viernes, 24 de junio de 2022

La bombilla

Edison no inventó la bombilla, sólo fue el primero en llegar a la oficina de patentes.

¡No veas lo que corría, el cabrón!

Bueno, técnicamente hablando Edison sólo patentó una nueva forma de fabricar el filamento incandescente de la bombilla, proceso que aumentaba la duración de la misma. La bombilla eléctrica en sí es bastante anterior a las patentes de Edison y su cínica rapacidad del ingenio ajeno.

En 1884, otro inventor, un señor llamado Lewis Latimer (del cual por supuesto estás oyendo hablar por primera vez en tu vida, porque a diferencia de Edison no le comía la polla a dos carrillos a políticos y periodistas), que ya tenía una patente a su nombre para una primitiva bombilla eléctrica, fue contratado por la  Edison Electric Light Company como delineante y, en sus ratos libres, perfeccionó el diseño de Edison de modo que sus bombillas fuesen aún más duraderas (las de Edison no pasaban mucho más allá de las catorce horas. Sí, las bombillas del genio de Menlo Park se fundían a partir de las catorce horas de funcionamiento) y sobre todo más fáciles y baratas de fabricar.
(Se me acaba de ocurrir que a lo mejor no has oído hablar antes de Lewis Howard Latimer porque era negro. Pero seguro que son cosas mías).
Así de negro.

Edison no inventó la bombilla, sólo contribuyó a perfeccionarla.

Clive Cussler, por su parte, no inventó el best-seller, pero puedes apostar el orto que ha hecho notoriamente poco por perfeccionarlo.

Así de Cussler.

Cussler, fallecido en 2020, es autor, en solitario y coautor, de más de ochenta libros, la mayoría de ellos de ficción. Buena parte de la obra de Cussler se agrupa en cinco series: la de las Aventuras de Dirk Pitt (23 títulos de 1973 a 2017, cinco de ellas escritas a cuatro manos con su hijo Dirk Cussler); la serie de los Archivos NUMA (13 títulos entre 1999 y 2015 coescritos con Paul Kemprecos y Graham Brown), la serie de los Archivos Oregón (9 libros coescritos con Craig Dirko y Jack DuBrul entre 2003 y 2014), la de las Aventuras de Fargo (7 novelas, coescritas con Grant Blackwood) y la de Isaac Bell (9 títulos de 2007 a 2016).

A diferencia de otros escritores de beast-sellers... perdón, quería decir best-sellers (Stephen King, Michael Crichton, J.K. Rowling...), Cussler no ha tenido demasiada suerte con las adaptaciones para la gran pantalla de sus obras. En 1980 Jerry Jameson (el de Aeropuerto 77, la de Jack Lemmon y Cristopher Lee en la que unos ladrones de arte estrellan un 747 en el océano y, milagrosamente, en vez de hacerlo pedazos se hunde en el mar con toda su tripulación y pasajeros vivos) adaptó su libro ¡Rescaten el Titanic! (Raise the Titanic!) en forma de película con Richard Jordan en el papel de Dirk Pitt y Jason Robards como el almirante James Sandecker. En ¡Rescaten el Titanic!, la NUMA recibe el encargo de encontrar y reflotar el Titanic y rescatar las únicas muestras conocidas de un mineral exótico que llevaba en sus bodegas y permitirían construir un sistema antimisiles infalible. Obviamente a la Unión Soviética, que en aquellos años aún coleaba, la cosa no le hace ni puta gracia y pone también a su gente a trabajar en el asunto para anticiparse a los americanos.

¿Dirk Pitt con traje y corbata? Lo siento, no compro.

Con un presupuesto de unos 36 millones de dólares de la época (unos 128 millones de 2022, vamos, una morterada de pasta de tal calibre que hasta el productor ejecutivo dijo que «habría sido más barato drenar el Atlántico» que reflotar el Titanic), la mala sangre entre Clive Cussler y la productora por los auténticos guillotinazos que la producción hizo en la historia original (dejaron fuera como el 75% del libro y se centraron en la parte «Jacques Cousteau presenta», vamos en la búsqueda del Titanic, que los protagonistas pretendían sacar a la superficie llenándolo con una espuma sintética que actúa como un flotador. No, en serio) casi anticiparon el hostión épico de crítica y taquilla que se comió el largometraje.

La gente que conocía la novela o eran fans de Cussler o de las aventuras de Dirk Pitt se encontró un producto capado del cual se había expurgado toda la parte de intriga, conspiraciones, persecuciones y tiroteos
característicos de la serie (todo el «elemento James Bond»), mientras que los que desconocían el referente literario no consiguieron conectar con la historia ni los personajes, quizá por ese aspecto final de telefilm de saldo (siendo como es una película de jran presupuesto) con estrellas del cine más que solventes como Robards, Jordan, Guinness y Archer haciendo el mínimo esfuerzo y poniendo la misma cara de «yo estoy por encima de toda esta mierda».
(La ví sólo una vez, justo después de volver del Monte del Destino, donde el mariquita de Isildur se acababa de negar a destruir el Anillo Único, y sólo tenía un vago recuerdo del tercer acto, con el Titanic ya reflotado, así que, movido de mi sentido de la responsabilidad y vocación de servicio público, la volví a ver para escribir esta entrada y, problemas de ritmo aparte y la ausencia de un antagonista claro, lo cierto es que no está tan mal).
"You want to talk about distress, we have Navy weather forecasting a Force 12 storm, we have Russians looking down our throats and we are on a ship that never learned to do anything but sink, that's distress."
El argumento de ¡Rescaten el Titanic! acabaría revelándose una clamorosa pitochada cuando en 1985 Bob Ballard encontró de verdad el Titanic y demostró que era imposible reflotarlo entero, entre otras razones porque se había partido en dos mientras se hundía, pero eso no hace al caso.

Como Hollywood al parecer no había aprendido la lección a la primera, en 2005 a Paramount Pictures se le metió entre los cuernos adaptar al cine otra de las novelas de Clive Cussler y confió la tarea a Breck Eisner (exacto, ¿quién?). En Sáhara, Matthew McConaughey como Dirk Pitt, Steve Zahn como Al Giordino y Penélope Cruz como El interés venéreo de Dirk Pitt para esta aventura en particular que incidentalmente se llama Eva Rojas se van a Mali a buscar el Tejas, un acorazado perdido de la Guerra Civil estadounidense lleno del oro que los confederados lograron sacar de Richmond poco antes del final de conflicto (sí, buscan un barco en el desierto; ¿a quién no se le ha perdido un barco en el desierto?). ¿Qué le pasó a esta superproducción de 130 millones de dólares con actorazos de la talla de McConaughey y William H. Macy y reclamos publicitarios tan sobrevalorados pero inexplicablemente atractivos para el público como Penélope Cruz, que en esta película, encima, no lo hace mal del todo? Precisamente: otro hostión con menos de ciento veinte millones de recaudación global.
(Y eso que la película no está mal hecha. Por ejemplo, tiene uno de los mejores planos introductorios que he visto en años. Es casi de la vieja escuela: un largo plano-secuencia en el que, sin una puñetera línea de diálogo, se nos pone en antecedentes sobre las actividades de la NUMA, el pasado de Pitt y Giordano en los SEALs en las novelas sirvieron en la Fuerza Aérea, pero vale—, el rescate del Titanic y otros hallazgos de la agencia, etcétera. También la gestión del tiempo es a grandes rasgos correcta: la intriga empieza en el minuto 10, no en el 87, ¿eh, Ridley Scott?, a ver si aprendemos; en el 14 ya han aparecido todos los protagonistas principales, en el 16 se introduce la trama del acorazado confederado desaparecido y en el 21 empieza la búsqueda, lo cual es un excelente ritmo en una cinta de más de dos horas. La película también tiene agradecidos momentos de comedia no-intrusiva, a diferencia de lo que puede decir casi cualquier producto Disney. Matthew McConaughey se las arregla para que el megachad follamisses de Dirk Pitt parezca divertido, simpático y carismático, no simplemente odioso... En serio, no lo entiendo. ¿Por qué coño se estrelló este largometraje? ¿Será por ese odioso cartel que sugiere una aventurilla familiar y ligera para todos los públicos... como, a grandes rasgos y muertos aparte, es lo que ofrece Sáhara?).

El motivo por el cual han fracasado las dos únicas adaptaciones (que yo conozca) de la obra de Cussler es un misterio para mí. Quizá el material de partida era muy malo, quizá es que los directores estaban desganados. Quizá pura y simplemente no era el momento propicio para sacar esas cintas, porque también el interés del público va por rachas y por eso ya no se hacen westerns ni péplums, yo qué sé. De las historias del señor Cussler, hasta la fecha, sólo me había leído El complot de la media luna, coescrita con su hijo Dirk. Recuerdo que me pareció mediocre, pero al menos entretenida. No recuerdo que estuviese especialmente mal escrita, sólo que los villanos del libro eran caricaturescos, como de mala película de James Bond, las decisiones de los protagonistas caprichosas y la trama casi de novela de El club de los cinco. Pero me la leí sin llevarme las manos a la cabeza y sin tomar notas para una entrada del Paratroopers.
(Sí, el plural de «péplum» es «pepla», pero no quería quedar demasiado pedante).
Ahora que he incrementado mi exploración de la obra de Clive Cussler mediante la lectura de El imperio del agua... ya me gustaría poder decir que es tan mala pero al menos tan entretenida como El complot de la media luna.

El imperio del agua (Flood Tide en inglés, algo así como «Inundación», «Crecida») es la decimocuarta, sí, decimocuarta novela de la serie de Dirk Pitt, el veterano de Vietnam director de proyectos especiales de la ficticia agencia federal NUMA (National Underwater and Marine Agency) de ¡Rescaten el Titanic! y Sáhara. Una especie de James Bond sin acento escocés, sin clase y sin carisma. En esta novela, mientras Pitt trata de recuperarse de las heridas recibidas en el título anterior, y que por cierto no le duelen en ningún momento ni le crean problema de movilidad alguno a lo largo de todo el desarrollo de El imperio del agua, se ve envuelto en una trama de inmigración ilegal dirigida por un millonario chino sin escrúpulos obsesionado con descubrir el pecio del Princess Dou Wan, el barco desaparecido en el que el general Chiang Kai-shek intentó poner a salvo los grandes tesoros chinos del ejército comunista de Mao Zedong y entre los cuales estarían los huesos del Hombre de Pekín, perdidos tras la Primera Guerra Mundial.

Abordar la lectura de El imperio del agua es una experiencia desafiante que te expone a diálogos tan amateurs como éste:
«—¿Es que nunca duerme ese hombre?

»—Tres horas, entre las cuatro y las siete de la mañana, según mis fuentes de la Casa Blanca. Al contrario que los tres anteriores presidentes, congresistas y buenos amigos míos, éste, que fue gobernador de Oklahoma en dos legislaturas, es casi un extraño para mí. Es la primera oportunidad que tengo de hablar con él, desde que hace poco accedió a la presidencia después del ataque que sufrió su predecesor.»

(p. 67)
¡Uoh, uoh, uoh, uoooooh; echa el freno, Fitipaldi! ¡No necesito tanta puta información, por el amor de Sara Sampaio Dominátrix! ¡Menuda turra! Vamos a ver, en el contexto en que tiene lugar esta conversación, ¿a mí pero qué cojones de mono me importa a qué horas duerme el presidente de los Estados Unidos, o que el director de la NUMA haya tenido buenas relaciones con sus tres antecesores, que todos ellos fuesen senadores, que el actual fuese gobernador de Oklahoma o de Chuminos Verdes de la Frontera o que al anterior inquilino de la Casa Blanca le diese un parraque? Todo eso no es más que turra de la peor. Infodump nivel Ready Player One. Paliza que no sólo no aporta absolutamente nada al desarrollo de la historia, sino que hace parecer al personaje que la suelta un puto robot impertinente.
Foto de Sarita para quitarte el mal sabor de boca.

El problema de la exposición es siempre un desafío para todo escritor. Cuando te has pasado semanas, o meses, documentándote para un libro cuesta resistir la tentación de soltarle la chapa al pobre lector indefenso y demostrarle lo estudioso que eres. Pero el ejemplo aquí citado es peor todavía que el caso del niño vicente convencido de que sus compañeros no le dan bastantes hostias durante el recreo y encima está medio infatuado por la seño Adriana y quiere deslumbrarla con su sabiduría. No se trata de una chapa de escritor atragantado con sus propios apuntes, sino de un torpe y dolorosamente fallido intento de worldbuilding. Cussler quiere, en un único párrafo de setenta palabras, ponerte al corriente del escenario político de El imperio del agua y de la relación del director de la NUMA con el nuevo presidente de los Estados Unidos.
(Clive Cussler podría haber aprendido a resolver digna y efectivamente el problema de la exposición viendo los veinte primeros minutos de la adaptación de Sáhara, que ya hemos etiquetado de lección de cine en esta misma entrada).
Clive Cussler no nos muestra todo eso. Nos lo cuenta, como un escritor novato que en realidad nunca dejará de ser un aficionado sin oficio ni talento por más millones de ejemplares que venda. Peor todavía: Cussler nos cuenta cosas que los que no nos hemos leído las trece primeras novelas de Dirk Pitt no, repito, no necesitamos saber para ponernos en el contexto de El imperio del agua (número de presidentes a los que el director de la NUMA ha conocido, su relación con ellos, a cuantas becarias les echaron el grumo en la garganta, los problemas de salud del anterior presidente, el expediente político del actual...).

Clive Cussler intenta resumir veinticuatro años de trasfondo de la serie de Dirk Pitt en menos de cien palabras, cuarenta de las cuales son completamente irrelevantes para la novela. Como si el escritor no supiese qué es realmente útil y necesario para la construcción del escenario de su libro y qué no. Cussler nos bombardea con información que no necesitamos. Para resolver un problema (su incapacidad manifiesta como narrador de mostrarnos la relación distante entre el director de la NUMA y el nuevo presidente), un problema que en realidad probablemente ni siquiera exista (no necesitamos conocer todo el historial político del director de la NUMA o su pésima relación con el presidente de los Estados Unidos, que no aporta nada a la trama, para meternos en la trama), crea otro al escribir un diálogo artificial y estúpido y rebajar a un personaje clave con el que deberíamos, como lectores, empatizar, en un monigote de guiñol casi de parodia de José Mota.

El problema de la exposición es siempre un desafío para todo escritor y Clive Cussler, al menos en El imperio del agua, fracasa miserablemente al enfrentarse a ese problema. Y fracasa varias veces, como cuando nos vuelve a lanzar bombas de racimo pedantes acerca de equipamiento submarino, cilindradas de motor, marcas y modelos de barcos, o como cuando nos tira a la cara diálogos así:
«Mi grupo de combate de guardias nacionales, bajo el capaz mando del coronel Bob Turner, veterano condecorado de la guerra del Glofo, ocupará su puesto y se preparará a disparar desde el dique a quemarropa de un momento a otro.»

(p. 498)
¿Y de qué color son los condones tamaño extra-slim que el coronel Bob Turner se pone para follarse a la hijastra con síndrome de Down de su cuñado, el maratoniano zurdo y con ojo vago que emigró de Francia en 1983 después de que el tío segundo de su vecino el filatélico, especializado en estampillas del antiguo reino de Siam, se ahorcase accidentalmente al intentar evitar que le diese en los huevos un relámpago mientras estaba en pelotas cambiando el pararrayos en el tejado de la viuda del revisor del tranvía de Grenoble? Otra vez, turra a tutiplé. Exposición innecesaria, absurda, torpe (ese «capaz» que convierte al orador en engolado gilipuertas) y cuyo efecto inmediato es hacernos antipático e irreal al personaje que está hablando, un militar profesional tan gilipollas e ignorante de su propio oficio que no sabe qué significa disparar «a quemarropa». Tan sieso como la tía que «rescató» un coyote pensando que era un perro de raza rara.

Y aunque parezca que estoy exagerando, estos deslices que para el lector con amplias tragaderas podrían pasar hasta desapercibidos, desde el punto de vista de la escritura son fallos garrafales que no deberían haber sobrevivido a la primera corrección del borrador inicial y que sin embargo llegaron a la imprenta sin que nadie le dijese al autor «señor Cussler, aquí usted la está cagando con todo el equipo». Y no. Me niego a asumir que Clive Cussler tuviese este intolerable desprecio por la inteligencia de sus lectores, aunque sólo sea porque, en el caso que nos ocupa, ese lector soy yo. Y a mí no me llama mongólico ni Dios.

Párrafo tras párrafo, Clive Cussler da tantas patadas al manual de estilo que uno empieza a entender cómo pudo firmar más de ochenta títulos a lo largo de su carrera. Mírese si no este ejemplo vergonzoso:
«Los pensamientos de Julia Lee, mejor dicho, ciertas convicciones, daban vueltas en torno a una sensación de derrota aplastante.»

(p. 91)
A ver, aquí tenemos la prueba del algodón del mayordomo de Tenn de que esta novela no pasó por las manos de un lector cero o un corrector de estilo ni para hacerle una higa. Si está mejor dicho, o sea escrito, «ciertas convicciones» que «los pensamientos», entonces eso precisamente y no otra cosa es lo que debe rezar la condenada frase. «Ciertas convicciones de Julia Lee daban vueltas en torno a una sensación de derrota aplastante.» Éso es lo que debería decir el párrafo, y el propio escritor se da cuenta de ello mientras lo redacta... pero no corrige su desliz inicial. Que tampoco es que mejorase mucho el original, no nos engañemos. ¿«Ciertas convicciones de Julia Lee daban vueltas en torno a una sensación»? ¿Las
convicciones pueden dar vueltas, y darlas «en torno a una sensación»? Lo pregunto porque yo llevo toda mi vida teniendo convicciones, o algo que se les parece, y nunca me ha parecido que diesen vueltas y mucho menos «en torno a una sensación». A lo mejor es que mis convicciones son diferentes a las de los demás. Mi cabeza sí que ha dado vueltas, real y figuradamente. Y le he dado vueltas con el pensamiento a una preocupación, un recuerdo, un problema que me agobiaba. Pero no puedo decir que mis convicciones hayan dado jamás vueltas «en torno a una sensación». Querido lector, cuéntame en los comentarios si a ti te ha pasado.

Y si el escritor se inmiscuye en la acción de la novela con su patente torpeza a la hora de redactar una frase mínimamente congruente, no lo hace menos al escribir el retrato de unos personajes cuya psicología, por decirlo de alguna manera, resulta cuanto menos alienígena.
«Julia no tardó en comprender que aquella casa no hacía concesiones a los toques femeninos. Era el refugio de un hombre muy celoso de su intimidad, que adoraba y admiraba a las mujeres, pero nunca podía ser controlado totalmente por ellas. Era el tipo de hombre por el que las mujeres se sentían atraídas para vivir aventuras y romances apasionados, pero nunca se casaban con él.»

(p. 344)
Jo-

-o-o-o-o-o-

-der.

¡La cantidad de información que el personaje de Julia Lee obtiene de un solo vistazo al apartamento de Pitt y su hangar lleno de tesoros de la historia de la automoción! O sea, ¿que por vivir solo, follar mucho y tener una pequeña provisión de cepillos de dientes a estrenar por las proveedoras de indulgencias carnales que ocasionalmente se lleva a casa, Pitt ya es «un hombre muy celoso de su intimidad, que adoraba y admiraba a las mujeres, pero nunca podía ser controlado totalmente por ellas»? ¿Y cómo cojones llega Julia a esa conclusión tan traída por los pelos analizando simplemente su casa y su colección de coches? ¿Cómo puede diferenciar a partir de un set de productos de higiene y un puñado de muebles a un hombre «que adoraba y admiraba a las mujeres, pero nunca podía ser controlado totalmente por ellas» de un puto sátiro misógino y rompechochos que diez segundos después de aliviarse la huevada no se acordará ya de tu nombre, o de un romántico profundamente tímido e inseguro bajo su fachada de aventurero badass, o de un homosexual muy macho obsesionado con ocultar su condición sexual a través de la sobrecompensación de rasgos identitarios visibles tradicionalmente homosexuales?

Yo también puedo interpretar la decoración de la casa de Dirk Pitt como me salga del cipote. Y suena casi igual de forzado y aleatorio que el análisis de Julia Lee. Pero me parece que ni siquiera yo me atrevería a intentar elaborar un perfil psicológico de las mujeres que se sienten atraídas por Dirk Pitt, mujeres de las que no hay el menor rastro en su casa, a partir de las observaciones que pudiese hacer en su domicilio.

Hay formas torpes de diálogo interior indirecto y después está el escándalo de precognición pseudoliteraria que acabo de señalar. Literalmente juega en su propia liga. Contra otros pasajes de novelas de Clive Cussler, sospecho.

Y este doble pecado de ineficiencia e ineficacia escritora hace todavía más indigesta cada oportunidad que Clive Cussler crea, y se niega a dejarla pasar, para fustigarnos con kilotones de moralina de Aliexpress:
«Los hombres como Qin Shang, que poseen enormes caudales, pueden saltarse la ley y contratar a cretinos homicidas para que les hagan el trabajo sucio. El malvado multimillonario no era un general que sentía remordimientos por perder mil hombres en una batalla con tal de lograr su objetivo. Qin Shang era un asesino sociópata de sangre fría capaz de beber una copa de champán y cenar con magnificencia después de condenar a cientos de inmigrantes ilegales, muchos de ellos mujeres y niños, a una horrible muerte en las aguas heladas de Orion Lake.»

(p. 270)
¡Que ya hemos visto todo eso, joder! ¡Ya sabemos quién es el malo de la novela, ya hemos comprendido que se protege detrás de su fortuna obscena y sus contactos políticos y que le comen sus amarillos cojones todas las vidas que se pierdan, todos los crímenes que tenga que cometer para conseguir sus objetivos! ¿Por qué coño el escritor nos lo da todo de nuevo, bien masticadito y pre-digerido, como si pensase que somos deficientes mentales? El libro es relativamente largo (más de seiscientas páginas), pero no tanto que su autor nos tenga que meter a medio camino un resumen del primer acto, como si a esas alturas ya se nos hubiese olvidado el argumento. Clive, así es como se pierde al lector, ¿sabes?

¡Y la fatiga que da la superioridad moral de estos protagonistas, recristo! «El puto chino cabrón millonario ése es más malo que la quina, que mata gente para salirse con la suya». Joder, por supuesto que sí. El Qin Shang es un cabrón peor que tener tos y diarrea al mismo tiempo, pero si lo de matar es lo que da las credenciales de villano, ¿a cuánta gente mata Dirk Pitt en esta novela para salirse con la suya? Porque me salen de memoria unos veinte, así sin despeinarme. Oh, sí, sólo mata chinos y mafiosos, que seguramente le harán un favor a la humanidad con lo de su morienda, pero él y Al Giordano también agreden a inocentes guardias jurados que no toman ninguna posición moral en lo relativo al tráfico de seres humanos, acerca del cual lo ignoran todo, que sólo se están ganando el pan ignorantes de que su jefe es basura.

Tercer acto, clímax de la novela y... más puta moralina excretada por un narrador preocupado de que aún no hayamos tomado partido o de que no seamos conscientes de lo malo que es el chino millonario y lo bueno que es su protagonista.
«Por desgracia, debido a la falta de ética y moralidad que corrompe el mundo actual, su dinero y su influencia política han impedido que acabara en la cárcel, pero resulta que va a morir. Va a morir como justo castigo por todas las personas inocentes que ha asesinado.»

(p. 598)
«debido a la falta de ética y moralidad», dice el tío que le ha puesto un cebo a otro ser humano para asesinarlo a sangre fría, añadiendo una nueva muesca a la culata de su Colt del 45 (arma que, aunque no tomé notas al respecto y puede deberse a una traducción descuidada, me pareció entender que de un capítulo a otro se transformaba de revólver a pistola semiautomática; de tener capacidad para seis cartuchos —una pistola 1911 del .45 ACP carga como máximo ocho— a cargar diez, o doce, no recuerdo ahora mismo y sí, hay calibres .45 para revólver, de hecho, son anteriores a los calibres de pistola).

Por si con el primer sermón que he citado no tienes suficiente para arrugar la nariz, querido lector, ahí va otro, de unas páginas antes:
«Aún no ha comprendido que el dinero y el poder, cuando imbricados en el diseño apropiado, nunca pueden perder.»

(p. 461)
A estas alturas, Qin Shang, que es el que habla en ese diálogo, ya sabe que está hablando del hijo de un senador de los Estados Unidos que vive en un hangar con su inmensa colección
millonaria de coches clásicos y aviones. ¿Qin Shang no pesca la ironía, es que le gusta el sonido de su propia voz o tiene tal problema de inseguridad pese a su obscena fortuna y contactos políticos que necesita decir en voz alta lo rico y poderoso que es para tranquilizarse a sí mismo? ¿O es que, simplemente, Clive Cussler era un mal escritor? Porque en esta línea de diálogo no estoy oyendo a un hombre casi todopoderoso, tan alejado de los problemas del proletario mierder promedio, tan encumbrado por su poder y su prestigio que ni siquiera ve ya a los camareros que le sirven la comida en su propia mansión y ha olvidado que el papel higiénico no crece en el portarrollos. A quien estoy oyendo es a un hortera. Un soplapollas que acaba de ganar el bote del Euromillones y le grita al guardia civil que pretende multarle por aparcar su Bugatti Veyron encima de una vieja en la rotonda del Eroski «¡usted se calla, que no sabe quién soy yo!»

La gente realmente poderosa no necesita decir en voz alta lo poderosa e intocable que es. Ni siquiera necesitan, por más que ocasionalmente les apetezca darse el capricho de hacerlo, decirle a un subordinado, normalmente un jurista, por aquello de quedar protegidos por la confidencialidad cliente-abogado: «Tengo problemas con Fulano de Tal. Ocúpate de ello», y luego olvidarse del tema sabiendo que es como si ya estuviese resuelto. Los que trabajan para la gente poderosa y los que quieren comerles la polla se lo dan todo ya hecho.

Pues claro que el malo es malísimo y se cree intocable. No me pongas al villano de tu novela diciendo en voz alta «¡pero, joder, pero qué malo y qué intocable que soy, me cago en Dios!». ¿Qué mierda de diálogo de coña es éste? Pero ¿en qué risa de parodia de película de aventuras con una más que evidente deuda con la serie de 007 pero sin el oficio literario de Ian Fleming nos hemos encontrado a un antagonista tan ridículo? Y estereotipado, que, socórreme Sara Sampaio Imperatrix Mundi, cuando Qin Shang se reúne con Qian Miang, un colega conspirador, lo hace, agárrate, en un restaurante chino y cenan, ay, Joder, ¡pato lacado y sopa de aleta de tiburón! ¿Pero qué mierda de cliché racista de episodio cutre de Los Simpsons es ésta? ¿Y los rollitos de primavera? ¿Y la ternera con almendras? ¿Y los huevos de cien años? ¡Joder! ¡Si vas a ir full estereotipo, hazlo con todas las de la ley!
Otra foto de la divina Sara para que se te pase el disgusto.

Y si el retrato de las razas no-blancas ya es digno de la más rancia tradición del colonialismo literario anglosajón, el elogio del «hombre providencial», del justiciero por encima de la ley que tiene que venir a salvar a las amariconadas masas de papahostias de nuestros malvados e inoperantes cargos electos es soplapollante. En El imperio del agua, Cussler retrata a una administración estadounidense maniatada por esas chuminadas comunistas del proceso debido, los derechos civiles y la presunción de inocencia, y al mismísimo Primer Ciudadano de la Casa Blanca como un pelele sin sangre en las venas, completamente pringado por el dinero para su campaña que ha aceptado del malvado traficante de personas chino. Aunque, digo, Cussler se esfuerza en retratarnos unos Estados Unidos paralizados por una legislación garantista y unos funcionarios corruptos a los que sólo un hombre decidido, de esos que se visten por los pies, como Dirk Pitt, puede plantar cara, violando la ley y desobedeciendo a las inútiles autoridades si es necesario; aunque esa premisa podría haber dado pie a un interesante desarrollo de la historia, a la hora de la verdad Cussler renuncia a explorar esa derivada y el único adversario de Dirk Pitt es Qin Shang, no ese Estado inútil, intrusivo, cobarde y lento en manos de burócratas con callos en el culo y mierda en vez de sesos.

De haberle echado pelotas a su propio planteamiento, Clive Cussler podría habernos descrito cómo, a fin de congraciarse con el malvado megamillonario chino, u obedeciendo órdenes directas del venial presidente de los Estados Unidos, el director del FBI hacía arrestar a Pitt por las muertes de los esbirros de Qin shang en Orion Lake, el Fiscal General del Estado le abría proceso y ponía en prisión provisional por el mismo motivo, el director del INS le acusaba de colaboración con la inmigración ilegal por los chinos indocumentados que rescató, los medios de comunicación participados por Qin Shang o que dependen de la publicidad de sus empresas comenzaban una campaña mediática para desprestigiarlo y/o la policía de Louisiana lo ponía a la sombra por entrar sin permiso en una propiedad privada o por todos los mercenarios a los que mató en cubierta del crucero Estados Unidos.

Pero no pasa nada de eso. Joder, que cuando encuentran el naufragio del Princess Dou Wan llega una orden directa, insisto, una orden directa del presidente de los Estados Unidos, exigiendo que esperen a que llegue al pecio su buen amigo Qin Shang, plenipotenciario del gobierno chino, y le entreguen a él todos lo tesoros, y pasan de su puta cara como de la mierda y se lo llevan todo. ¡DESOBEDECEN AL PRESIDENTE DE LOS PUTOS ESTADOS UNIDOS! ¡Y no pasa nada! El presidente no moviliza a los Boinas Verdes, no envía dos compañías de Marines o a todos los agentes en nómina del Servicio Secreto para arrestar a Pitt y compañía y obligarles a acatar sus órdenes.
(Y ya no entro a argumentar la patochada de que la NUMA consiga limpiar el yacimiento del Princess Dou Wan en diez días, destruyendo irrecuperable información arqueológica en el proceso, cuando una prospección submarina medio decente lleva meses, cuando no años).

Ejemplos como el arriba citado cimentan la sospecha de que todo este libro parece existir únicamente para convencer al lector de que Dirk Pitt, que no Qin Shang, Dirk Pitt, digo, puede hacer lo que le salga de los cojones sin temor a las consecuncias: allanar y destruir propiedad privada, conducir un Duesenberg de su colección como un puto lunático a través de Washington D.C. huyendo de la policía y causando una fortuna en daños al mobiliario urbano, asesinar civiles a sangre fría, desobedecer órdenes de su propio puto presidente y recibir al menos tres heridas de bala no ya sin sangrar ni sentir dolor, que tampoco, sino sin que se le infecten las heridas, se desmaye por la pérdida de sangre, tenga que ir a Urgencias, ponerse al menos una tirita, por Dios bendito, o tomarse un jodido ibuprofeno, ¡copón! ¡Un poquito de realismo, carallo!
Pero, entonces, si Dirk Pitt siempre se va a salir con la suya sin temor a las consecuencias, si es virtualmente invulnerable, quizá incluso inmortal, y no siente dolor, si jamás tiene dudas, si no hay desafío que no pueda superar ¿dónde está el drama, que yo no lo veo? ¿Dónde el suspense? ¿Por qué habría el lector de implicarse en las aventuras del personaje cuando se le han dado tantas pruebas de que ninguna de las testiculosas decisiones del protagonista tendrá efecto alguno en él o en la trama?

Dirk Pitt puede matar, robar, convertir un barco civil en una bomba y estrellarlo contra un embarcadero privado, poner en peligro a peatones y otros conductores, recibir infinitos balazos en sus carnes morenas, infringir la ley, desobedecer a las autoridades y follarse a la maciza con la que comparte aventuras en cada novela sin dejarla preñada, ni pillar clamidia, ni tener que hablar con ella después de correrse ni tener que volver a verla en cuanto se acabe el libro.

He leído pocas novelas con un protagonista tan repelente, tan mal escritas, tan pobretonas en desarrollo de trama, temáticas y personajes y que tuviesen, para mayor escarnio, un argumento y una historia con tanto potencial. ¿Me pasa alguien el teléfono de los editores de Clive Cussler, ya que estamos? Es para un amigo.

Cuando el escritor no ha hecho sus deberes, ¿de qué coños colorados nos sirve a sus lectores el fan-service como hacer intervenir en El imperio del agua al presidente Cabrillo y demás personajes de Los Archivos Oregón, o insertarse a sí mismo como personaje en la historia?:
«—¿No te resultaba familiar ese viejo pescador?

»—Eh, Cussler. ¿Quieres otra cerveza?«

(p. 391)
Hay que añadir otra excepción a la norma.

Clive Cussler no inventó el best-seller. Tampoco lo perfeccionó. Y por cierto, la mujer de Edison murió de una sobredosis de morfina como la que yo tendría que haberme metido antes de leer El imperio del agua.

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