viernes, 10 de marzo de 2023

Lost in the darkness


Se acaba de estrenar la serie de televisión basada en los videojuegos de The Last of Us. El inmenso Pedro Pascal, al que reconocemos desde Juego de tronos, donde interpretó a Oberyn Martell, respetamos desde Kingsman: El círculo de oro y Triple frontera y amamos desde El mandalorio, interpreta a Joel, y la adorable Bella Ramsey, que nos enamoró como Lyanna Mormont en Juego de tronos, asume el papel de Ellie.

Y me importa tres cojones.

No me entiendas mal, me he visto el piloto y es impecable. No tengo absolutamente ninguna queja acerca de él y tanto si eres fan del videojuego como si en la puta vida has sopesado el mando de una videoconsola pero te la ponen garrocha los escenarios postapocalípticos (de ficción; por Sara Sampaio Dominatrix, que sean de ficción), The Last of Us probablemente te encantará.

A nosotros no, porque no vamos a verla. Punto.

Y, paradójicamente, la culpa no es de la serie en sí, sino de los indocumentados mierdecillas de Naughty Dog que perpetraron el videojuego.

Se vienen espóilers.


Si no conoces el videojuego de 2013, la acción de The Last of Us transcurre en unos Estados Unidos arrasados por una pandemia global causada por un hongo que infecta el cerebro de las personas, convirtiéndolas en una especie de zombis caníbales meningíticos. La sociedad se ha ido básicamente a la verga, las pocas ciudades que quedan en pie y donde sobrevive un simulacro de civilización son auténticas zonas de cuarentena bajo mandato militar en las que tienes los derechos que el cabo de varas al mando te reconoce cuando te los reconoce y si no te gustan, tiene otros, y los pocos parias que no quieren someterse a la jurisdicción federal deben buscarse los garbanzos en asentamientos fuera de la zona amurallada, donde proliferan los champiñones humanoides cabronías y las jaurías de hijos de puta asilvestrados que te sacarán los ojos por el culo porque ya se han hecho la paja de las seis y media sobre los cadáveres de sus hermanas adolescentes y tienen que buscar algún entretenimiento hasta la paja de las seis treinta y cinco.

La historia de The Last of Us sigue a Joel, un contrabandista especializado en meter y sacar gente de la zona de cuarentena de Boston, y a Ellie, una niña que los Luciérnagas (la milicia de anarquistas opuestos a la omnímoda y abusiva autoridad federal que era de esperar que existiese en un argumento como éste) encargan a Joel que escolte y entregue a otra célula de los Luciérnagas instalada en el parlamento de Massachussets. Resulta que Ellie es inmune al hongo cordyceps que ha infectado el planeta y podría ser la clave para elaborar una vacuna o incluso un tratamiento, en caso de que se la entregue a las manos adecuadas.

La misión sale como el orto, naturalmente, que si no no habría conflicto y sin conflicto no hay drama, y Joel y Ellie acaban recorriendo Estados Unidos de punta a punta y tiro porque me toca (bueeeenoooo, vaaaale, sólo llegan a Utah), pasando las de Caín en el viaje, para finalmente alcanzar un hospital clandestino dirigido por los Luciérnagas donde Joel se entera que sí, que Ellie es la clave para elaborar una cura para la pandemia, pero que el proceso la acabará matando. Esa niña por la que tanto ha luchado, a la que ha sacado de mil y unas y a la que ha acabado por aprender a amar puede salvar a la humanidad, al precio de sacrificar su propia vida.

Y aquí es donde para mí, The Last of Us fracasa como videojuego y su serie de televisión, que a raíz del visionado de su primer capítulo estoy seguro que es estupenda o que puede llegar a serlo, me come mis peludos cojones.

Desde el año 2013, en el que tuve la oportunidad de probar The Last of Us, y de hecho me acabé el modo campaña, no he dejado de encontrarme groupies de este título que echan a salir corriendo, tapándose las orejas y cantando «lalalalalalá» cuando me hablan de él y tardo treinta décimas de segundo en decirles que The Last of Us es el mayor desengaño que me ha dado jamás un videojuego.

Y eso que no jugué, ni jugaré, su vomitiva segunda parte.

Me parece inexplicable, incomprensible e intolerable, que el mismo equipo responsable del desarrollo de Uncharted 2, o al menos la mitad de dicho equipo, sea responsable de este desastre. Y ya sé que puede sonar radical llamar desastre a un producto con escenarios tan hermosos, dentro de su representación de la decadencia de un mundo desolado; con personajes tan carismáticos, con un sonido tan bien trabajado, con un argumento tan atractivo, con la maravillosa música de Gustavo Santaolalla.

Soy muy consciente de que resulta cuando menos polémico afirmar que el videojuego al que Metacritic adjudicó la séptima mejor puntuación de entre todos los editados para PS3, el título que IGN proclamó una «obra maestra literaria» de su generación de videoconsolas y Eurogamer «un rayo de esperanza» para el género de survival horror, que ese juego en concreto que enamoró a crítica y público sea un cagarro. Un mojón. Un pedo asesino de los que te tiras después de comer curry indio extrapicante.
Me ha pasado.

Pero lo es.

Y déjame explicarte el motivo y entenderás por qué me da tanta rabia y siento tanta pena por lo que The Last of Us pudo haber sido.

Antes de entrar en harina, sólo una observación para los desarrolladores de videojuegos: si alguien propone poner el mismo botón la acción de disparar con la de recargar el arma, clavadle los pezones en la mesa con una grapadora. A lo largo de mis partidas del The Last of Us he perdido la cuenta, y no es un hipérbaton, de las veces que en mitad de un tiroteo me han matado porque el puto videojuego me dejó vendido y, en mitad de una salva de disparos perfectamente dirigida hacia un enemigo, la consola detectó un diferencial de presión en el gatillo del mando y activó el script de recargar el arma, expulsando un cargador lleno y reemplazándolo por otro que no necesitaba y dejándome en bragas ante el fuego enemigo.

Este único motivo sería más que suficiente para cogerle manía a un videojuego, pero no justificaría de por sí la inquina a The Last of US.

Tampoco lo sería el hecho de que, al menos en mi experiencia de juego, el sigilo funcione cuando le da la gana. Me ha pasado el tirarme casi una hora en una pantalla, intentando atravesar una zona infestada de boletus antropófagos ambulantes, para acabar devorado por un enemigo al que no podía ver, ni oír, ni en modo alguno predecir su zona de patrulla (porque ya he dicho que ni lo veía ni lo oía) y pasar a la carrera, tirando cosas y pegando gritos sin que ninguno de los ñacañacas fungosos se diese por enterado. Pero vamos a suponer que eso era mi PS3, que seguro que estaba bugueada por los hackers de Corea del Norte o de Chiquitistán, porque es que no he podido dar con otro jugador de The Last of Us dispuesto a confesar que le había pasado lo mismo.
(Con el Dishonored me pasó tres cuartos de lo mismo. El juego me puto encantó, pero era realmente frustrante poder camuflarte detrás del asta de una bandera sin que te viese el centinela que se paraba literalmente a treinta centímetros de ti para que acabase dando la alarma un policía que estaba al otro lado del edificio inmenso en el que intentabas colarte; policía que, de alguna manera, te había detectado a través de metros de piedra y ladrillo. Y como estas putaditas no me pasaron sólo una, ni dos, ni sesenta veces, en cuanto acabé lo desinstalé y no se me ha vuelto a pasar por la cabeza rejugarlo).
Defectos aparte, una joya.

No, la jugabilidad, manifiestamente mejorable, me exaspera pero no es mi mayor problema con The Last of Us.

En lo que se refiere a la ambientación, el videojuego es bellísimo y de un realismo acojonante. Con la inevitable distancia de unas imágenes generadas por un ordenador, los escenarios de The Last of Us transmiten un verismo y dan un malrrollazo tremendos. Tienes la sensación de estar viendo la interpretación artística de un ilustrador llegado directamente del mundo despoblado del juego, postales de la Pripyat evacuada, instantáneas de un planeta arrasado por una catástrofe natural y en el que las obras de los hombres se enmohecen, agrietan y sucumben al inexorable progreso de una naturaleza que recupera palmo a palmo su señorío.

Cada pantalla de The Last of Us no sólo transmite la indefensión humana ante el imparable progreso del caos, algo de lo que solemos ser conscientes en nuestro siglo desinfectado y plastificado hasta que un Coronavirus desatado o una Gripe Aviaria nos lo recuerda, sino que dentro de su condición de álbum de catástrofes, muchas de ellas destilan una belleza casi romántica, si la putrefacción, el desierto y la ruina de un planeta convertido en inmenso cementerio olvidado pueden en alguna forma ser románticos. Que yo nunca he entendido cómo, pero parece ser que lo puede.

En cuanto a la historia, The Last of Us cocina con bastante buen tino los ingredientes más característicos de las distopías postapocalípticas, las películas de zombis y las historias de aventura y supervivencia. En ese sentido, no aporta nada nuevo y las reacciones de muchos personajes y algunos giros de guion se ven venir con años luz de anticipación porque forman parte del protocolo de este tipo de narraciones. Eso no tiene nada de malo, en principio, y no volveré a explicar por qué. Al menos hoy, o aquí.

Pero, aunque la trama incurra en los consabidos lugares comunes del género de survival horror, los personajes, ¡ah, los personajes!, redimen al videojuego. Los personajes de The Last of Us son maravillosos y compensan las posibles carencias narrativas de la historia. La relación entre Joel, el padre amargado que sostuvo el cuerpo acribillado de su hija aquella noche en que el mundo acabó, y Ellie, la niña independiente y decidida, con vocación de mártir, es el hilo argumental de The Last of Us, y tanto la dinámica como el desarrollo psicológico de ambos personajes no sólo son el principal atractivo del videojuego, sino que justifican por sí mismos el pasarte la historia hasta el final. Así de bueno es el trabajo de los escritores de Naughty Dog sobre sus protagonistas.

Bueno, entonces, si todo es tan bonito, ¿por qué por qué nos da tanto coraje un videojuego que debería de ponérnosla como el cuello de Fernando Alonso, coraje directamente responsable de que la serie derivada, que seguro que parte la pana, nos deje indiferentes, me preguntas, querido lector, clavando en mi pupila tu pupila azul?

Porque The Last of Us tiene un fallo garrafal de escritura.

El jugador de The Last of Us es un mero espectador. Por mucho que creas, en cualquier momento de tu campaña del videojuego, que estás al control de la experiencia, te equivocas. Eres un mero voiyeur. Un monigote. No puedes hacer otra cosa que no sea seguir el camino perfectamente delimitado por los programadores y los escritores de Naughty Dog. Y no, no hablo de esas zonas del mapa que tienes que atravesar sí o sí y por donde el diseñador de niveles ha decidido que tienes que pasar (o sea por la zona más peligrosa), no por donde tú creas que tu destreza como jugador te lo pondrá menos complicado.

No.

Hablo de cuando el videojuego toma por ti decisiones de profundo calado moral. De cuando tienes que decidir, como jugador, si apagas la videoconsola o el ordenador sin ver el final del juego o, por fin consciente de tu miserable condición de actor pasivo, guías a Joel habitación por habitación en una masacre a sangre fría entre las únicas personas que podrían salvar el mundo, decides por Ellie que su sacrificio, del que ella era muy consciente, es un error y que tú no le vas a permitir cometerlo, y luego le mientes a la puta cara porque no tienes cojones de asumir las consecuencias de tus propios actos y quieres una vida tranquila, hasta donde el apocalipsis te lo permita, al lado de esta hija que el destino te ha enviado para reemplazar a la que perdiste.

Me asquea The Last of Us porque me permite enamorarme del personaje de Joel y luego me obliga a verlo convertirlo en un asesino múltiple sin poder hacer nada para impedirlo, y enamorarme del personaje de Ellie, verla madurar como personaje, caminar hacia su muerte con el fatalismo, la resolución y la valentía de una heroína, y ver frustrada su generosidad y valentía porque alguien en Naughty Dog decidió arrebatarme el control de la historia que yo, como jugador, creía estar protagonizando.

Porque ése es precisamente el atractivo del videojuego como recurso narrativo. El videojuego es la manifestación moderna de aquellos libros de «Elige tu propia aventura». El videojuego es el cuento de hadas del último tercio del siglo XX hasta el momento, con la notoria y refrescante diferencia de que este cuento de hadas no lo lees ni te lo leen. Lo vives. Tú eres el protagonista de la aventura. Tú matas al dragón. Tú encuentras el tesoro. Tú rescatas a la princesa, con toda la masculinidad tóxica de un fontanero italiano regordete y con bigote, o TÚ ERES LA PRINCESA: Samus Aran, Lara Croft, Jill Valentine, Aloy, Jesse Faden, Bayonetta.

Salvo cuando te roban toda oportunidad de intervenir en la aventura que estás viviendo y de protagonista pasas a convidado de piedra. Y entonces el videojuego se convierte en poco más que una película interactiva donde ves la historia que está protagonizando otro y con la que tienes que esforzarte por empatizar. Si es que alguna vez lo consigues.

Hay videojuegos así. Hay aventuras gráficas que son más o menos películas interactivas en la que, si puedes, cada quince o veinte minutos de cortes de vídeo o escenas de transición como mucho te dan la opción de escoger entre dos o tres opciones de diálogo o dos o tres acciones diferentes: «[Dile la verdad] / [Miéntele]», «[Sal por la puerta] / [Sal por la ventana]». Y algunos de esos videojuegos son muy buenos. Se me ocurren como ejemplos Until Dawn (descrito por la whiskypedia como «videojuego de terror  narrativo», «interactive drama horror» en inglés) o los que la extinta Telltale Games dedicó a Game of Thrones, Batman o Borderlands. No tengo nada contra esos videojuegos. Conozco muchos, he jugado varios y los he disfrutado.

Y otra cosa que tienen en común los títulos que acabo de describir es que no engañan. Desde el principio sabes dónde te estás metiendo, entiendes la mecánica del juego y decides seguir adelante o no, a tu criterio. No empiezas a jugar un «interactive drama horror» y de repente estás jugando un shoot ‘em up o un bullet hell. Tú sabes de antemano de qué grado de maniobra vas a gozar durante todo el juego. Si aceptas las reglas, adelante. Si no, cedo alteram y aquí tan amigos.

Pero The Last of Us te engaña. Te conduce a lo largo de lo que parece una aventura de la que tú eres el protagonista hasta un final del cual eres un mero espectador. The Last of Us toma por ti la decisión de matar a todos los Luciérnagas del hospital clandestino, negar a Ellie su acto final de altruismo suicida y condenar a toda la humanidad. No puedes escoger otro camino. No puedes, con el corazón roto y el alma desgarrada, dejar marchar a esa segunda hija que el destino te ha confiado, por un tiempo, como no has podido dejar aún marchar a la primera que perdiste. Así que todo tu progreso psicológico es en realidad una engañifa, no has aprendido nada de tu road-movie por esa América devastada por la epidemia, tu arco de transformación es una elipse cerrada y tu única motivación es el egoísmo más absoluto.

En videojuegos de rol como Dragon Age o Mass Effect puedes tomar decisiones realmente jodidas, traicionar a tus amigos, matar a sangre fría, mentir, engañar, pero en todo momento la decisión es tuya, y tuyas las consecuencias de esas decisiones para que las arrostres (aliados que te vuelven la espalda, misiones que quedan bloqueadas, opciones de diálogo que ya no están disponibles, finales alternativos que se te cierran...).

The Last of Us fracasa en el punto capital de todo videojuego, el de proporcionar al jugador una experiencia inmersiva, en hacerle sentir que él es el protagonista.

Y por eso al terminar la campaña corrí a buscar en los foros de Internet a ver qué había hecho mal. Si había misiones ocultas o decisiones que yo podría haber tomado que desbloqueasen un final diferente.

Y no.

Pura y simplemente Naughty Dog no me ha respetado como jugador.

Y por eso, aunque el capítulo piloto de The Last of Us, serie de HBO con Pedro Pascal y Bella Ramsey, a los que amo, me ha encantado, no tengo ningún interés en el resto del show y no voy a pararme a analizar las diferencias con el videojuego. No me importan lo suficiente ninguno de los dos productos para que la inversión de tiempo merezca la pena.

Y, ya metidos en harina, si he dicho un poco más arriba que de The Last of Us 2, que no he jugado ni jugaré, me parece vomitiva es simplemente porque me repugna esa Ellie adulta, irreconocible para quienes nos enamoramos de ella en el primer juego, esa furiosa euménide sedienta de sangre y embarcada en una cacería del hombre que no se detendrá ante nada para conseguir su venganza y que, después de matar a todas esas personas inocentes, mujer embarazada incluida, va y deja irse de rositas a Abby. Y The Last of Us 2 me parece especialmente nauseabundo porque de nuevo Naughty Dog quiere convertirme en espectador y, en este caso, obligarme a ver cómo Abby mutila y tortura hasta la muerte a Joel en el primer acto del juego, perspectiva que me asquea tanto como verle convertido en un asesino de masas en el tercer acto del título fundador de la franquicia.

Nadie tiene derecho a tomar decisiones morales por mí.

Ni siquiera en un videojuego.

Por eso no veré The Last of Us. Porque por buena que sea, siempre será la serie basada en uno de los mayores desengaños que me he llevado jamás en un videojuego, y esa relación envenenada me amargará inevitablemente el visionado como me amargó el disfrute del capítulo piloto en el que, además, huele muy fuerte a agenda Woke en decisiones como el color de la piel de Sarah y la orientación sexual de ciertos personajes, que nunca fue decisiva ni nos pudo importar menos hasta que en TLOU2 nos la restregaron por la cara, porque al equipo que desarrolló la secuela no le salía de los cojones que no nos importase lo más mínimo el lesbianismo de Ellie o el masculinizado cuerpo no normativo y cuasi-transexual de Abby (al parecer, en nombre de la REPPPPPRESENTEISHON o por motivos narrativos que somos incapaces de descifrar, era importante hacerla especialmente hombruna y feúcha, de manera que los mongólicos de siempre les hiciesen a los de Naughty Dog media campaña de promoción gratis con sus tuits llenos de veneno amargándole la vida, de postre, a una pobre actriz, inocente de que ellos sean deficientes mentales); quizá por los mismo motivos por los que a los guionistas de la serie de Entrevista con el vampiro no les entraba en la cabeza que el color de la piel de Louis nos la trajese más bien floja.
Al parecer, en el fin del mundo no faltan esteroides ni proteína en polvo.

Si no has jugado The Last of Us o no te ha dejado el mismo terrible retrogusto a flema que a mí, tal vez disfrutarás de la serie de HBO.

Para mí ya es demasiado tarde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ni SPAM ni Trolls, gracias. En ese aspecto, estamos más que servidos.