domingo, 8 de octubre de 2023

¿Quedan justos en Sodoma?

Si a los quince minutos de poner una película o el episodio de una serie te metes en el Onlyfans de Riley Reid y te descargas sus más recientes vídeos, es que la película es un mojón.

Eso, por desgracia, me pasa cada vez más a menudo, de unos años a esta parte. La experiencia colectiva de sentarse toda la familia delante de una pantalla a ver exactamente la misma película o el mismo programa de televisión, experiencia común a todos los ternascos que nacieron en la misma década que yo, no sólo ha quedado anulada por la hiperinflación de oferta audiovisual, que ha fragmentado las audiencias, sino por la mayoritariamente paupérrima calidad de dicha oferta. Que, a este paso, y por comparación, las comedias chabacanas de nuestra juventud se van a estudiar en las escuelas de cine como clásicos atemporales y Benny Hill va a ascender al Parnaso de Aristófanes, Menandro y Terencio.


Ya no nos sentamos papá, mamá, el nene, la nena, el abuelo, la abuela y el vecino del quinto derecha, que no tiene tele desde que unos yonquis le desvalijaron el piso, a ver el Un, dos, tres; M*A*S*H, Más vale prevenir, Candy, Candy o aquellos ciclos de cine de la Segunda Cadena que despertaron mi amor por el Séptimo Arte. Cada uno se aísla ante su pantalla personal, PC, portátil, tablet, teléfono móvil, y ve una cosa diferente. A veces a 1.5X de velocidad de reproducción, para acabar antes.

Y para satisfacer esa demanda insaciable de ocio, cada vez se hacen más películas y series.

Y, por la misma Ley de Sturgeon, la mayoría de esos productos audiovisuales son una puñetera mierda.

Y los que aún no tenemos el paladar estragado de tanto regurgitar estiércol lo pasamos especialmente mal por este motivo.

Déjanos ventilar un poco de nuestra frustración, amado lector:

Debo reconocerle el mérito a Warner Bros. No esperaba nada de ellos y aun así han logrado decepcionarme.

Blue Beetle no pasa la prueba del porno.

Es tan mala que no me sale ni quejarme de lo mala que es.

Pero lo voy a intentar.

Debería ser una sorpresa para nadie que la película de un superhéroe relativamente oscuro y poco conocido del universo comiquero de DC, incluso para los que nos hemos metido en vena algunos cientos de números de la Liga de la Justicia, con un argumento fotocopiado de otros cuarenta productos similares, unos actores desconocidos, un refrito de escenas y conceptos saqueados de otras películas de superhéroes (desde el Spiderman de Sam Raimi y el Iron Man de Jon Favreau a El chapulín colorado pasando por Pantera Negra y Ant-Man), una vieja gloria de los setenta y ochenta haciendo el mínimo esfuerzo, un protagonista desorientado y anodino, una infame y condescendiente colección de ignorantes tropos racistas de anglosajón-protestante-eurodescendiente-con-título-universitario-y-ni-puta-idea-acerca-del-resto-del-planeta sobre lo mucho que mola ser latinx y el transparente abuso de la obvia e hipócrita propaganda anticapitalista y anticolonialista se haya comido tres cuartos y mitad de hostia en taquilla.

En el momento en que escribo esto, Blue Beetle ha amasado unos 128 millones de recaudación sobre un presupuesto declarado de 104 millones (luego quizá nos enteremos, como con Dr. Strujo en el potorrerso de la sororidad vaginocarpática, que en realidad ha costado mucho más). Eso, por si no estás al tanto de la curiosa contabilidad de los estudios de cine, es un MOJÓN COMO UN CAMIÓN. Sólo para no perder dinero, Blue Beetle debería hacer más de doscientos millones en taquilla, una cifra que ahora mismo parece casi inalcanzable para la cinta de Angel Manuel Soto.

Y aquí empieza la salva de argumentos, repetidos hasta la saciedad en esta bitácora, acerca de por qué los productos culturales patrocinados por los grandes grupos mediáticos son, últimamente, tan dolorosamente malos.

Blue Beetle no es una película. Es un panfleto. «Una carta de amor a la comunidad latina». Al parecer la idea de que haya latinos rubios y de ojos azules aún no ha penetrado en las impermeables cabezotas de los comités de Hollywood y los periodistas sojas. Sí, esos mismos que felicitaron a la actriz «de color» llamada Anya Taylor-Joy cuando ganó un Globo de Oro. Y como va dirigida a una minoría, (los latinos, presuntamente mexicanos, que no se sientan profundamente insultados por este monstruo de estereotipado cinismo), fracasa en aspirar a convertirse en una obra universal y apelar a la totalidad de la especie humana independientemente de su cultura, origen o color de piel, con lo cual expulsa a todos los potenciales espectadores que no hayan nacido al sur del Río Grande y a todos los hispanos que estén hasta los cojones de verse reducidos a un cromo de telenovela barata.
Anya Taylor-Joy, ¡abriendo camino para las mujeres «de color»!

¡Por el amor de san Pitopato el estilita, que no tardan ni veinte minutos en poner a toda la familia mexicana en una taquería!

Blue Beetle no cuenta una historia. Cuenta veinte, que ya fueron contadas antes con mayor destreza y mejor fortuna por narradores de talento, no aficionados teledirigidos por un especialista en Relaciones Públicas. Blue Beetle es la farisea carta de admisión de la «culpa blanca» de los directivos de WB y el hueso reseco y medio apolillado que le tiran a la comunidad mexicana de Estados Unidos, con la esperanza de que durante los próximos disturbios raciales no les prendan fuego a sus carísimas mansiones de Bel Air o saqueen sus áticos de Brentwood. Y como el propósito de Blue Beetle no es entretener al público que la vea durante al menos hora y media, sino comprar la absolución por cualesquiera pecados imaginarios contra los latinos por los cuales los directivos de WB teman ser acusados en el futuro, Blue Beetle ni siquiera se esfuerza en hacer algo que merezca la pena llamarse cine.

Es muy curioso como Blue Beetle, comparada con Guardianes de la galaxia Vol. 3 y Spider-Man: Across the Spider-Verse, ni siquiera parece pertenecer al mismo género cinematográfico. La cinta de despedida de James Gunn del MCU es una película de aventuras vertiginosa, emocionante y digna de todo respeto (hay un par de escenas con las que echarás el trapo como una plañidera) y la digna secuela de la refrescante, sorprendente, divertidísima y dignísima Spider-Man: Into the Spider-Verse de 2018 (que es una carta de amor a la comunidad latina y una carta de amor al cine de superhéroes en general y al personaje de Spider-Man en particular), a pesar de algunos anticipos de mierdecilla woke y de un cliffhanger final que toca un poco los cojones, es tan entretenida, frenética, divertida y respetuosa y está hecha con tanto oficio, cariño y talento, que mandan a la verga a la cinta protagonizada por el pobre Xolo Maridueña, que probablemente esté en su casa, preguntándose qué carajo ha podido salir mal, cuando la culpa, si de asignar culpas se trata, no es suya en absoluto sino de la indiferencia del público ante un personaje casi completamente desconocido y exento de carisma, de un argumento formulario, guion amateur y casi plagiario, una dirección perezosa,  una campaña de promoción cicatera y un universo cinematográfico muerto, enterrado y a punto de ser rebooteado por James Gunn.
Pero que conste que se os está yendo de la mano eso de los multiversos.

Blue Beetle es, en su mayor parte, tan aburrida, predecible, absurda, genérica y racista que no me sale ni escribir una palabra más sobre ella.

En serio.
Turno de Amazon Studios.

La segunda temporada de La rueda del tiempo es un completo desastre insalvable e imperdonable.

Hay escenas de Blue Beetle que aún cumplen como ficción palomitera. Pocas, pero alguna hay.

(Y casi todas ellas corresponden a escenas plagiadas de películas previas).

La segunda temporada de La rueda del tiempo NO.HAY.POR.DONDE.COGERLA.

Por eso me he castigado sólo son el capítulo piloto, he abandonado la serie para siempre y a continuación me he propuesto ver toda la filmografía de Riley Reid antes de Navidad.
(Sí, puedo decir que la segunda temporada de La rueda del tiempo no hay por donde cogerla sin haber visto la segunda temporada de La rueda del tiempo. No. No lo necesito. No. No me siento culpable ni falso por ello).
Y, porque he tomado la determinación de no volver a ponerme jamás un capítulo de La rueda del tiempo, soy más feliz que el pobre de Shad M. Brooks, que se está torturando con esta abominación de Amazon Studios. Aunque no lo hace por amor a sus seguidores, no nos engañemos, sino porque mientras los ejecutivos sojas continúen pariendo engendros como éste a él no se le va a acabar el contenido de su canal de YouTube dedicado a la ficción.
Pobriño!

Aunque tal vez se deje el hígado en el proceso. Honestamente, no creo que le compense.

Hace un año, traté superficialmente la primera temporada de la adaptación de Amazon de la saga del fallecido Robert Jordan y ya entonces me hice cargo de la indigestión que la racializada dramatización televisiva de La rueda del tiempo había provocado a algunos de sus más intransigentes lectores.

Después de ver el largo, lento, WOKE, aburrido, intrascendente, PÉSIMAMENTE ESCRITO, accidental, incoherente, bochornoso y PRESCINDIBLE capítulo piloto de la segunda temporada de La rueda del tiempo, empiezo a entenderlos.

Y de qué manera.

Hace un tiempo me comprometí a leerme los catorce volúmenes de La rueda del tiempo, o sea los once que escribió Robert Jordan y los tres últimos, que remató Brandon Sanderson.

Así que sabía lo que me esperaba de la segunda temporada de la serie de Amazon Studios. Sabía qué arco argumental se suponía que debía tratar. Sabía qué personajes deberían aparecer. Y qué decisiones tomarían. Y qué peligros afrontarían. Y cómo les afectaría, personal y psicológicamente.

Y por todos esos motivos no volveré a ver ni un episodio más de la susodicha serie. Ni ninguna temporada futura. Porque Amazon Studios ha decidido convertir a Rand al'Thor, el Dragón Encarnado, el indiscutible protagonista de La rueda del tiempo en un insufrible y emasculado pichafría que necesita ser salvado numerosas veces por mujeres valientes, decididas y empoderadas, que de no ser por ellas no llegaría vivo al final de ningún episodio.

Y las razones que fundamentan esa decisión son tan obvias, previsibles y justificadas que no me sale ni escribirlas. Prefiero ponerme a ver porno.

Y ahora le arreo, pero no tanto, a Apple TV:

Me he visto la primera temporada de Fundación, producción de Apple TV muy libremente basada en la saga clásica de Asimov.

Y no voy a decir que no me haya gustado, porque mentiría. Tú pillas a Lee Pace, el mejor elfo cinematográfico ever, lo pones en una producción cualquiera y ya tienes que ser excepcionalmente lerdo para cagarla.
¡Peaso Thranduil, me cago en mi calavera!

No me he puesto a ver porno mientras veía Fundación.

Pero...

Sí, Fundación tiene un «pero». Varios peros, de hecho. Así que mejor me la dejo para su propia entrada de la bitácora.

Turno de Disney, que no se libra:

No he visto Ahsoka. Ni me la veré.

No me interesa.

Soy fan de Star Wars desde que coleccionaba los cromos de El imperio contraataca que venían dentro de los envoltorios de los Phoskitos. Me encanta el personaje de Ahsoka, beso los agarenos pies de Rosario Dawson desde Men in Black II y adoro al pobre y prematuramente fallecido Ray Stevenson  desde El rey Arturo, pero ni he visto ni veré esta serie de televisión. Y las hiperventiladas opiniones derrotistas de aquellos fans cuyo criterio comparto, y que sí la han visto, me reafirman en mi determinación.

Después de sufrir lo que Disney/Lucasfilm ha hecho con Obi-Wan Kenobi y ver lo que van camino de hacer con The mandalorian desde su tercera temporada, he decidido que el universo Star Wars ha acabado su espiral de muerte (que para mí comenzó con los episodios I, II y III y para ti, que acabas de enterarte de que la Pepsicola existe, con The Force Awakens) y está ya acabado, finiquitado, desintegrado. A partir de ahora, y a menos que se produzca un radical cambio de timón en la dirección de la franquicia, me limitaré a disfrutar de la trilogía original (antes de que George Lucas la corrompiese y arruinase con sus «ediciones especiales») y de los escasos productos derivados que la sucedieron y que dan el tipo. Nada. Absolutamente nada que se ha hecho desde Rogue One, con la excepción de las dos primeras temporadas de El mandalorio, merece ni un segundo de mi valioso tiempo. A mí no me sientan delante de una pantalla a ver nada más de Star Wars hasta que no pongan de patitas en la calle a Kathleen Kennedy y toda la horda de activistas ignorantes que se ha traído con ella. Y después ya me lo pensaré.

Con semejante sobredosis de mierda audiovisual embarrándome los sentidos como legañas de estroncio, voy, me siento y tiro de uno de mis clásicos de todos los tiempos.

Normalmente, esta terapia de higiene cerebral me ayuda a seguir adelante como espectador y cinéfilo.

No ha sido así en esta ocasión. Durante todo el visionado de Pelham 123 sólo se me han agravado los síntomas de agotamiento estético. Porque ya no hay directores de cine como Joseph Sargent (La ley del revolver, MacArthur: El general rebelde, El agua de la vida); ya no hay escritores como Peter Stone (Charada, Noches en la ciudad, Arabesco, Espejismo) ni John Godey (Ni un momento de respiro, Johnny el guapo y la novela original en la que se inspiró la película de 1974 y el MOJÓN de 2009) que escriban historias interesantes, inteligentes, intrigantes; diálogos brillantes, ocurrentes, oportunos, llenos de significados; no quedan BESTIAS DE LA PANTALLA como Walter Matthau, Robert Shaw o Martin Balsam, capaces de hacerte olvidar que estás viendo una película y con tal derroche de talento que pueden decírtelo todo con una mirada. Una mueca. Y porque los ancianitos en zapatillas que sabían cómo mantener en funcionamiento la vieja minerva a vapor han ido retirándose y muriendo para ser sustituidos por soplapollas sin puñetera idea de literatura, narración, composición o lenguaje cinematográfico, la calidad del cine, de la televisión y de todos los otros productos artísticos ha caído en picado y sólo remonta un poco cuando rebota contra el suelo.
(Aunque a veces ni siquiera rebota, sino que cava un cráter de impacto y se queda ahí).
Y esta evidencia me sume en un estado de ánimo funeral.

¿Ha muerto el cine como forma de arte y entretenimiento? ¿No volveremos a ver televisión como la de antaño, actores entregados y convencidos, guiones inteligentes, historias apasionantes que trataban valores universales con las que todos los espectadores podían conectar emocionalmente sin necesidad de forzar a paletadas los chorongos identitarios que envenenan el discurso cultural moderno? ¿Habrá algún día más películas como Pelham 123 y menos como Blue Beetle? ¿Volveremos a tener series como Norte y sur, Shogun, V, en vez de las politizadas y aggiornadas Ruedas del tiempo y Ahsokas con las que nos están haciendo purgar los pecados de nuestras próximas sesenta y tres vidas? ¿Llegará alguna vez a su fin este insufriblemente largo ciclo de mediocridad, incompetencia y propaganda desvergonzada vilmente disfrazada de cultura, me pregunto?

Me pregunto esto y entonces va alguien y me dice «Ponte Gran Turismo. Ya me darás las gracias».

Y yo digo «Es que...».

Y no sé cómo acabar la frase.

Y es que aunque me encantó Distrito 9, aún no me he visto Elysium porque es que Chappie me pareció un ful. Un ful como una casa. Una película que quería y no podía. Que lo intentaba y no sabía. Que derrapaba por todas partes. Después de Distrito 9, no quería permitir a su director romperme de nuevo el corazón con otra Chappie. Además... ¿otra película basada en un videojuego? Ayayayayaaaaaaaay.

Me equivocaba.
(Entre otras muchas cosas, me equivocaba al suponer que estaba basada en el videojuego, un mero McGuffin que actúa como motor de la historia y catalizador de la transformación del personaje... que es una persona real, dicho sea de paso, y Gran Turismo es la dramatización de su biografía, la historia de cómo pasó de la silla gamer de su casa a pilotar coches de verdad, en circuitos de verdad).
Gran turismo es emocionante. Gran turismo es divertida. Gran turismo te hace olvidar que estás viendo una película y te mete directamente en la historia. Los actores no sólo están tremendos, sino que son CONVINCENTES y HUMANOS. Sí, le ves las costuras a la película porque el cine deportivo, y el subgénero de carreras, tiene su propia sintaxis dramática y Gran turismo va tachando las casillas del formulario estándar de este tipo de cine (Ford vs Ferrari, Le Mans, Rush, Días de trueno...), casillas que son básicamente los doce pasos del Viaje del héroe: el protagonista talentoso e incomprendido, la familia/sociedad/autoridad que se opone a su pasión e intenta desviarle de su vocación, la aparición del mentor que lo pone en el camino de la aventura, el abismo, la apoteosis (estereotípicamente en la pelis de chiflados del motor, el triunfo sobre el miedo a matarte al volante) y la transformación final.

Pero da igual que puedas predecir cada escena de Gran turismo a partir de tu familiaridad con otras películas semejantes, y da igual porque Neill Blomkamp lo hace realmente bien en su más reciente largo.

Y David Harbour está COLOSAL. Le ha sentado bien casarse con Lily Allen. ¡Tremendo hijo de su madre, peazo actorazo es el muy cabrón! ¡Lo amo! ¡Quiero un hijo suyo!

Gran turismo no tiene, y tal vez sea candoroso e irracional esperar que los tenga, los maravillosos diálogos de Pelham 123, ni David Harbour es Walther Matthau, ni Neill Blomkamp es Joseph Sargent y no es justo exigirle que lo sean.

Pero durante dos horas, Gran turismo casi logra devolverte la esperanza en el séptimo arte. Aquel que no cambiará la historia del cine, pero te mantendrá pegado a la butaca, y casi sin atreverte a pestañear, durante por lo menos noventa minutos.

Gran turismo pasa la prueba del porno.

Así que es posible que, después de todo, todavía quede algún justo en Sodoma.

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