupera con una temeraria inversión los 25 millones que OCC ha perdido porque Luke, en vez de hacer bien su trabajo de analista, se ha limitado a saltar por la misma ventana por las que saltaban todos los demás con la esperanza de que hubiese una colchoneta debajo, y los recupera con creces.

Y Luke no se lo perdona.

No le perdona a su novia que arregle su cagada y, además, haga ganar dinero a la empresa. No le perdona que salga a celebrarlo con sus compañeros. A un bar de strip-tease, que es adonde ellos suelen ir. Y que se taje viva a chupitos de garrafón. Y que le tire billetes a una bailarina para que menee el cacas en su cara. Y haga chistes sobre follar y coños. Y vuelva a casa
con un melocotón del quince y un montón de historias verdes que contar. Porque ésa es la forma en la que encajas, si eres mujer, en un grupo de despiadados yuppies varones, avariciosos y machistas. Así logras que te vean como a uno más. Un macho con vagina. «Uno de los nuestros», no simplemente una cosa bonita de larga y reluciente cabellera pelirroja. Y Emily quiere encajar y está dispuesta a pagar ese peaje, que en cierto modo la degrada como mujer, para seguir ascendiendo en el escalafón de OCC y llegar algún día a jugar en las grandes ligas. Porque ése es el precio del éxito en el mundo depredador y testosterónico de las firmas de inversión. Porque así se comportan los reyes del mambo en Wall Street, Fráncfort, Hong Kong y Aletas de la Frontera, y ella lo entiende, y lo acepta como parte de su camino de baldosas doradas hacia la apoteosis de los triunfadores del capitalismo financiero.


El éxito empresarial masculiniza a Emily y castra simbólicamente a Luke. De repente todos sus defectos, todas sus inseguridades, afloran a la superficie. A borbotones. Ya no tiene ganas de follar con su joven, guapa, encantadora y feliz novia, ni siquiera es capaz de lograr una erección cuando ella, cachonda perdida y exhudando el pegajoso almizcle de una comisión de medio millón de dólares, le exige que le dé como a un cajón que no cierra. Y por supuesto Luke responsabiliza a Emily de su impotencia. Porque todo el mundo tiene la culpa de sus problemas, menos él. Y ese resentimiento corroe un poco más la laca de mentiras, ficciones y presunciones con la que Luke ha revestido su personalidad. Y sacude los cimientos de la relación entre Emily, la talentosa, competente y agresiva inversora, y Luke, el mediahostia, acomplejado y fatuo contable con ínfulas.


Luke no puede soportar que su novia TENGA TANTO ÉXITO COMO UN HOMBRE y adopte parte de los códigos de conducta de sus cavernarios y sexistas compañeros varones.

El éxito laboral ha demostrado cuál de los dos protagonistas lleva los pantalones y cuál debería empezar a comprarse bragatangas.

El ascenso ha hecho crecer a Emily una picha de caballo y unos cojones de toro (en sentido figurado, queremos decir) mientras que ha castrado a Luke. Ahora es Emily la que provee, la que gana más dinero de los dos, la que tiene el número directo del jefe en marcación rápida en su móvil, la que lleva los pantalones, la que manda en la pareja.

Y la destrucción de esta pareja a la que en el primer acto de Fair Play vimos tan bien avenida, tan joven, guapa, encantadora y feliz, prosigue. Y el rencor de Luke se transforma en odio, y su negligencia laboral en agresividad, y finalmente en violencia, y Emily paga el precio de que Luke no sea apto para trabajar en OCC, que no tenga talento que merezca recompensa de sus jefes, ni resolución a la altura de sus fantasiosos anhelos, ni honestidad para admitir sus debilidades.
¡Esos pómulos! ¡ESOS PÓMULOOOOUUUUUUUUGHSSSH!

Thriller psicológico es sólo una etiqueta. La escalada de tensión, la destrucción de los personajes y la corrosión de su relación de pareja, la voladura incontrolada de la fantasía de cuento de hadas que se nos vendió en el primer acto de la película, la espiral de caos a la que nos arroja Fair Play es al menos tan fascinante como un accidente de coche a cámara lenta y alcanza en su clímax narrativo los acordes de una película de terror.

La transformación de los personajes es hipnótica. Llegados al tercer acto, ni Emily ni Luke son ya los mismos que eran al comienzo de la película. Emily ha descubierto que su amorcito es un insignificante, incompetente, machista, cínico y rencoroso hijo de puta y también ha aprendido algo de sí misma: quiere el éxito, quiere triunfar, quiere subir en el escalafón de OCC tan alto como pueda y ha visto el precio que tiene que pagar a cambio de esa oportunidad, y está dispuesta a pagarlo. Renunciar a sus ensoñaciones románticas, ponerse un maquillaje de entera y fortaleza cuando en realidad está arrasada por dentro, tomar el control de su vida pasando por encima de su madre manipuladora y fantasiosa, mentir, mutilar, asesinar... lo que sea necesario para mantenerse en el aire, para seguir volando, Emily lo hará, porque es una depredadora. Ha probado la sangre. Y le ha gustado. Y quiere más.
Y nosotros queremos más películas de Phoebe Dynevor. ¡Más! ¡MÁÁÁÁS!

Y ese final, en el que vemos a Emily armada con un freudiano sustituto de vergallo, «penetrando» simbólicamente a su ya ex novio, sometiéndolo a la humillación definitiva de hacerle admitir que es un fraude y un mierdecilla, que está y siempre ha estado muy por debajo de él, es de ORGASMO intelectual y estético.

Bien hecho, Netlix. Muy bien.

Otras diez mil películas como ésta y a lo mejor os perdono por haber jodido The Witcher.
Sí, me sigue doliendo.

¿Qué haces ahí, lector? ¿Cómo es que has llegado tan lejos? ¡Ándate cagando leches a ver Fair Play, hostia ya!