sábado, 4 de noviembre de 2023

El techo de cristal: «Todos pisamos mierda de vez en cuando»

«Obedece siempre a tus padres... cuando estén delante».

«No hay nada más triste que un joven pesimista, salvo un viejo optimista».

«Todo lo bueno le llega a los que esperan y no mueren entretanto».

«No debemos hacer nunca nada malo cuando alguien nos está mirando».

«Nací siendo modesto, pero no me duró».

Así los tenía Dickens.

Mark Twain era famoso por la ocurrencia, el ingenio, la verbosidad de sus frases espontáneas.

Nos ha jodido, el abuelo. Claro que se le daba bien las frases improvisadas. ¡Se pasaba horas ensayándolas!

De la misma manera que algunos elementos de la kulturkampf que está corroyendo los ya apolillados cimientos de esta Europa que diseñó los planos de todas las civilizaciones modernas memorizan y perfeccionan sus eslóganes vacíos y sus lemas falaces, sustituto de todo diálogo y comunicación digna de tal nombre. Porque memorizar es el máximo esfuerzo que están dispuestos a hacer aquellos a quienes fatiga incluso la mera perspectiva de razonar.


Memorizar aforismos ahorra a algunos el doloroso trance de pensar.

Y, en el mundo de la cultura, copiar los lemas, los temas, los tipos humanos y las situaciones que otras personas, exhaustas ante la mera idea de pensar, han presentado en sus obras como sustituto a un argumento interesante, unos personajes creíbles y atractivos, una historia

Por eso (repetición del Argumento Estándar de Paratroopersdon'tdie™ Nº 28 352) la mayoría de los productos culturales actuales, muy especialmente los de los grandes grupos abocados a una hipócrita campaña de Relaciones Públicas al gusto de los snowflakes chillones de twitter, son, además de indistinguibles unos de otros, de una superficialidad infantil y una calidad antípoda.

Porque hacer un largometraje genuinamente feminista, una novela que sea indiscutiblemente una denuncia del racismo o una serie de televisión que presente a los homosexuales con dignidad y respeto, en vez de como vergonzantes estereotipos, requiere un mínimo conocimiento de la naturaleza humana, unas elementales nociones sobre construcción de historias, o sea sobre narración, un dominio más que accidental de las herramientas de tu oficio y sobre todo unas gotitas de ese fascista concepto del esfuerzo.

Las buenas historias son el medio perfecto para transmitir los mensajes importantes. Los buenos narradores saben comunicar sus consignas sin que apenas se les note, porque estás atrapado por la narración, enamorado o preocupado por los personajes, hipnotizado por el drama.

Cuando las ideas se ponen al servicio de la historia, si la trama está bien escrita y los protagonistas son sólidos, el mensaje cala.

Cuando la única historia es el mensaje («el hombre blanco, caca», «la heterosexualidad es un error», «las mujeres sufrimos más, siempre, en todas parte, y merecemos un trato especial por eso», «el capitalismo es malo, malo, malo», «HAMÁS ha hecho bien matando judíos inocentes, violando niñas y decapitando bebés. Free Palestine!»), la trama se estrella y se hace mierda contra el suelo.

El «Techo de cristal», como las «frases espontáneas» de Mark Twain, es una de esas falacias que llena la boca a las feministas desinformadas y a sus aliades con ansias lupinas de meterla en un potorro sin depilar. Una frase que mantiene los prejuicios de quienes la utilizan a salvo de la evidencia, a resguardo de la verdad y protegidos de la inteligencia. Según esa alucinada idea, existe una solapada conjura de hombres blancos, heterosexuales y carnívoros que impide el ascenso profesional de las mujeres de una organización por encima de cierta jerarquía. Sería un tipo de discriminación rabiosamente machista (porque ya sabemos por esos mismos teóricos del feminismo postmodernos que absolutamente TODOS los hombres desprecian y odian a absolutamente TODAS las mujeres) diseñado para impedir que accedan a puestos decisivos seres humanos con útero, porque al parecer eso es importantísimo para la perpetuación de nuestra sociedad materialista, heteropatriarcal, blanca y cojonífera.
(Eh, eh, eh, eh, eh, enfunda ese bate de béisbol. Aquí no estamos diciendo que no exista el susodicho Techo. Lo que decimos es que atribuirlo a un único factor es reduccionista y anticientífico. Si eres de los que oye la expresión «Techo de Cristal» y empieza inmediatamente a gritar «¡Machismo! ¡Paridad obligatoria en las juntas directivas ya!» va siendo hora de que te enteres de que eres un poquito gilipollas).

Con todos estos antecedentes, y teniendo en cuenta que la película salía de las cloacas de Netflix (estercolero de estulticia cultural e indigencia cinematográfica en el que brillan algunas escasas, si bien exquisitas perlas, porque hasta un reloj parado da la hora correcta dos veces diarias), no me esperaba gran cosa de Fair Play, de Chloe Domont, directora de cuya existencia acabo de enterarme, pero el tráiler me pareció atractivo y a por lo menos dos de los actores protagónicos estaba más que dispuesto a concederles el beneficio de la duda. A Alden Ehrenreich ya lo conocía por Han Solo. Una historia de Star Wars, película que ya sé que se supone que debería odiar visceralmente, pero que, con todos sus defectos (entre ellos intentar reemplazar al ya viejuno y pelín cansado Harrison Ford, orgánicamente ligado al personaje), me gustó lo bastante para absolverla de sus pecados más obvios; de Eddie Marsan, eterno secundario, raras veces protagonista, me gusta todo lo que he visto (La verdad duele, The Gentlemen, Ray Donovan, El virtuoso, la serie de Jonathan Strange y el Señor Norrell...) y a Phoebe Dynevor acabo de descubrirla ahora mismo porque, lo admito, ni he visto ni me interesa lo más mínimo Los Bridgerton por la absurda africanización forzosa y formularia de algunos de sus personajes pero fundamentalmente porque los terribles sufrimientos de los niños pijos de cualquier época me comen mis proletarios cojones. Pero después de ver a Dynevor en Fair Play tal vez me decida a darle una oportunidad a ese repugnante artefacto de propaganda racista. ¡Joder, qué pedazo de actriz! ¡Menuda presencia en pantalla! ¡Qué aplomo! ¡Qué registros! ¡Qué creíble es, la jodida!
Además de un bellezón.

Fair Play nos presenta a los personajes de Emily (Dynevor) y Luke (Ehrenreich), empleados de One Crest Capital, una firma de inversión de alto riesgo dirigida por Campbell (Marsan). La clase de empresa turbocapitalista que hace a diario tratos por millones de dólares que arruinan países enteros y donde se premian el egoísmo, la codicia, la ausencia de empatía, el frío cálculo materialista. ¿Eres un hijo de puta sin familia ni sentimientos dispuesto a trabajar veinte horas diarias para hacer todavía más billonario a tu jefe y ganar otro cochino dólar en comisiones? Aquí está tu casa, colega. ¿Tienes la más mínima flaqueza humana o haces un par de malos tratos? Te vas a la puta calle y olvídate de ponernos de referencia, porque como llamen para informarse de ti no vuelves a encontrar laburo en el sector, chavalín.

Además de compañeros de oficina, Emily y Luke viven un romance prohibido, pues la política de Recursos Humanos de la empresa prohíbe con carácter expreso las relaciones sentimentales entre empleados. Sus familias ya están más o menos enteradas de su relación clandestina (la película empieza con Luke presentando a Emily a algunos de sus parientes en el transcurso de la fiesta nupcial de Theo, el hermano de Luke), pero, para sus jefes y compañeros de trabajo, Emily y Luke no son más que colegas. A nadie en OCC se le ha ocurrido sospechar siquiera que la pelirroja cañón y el analista moreno comparten apartamento y chingan en la misma cama de Ikea con la jocunda irresponsabilidad de dos jóvenes enamorados.

Emily y Luke son jóvenes, guapos, encantadores y felices, a pesar de las mil artimañas a las que se ven obligados a recurrir para mantener en secreto su relación. Tan felices que Luke propone matrimonio a Emily (mientras le estaba comiendo el chichi en el váter y a ella le baja de golpe el tomate y le pringa la cara de sangre menstrual. En fin, querido lector: no juzgues; a cada uno nos ponen románticos cosas diferentes).

Pero la felicidad de Emily y Luke no dura mucho tiempo, o no habría película.
¡Qué bonito es el amor! (Sobre todo en primavera).

Quinn (Jamie Wilkes), el jefe directo de Luke y Emily es despedido. No se lo toma bien (de hecho abandona OCC entre dos malencarados señores de Seguridad), pero ahora mismo eso no importa. Lo que cuenta para el drama es que ha quedado libre un puesto intermedio de dirección. Luke, naturalmente, quiere ese puesto. Como todos sus compañeros. Una conversación casual, oída accidentalmente por Emily, hace creer a ambos que la cosa ya está hecha. Que es cuestión de días que Campbell, el mandamás de One Crest, lo proclame su elegido. 
Y Emily se alegra. Porque ama a Luke y, a través del filtro rosa de sus sentimientos, no sólo le cree más que capacitado de desempeñar dignamente el trabajo de Quinn sino que desea que triunfe, porque le ama, porque todos queremos lo mejor para nuestros seres queridos. Nuestra parejita protagonista celebra por anticipado el ascenso de Luke. Bebiendo. Y copulando.

Pero... justo después del polvo de celebración del ascenso de Luke, que nuestra parejita feliz da por hecho, Emily es convocada a una reunión privada en un bar, en plena noche, y el mismísimo Campbell le anuncia quién va a ocupar la vacante dejada por Quinn: ella es la elegida, no su novio Luke.

Puesto al corriente de las novedades, Luke, naturalmente, dice que se alegra por su prometida.

Pero, por supuesto, es mentira, o no tendríamos película.

Las razones que Campbell argumenta para ascender a Emily no pueden ser más pragmáticas: es una buena empleada. Es ambiciosa. Ha empezado desde abajo y subido hasta su actual puesto a base de trabajo duro y decisiones acertadas. Todo lo ha logrado con su dedicación y esfuerzo. Lleva ya dos años en una compañía en la que pocos empleados siguen en nómina pasados tres años. Es inteligente. Tiene talento. Toma buenas decisiones. Hace ganar dinero a la empresa ("You made half the big calls last quarter alone", «La mitad de las ganancias del último trimestre las aportaste tú», en una traducción propia un poco osada para hacerla comprensiva al lector no anglófono).

Campbell sabe que Emily ha estado caminando cuando puede volar.

Campbell quiere que Emily empiece a volar.
(Porque eso le va a hacer ganar volquetes de pasta).
Y por eso le confía el puesto de Quinn. Lo que provoca los celos de Luke, que siempre ha creído que él lo merece más y empieza a pensar que lo que su novia debería recibir, en vez de un ascenso, es una toña como las del Bebé que da hostias como panes.

ESTO, señor@s de cabello arcoiris y mochaccino de soja, es lo que yo entiendo por UNA HISTORIA FEMINISTA.

A Emily no le dan el puesto de su jefe directo para cubrir una cuota, sino porque es COMPETENTE en su trabajo y ni Techo de Cristal ni coños a la vinagreta. Campbell no asciende a Emily porque una ley ultrafeminista con extra de flequillo morado escrita por algún comité de analfabetas supinas le obligue a tener un porcentaje de mujeres en los puestos de gestión de One Crest Capital ni tampoco, sabrosa y agradecida novedad, porque quiera frungírsela a toda costa, sino porque Emily SE LO MERECE: porque es inteligente, despierta, ambiciosa, competente y HACE GANAR DINERO a su empresa. Campbell no le exige a Emily más de lo que le exigía a Quinn y tampoco menos, sino EXACTAMENTE LO MISMO: dar el cien por cien en el machito, poner el trabajo y las relaciones laborales por encima de todo lo demás, estar dispuesta a trasnochar y echar todas las horas extra que haga falta sin quejarse, responsabilizarse de sus errores (como cuando pierde millones por un perezoso análisis financiero de Luke y, con una pirueta casi suicida, logra recuperarse) y poner el beneficio de la empresa por delante de cualquier otra consideración, renunciar prácticamente a su vida privada y sentimental y consagrarse por entero a One Crest Capital.

Porque a esos niveles y en ese sector profesional, si a las tres de la madrugada no estás preparado para hacer una llamada que le va a suponer a tu firma un millón de dólares de beneficio, estás muerto; si no le coges el teléfono a tu jefe un domingo a medianoche, tu jefe no te va a llamar más, ni a confiarte responsabilidad alguna, ni a respetarte como empleado. Porque para no ya prosperar, sino simplemente sostenerte, en el despiadado mundo de las altas finanzas, tienes que estar dispuesto a renunciar a todo: una familia, vacaciones, amigos, días libres, cualquier distracción o lealtad ajena a la empresa. Si no te pone cachondo la idea de subirte a un avión en Londres para participar en una reunión estratégica de ocho horas de duración en Berlín, salir de esa reunión y subirte a otro avión para participar en otra reunión en Tokyo; si no estás dispuesto a pisarle la garganta a tu compañero de mesa, robarle los clientes, joderle una venta para subir medio milímetro en el escalafón de la empresa o ganar un cochino maravedí más, ésto no es para ti, y punto.
(¿Que por qué querría nadie vivir así? Porque hay gente que valora el éxito por encima de todo y está dispuesta a pagar lo que cuesta la entrada en ese mundo. No hay ningún misterio).
«¡Quiero mis trienioooos! ¡Me quejaré al sindicatooooo!»

Naturalmente, desde el momento en que Emily consigue su ascenso empieza a sentir la presión que el nuevo cargo conlleva. Aparecen los típicos lameculos. Surgen los previsibles e inevitables rumores fruto de la envidia, con el giro sexista que cabía esperar al ir destinados a un personaje con vagina: que si la han ascendido porque seguro que la chupa de cine, la muy puta. Que a ver por qué le han dado el trabajo a la pelirroja, cuando yo estoy muchísimo más capacitado. ¿A quién se estará crujiendo, la muy engreída? En fin, nada que Emily no se esperase (y si no se lo esperaba no es tan inteligente como demuestra serlo en otros momentos del metraje). Puede que ni siquiera sea nada que Emily no pudiese soportar...

...de no convertirse Luke, el guapo, joven, encantador pero ya no tan feliz novio de Emily y ahora subordinado suyo en One Crest Capital, en su mayor problema.

Luke no se ha tomado nada bien el ascenso de su prometida.

NADA.

PERO.

NADA.

BIEN.


Luke cree que el ascenso de su novia es injusto. Que él se merecía el puesto de Quinn. Que trabaja tanto o más que Emily, que es tan inteligente y tiene tanto talento como ella. Que debe haber alguna razón inconfesable, algún motivo oculto por el cual Campbell ha preferido a Emily. Tardará algunos minutos de metraje desde la revelación del ascenso de su prometida en verbalizar sus objeciones, pero está furioso, desengañado, perplejo, y va acumulando su frustración como vapor en una olla a presión. Emily trata de amansarlo. Le da trabajo. Promete aprovechar su nueva posición para promocionarlo en cuanto haya un hueco libre. Toma decisiones empresariales basadas en sus recomendaciones aunque sus jefes directos le recomiendan andarse con ojo.

Y pierde dinero. Porque, en realidad, el joven, guapo, encantador y feliz novio de Emily es un mierda seca completamente autoengañado acerca de su propia valía como analista financiero, un incompetente que le hace un roto a la empresa y al que Campbell todavía no ha despedido porque le dio trabajo como favor a un amigo y está esperando a que Luke se resigne a la evidencia de su mediocridad y se largue de One Crest por su propio pie. Porque hasta enseñarle el camino de la puerta es un privilegio que un empleado insulso como Luke no merece del zar de OCC. Luke es una masa crítica de incompetencia e inseguridades a punto de hacer explosión. Compra un carísimo curso de «conviértete en un puto macho alfa en diez lecciones» con la esperanza de que le convertirá en el Gordon Gekko que se ha convencido a sí mismo que es. Atribuye su estancamiento en la empresa a una conspiración interna, la posición de la luna en Piscis, el apetito de las ocas sagradas, la marca de espuma de afeitado con la que Riley Reid se rasura los labios mayores, la masonería internacional, una maldición vudú, Spectra, el Partido Animalista o cualquier otro agente externo salvo a su propia incompetencia.
Si buscas en Google «masculinidad frágil» te sale su foto.

El joven, guapo, encantador y feliz Luke es un celoso, inútil, rencoroso y necio gilipollas que cree que puede tener lo mismo que ha conseguido Emily haciendo el mínimo esfuerzo; un cagapoquito que reverencia y se humilla ante Campbell, el despiadado psicópata que dirige One Crest Capital, pero no está dispuesto a hacer los mismos sacrificios que él. Que no es capaz de admitir que es una rémora para su novia y su empresa. Un empleado gris y prescindible de OCC. Que su trabajo podría hacerlo un mono amaestrado. Que Emily tiene el talento, el carácter y la motivación para medrar en la empresa, para llegar hasta la cima, mientras que él carece de cualquiera de esas cualidades.

Emily resuelve la cagada de Luke, recupera con una temeraria inversión los 25 millones que OCC ha perdido porque Luke, en vez de hacer bien su trabajo de analista, se ha limitado a saltar por la misma ventana por las que saltaban todos los demás con la esperanza de que hubiese una colchoneta debajo, y los recupera con creces.

Y Luke no se lo perdona.

No le perdona a su novia que arregle su cagada y, además, haga ganar dinero a la empresa. No le perdona que salga a celebrarlo con sus compañeros. A un bar de strip-tease, que es adonde ellos suelen ir. Y que se taje viva a chupitos de garrafón. Y que le tire billetes a una bailarina para que menee el cacas en su cara. Y haga chistes sobre follar y coños. Y vuelva a casa
con un melocotón del quince y un montón de historias verdes que contar. Porque ésa es la forma en la que encajas, si eres mujer, en un grupo de despiadados yuppies varones, avariciosos y machistas. Así logras que te vean como a uno más. Un macho con vagina. «Uno de los nuestros», no simplemente una cosa bonita de larga y reluciente cabellera pelirroja. Y Emily quiere encajar y está dispuesta a pagar ese peaje, que en cierto modo la degrada como mujer, para seguir ascendiendo en el escalafón de OCC y llegar algún día a jugar en las grandes ligas. Porque ése es el precio del éxito en el mundo depredador y testosterónico de las firmas de inversión. Porque así se comportan los reyes del mambo en Wall Street, Fráncfort, Hong Kong y Aletas de la Frontera, y ella lo entiende, y lo acepta como parte de su camino de baldosas doradas hacia la apoteosis de los triunfadores del capitalismo financiero.


El éxito empresarial masculiniza a Emily y castra simbólicamente a Luke. De repente todos sus defectos, todas sus inseguridades, afloran a la superficie. A borbotones. Ya no tiene ganas de follar con su joven, guapa, encantadora y feliz novia, ni siquiera es capaz de lograr una erección cuando ella, cachonda perdida y exhudando el pegajoso almizcle de una comisión de medio millón de dólares, le exige que le dé como a un cajón que no cierra. Y por supuesto Luke responsabiliza a Emily de su impotencia. Porque todo el mundo tiene la culpa de sus problemas, menos él. Y ese resentimiento corroe un poco más la laca de mentiras, ficciones y presunciones con la que Luke ha revestido su personalidad. Y sacude los cimientos de la relación entre Emily, la talentosa, competente y agresiva inversora, y Luke, el mediahostia, acomplejado y fatuo contable con ínfulas.


Luke no puede soportar que su novia TENGA TANTO ÉXITO COMO UN HOMBRE y adopte parte de los códigos de conducta de sus cavernarios y sexistas compañeros varones.

El éxito laboral ha demostrado cuál de los dos protagonistas lleva los pantalones y cuál debería empezar a comprarse bragatangas.

El ascenso ha hecho crecer a Emily una picha de caballo y unos cojones de toro (en sentido figurado, queremos decir) mientras que ha castrado a Luke. Ahora es Emily la que provee, la que gana más dinero de los dos, la que tiene el número directo del jefe en marcación rápida en su móvil, la que lleva los pantalones, la que manda en la pareja.

Y la destrucción de esta pareja a la que en el primer acto de Fair Play vimos tan bien avenida, tan joven, guapa, encantadora y feliz, prosigue. Y el rencor de Luke se transforma en odio, y su negligencia laboral en agresividad, y finalmente en violencia, y Emily paga el precio de que Luke no sea apto para trabajar en OCC, que no tenga talento que merezca recompensa de sus jefes, ni resolución a la altura de sus fantasiosos anhelos, ni honestidad para admitir sus debilidades.
¡Esos pómulos! ¡ESOS PÓMULOOOOUUUUUUUUGHSSSH!

Thriller psicológico es sólo una etiqueta. La escalada de tensión, la destrucción de los personajes y la corrosión de su relación de pareja, la voladura incontrolada de la fantasía de cuento de hadas que se nos vendió en el primer acto de la película, la espiral de caos a la que nos arroja Fair Play es al menos tan fascinante como un accidente de coche a cámara lenta y alcanza en su clímax narrativo los acordes de una película de terror.

La transformación de los personajes es hipnótica. Llegados al tercer acto, ni Emily ni Luke son ya los mismos que eran al comienzo de la película. Emily ha descubierto que su amorcito es un insignificante, incompetente, machista, cínico y rencoroso hijo de puta y también ha aprendido algo de sí misma: quiere el éxito, quiere triunfar, quiere subir en el escalafón de OCC tan alto como pueda y ha visto el precio que tiene que pagar a cambio de esa oportunidad, y está dispuesta a pagarlo. Renunciar a sus ensoñaciones románticas, ponerse un maquillaje de entera y fortaleza cuando en realidad está arrasada por dentro, tomar el control de su vida pasando por encima de su madre manipuladora y fantasiosa, mentir, mutilar, asesinar... lo que sea necesario para mantenerse en el aire, para seguir volando, Emily lo hará, porque es una depredadora. Ha probado la sangre. Y le ha gustado. Y quiere más.
Y nosotros queremos más películas de Phoebe Dynevor. ¡Más! ¡MÁÁÁÁS!

Y ese final, en el que vemos a Emily armada con un freudiano sustituto de vergallo, «penetrando» simbólicamente a su ya ex novio, sometiéndolo a la humillación definitiva de hacerle admitir que es un fraude y un mierdecilla, que está y siempre ha estado muy por debajo de él, es de ORGASMO intelectual y estético.

Bien hecho, Netlix. Muy bien.

Otras diez mil películas como ésta y a lo mejor os perdono por haber jodido The Witcher.
Sí, me sigue doliendo.

¿Qué haces ahí, lector? ¿Cómo es que has llegado tan lejos? ¡Ándate cagando leches a ver Fair Play, hostia ya!

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