sábado, 25 de marzo de 2023

Todo lo que creías saber probablemente sea mentira (IX)

La biblioteca de Alejandría no ardió una vez, sino muchas. Y, en más de un sentido, sigue ardiendo hoy en día.


Por increíble que parezca, antaño los escritores sólo proteger su obra de tres depredadores naturales: el fuego, el agua y los roedores. Sí, obviamente las tablillas de arcilla en las que los antiguos sumerios escribieron el Poema de Gilgamesh sólo eran susceptibles a los impactos y la presión, y los textos que con minuciosidad obsesiva grabaron en piedra los antiguos egipcios no tenían otros adversarios que la acción erosiva de la arena arrastrada por los vientos del desierto y el celo revisionista de los faraones que en expresión de rencor o patético intento de legitimación hacían tachar a cincel de los monumentos los nombres de sus predecesores.

Con las debidas salvedades, desde que el principal medio de conservación del conocimiento fue el documento impreso, el agua, el fuego y los voraces roedores son los mayores enemigos de un escritor. Una cañería rota, un cigarrillo mal apagado o una familia de ratas han destruido bibliotecas enteras, sucesos que suponen la pérdida, demasiado a menudo irreparable, de miles, millones de palabras que se ponen para siempre fuera de nuestro alcance. Con la muerte de una biblioteca desaparece el atlas que una persona, un pueblo, una cultura, compiló para orientarse en el mundo y una biografía irreemplazable de su ethos personal o colectivo.

El primer paso para hacer desaparecer un pueblo, una cultura, un individuo, es arrasar sus archivos, sus bibliotecas, no necesariamente a fuego. Basta con dejar que el paso del tiempo, la voracidad de las alimañas y la degradación de la materia hagan su trabajo. Los romanos persiguieron, hasta prácticamente erradicarla, toda la producción literaria cartaginesa. Los monjes benedictinos que copiaban y traducían viejos textos clásicos prefirieron seleccionar aquellas obras que podían incorporarse como argamasa teórica a la antropología, la ética y la cosmología cristianas y descartar todo lo demás. No tenían ningún problema con Platón ni con Aristóteles, pero les repateaban ciertos pasajes de Virgilio e hicieron todo cuanto estuvo en su mano para asegurarse de que nadie pudiese leer a Epicuro, jamás. Juliano el Apóstata se congratulaba de que todos los libros del filósofo de Samos se hubiesen perdido para siempre (de los 300 manuscritos que le atribuye Diógenes Laercio, sólo han sobrevivido tres cartas, sus Máximas capitales y un puñado de citas recogidas por otros autores) y Agustín de Hipona daba lanzada a moro muerto cuando escribió de él «sus cenizas están tan frías que no se les puede arrancar ni una sola chispa».

Al servicio, San Agustín. Al lado, Epicuro.


Obviamente, a los padres de la Iglesia no podía menos que ponérsela como rodrigón de viña la casi completa destrucción de la bibliografía de un autor que proclamaba la mortalidad del alma, negaba la existencia del más allá, desmentía la intervención divina en los asuntos mundanos y defendía el placer como el objetivo capital de la existencia humana.

La biblioteca de Alejandría, instituida por Ptolomeo I como repositorio de la sabiduría universal en la ciudad fundada por su colegui de broncas y farras Alejandro Magno en el 331 a.C., llegó a tener, según la tradición, más de 700.000 volúmenes en sus anaqueles, cifra que no puede dejar de arquear una ceja a cualquiera que tenga siquiera un conocimiento superficial de la producción y expansión libraria en el Mundo Antiguo y que, casi con toda seguridad, fue sensiblemente inferior. Sí parece innegable que Alejandría albergaba la mayor colección de textos de la antigüedad, dividida en dos edificios, el Museion y el Serapeum, aunque dado que esos libros se copiaban en papiro, material extraordinariamente inflamable, en una época en la que la única luz artificial procedía de la ignición de materias combustibles, tal vez de paso que nos lamentamos por los tesoros de ciencia que se perdieron en la biblioteca alejandrina deberíamos también asombrarnos de lo mucho que duró, la condenada, antes de su primer incendio documentado: el que tuvo lugar en el año 47 a.C. durante la defensa de Julio César durante el sitio al complejo palacial del barrio de Burquión. Parece que entonces no ardió toda la biblioteca, sino sólo el almacén de volúmenes pendientes de revisión y catalogación y un depósito del propio palacio en el que César había depositado unos 40.000 rollos de papiroq ue se proponía trasladar a Roma. Y ésta fue la primera vez de la que tengamos noticia que las llamas destruyeron, aunque fuese en parte, los fondos de la biblioteca alejandrina.

Caída la dinastía ptolemaica desapareció la protección real de la que gozaba la biblioteca y ésta entró en decadencia. Seguía atrayendo a sabios de todo el mundo, pero los bibliotecarios ya no tenían el mismo interés en enviar copistas a compilar textos custodiados en los archivos de reinos lejanos, ni hacían inspeccionar todos los barcos que arribaban a Alejandría buscando libros desconocidos que traducir o copiar. Las cosas no mejoraron cuando el emperador Lucio Domicio Aureliano arrasó Alejandría en el 272, empeoraron muy sensiblemente cuando el furioso fanático Teófilo, a la sazón patriarca alejandrino, envió a sus seguidores a prenderle fuego al Serapeum en el año 391, considerado entonces sentina del saber pagano y herético, (de camino asesinaron a la filósofa Hipatia, crimen recreado, con las inevitables licencias de autor, por Alejandro Amenábar en su película Ágora de 2009), y se fueron definitivamente a la verga en el año 640, cuando Egipto cayó en manos del ejército islámico y el no menos furioso y no menos fanático Omar I, con la ciega obstinación del converso, mandó a Amr ibn al-As quemar los volúmenes supervivientes de la biblioteca de Alejandría bajo el pretexto de que «si esos libros están de acuerdo con el Corán, no tenemos necesidad de ellos, y si éstos se oponen al Corán, son heréticos y deben ser destruidos».

Bibliófilo califal.

Fuentes árabes notoriamente tardías, y por lo tanto cuestionables, llegan a decir que los libros de la biblioteca, convertidos en combustible, alimentaron, durante seis meses, las termas de los baños públicos de la ciudad; aunque no pocos historiadores, Edward Gibbon entre ellos, califican el episodio de «propaganda» y sostienen que cuando las tropas musulmanas tomaron Alejandría no quedaba absolutamente nada digno de mención que quemar, porque el abandono de sus administradores cristianos, el apetito de los roedores, la repulsa e indiferencia a la tradición antigua, desplazada del centro de los currículos académicos por el nuevo cristianismo intolerante y excluyente, y el celo evangélico de los siglos precedentes ya se había cobrado la parte del león sobre el catálogo de la antaño gran institución del conocimiento, tesis que concuerda con la de Richard Ovenden, que absuelve a las tropas de Amr ibn al-As de las acusaciones de terrorismo librario y se adhiere a la teoría de la decadencia natural de la institución causada por el auge de la nueva filosofía cristiana.

(Bueno, también es la tesis de Gibbon que el auge del cristianismo fue en última instancia el factor decisivo de la decadencia y ruina del Imperio Romano, minimizando o relativizando en su mastodóntica obra todos los demás, así que cero sorpresas por esa parte si Ovenden, como parece, es un discípulo moderno de Gibbon).

Es realmente difícil cuantificar cuántos libros han sucumbido al lento deterioro de la indiferencia de los lectores o desaparecido entre las llamas. Si tenemos en cuenta que, de todas las obras que sabemos que se escribieron en la Antigüedad Clásica. No de todas las que se escribieron, ojo, sino de todas aquellas de las cuales nos han llegado fragmentos, volúmenes completos, citas en los libros de otros autores o simplemente los títulos de esas obras, conservamos, en nuestros días, entre un 12 y un 15%, queda vertiginosamente claro el alcance de la destrucción de nuestro patrimonio cultural. Bibliografías enteras que nadie ha leído desde hace siglos, y que nadie podrá ya leer. Autores que han sido olvidados para siempre por la historia, y cuyas aportaciones a nuestro acervo común podrían habernos resultado incomparablemente valiosas en nuestra cotidiana lucha contra la inmensidad de un universo inexorable y contra las limitaciones y defectos de la existencia humana.

Imagínate que hoy a medianoche desapareciesen todos los ejemplares de todos los libros de Stephen King y todas las películas y series basadas en ellas. Cuando la última generación que lo haya leído, la última a la que siquiera le medio sonase su nombre, emprenda el camino a la blanca orilla, nadie volvería a hablar de él, nadie sabría siquiera que el feo con más talento de Maine existió alguna vez. Miles, millones de personas podrían haber disfrutado de la lectura de Carrie, El resplandor o La zona muerta, pero nadie podría acceder a esas obras que ni siquiera sabría que alguna vez fueron escritas. Y si crees que este escenario hipotético se diferencia muy poco del desplazamiento del interés lector o editorial de unos autores a otros, piénsalo otra vez. En la biblioteca de cualquier lector promedio no era difícil encontrar, en los años setenta y principios de los ochenta, volúmenes de Sven Hassel, Mika Waltari, Maxence van der Meersch o Frank G. Slaugther, cuatro autores de cuya existencia, amado lector, no creo aventurarme mucho si afirmo que acabas de enterarte. Hoy en día han desaparecido, y hasta en los mercadillos y los saldos de libros resulta realmente complicado hacerse con un volumen suyo. Pero sabemos que esas obras existieron. Se conservan en las bibliotecas y en los desvanes de algunos bibliófilos particulares. No han sido borradas de la existencia. No han sido obliteradas. No se han perdido. Todavía no.
(Sven Hassel, en realidad un señor danés llamado Børge Willy Redsted Pedersen que escribió sus novelas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial basándose, o eso decía él, en su propia experiencia personal como miembro del 7.º Regimiento de Caballería alemana y al 2.º Regimiento de Carros de Combate, ha sido objeto de no poca polémica. Y es que parece que este señor no vio el frente ni en fotos, se pasó toda la guerra en Dinamarca, haciéndose pasar por oficial alemán y entrando y saliendo de prisión, para acabar, en la postguerra, vendiendo pornografía y contándole batallitas, oídas a veteranos, a un negro literario, tal vez su propia mujer, que habría tecleado toda su producción).
Kätzchen Adolph stimmt zu.

La desaparición de un libro, sean cuales sean las razones tras ella, es una tragedia siempre. No al nivel de tragedia del día en que tu novia de entonces te preguntó cómo nos secamos el pito los tíos al salir de la ducha, y tú se lo enseñaste, y, cuando rompisteis, la muy cabrona subió el vídeo a Internet, pero casi igual de lamentable.
Sólo a ti se te ocurre.

Y si los libros, las bibliotecas, ya eran volátiles cuando su medio de conservación y transmisión era el papel, imagínate lo frágiles que son en la era digital, cuando el libro ni siquiera existe como objeto físico sino que ha sido codificado en forma de unos y ceros que remiten a direcciones de memoria en un disco duro o un servidor.

Nota para ti mismo: haz copias de seguridad de tus libros. Sigue la regla 3-2-1: haz al menos tres copias de seguridad, en dos soportes diferentes (disco local, disco en red, CD, unidad de memoria extraíble) y almacena al menos una de ellas en un lugar físico distinto a aquel en el que tienes las demás. Escarmienta en cabeza ajena. Créeme, sé de lo que hablo. Y da mucha rabia saber de lo que hablo.

Ahora va el morongo de la presente entrada del Paratroopers:


En junio de 2022, una novela de más de un millón de palabras desapareció. Quizá para siempre.

Tal como han informado varios medios especializados, una novelista china con el pseudónimo de Mitu descubrió en junio del año pasado, para su espanto y estupefacción, que el borrador de la novela en la que llevaba tiempo trabajando había sido «bloqueado» por su procesador de textos. Mitu estaba usando WPS Office, una especie de clon chino de Microsoft Office (lo hemos probado y no nos gustó, precisamente porque se parece demasiado a MS Office), para escribir una novela por la que ya se había interesado un editor y de la cual había creado una copia de seguridad en un servicio de almacenamiento on-line. Al parecer, no hubo ningún problema hasta que a Mitu se le ocurrió generar un enlace para poder compartir su copia en la nube con el susodicho editor o con otros usuarios de la plataforma de intercambio literario «Dragon's Sky» de la que era usuaria desde hacía años).

En ese momento, alguien, ya sea en Kingsoft o en el foro on-line, ateniéndose a las nueves leyes chinas de seguridad informática y protección de datos habría revisado ese archivo, concluido que el libro de Mitu contenía «información ilegal» y procedido a bloquear en remoto el acceso de la escritora al texto, como están obligadas a hacer las tecnológicas chinas siempre que encuentren cualquier contenido que haya sido cuestionado o prohibido por el gobierno chino.

Y, al parecer, según The Economic Observer, Mitu no fue la primera ni la última en ver sus archivos secuestrados por usar WPS.

(Por si tienes tantos problemas para leer el chino como yo, el titular reza algo así como «Those files that are suddenly "locked" push WPS to the brink of a collapse of user trust»).
Yep.

La pobre de Mitu, que vive en el mayor campo de concentración del mundo, acababa de descubrir que en el paraíso comunista sus archivos no son privados, su propiedad intelectual no le pertenece y su trabajo de meses o años puede desaparecer en un parpadeo si se le pone en los cojones a un anónimo funcionario que no responde ante nadie y no está dispuesto a oír alegación alguna a sus decisiones.

Y si eres tan papanatas como para creer que estos abusos son exclusivos de los regímenes totalitarios asiáticos y que nunca podrían suceder en nuestro democrático, ilustrado y tolerante Occidente, déjame que pinche tu burbuja: no sólo en Estados Unidos están batiendo récords de solicitudes para prohibir libros en las bibliotecas de colegios y universidades, sino que los editores del británico Roald Dahl, un autor de libros infantiles que se ha ganado ya un lugar entre los clásicos, están expurgando a iniciativa propia las ediciones más recientes de Matilda, Las brujas y Charlie y la Fábrica de Chocolate de todo el contenido que consideran «inapropiado» para los hipersensibles niños wokennials y sus llorones e hiperventilados padres. Además de suprimir palabras como «gordo», «loco» o «calva» (y sustituirlas, imagino, por «expresión física del body positive sororo no-patriarcal», «persona con diversidad psico-cognitiva» y «estilismo capilar femenino no normativo»), han pasado a machete párrafos enteros, como los que en Las brujas describen a las villanas como monstruos con costras, granos y las encías en carne cruda, persiguiendo una estética vegana, libre de sulfitos, sin colorantes alimentarios ni gluten que, al precio de no ofender a nadie, deje indiferente a todo el mundo.

Ahora, querido lector, imagínate que los editores de Roal Dahl y sus atolondrados herederos, motu proprio u obligados por leyes aprobadas por algún gobierno sojas, decidiesen ir un paso más allá, y destruir todas las copias electrónicas no adulteradas de los textos del difunto escritor que obren en los servidores de la editorial. Dentro de unos años, cuando todas las copias físicas de las versiones originales hayan quedado reducidas a polvo o pulpa, ya sólo conservaríamos los textos profanados, corrompidos, mutilados por la ignorancia de unos políticas analfabetos y/o el fanatismo o el frío y cínico «virtue signaling» de unos editores desaprensivos.

El fuego siempre ha sido el mayor enemigo de la literatura.

Pero el fuego raras veces se prende espontáneamente. Es la mano criminal o dolosa la que produce la chispa. Y en la era digital, nunca ha sido tan fácil encender esa chispa, ni tan inmediato e irrevocable su poder destructor.

A los modernos sojas soplapollas, como a los nazis que hacían piras para los volúmenes de Freud, Einstein y Thomas Mann, nada les pone más cachondos que el olor a libro quemado.

Buenas noches. Y tengan cuidado ahí afuera.

viernes, 10 de marzo de 2023

Lost in the darkness


Se acaba de estrenar la serie de televisión basada en los videojuegos de The Last of Us. El inmenso Pedro Pascal, al que reconocemos desde Juego de tronos, donde interpretó a Oberyn Martell, respetamos desde Kingsman: El círculo de oro y Triple frontera y amamos desde El mandalorio, interpreta a Joel, y la adorable Bella Ramsey, que nos enamoró como Lyanna Mormont en Juego de tronos, asume el papel de Ellie.

Y me importa tres cojones.

No me entiendas mal, me he visto el piloto y es impecable. No tengo absolutamente ninguna queja acerca de él y tanto si eres fan del videojuego como si en la puta vida has sopesado el mando de una videoconsola pero te la ponen garrocha los escenarios postapocalípticos (de ficción; por Sara Sampaio Dominatrix, que sean de ficción), The Last of Us probablemente te encantará.

A nosotros no, porque no vamos a verla. Punto.

Y, paradójicamente, la culpa no es de la serie en sí, sino de los indocumentados mierdecillas de Naughty Dog que perpetraron el videojuego.

Se vienen espóilers.


Si no conoces el videojuego de 2013, la acción de The Last of Us transcurre en unos Estados Unidos arrasados por una pandemia global causada por un hongo que infecta el cerebro de las personas, convirtiéndolas en una especie de zombis caníbales meningíticos. La sociedad se ha ido básicamente a la verga, las pocas ciudades que quedan en pie y donde sobrevive un simulacro de civilización son auténticas zonas de cuarentena bajo mandato militar en las que tienes los derechos que el cabo de varas al mando te reconoce cuando te los reconoce y si no te gustan, tiene otros, y los pocos parias que no quieren someterse a la jurisdicción federal deben buscarse los garbanzos en asentamientos fuera de la zona amurallada, donde proliferan los champiñones humanoides cabronías y las jaurías de hijos de puta asilvestrados que te sacarán los ojos por el culo porque ya se han hecho la paja de las seis y media sobre los cadáveres de sus hermanas adolescentes y tienen que buscar algún entretenimiento hasta la paja de las seis treinta y cinco.

La historia de The Last of Us sigue a Joel, un contrabandista especializado en meter y sacar gente de la zona de cuarentena de Boston, y a Ellie, una niña que los Luciérnagas (la milicia de anarquistas opuestos a la omnímoda y abusiva autoridad federal que era de esperar que existiese en un argumento como éste) encargan a Joel que escolte y entregue a otra célula de los Luciérnagas instalada en el parlamento de Massachussets. Resulta que Ellie es inmune al hongo cordyceps que ha infectado el planeta y podría ser la clave para elaborar una vacuna o incluso un tratamiento, en caso de que se la entregue a las manos adecuadas.

La misión sale como el orto, naturalmente, que si no no habría conflicto y sin conflicto no hay drama, y Joel y Ellie acaban recorriendo Estados Unidos de punta a punta y tiro porque me toca (bueeeenoooo, vaaaale, sólo llegan a Utah), pasando las de Caín en el viaje, para finalmente alcanzar un hospital clandestino dirigido por los Luciérnagas donde Joel se entera que sí, que Ellie es la clave para elaborar una cura para la pandemia, pero que el proceso la acabará matando. Esa niña por la que tanto ha luchado, a la que ha sacado de mil y unas y a la que ha acabado por aprender a amar puede salvar a la humanidad, al precio de sacrificar su propia vida.

Y aquí es donde para mí, The Last of Us fracasa como videojuego y su serie de televisión, que a raíz del visionado de su primer capítulo estoy seguro que es estupenda o que puede llegar a serlo, me come mis peludos cojones.

Desde el año 2013, en el que tuve la oportunidad de probar The Last of Us, y de hecho me acabé el modo campaña, no he dejado de encontrarme groupies de este título que echan a salir corriendo, tapándose las orejas y cantando «lalalalalalá» cuando me hablan de él y tardo treinta décimas de segundo en decirles que The Last of Us es el mayor desengaño que me ha dado jamás un videojuego.

Y eso que no jugué, ni jugaré, su vomitiva segunda parte.

Me parece inexplicable, incomprensible e intolerable, que el mismo equipo responsable del desarrollo de Uncharted 2, o al menos la mitad de dicho equipo, sea responsable de este desastre. Y ya sé que puede sonar radical llamar desastre a un producto con escenarios tan hermosos, dentro de su representación de la decadencia de un mundo desolado; con personajes tan carismáticos, con un sonido tan bien trabajado, con un argumento tan atractivo, con la maravillosa música de Gustavo Santaolalla.

Soy muy consciente de que resulta cuando menos polémico afirmar que el videojuego al que Metacritic adjudicó la séptima mejor puntuación de entre todos los editados para PS3, el título que IGN proclamó una «obra maestra literaria» de su generación de videoconsolas y Eurogamer «un rayo de esperanza» para el género de survival horror, que ese juego en concreto que enamoró a crítica y público sea un cagarro. Un mojón. Un pedo asesino de los que te tiras después de comer curry indio extrapicante.
Me ha pasado.

Pero lo es.

Y déjame explicarte el motivo y entenderás por qué me da tanta rabia y siento tanta pena por lo que The Last of Us pudo haber sido.

Antes de entrar en harina, sólo una observación para los desarrolladores de videojuegos: si alguien propone poner el mismo botón la acción de disparar con la de recargar el arma, clavadle los pezones en la mesa con una grapadora. A lo largo de mis partidas del The Last of Us he perdido la cuenta, y no es un hipérbaton, de las veces que en mitad de un tiroteo me han matado porque el puto videojuego me dejó vendido y, en mitad de una salva de disparos perfectamente dirigida hacia un enemigo, la consola detectó un diferencial de presión en el gatillo del mando y activó el script de recargar el arma, expulsando un cargador lleno y reemplazándolo por otro que no necesitaba y dejándome en bragas ante el fuego enemigo.

Este único motivo sería más que suficiente para cogerle manía a un videojuego, pero no justificaría de por sí la inquina a The Last of US.

Tampoco lo sería el hecho de que, al menos en mi experiencia de juego, el sigilo funcione cuando le da la gana. Me ha pasado el tirarme casi una hora en una pantalla, intentando atravesar una zona infestada de boletus antropófagos ambulantes, para acabar devorado por un enemigo al que no podía ver, ni oír, ni en modo alguno predecir su zona de patrulla (porque ya he dicho que ni lo veía ni lo oía) y pasar a la carrera, tirando cosas y pegando gritos sin que ninguno de los ñacañacas fungosos se diese por enterado. Pero vamos a suponer que eso era mi PS3, que seguro que estaba bugueada por los hackers de Corea del Norte o de Chiquitistán, porque es que no he podido dar con otro jugador de The Last of Us dispuesto a confesar que le había pasado lo mismo.
(Con el Dishonored me pasó tres cuartos de lo mismo. El juego me puto encantó, pero era realmente frustrante poder camuflarte detrás del asta de una bandera sin que te viese el centinela que se paraba literalmente a treinta centímetros de ti para que acabase dando la alarma un policía que estaba al otro lado del edificio inmenso en el que intentabas colarte; policía que, de alguna manera, te había detectado a través de metros de piedra y ladrillo. Y como estas putaditas no me pasaron sólo una, ni dos, ni sesenta veces, en cuanto acabé lo desinstalé y no se me ha vuelto a pasar por la cabeza rejugarlo).
Defectos aparte, una joya.

No, la jugabilidad, manifiestamente mejorable, me exaspera pero no es mi mayor problema con The Last of Us.

En lo que se refiere a la ambientación, el videojuego es bellísimo y de un realismo acojonante. Con la inevitable distancia de unas imágenes generadas por un ordenador, los escenarios de The Last of Us transmiten un verismo y dan un malrrollazo tremendos. Tienes la sensación de estar viendo la interpretación artística de un ilustrador llegado directamente del mundo despoblado del juego, postales de la Pripyat evacuada, instantáneas de un planeta arrasado por una catástrofe natural y en el que las obras de los hombres se enmohecen, agrietan y sucumben al inexorable progreso de una naturaleza que recupera palmo a palmo su señorío.

Cada pantalla de The Last of Us no sólo transmite la indefensión humana ante el imparable progreso del caos, algo de lo que solemos ser conscientes en nuestro siglo desinfectado y plastificado hasta que un Coronavirus desatado o una Gripe Aviaria nos lo recuerda, sino que dentro de su condición de álbum de catástrofes, muchas de ellas destilan una belleza casi romántica, si la putrefacción, el desierto y la ruina de un planeta convertido en inmenso cementerio olvidado pueden en alguna forma ser románticos. Que yo nunca he entendido cómo, pero parece ser que lo puede.

En cuanto a la historia, The Last of Us cocina con bastante buen tino los ingredientes más característicos de las distopías postapocalípticas, las películas de zombis y las historias de aventura y supervivencia. En ese sentido, no aporta nada nuevo y las reacciones de muchos personajes y algunos giros de guion se ven venir con años luz de anticipación porque forman parte del protocolo de este tipo de narraciones. Eso no tiene nada de malo, en principio, y no volveré a explicar por qué. Al menos hoy, o aquí.

Pero, aunque la trama incurra en los consabidos lugares comunes del género de survival horror, los personajes, ¡ah, los personajes!, redimen al videojuego. Los personajes de The Last of Us son maravillosos y compensan las posibles carencias narrativas de la historia. La relación entre Joel, el padre amargado que sostuvo el cuerpo acribillado de su hija aquella noche en que el mundo acabó, y Ellie, la niña independiente y decidida, con vocación de mártir, es el hilo argumental de The Last of Us, y tanto la dinámica como el desarrollo psicológico de ambos personajes no sólo son el principal atractivo del videojuego, sino que justifican por sí mismos el pasarte la historia hasta el final. Así de bueno es el trabajo de los escritores de Naughty Dog sobre sus protagonistas.

Bueno, entonces, si todo es tan bonito, ¿por qué por qué nos da tanto coraje un videojuego que debería de ponérnosla como el cuello de Fernando Alonso, coraje directamente responsable de que la serie derivada, que seguro que parte la pana, nos deje indiferentes, me preguntas, querido lector, clavando en mi pupila tu pupila azul?

Porque The Last of Us tiene un fallo garrafal de escritura.

El jugador de The Last of Us es un mero espectador. Por mucho que creas, en cualquier momento de tu campaña del videojuego, que estás al control de la experiencia, te equivocas. Eres un mero voiyeur. Un monigote. No puedes hacer otra cosa que no sea seguir el camino perfectamente delimitado por los programadores y los escritores de Naughty Dog. Y no, no hablo de esas zonas del mapa que tienes que atravesar sí o sí y por donde el diseñador de niveles ha decidido que tienes que pasar (o sea por la zona más peligrosa), no por donde tú creas que tu destreza como jugador te lo pondrá menos complicado.

No.

Hablo de cuando el videojuego toma por ti decisiones de profundo calado moral. De cuando tienes que decidir, como jugador, si apagas la videoconsola o el ordenador sin ver el final del juego o, por fin consciente de tu miserable condición de actor pasivo, guías a Joel habitación por habitación en una masacre a sangre fría entre las únicas personas que podrían salvar el mundo, decides por Ellie que su sacrificio, del que ella era muy consciente, es un error y que tú no le vas a permitir cometerlo, y luego le mientes a la puta cara porque no tienes cojones de asumir las consecuencias de tus propios actos y quieres una vida tranquila, hasta donde el apocalipsis te lo permita, al lado de esta hija que el destino te ha enviado para reemplazar a la que perdiste.

Me asquea The Last of Us porque me permite enamorarme del personaje de Joel y luego me obliga a verlo convertirlo en un asesino múltiple sin poder hacer nada para impedirlo, y enamorarme del personaje de Ellie, verla madurar como personaje, caminar hacia su muerte con el fatalismo, la resolución y la valentía de una heroína, y ver frustrada su generosidad y valentía porque alguien en Naughty Dog decidió arrebatarme el control de la historia que yo, como jugador, creía estar protagonizando.

Porque ése es precisamente el atractivo del videojuego como recurso narrativo. El videojuego es la manifestación moderna de aquellos libros de «Elige tu propia aventura». El videojuego es el cuento de hadas del último tercio del siglo XX hasta el momento, con la notoria y refrescante diferencia de que este cuento de hadas no lo lees ni te lo leen. Lo vives. Tú eres el protagonista de la aventura. Tú matas al dragón. Tú encuentras el tesoro. Tú rescatas a la princesa, con toda la masculinidad tóxica de un fontanero italiano regordete y con bigote, o TÚ ERES LA PRINCESA: Samus Aran, Lara Croft, Jill Valentine, Aloy, Jesse Faden, Bayonetta.

Salvo cuando te roban toda oportunidad de intervenir en la aventura que estás viviendo y de protagonista pasas a convidado de piedra. Y entonces el videojuego se convierte en poco más que una película interactiva donde ves la historia que está protagonizando otro y con la que tienes que esforzarte por empatizar. Si es que alguna vez lo consigues.

Hay videojuegos así. Hay aventuras gráficas que son más o menos películas interactivas en la que, si puedes, cada quince o veinte minutos de cortes de vídeo o escenas de transición como mucho te dan la opción de escoger entre dos o tres opciones de diálogo o dos o tres acciones diferentes: «[Dile la verdad] / [Miéntele]», «[Sal por la puerta] / [Sal por la ventana]». Y algunos de esos videojuegos son muy buenos. Se me ocurren como ejemplos Until Dawn (descrito por la whiskypedia como «videojuego de terror  narrativo», «interactive drama horror» en inglés) o los que la extinta Telltale Games dedicó a Game of Thrones, Batman o Borderlands. No tengo nada contra esos videojuegos. Conozco muchos, he jugado varios y los he disfrutado.

Y otra cosa que tienen en común los títulos que acabo de describir es que no engañan. Desde el principio sabes dónde te estás metiendo, entiendes la mecánica del juego y decides seguir adelante o no, a tu criterio. No empiezas a jugar un «interactive drama horror» y de repente estás jugando un shoot ‘em up o un bullet hell. Tú sabes de antemano de qué grado de maniobra vas a gozar durante todo el juego. Si aceptas las reglas, adelante. Si no, cedo alteram y aquí tan amigos.

Pero The Last of Us te engaña. Te conduce a lo largo de lo que parece una aventura de la que tú eres el protagonista hasta un final del cual eres un mero espectador. The Last of Us toma por ti la decisión de matar a todos los Luciérnagas del hospital clandestino, negar a Ellie su acto final de altruismo suicida y condenar a toda la humanidad. No puedes escoger otro camino. No puedes, con el corazón roto y el alma desgarrada, dejar marchar a esa segunda hija que el destino te ha confiado, por un tiempo, como no has podido dejar aún marchar a la primera que perdiste. Así que todo tu progreso psicológico es en realidad una engañifa, no has aprendido nada de tu road-movie por esa América devastada por la epidemia, tu arco de transformación es una elipse cerrada y tu única motivación es el egoísmo más absoluto.

En videojuegos de rol como Dragon Age o Mass Effect puedes tomar decisiones realmente jodidas, traicionar a tus amigos, matar a sangre fría, mentir, engañar, pero en todo momento la decisión es tuya, y tuyas las consecuencias de esas decisiones para que las arrostres (aliados que te vuelven la espalda, misiones que quedan bloqueadas, opciones de diálogo que ya no están disponibles, finales alternativos que se te cierran...).

The Last of Us fracasa en el punto capital de todo videojuego, el de proporcionar al jugador una experiencia inmersiva, en hacerle sentir que él es el protagonista.

Y por eso al terminar la campaña corrí a buscar en los foros de Internet a ver qué había hecho mal. Si había misiones ocultas o decisiones que yo podría haber tomado que desbloqueasen un final diferente.

Y no.

Pura y simplemente Naughty Dog no me ha respetado como jugador.

Y por eso, aunque el capítulo piloto de The Last of Us, serie de HBO con Pedro Pascal y Bella Ramsey, a los que amo, me ha encantado, no tengo ningún interés en el resto del show y no voy a pararme a analizar las diferencias con el videojuego. No me importan lo suficiente ninguno de los dos productos para que la inversión de tiempo merezca la pena.

Y, ya metidos en harina, si he dicho un poco más arriba que de The Last of Us 2, que no he jugado ni jugaré, me parece vomitiva es simplemente porque me repugna esa Ellie adulta, irreconocible para quienes nos enamoramos de ella en el primer juego, esa furiosa euménide sedienta de sangre y embarcada en una cacería del hombre que no se detendrá ante nada para conseguir su venganza y que, después de matar a todas esas personas inocentes, mujer embarazada incluida, va y deja irse de rositas a Abby. Y The Last of Us 2 me parece especialmente nauseabundo porque de nuevo Naughty Dog quiere convertirme en espectador y, en este caso, obligarme a ver cómo Abby mutila y tortura hasta la muerte a Joel en el primer acto del juego, perspectiva que me asquea tanto como verle convertido en un asesino de masas en el tercer acto del título fundador de la franquicia.

Nadie tiene derecho a tomar decisiones morales por mí.

Ni siquiera en un videojuego.

Por eso no veré The Last of Us. Porque por buena que sea, siempre será la serie basada en uno de los mayores desengaños que me he llevado jamás en un videojuego, y esa relación envenenada me amargará inevitablemente el visionado como me amargó el disfrute del capítulo piloto en el que, además, huele muy fuerte a agenda Woke en decisiones como el color de la piel de Sarah y la orientación sexual de ciertos personajes, que nunca fue decisiva ni nos pudo importar menos hasta que en TLOU2 nos la restregaron por la cara, porque al equipo que desarrolló la secuela no le salía de los cojones que no nos importase lo más mínimo el lesbianismo de Ellie o el masculinizado cuerpo no normativo y cuasi-transexual de Abby (al parecer, en nombre de la REPPPPPRESENTEISHON o por motivos narrativos que somos incapaces de descifrar, era importante hacerla especialmente hombruna y feúcha, de manera que los mongólicos de siempre les hiciesen a los de Naughty Dog media campaña de promoción gratis con sus tuits llenos de veneno amargándole la vida, de postre, a una pobre actriz, inocente de que ellos sean deficientes mentales); quizá por los mismo motivos por los que a los guionistas de la serie de Entrevista con el vampiro no les entraba en la cabeza que el color de la piel de Louis nos la trajese más bien floja.
Al parecer, en el fin del mundo no faltan esteroides ni proteína en polvo.

Si no has jugado The Last of Us o no te ha dejado el mismo terrible retrogusto a flema que a mí, tal vez disfrutarás de la serie de HBO.

Para mí ya es demasiado tarde.