sábado, 25 de marzo de 2023

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (IX)

La biblioteca de Alejandría no ardió una vez, sino muchas. Y, en más de un sentido, sigue ardiendo hoy en día.


Por increíble que parezca, antaño los escritores sólo proteger su obra de tres depredadores naturales: el fuego, el agua y los roedores. Sí, obviamente las tablillas de arcilla en las que los antiguos sumerios escribieron el Poema de Gilgamesh sólo eran susceptibles a los impactos y la presión, y los textos que con minuciosidad obsesiva grabaron en piedra los antiguos egipcios no tenían otros adversarios que la acción erosiva de la arena arrastrada por los vientos del desierto y el celo revisionista de los faraones que en expresión de rencor o patético intento de legitimación hacían tachar a cincel de los monumentos los nombres de sus predecesores.

Con las debidas salvedades, desde que el principal medio de conservación del conocimiento fue el documento impreso, el agua, el fuego y los voraces roedores son los mayores enemigos de un escritor. Una cañería rota, un cigarrillo mal apagado o una familia de ratas han destruido bibliotecas enteras, sucesos que suponen la pérdida, demasiado a menudo irreparable, de miles, millones de palabras que se ponen para siempre fuera de nuestro alcance. Con la muerte de una biblioteca desaparece el atlas que una persona, un pueblo, una cultura, compiló para orientarse en el mundo y una biografía irreemplazable de su ethos personal o colectivo.

El primer paso para hacer desaparecer un pueblo, una cultura, un individuo, es arrasar sus archivos, sus bibliotecas, no necesariamente a fuego. Basta con dejar que el paso del tiempo, la voracidad de las alimañas y la degradación de la materia hagan su trabajo. Los romanos persiguieron, hasta prácticamente erradicarla, toda la producción literaria cartaginesa. Los monjes benedictinos que copiaban y traducían viejos textos clásicos prefirieron seleccionar aquellas obras que podían incorporarse como argamasa teórica a la antropología, la ética y la cosmología cristianas y descartar todo lo demás. No tenían ningún problema con Platón ni con Aristóteles, pero les repateaban ciertos pasajes de Virgilio e hicieron todo cuanto estuvo en su mano para asegurarse de que nadie pudiese leer a Epicuro, jamás. Juliano el Apóstata se congratulaba de que todos los libros del filósofo de Samos se hubiesen perdido para siempre (de los 300 manuscritos que le atribuye Diógenes Laercio, sólo han sobrevivido tres cartas, sus Máximas capitales y un puñado de citas recogidas por otros autores) y Agustín de Hipona daba lanzada a moro muerto cuando escribió de él «sus cenizas están tan frías que no se les puede arrancar ni una sola chispa».

Al servicio, San Agustín. Al lado, Epicuro.


Obviamente, a los padres de la Iglesia no podía menos que ponérsela como rodrigón de viña la casi completa destrucción de la bibliografía de un autor que proclamaba la mortalidad del alma, negaba la existencia del más allá, desmentía la intervención divina en los asuntos mundanos y defendía el placer como el objetivo capital de la existencia humana.

La biblioteca de Alejandría, instituida por Ptolomeo I como repositorio de la sabiduría universal en la ciudad fundada por su colegui de broncas y farras Alejandro Magno en el 331 a.C., llegó a tener, según la tradición, más de 700.000 volúmenes en sus anaqueles, cifra que no puede dejar de arquear una ceja a cualquiera que tenga siquiera un conocimiento superficial de la producción y expansión libraria en el Mundo Antiguo y que, casi con toda seguridad, fue sensiblemente inferior. Sí parece innegable que Alejandría albergaba la mayor colección de textos de la antigüedad, dividida en dos edificios, el Museion y el Serapeum, aunque dado que esos libros se copiaban en papiro, material extraordinariamente inflamable, en una época en la que la única luz artificial procedía de la ignición de materias combustibles, tal vez de paso que nos lamentamos por los tesoros de ciencia que se perdieron en la biblioteca alejandrina deberíamos también asombrarnos de lo mucho que duró, la condenada, antes de su primer incendio documentado: el que tuvo lugar en el año 47 a.C. durante la defensa de Julio César durante el sitio al complejo palacial del barrio de Burquión. Parece que entonces no ardió toda la biblioteca, sino sólo el almacén de volúmenes pendientes de revisión y catalogación y un depósito del propio palacio en el que César había depositado unos 40.000 rollos de papiroq ue se proponía trasladar a Roma. Y ésta fue la primera vez de la que tengamos noticia que las llamas destruyeron, aunque fuese en parte, los fondos de la biblioteca alejandrina.

Caída la dinastía ptolemaica desapareció la protección real de la que gozaba la biblioteca y ésta entró en decadencia. Seguía atrayendo a sabios de todo el mundo, pero los bibliotecarios ya no tenían el mismo interés en enviar copistas a compilar textos custodiados en los archivos de reinos lejanos, ni hacían inspeccionar todos los barcos que arribaban a Alejandría buscando libros desconocidos que traducir o copiar. Las cosas no mejoraron cuando el emperador Lucio Domicio Aureliano arrasó Alejandría en el 272, empeoraron muy sensiblemente cuando el furioso fanático Teófilo, a la sazón patriarca alejandrino, envió a sus seguidores a prenderle fuego al Serapeum en el año 391, considerado entonces sentina del saber pagano y herético, (de camino asesinaron a la filósofa Hipatia, crimen recreado, con las inevitables licencias de autor, por Alejandro Amenábar en su película Ágora de 2009), y se fueron definitivamente a la verga en el año 640, cuando Egipto cayó en manos del ejército islámico y el no menos furioso y no menos fanático Omar I, con la ciega obstinación del converso, mandó a Amr ibn al-As quemar los volúmenes supervivientes de la biblioteca de Alejandría bajo el pretexto de que «si esos libros están de acuerdo con el Corán, no tenemos necesidad de ellos, y si éstos se oponen al Corán, son heréticos y deben ser destruidos».

Bibliófilo califal.

Fuentes árabes notoriamente tardías, y por lo tanto cuestionables, llegan a decir que los libros de la biblioteca, convertidos en combustible, alimentaron, durante seis meses, las termas de los baños públicos de la ciudad; aunque no pocos historiadores, Edward Gibbon entre ellos, califican el episodio de «propaganda» y sostienen que cuando las tropas musulmanas tomaron Alejandría no quedaba absolutamente nada digno de mención que quemar, porque el abandono de sus administradores cristianos, el apetito de los roedores, la repulsa e indiferencia a la tradición antigua, desplazada del centro de los currículos académicos por el nuevo cristianismo intolerante y excluyente, y el celo evangélico de los siglos precedentes ya se había cobrado la parte del león sobre el catálogo de la antaño gran institución del conocimiento, tesis que concuerda con la de Richard Ovenden, que absuelve a las tropas de Amr ibn al-As de las acusaciones de terrorismo librario y se adhiere a la teoría de la decadencia natural de la institución causada por el auge de la nueva filosofía cristiana.

(Bueno, también es la tesis de Gibbon que el auge del cristianismo fue en última instancia el factor decisivo de la decadencia y ruina del Imperio Romano, minimizando o relativizando en su mastodóntica obra todos los demás, así que cero sorpresas por esa parte si Ovenden, como parece, es un discípulo moderno de Gibbon).

Es realmente difícil cuantificar cuántos libros han sucumbido al lento deterioro de la indiferencia de los lectores o desaparecido entre las llamas. Si tenemos en cuenta que, de todas las obras que sabemos que se escribieron en la Antigüedad Clásica. No de todas las que se escribieron, ojo, sino de todas aquellas de las cuales nos han llegado fragmentos, volúmenes completos, citas en los libros de otros autores o simplemente los títulos de esas obras, conservamos, en nuestros días, entre un 12 y un 15%, queda vertiginosamente claro el alcance de la destrucción de nuestro patrimonio cultural. Bibliografías enteras que nadie ha leído desde hace siglos, y que nadie podrá ya leer. Autores que han sido olvidados para siempre por la historia, y cuyas aportaciones a nuestro acervo común podrían habernos resultado incomparablemente valiosas en nuestra cotidiana lucha contra la inmensidad de un universo inexorable y contra las limitaciones y defectos de la existencia humana.

Imagínate que hoy a medianoche desapareciesen todos los ejemplares de todos los libros de Stephen King y todas las películas y series basadas en ellas. Cuando la última generación que lo haya leído, la última a la que siquiera le medio sonase su nombre, emprenda el camino a la blanca orilla, nadie volvería a hablar de él, nadie sabría siquiera que el feo con más talento de Maine existió alguna vez. Miles, millones de personas podrían haber disfrutado de la lectura de Carrie, El resplandor o La zona muerta, pero nadie podría acceder a esas obras que ni siquiera sabría que alguna vez fueron escritas. Y si crees que este escenario hipotético se diferencia muy poco del desplazamiento del interés lector o editorial de unos autores a otros, piénsalo otra vez. En la biblioteca de cualquier lector promedio no era difícil encontrar, en los años setenta y principios de los ochenta, volúmenes de Sven Hassel, Mika Waltari, Maxence van der Meersch o Frank G. Slaugther, cuatro autores de cuya existencia, amado lector, no creo aventurarme mucho si afirmo que acabas de enterarte. Hoy en día han desaparecido, y hasta en los mercadillos y los saldos de libros resulta realmente complicado hacerse con un volumen suyo. Pero sabemos que esas obras existieron. Se conservan en las bibliotecas y en los desvanes de algunos bibliófilos particulares. No han sido borradas de la existencia. No han sido obliteradas. No se han perdido. Todavía no.
(Sven Hassel, en realidad un señor danés llamado Børge Willy Redsted Pedersen que escribió sus novelas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial basándose, o eso decía él, en su propia experiencia personal como miembro del 7.º Regimiento de Caballería alemana y al 2.º Regimiento de Carros de Combate, ha sido objeto de no poca polémica. Y es que parece que este señor no vio el frente ni en fotos, se pasó toda la guerra en Dinamarca, haciéndose pasar por oficial alemán y entrando y saliendo de prisión, para acabar, en la postguerra, vendiendo pornografía y contándole batallitas, oídas a veteranos, a un negro literario, tal vez su propia mujer, que habría tecleado toda su producción).
Kätzchen Adolph stimmt zu.

La desaparición de un libro, sean cuales sean las razones tras ella, es una tragedia siempre. No al nivel de tragedia del día en que tu novia de entonces te preguntó cómo nos secamos el pito los tíos al salir de la ducha, y tú se lo enseñaste, y, cuando rompisteis, la muy cabrona subió el vídeo a Internet, pero casi igual de lamentable.
Sólo a ti se te ocurre.

Y si los libros, las bibliotecas, ya eran volátiles cuando su medio de conservación y transmisión era el papel, imagínate lo frágiles que son en la era digital, cuando el libro ni siquiera existe como objeto físico sino que ha sido codificado en forma de unos y ceros que remiten a direcciones de memoria en un disco duro o un servidor.

Nota para ti mismo: haz copias de seguridad de tus libros. Sigue la regla 3-2-1: haz al menos tres copias de seguridad, en dos soportes diferentes (disco local, disco en red, CD, unidad de memoria extraíble) y almacena al menos una de ellas en un lugar físico distinto a aquel en el que tienes las demás. Escarmienta en cabeza ajena. Créeme, sé de lo que hablo. Y da mucha rabia saber de lo que hablo.

Ahora va el morongo de la presente entrada del Paratroopers:


En junio de 2022, una novela de más de un millón de palabras desapareció. Quizá para siempre.

Tal como han informado varios medios especializados, una novelista china con el pseudónimo de Mitu descubrió en junio del año pasado, para su espanto y estupefacción, que el borrador de la novela en la que llevaba tiempo trabajando había sido «bloqueado» por su procesador de textos. Mitu estaba usando WPS Office, una especie de clon chino de Microsoft Office (lo hemos probado y no nos gustó, precisamente porque se parece demasiado a MS Office), para escribir una novela por la que ya se había interesado un editor y de la cual había creado una copia de seguridad en un servicio de almacenamiento on-line. Al parecer, no hubo ningún problema hasta que a Mitu se le ocurrió generar un enlace para poder compartir su copia en la nube con el susodicho editor o con otros usuarios de la plataforma de intercambio literario «Dragon's Sky» de la que era usuaria desde hacía años).

En ese momento, alguien, ya sea en Kingsoft o en el foro on-line, ateniéndose a las nueves leyes chinas de seguridad informática y protección de datos habría revisado ese archivo, concluido que el libro de Mitu contenía «información ilegal» y procedido a bloquear en remoto el acceso de la escritora al texto, como están obligadas a hacer las tecnológicas chinas siempre que encuentren cualquier contenido que haya sido cuestionado o prohibido por el gobierno chino.

Y, al parecer, según The Economic Observer, Mitu no fue la primera ni la última en ver sus archivos secuestrados por usar WPS.

(Por si tienes tantos problemas para leer el chino como yo, el titular reza algo así como «Those files that are suddenly "locked" push WPS to the brink of a collapse of user trust»).
Yep.

La pobre de Mitu, que vive en el mayor campo de concentración del mundo, acababa de descubrir que en el paraíso comunista sus archivos no son privados, su propiedad intelectual no le pertenece y su trabajo de meses o años puede desaparecer en un parpadeo si se le pone en los cojones a un anónimo funcionario que no responde ante nadie y no está dispuesto a oír alegación alguna a sus decisiones.

Y si eres tan papanatas como para creer que estos abusos son exclusivos de los regímenes totalitarios asiáticos y que nunca podrían suceder en nuestro democrático, ilustrado y tolerante Occidente, déjame que pinche tu burbuja: no sólo en Estados Unidos están batiendo récords de solicitudes para prohibir libros en las bibliotecas de colegios y universidades, sino que los editores del británico Roald Dahl, un autor de libros infantiles que se ha ganado ya un lugar entre los clásicos, están expurgando a iniciativa propia las ediciones más recientes de Matilda, Las brujas y Charlie y la Fábrica de Chocolate de todo el contenido que consideran «inapropiado» para los hipersensibles niños wokennials y sus llorones e hiperventilados padres. Además de suprimir palabras como «gordo», «loco» o «calva» (y sustituirlas, imagino, por «expresión física del body positive sororo no-patriarcal», «persona con diversidad psico-cognitiva» y «estilismo capilar femenino no normativo»), han pasado a machete párrafos enteros, como los que en Las brujas describen a las villanas como monstruos con costras, granos y las encías en carne cruda, persiguiendo una estética vegana, libre de sulfitos, sin colorantes alimentarios ni gluten que, al precio de no ofender a nadie, deje indiferente a todo el mundo.

Ahora, querido lector, imagínate que los editores de Roal Dahl y sus atolondrados herederos, motu proprio u obligados por leyes aprobadas por algún gobierno sojas, decidiesen ir un paso más allá, y destruir todas las copias electrónicas no adulteradas de los textos del difunto escritor que obren en los servidores de la editorial. Dentro de unos años, cuando todas las copias físicas de las versiones originales hayan quedado reducidas a polvo o pulpa, ya sólo conservaríamos los textos profanados, corrompidos, mutilados por la ignorancia de unos políticas analfabetos y/o el fanatismo o el frío y cínico «virtue signaling» de unos editores desaprensivos.

El fuego siempre ha sido el mayor enemigo de la literatura.

Pero el fuego raras veces se prende espontáneamente. Es la mano criminal o dolosa la que produce la chispa. Y en la era digital, nunca ha sido tan fácil encender esa chispa, ni tan inmediato e irrevocable su poder destructor.

A los modernos sojas soplapollas, como a los nazis que hacían piras para los volúmenes de Freud, Einstein y Thomas Mann, nada les pone más cachondos que el olor a libro quemado.

Buenas noches. Y tengan cuidado ahí afuera.

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