sábado, 6 de noviembre de 2021

«Yo he venido aquí a hablar de mi libro... bueno, no»

Antaño, las rivalidades públicas entre escritores, motivadas por narcisismo o envidias mal disimuladas al talento o el éxito ajenos, eran un espectáculo digno de coliseo romano. Esa hostilidad casi siempre se traducía en palabras afiladas, réplicas puntiagudas y metralla argumental. Salvaje, pero mucho más civilizada que cuando Caravaggio andaba por ahí cortando carallos o Quevedo compró la casa en la que vivía un Góngora ya anciano y enfermo para poder darse el gustazo de ponerlo de patitas en la calle al primer impago, que se produjo en pleno invierno de 1625. Dicen que Quevedo incluso se presento al desahucio para reírse en las barbas de don Luís y proclamar a gritos que tendría que desinfectar el inmueble. «Desgongorizarlo», precisó. Al vengativo don Francisco le faltó tiempo para festejar el fallecimiento de su rival, que esmochó poco después del desalojo, con unos versitos de puro veneno de oliva que empezaban por:

Este que, en negra tumba, rodeado
de luces, yace muerto y condenado,
vendió el alma y el cuerpo por dinero,
y aun muerto es garitero;
y allí donde le veis, está sin muelas,
pidiendo que le saquen de las velas.

y terminaban con:

Fuese con Satanás, culto y pelado:
¡Mirad si Satanás es desdichado!

Es que se querían mucho.


Y creo que esta bella tradición es algo que se ha perdido, lamentablemente para los que gozamos constatando lo miserables que pueden llegar a ser las personas ingeniosas. El debate cultural ha alcanzado sótanos tan lóbregos y la talla intelectual de los contendientes se ha abismado en fosas tan profundas que queda poca esperanza de volver a disfrutar de este deporte de caballeros jugado por hijos de puta. ¿Dónde está el moderno Faulkner, situándose a sí mismo como escritor muy por encima de Steinbeck ("at one time I had great hopes for him") y Hemingway, a quien además acusaba de ser un autor sin coraje? "He has never been known to use a word that might cause the reader to check with a dictionary to see if it is properly used." ¿Y dónde está el propio Hemingway para replicarle "Poor Faulkner. Does he really think big emotions come from big words? [...] there are older and simpler and better words, and those are the ones I use."?

Lo pregunto porque es que las dos últimas polémicas remotamente «literarias» que han llegado a mi conocimiento, pobre antropoide que no tiene redes sociales ni frecuenta la sociedad intelectual, son la chuminada cateta de Elvira Lindo y la perrencha que se han cogido las lectoras de Carmen Mola, a las que les encantaban las obras de esta autora pero descubrieron que en realidad las odiaban desde siempre justo a partir del momento en que se reveló que Carmen Mola, en realidad, eran tres señores con pilila.

(Al parecer, que una autora oculte su verdadero sexo para asegurarse las ventas o para que su obra sea juzgada imparcialmente, como Cecilia Böhl de Faber y Ruiz de Larrea o J.K. Rowling, es un life-hack legítimo para sortear el sabotaje de la malvada conjura heteropatriarcal, pero cuando un hombre, tres en este caso, hace lo mismo, está «suplantando» a una mujer movido por su odio machista y cruza «varias líneas rojas»).

Triggered feminist.


¿Que qué ha dicho Elvira Lindo para que le afeemos la conducta, me preguntas, clavando en mi pupila tu pupila azul?

«El hombre que lee a más mujeres tiene más cultura, porque si no lo hace está ignorando a la mitad de la población».
(La señora Lindo sugiere, sin aportar prueba alguna, que hay una conspiración para borrar de la historia a las escritoras con vallaina, y nos hace cómplices de ella si en nuestra dieta literaria no inclusimos al menos un 50% de escritoras. Por el mismo precio, señora Lindo, tenemos a SJWs desnortados/as/es sugiriendo que si eres heterosexual y no te sientes atraído por un transexual, o sea por un hombre con tetas, estás lleno de odio misógino, tránsfobo, homófobo y a saber cuántos fobos más. Al parecer, en opinión de doña Elvira, hay que leer a escritoras con vallaina por cojones, y no pretendía hacer un chiste, aunque la mayoría de lo que escriban, como la mayoría de lo que escriben los hombres, sea una mierda y aunque las que no escriben mierda pequen de hacer literatura de nicho, o sea, libros sobre temas de mujeres, desde la experiencia femenina y con una sensibilidad femenina, que, a la mayoría de nosotros, pobres seres con pinis, nos resulta como poco marciana; o, peor aún, nos castiguen con fantasías verdes de la pradera de nulo valor literario dignas del correo de la Penthouse o, lo que ya es intolerable, perpetren mamonadas tediosas y estereotipadas en las que no ocultan su obvia urgencia por subirse, como sea, al carro y decaer).
(Pero, señora Lindo, ¿no sería mejor, para la literatura y para todos, que escogiésemos los libros por su calidad intrínseca y no por el sexo del autor, que es, aparentemente, algo de lo que por cierto han renegado todos esos fans de Carmen Mola decepcionados al descubrir que su amada escritora tenía tres penes y seis cojones? Lo pregunto porque, aunque parece que no es obvio para usted, escoger a un autor por su sexo, su raza o su orientación sexual es claramente discriminatorio. Precisamente la acusación que usted  hace a esos malvados lectores misóginos que se ha inventado).
(Por cierto, señora Lindo, ya que propone usted el tema de debate. ¿De dónde se ha sacado usted que los hombres españoles no leen a autoras con vallaina? Porque desde el momento en que en este país no se desglosan por sexo los datos de lectura, usted no puede dar por sentada tan temeraria y desinformada afirmación por más que los autores con pinis monopolicen las listas de ventas, y construir en base a esos datos ambiguos un argumento tramposo que es una acusación en sí mismo. A menos que sea usted imbécil, algo de lo que yo, que no puedo presumir de frecuentar su compañía ni conozco motivos para tenerla por tal, no osaré acusarla).
Ya de vuelta al tema de la presente entrada, para recordar tiempos en los que escritores eran tan lagartas como ahora pero al menos tenían una estatura intelectual que deberíamos envidiar todos los pichafrías contemporáneos (aunque acabasen tirándose al barro como cochinos rabiosos), en Paratroopersdon'tdie les hemos rendido este nuestro humilde y sentido homenaje.

Va por ustedes. Y por ustedos. Y por ustedas:

1. Keats contra Byron

Aquí se junta de todo: envidia artística, resentimiento de clase, las putadas de la genética, perros y gatos cohabitando... ya sabes el resto, que éste no es tu primer rodeo.

Metro y medio de talento.


John Keats
y George Gordon Byron son dos de los mejores y más conocidos poetas de las letras británicas.

Y su rivalidad, una de las más sonadas por la estatura intelectual y artística, que no anatómica, de ambos contendientes.

Byron era alto, atractivo, un aristócrata millonario y esnob que follaba mucho y bien; Keats era un proletario bajito, enfermizo y podrido por los celos que le inspiraban el éxito, la popularidad y el metro ochenta de lord Byron.

Byron despreciaba tanto a Keats que escribía deliberadamente mal su nombre («Keates», escribía el cojo aristócrata follandero, aunque era perfectamente capaz de escribirlo bien, como demostró varias veces) y no solía olvidarse de aludir a la estatura menuda del poeta. «El señor Keates de metro y medio», le llamaba. Joder, a la mierda; Byron odiaba tanto al pobre Keats que a su muerte en Italia, tuberculoso perdido, arruinado y en compañía sólo de su amigo el pintor Joseph Severn, Byron le dedicó este «cariñoso» epitafio, limpiándose las lágrimas de la risa que le había provocado la afirmación de
Shelley de que una mala crítica del The Quarterly Review había acelerado el final de Keats:
John Keats, who was killed off by one critique,
Just as he really promised something great,
If not intelligible, —without Greek
Contrived to talk about the Gods of late,
Much as they might have been supposed to speak.
Poor fellow! His was an untoward fate: —
‘Tis strange the mind, that very fiery particle,
Should let itself be snuffed out by an Article.
Metro ochenta de poeta y cuatro metros de gilipollas.

2. Rushdie contra Updike


En 2006 John Updike reseñó la novela Shalimar el payaso, de Salman Rusdhie en un número del New Yorker. La reseña comenzaba con una queja del autor de Parejas y La misma puerta por la elección del nombre de uno de los personajes que había hecho el autor de Los versos satánicos:
"Why, oh why, did Salman Rushdie, in his new novel, Shalimar the Clown, call one of his major characters Maximilian Ophuls? [...] Readers of this review will be spared, as the reviewer was not, the maddening exercise of trying to overlay Rushdie’s Ophuls with the historical one."
A Rushdie no le gustó esto.


«Un nombre no es más que un nombre» contestó. «"¿Por qué, oh, por qué?" ¿Y por qué no? En algún lugar de las vegas probablemente haya un chapero llamado John Updike».

Con un par.

3. Hemingway contra Fitzgerald

Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald se conocieron en 1925 y se hicieron amigos. Luego Fitzgerald tuvo la mala idea de conseguirle a Hemingway una entrevista con el editor Maxwell Perkins, ayudándole a poner en marcha su carrera como escritor.

Hemingway jamás se lo perdonó. El ego monstruoso y las inseguridades del autor de El viejo y el mar y París era una fiesta no podían digerir la rueda de molino de estar en deuda con un amigo y enseguida empezó a rajar de Fitzgerald delante de todo el que podía oírle y algunos que no podían. Tildó a Francis Scott de cobarde, perrito faldero de sus amigos ricos y calzonazos tiranizado por su manipuladora esposa Zelda. Ni siquiera en el décimo aniversario de la muerte de Fitzgerald tuvo palabras amables para el autor de El gran Gatsby ese bigotudo matón de Illinois:
"I never had any respect for him ever, except for his lovely, golden, wasted talent. [...] anytime you got him all straightened out and taking his work seriously Zelda would get jealous and knock him out of it. Also alcohol, that we use was the Giant Killer, and that I could not have lived without many times; or at least would have cared to live without; was a straight poison to Scott instead of a food".
Hay fotos suyas en las que no está mamando. Pero pocas.

El alcohólico Hemingway le afeaba a su amigo muerto, a quien debía su primera oportunidad editorial, sus problemas con la bebida. Así de bajo está dispuesto a llegar un escritor cuando le saca las uñas a otro escritor.

Hemingway también le dio una paliza al poeta Wallace Stevens, veinte años mayor que él pero igual de fanfarrón (alardeó de que podía noquear a Hemingway de un sólo puñetazo. Se equivocaba).

Y como a mí no me gustan los abusones ni los miserables, voy a recordar aquí que el general Leclerc echó a Hemingway, a la sazón corresponsal de guerra, de un hotel del París liberado (probablemente mascullando «hay que jodegsé con el gogdó cabgón»), después de que Hemingway, con su habitual fanfarronería de bully acomplejado, se ofreciese a «hacer hablar» a un oficial alemán capturado si le dejaban a solas con él en una habitación.

4. Welles contra James

Herbert George Wells las tuvo tiesas con el pobre Henry James. Sus diferencias eran más de naturaleza conceptual que una cuestión de envidias y celos. Welles y James tenían ideas diametralmente opuestas acerca de la finalidad última de la Literatura. Para James, la Literatura era un fin en sí misma, y la persecución de la belleza y del efecto estético de un buen libro justificaba el mero ejercicio, casi sacerdotal, del oficio literario. Para Welles, la Literatura era un medio para lograr un fin, una tribuna desde la cual denunciar los peligros y flaquezas de la sociedad industrial y los horrores de la guerra y loar las maravillas de la tecnología.

Para Welles, la Literatura debía ser utilitarista, como la Arquitectura, y denunciaba que James hacía una Literatura meramente estética, vacía e intrascendente, más próxima a la Pintura.

La rivalidad entre ambos escritores comenzó a enquistarse cuando H.G. ridiculizó el estilo de James imitándolo descaradamente en su novela satírica Boon. James protestó por carta, aparentemente más dolido que enfadado por el feo que le había hecho Welles.
Abuelete cabronías, el Welles.
"It is art that makes life, makes interest, makes importance, for our consideration and application of these things, and I know of no substitute whatever for the force and beauty of its process. If I were Boon I should say that any pretence of such a substitute is helpless and hopeless humbug; but I wouldn’t be Boon for the world, and am only yours faithfully,

Henry James"
Y parece que la cosa no pasó de ahí.

5. Proust contra Lorrain

Marcel Proust es, por derecho propio, el Padre de la Santísima Trinidad de los escritores aburridos, con Joyce Hijo y Thomas Mann Espíritu Santo. Su En busca del tiempo perdido es el mejor somnífero de la historia. Literalmente infalible.

Jean Lorrain es un poco menos conocido. Como escritor, picó de todo: poesía, novela, relato, teatro, crónicas, relatos de viajes y crítica literaria; y fue en esta última faceta que le buscó las cosquillas a Proust. Su crítica de Los placeres y los días se centraba menos en la calidad del libro que en la, para Lorrain, obvia homosexualidad del autor «uno de esos guapos chicos a la moda que se las han arreglado para quedarse embarazados de la Literatura». Como Proust, aparentemente, dejó pasar la pulla, pocos meses después Lorrain atacó de nuevo insinuando que Proust, además de ser bujarrón perdido, le ponía el culo a Lucien Daudet, el hijo del también escritor Alphonse Daudet.
(El otro hijo de Daudet, Leon, describió así a Lorrain: «tenía una cara gorda y larga, cabellos divididos por
una raya y perfumados de pachuli; los ojos saltones, estúpidos y ávidos; labios gruesos babosos, que escupían y goteaban durante su discurso. Su torso era convexo como el esternón de los buitres. Se alimentaba con avidez de todas las calumnias e inmundicias»).
Proust en su oficina. No. En serio.

Lo curioso del caso es que tanto Lorrain como Proust eran desaforados gays. ¿Ataque de cuernos? ¿Envidia profesional? A saber.

A Proust le sentó tan mal que de nuevo le llamasen cacorro por escrito que retó a Lorrain a un duelo a pistola. Nos gustaría poder decir que así fue como Proust perdió una oreja o Lorrain tuvo que aprender a comer con el lado izquierdo de la boca, pero lo cierto es que fue un duelo de paripé. Los dos dispararon al aire (hay quien dice que al suelo) y se fueron a sus casas con el honor intacto y tan maricones como antes.
(Lorrain acabó desafiado a un duelo también por Guy de Maupassant, que tiraba mejor que Búfalo Bill y no tenía ninguna intención de disparar al aire. Lorraine le pidió disculpas y se fueron sin que corriese la sangre. Que una cosa es ser bocas y otra muy distinta gilipollas).

6. Dickens contra Thackeray

Charles Dickens y William Thackeray solían ser amigos hasta que en 1858 Dickens se separó de su mujer, Catherine Thompson Hogarth, y Thackeray dejó caer en los oídos apropiados que Dickens estaba regando los verdes pastos chumineros de la actriz Ellen Ternan, entonces adolescente. En venganza, Dickens instruyó a uno de sus minions, Edmund Yates, para que funase a Thackeray desde las páginas de Houseworld Words, revista del propio Dickens.

Lo cierto es que el ataque fue de bastante baja estofa. Yates empezó atacando el aspecto de Thackeray ("Mr. Thackeray is forty-six years old, though from the silvery whiteness of his hair he appears somewhat older"), le tildó de aristócrata desdeñoso ("No one meeting him could fail to recognise in him a gentleman; his bearing is cold and uninviting, his style of conversation either openly cynical, or affectedly good-natured and benevolent; [...] his appearance is invariably that of the cool, suave, well-bred gentleman, who, whatever may be rankling within, suffers no surface display of his emotion"), sugirió que como escritor ya había entrado en plena etapa de decadencia ("his success is on the wane") y, lo que desde todo punto de vista fue una imperdonable grosería por parte de Yates, reprodujo frases sacadas de contexto de conversaciones privadas que Thackeray había mantenido en el Club Garrick, del que también Dickens era miembro.
Para librarse de su mujer, intentó que la declararan loca. No miento.

"I and other gentlemen have been in the habit of talking without any idea that our conversation would supply paragraphs for professional vendors of 'Literary Talk'", protestó Thackeray. El Club estuvo de acuerdo y, pese a la intercesión de Dickens, expulsó fulminantemente a Yates (Dickens se dio de baja del mismo poco después), que siguió dándole leña por escrito a Thackeray. Don Guillermo nunca llegó a celebrar su victoria simbólica, lamentó toda su vida que un joven e impresionable escritor hubiese pagado por los pecados de Dickens ("I should have had to lay a heavy hand on a young man who, I take it, has been cruelly punished by the issue of the affair and I believe is hardly aware of the nature of his own offense and doesn’t even understand that a gentleman should resent the monstrous insult which he volunteered") y, también, deploró el abrupto final de su amistad con el autor de Oliver Twist, a quien hasta entonces había tributado el más sincero afecto.

7. Capote contra Vidal

Imagínate que eres un joven escritor estadounidense, lleno de talento e ingenio, marica hasta decir basta, y que la revista Life te incluye en un reportaje fotográfico sobre jóvenes escritores estadouniblabla.

Y ahora imagínate que te arrinconan en páginas interiores y en una foto minúscula, en la que encima pareces borracho, o recién levantado, o conteniendo el dolor de tus hemorroides, mientras que a otro joven escritor estadounidense, marica, locuaz e ingenioso, lo representan en primera plana y en un retrato súper favorecedor que parece una foto de estudio.

Han ardido Troyas por menos.

Pues de ahí brotan las raíces de la tirria que Gore Vidal le tenía a Truman Capote.

No ayudó en nada a aclarar las aguas entre ellos el infantil afán de protagonismo de Capote, que en sociedad contaba unas mentiras colosales para asegurarse de retener la atención de un público hechizado por su verbosidad, su malicia viperina y su voz de pollito. Bastaba con dejar caer el nombre de algún famoso para que Capote afirmase ser íntimo amigo suyo y pasase a referir alguna anécdota, completamente ficticia, sobre la celebridad en cuestión. «¿Julio César? Pero ¡por supuesto que le conocí! Recuerdo una vez que nos fuimos juntos a pescar barbos con dinamita al río Delaware, invitados por Gengis Jan y Tarzán de los monos...».

Aunque entre estos dos la sangre nunca llegó al río ni se perdieron las formas, al menos ante testigos, se hicieron la puñeta el uno al otro todo lo que pudieron y más. Capote se convirtió en el troll personal de Vidal y Vidal le correspondió con la misma moneda.
«Conocí a Capote en el apartamento de Anaïs Nin», contaba Vidal. «Lo confundí con un colorido diván —no llevaba mis gafas—. Cuando me senté en él, chilló. Era Capote».

Ninguno de los dos soportaba asistir a un evento social y no ser el único joven escritor homosexual, cultivado y elocuente de la fiesta. "I’m always sad about Gore—very sad that he has to breathe every day", escribió Capote. Ni siquiera la muerte del autor de A sangre fría aplacó el resentimiento de Vidal. "Capote I truly loathed", dijo de su adversario el autor de La ciudad y el pilar de sal. "The way you might loathe an animal. A filthy animal that has found its way into the house."

8. Rushdie (otra vez) contra le Carré

En opinión de Salman Rushdie, en 1989 John le Carré habría justificado la fatwa dictada contra él por la publicación de Los versos satánicos. En opinión de Rushdie, ahora
(corría el año 1997) que le Carré estaba siendo atacado y tildado públicamente de antisemita por algunos lectores americanos (entendemos que estadounidenses) tras un discurso suyo a la Asociación Anglo-Israelí, le Carré podía irse al orto de su reconchuda putísima madre, que arrieritos somos y en el camino nos encontraremos.

John le Carré (que, por cierto, no se llamaba realmente así) se defendió: "My position was that there is no law in life or nature that says that great religions may be insulted with impunity... My purpose was not to justify the persecution of Rushdie, which, like any decent person, I deplore, but to sound a less arrogant, less colonialist and less self-righteous note than we were hearing from the safety of his admirers’ camp."

Rushdie respondió: "I’m grateful to John le Carré for refreshing all our memories about exactly how pompous an ass he can be." Que, por si no lo has pillado, en la lengua de Espronceda es «Le estoy agradecido a John le Carré por recordarnos
exactamente a todos el gilipollas pomposo que puede llegar a ser».

La cosa no quedó aquí. La pelota voló de uno a otro escritor, erizada de cuchillas de afeitar, ("If he wants to win an argument, John le Carré could begin by learning to read") hasta que, en 2011, ambos hicieron públicamente las paces (parece que Rushdie fue el que dio el primer paso) y le Carré aceptó la rama de olivo: "I spoke against the easy trend, reckoning with the wrath of outraged Western intellectuals, and suffering it in all its righteous glory. And if I met Salman tomorrow? I would warmly shake the hand of a brilliant fellow writer."

9. McCarthy contra Hellman

Lo de Mary McCarthy contra Lillian Hellman pudo pasar a la historia porque no sólo fue judicializado, sino que llegó a amenazar a la libertad de expresión y puso en peligro el mismísimo derecho legítimo a la crítica literaria.

Todo empezó en el programa de Dick Cavett, que en 1980 preguntó a McCarthy cuáles eran, en su opinión, los escritores más sobrevalorados de la historia. McCarthy dio los nombres de Steinbeck, Pearl S. Buck y Lillian Hellman, de la que, además de decir que era una mala escritora, afirmó "I said once in some interview that every word she writes is a lie, including ‘and’ and ‘the.’"

A la mañana siguiente, Lillian Hellman demandó a la PBS, a Mary McCarthy y a Dick Cavett por dos millones doscientos cincuenta mil dólares.
La señora Hellman (no, no es la de la mayonesa).

McCarthy, que no tenía más que 63 000 dólares en el banco, se acojonó. Hellman estaba podrida de dinero. Podía contratar a los abogados más cabrones del universo y, si la sentencia no la satisfacía, apelar hasta el infinito y arruinar a su rival en costas judiciales y previsiones de fondos. Norman Mailer, otro famoso escritor bocazas, violento, machista y borrachuzo (y pelín sobrevalorado), intentó mediar entre ambas desde el New York Times. Hellman lo mandó a la mierda. Quería su libra de carne.

Lamentablemente para McCarthy, el juez al que le tocó ver el caso también se puso cachondo con el olor a sangre. Podría haber desestimado la demanda amparándose en que las manifestaciones de la demandada habían sido hechas en un contexto humorístico. Escogió seguir adelante. Podría haber amparado a McCarthy invocando la sagrada libertad de expresión (que en Estados Unidos parece ser más o menos sagrada dependiendo de quién la ejerza, sobre qué tema y en qué contexto), o el derecho a la crítica literaria. Le denegó esos derechos. Podría haber dicho a Hellman que oír pendejadas era uno de los lamentables inconvenientes de ser una figura pública como ella. No se lo dijo.

Imagina que un juez te prohíbe en una sentencia firme manifestar que, en tu opinión, tal o cual escritor no merece la reputación que se le atribuye.

Eso estuvo a punto de pasar.

Pero no pasó. Cuatro años después de presentada la demanda, sin haber llegado a oír un fallo judicial, Lillian Hellman cayó fulminada de un ataque al corazón. McCarthy lo lamentó, quizá hipócritamente (y quién sabe si sorprendida de que el vudú funcionase): "I didn’t want her to die. I wanted her to lose in court. I wanted her around for that."
Su única oportunidad de que alguien hablase de él.

10. Bonus track española: Umbral contra el mundo... bueno, venga, sólo contra Pérez Reverte

Y no es que no haya habido dreas entre otros escritores españoles o de lengua castellana. Que las ha habido y tiesas, ¿eh?, y no hay que remontarse a Quevedo y Góngora o a Lope de Vega y Cervantes, que también acabaron odiándose. Juan Ramón Jiménez llamó a Neruda analfabeto, a Azorín mentecato, a Unamuno genuflexo (¿quería decir «pelota», «sumiso» o «comepollas»?) y a Lorca, a Lorca, le puso el sambenito de plagiario (le habría plagiado a él, a Juan Ramón Jiménez). Javier Marías aborreció el Nobel de Literatura de Cela, premio que, en su opinión, entronizaba la novela más «folclórica, castiza y rancia». Bolaño arremetió contra Neruda («en algún momento de su vida, pensó que él era el paradigma del poeta, y se equivocó»), Isabel Allende, Antonio Skármeta y Volodia Teitelboim («la literatura de Allende es mala,[...] es anémica, como muchos latinoamericanos, pero está viva. No va a vivir mucho tiempo, como muchos enfermos, pero por ahora está viva. [...] No se puede decir lo mismo de la literatura de Skármeta y Teitelboim. A esos no los salva ni Dios».). Y el inmenso Borges, por acabar en alto esta enumeración, Borges, que tenía alma de hooligan, llamó a Unamuno «poeta torpe» («en otros idiomas no conozco poetas tan torpes» fueron sus palabras literales), dijo de Góngora que su Polifemo era «horrible» y que, en él, Góngora «se especializa en la fealdad vistosa [...] escribir que el agua del Nilo vomita riquezas es una grosería y una estupidez. ¿Cómo no advierte que ese verbo no le conviene?» y dijo que Ernesto Sábato era un autor «cuyas obras pueden estar en manos de todos sin ningún peligro». Sutil, e hijoputa, que era don Jorge Luis.
Y leído. Sobre todo muy leído.

Pero quizá nadie haya repartido, y recibido, tantas hostias en las letras hispánicas, metafóricamente hablando, como Paco Umbral.

Umbral, para quien Javier Marías inventó el concepto de «prosa sonajero» (aludiendo a esa Literatura que privilegia el estilo por encima del contenido, y que el vocinglero escritor madrileño practicaba), no respetaba a casi ningún escritor que no fuese Umbral. Consideraba a Pérez Galdós un prosista «pedestre, vulgar, carente de inspiración sintáctica». A Baroja «malo por todas partes [...] un desastre narrando [...] Su prosa es espantosa, [...] de una torpeza infinita». A Carlos Barral «poeta malo que lo sabía y bebía para olvidarlo. Prosista infame, [que] no acierta un solo adjetivo». A Vargas Llosa lo calificó de «faulkneriano en su primera novela, incomprensible en la segunda, realista aburrido y numeroso en las siguientes [...] Un ensayista perdido en la novela, en fin, como tantos». A Cela lo acusó, una vez muerto el Nobel, eso sí, (cobardica que era Umbral, como todos los escritores) de falsificar sus propios homenajes; «no llegué nunca a imaginar que los homenajes se los organice uno mismo, porque, si no, no hay un dios que te homenajee. Camilo quería que entre Pepe, Marino Gómez Santos y yo montásemos el número [un homenaje por el nosecuantésimo aniversario de la publicación de Viaje a la Alcarria] como efluvio natural de fervor literario de las masas. [...] Le dije a Pepe que yo no iba a hacer ni una sola llamada».

Y, entre todos sus colegas, Umbral también tuvo la genial idea de buscarle las cosquillas a Pérez-Reverte.

Mala idea.

El asunto fue más o menos así: durante una rueda de prensa en Buenos Aires en el año 2000, Reverte atacó a Borges. Recordaba el autor de La tabla de Flandes, que, con su conocida soberbia y grandilocuencia, Borges abominaba de El Quijote, llegando a afirmar que prefería la traducción inglesa al original; que se lamentaba de no haber nacido angloparlante, a ser posible británico, pues consideraba intrascendente toda la tradición literaria hispánica y sentenció la lengua española de absolutamente inapropiada para la Alta Literatura que él habría podido hacer de haberle dejado la cigüeña en Manchester o Inverness. De este clasista y cínico desprecio de Borges a su propia lengua y cultura, don Arturo sacaba la justificación para llamarle esnob, «que en España es una de las variantes que asocio con la palabra gilipollas».

En Argentina, donde todos conocen las flaquezas humanas de don Jorge Luís, nadie se escandalizó especialmente (como mucho, hubo alguno que le devolvió a Reverte el insulto). En España, como no podría ser de otra manera en este país lleno de indigentes culturales y monaguillos miserables, Jaime Campmany le dio a Reverte un tirón de orejas, a Luis Antonio de Villena y Vicente Molina Foix les dio un vahído... pero a Umbral se lo llevaron todos los demonios, e intentó exorcizarlos en una columna de opinión en la que, entre otras cosas, pontificó, galicismo incluido, que «Pérez-Reverte ha elegido a Borges como chivo emisario para atacar a todos los escritores de prosa pura, de creación verbal».

Don Arturo, goteándole el colmillo, se crujió los artejos y devolvió el mordisco.

Señaló que Umbral había citado mal a Borges, «al atribuirle [...] un leísmo que Borges -que los detestaba- no usa pero Umbral sí, amén de "noche mutua" en vez de "unánime noche" (Ficciones: Las ruinas circulares)».

Se compadeció de él; «debe de ser muy duro ganarse la vida haciendo magníficos artículos de folio y medio cuando lo que a uno le gustaría es ser novelista, y vender muchos libros, y aparecer en las listas de más vendidos».

Lamentó que el pobre Umbral fuese a a firmar a la Feria del Libro y se encontrase «que Javier Marías está firmando con una cola de cincuenta señoras encantadas y otros tantos caballeros -lo de las señoras es lo que más mortifica-, y el propio Umbral sólo tiene seis que pasaban por allí» se dolió también de «que a su edad uno [Umbral] tenga que hacerse fotos en pelotas para promocionar un libro sobre el viagra, y encima no se coma una rosca».

Recordó a don Paco que su entonces último libro «que iba a acabar con todas las novelas publicadas y por publicar, haya pasado [...] por las librerías, incluidas las más selectas, sin pena ni gloria. Como todas las demás».

Postuló que «una novela es algo muy serio y complejo, que exige largo trabajo, estructura, esfuerzo y humildad profesional, y no se solventa con un bello estilo, dos frivolidades y cuatro asuntos expoliados a otros entre dos columnas en la prensa, una fiesta social y la presentación de un libro escrito y jaleado por los amiguetes de la Sociedad de Bombos Mutuos».

Y remató la faena acusando directamente al indignado don Francisco de plagiario: «las novelas de Francisco Umbral me parecen divertidísimas, pues paso muy buenos ratos subrayando en ellas párrafos y asuntos ajenos, de los que tal vez, si me anima, y en este estilo tosco que me caracteriza, podríamos hablar despacio otro día».

Cinco años más tarde, si mis datos no están equivocados, Umbral fue a por el segundo asalto
durante la entrega de los premios Planeta. Y Pérez-Reverte volvió a soltar los perros de la guerra y le dio a don Paco hasta en el velo del paladar. «[...] lo que trufa toda la obra de Umbral, desde el principio, es su bajeza moral. [...] Siempre estuvo dispuesto a despreciar a novelistas ancianos o fallecidos como Gironella, Aldecoa, o el Cela a cuya sombra en vida tanto medró -y a quien dedicó, caliente el cadáver, un librito oportunista e infame, escrito, eso sí, con estilo sublime-, o a insultar y señalar con el dedo a antiguas amantes y a mujeres que le negaron sus favores; aunque esto lo hace sólo cuando no pueden defenderse y sus maridos están muertos o en la cárcel», remató el de Cartagena.

No consta que Francisco Umbral volviera a por la revancha.

Creo que estos diez ejemplos de cabroneo entre plumíferos te darán, amado lector, algún que otro escalofrío de gustirrinín culpable para soportar, por lo menos, un par de años de polémicas literarias de oropel y escándalos intelectuales de pigmeos espirituales.

¡Qué largo nos ha quedado este texto! Y eso que no hemos hablado de cuando Richard Ford tiroteó las obras de Alice Hoffman y se las envió por correo, para vengarse de una crítica suya de El periodista deportivo, negativa pero respetuosa, publicada en el New York Times.

O de cuando el mismo Ford, que, como Umbral, tiene una elevadísima opinión de sí mismo y su prosa, escupió a Colson Whitehead  por otra mala crítica.


O de cuando Edmund Wilson (fíjate en su apellido, que es importante) se atrevió a poner de chupa de dómine la traducción en cuatro volúmenes que Vladimir Nabokov (fíjate en el apellido, que también es importante) hizo del Yevgueni Oneguin de Pushkin (tampoco le había gustado Lolita) "Its mixture of pompous aplomb and peevish ignorance is certainly not conducive to a sensible discussion of Pushkin’s language and mine", dijo Nabokov de la crítica de su ya ex amigo.

Tampoco hemos hablado del pancracio que Tom Wolfe lió con John Updike, Norman Mailer y John Irving a la vez.

O de cuando Norman Mailer, entre bastidores, le dio un cabezazo en la cara a Gore Vidal, que lo había comparado con Charles Manson, durante la grabación de un episodio del show de Dick Cavett (este hombre atraía a lo mejorcito de cada casa), o de cuando Vargas Llosa le puso un ojo morado a García Márquez (se dijo que por recomendar a la entonces esposa del escritor peruano, Patricia Llosa Urquidi que pusiese fin a las dificultades de su matrimonio con Llosa divorciándose de él), y no hemos mencionado estos y otros casos de broncas entre escritores porque no queríamos acabar esta entrada con tan malísima baba.

Así que permíteme, oh amado lector, compartir contigo un postre algo más dulce: una pequeña historia de amistad entre escritoras.

Bueno, amistad, celos y pelos potorreros entre los dientes.
Al parecer, la Woolf era anfibia.

A Virginia Woolf no le causó una buena primera impresión Vita Sackville-West. Durante la cena de 1923 en la que se conocieron, la hija del barón de Sackville se mostró insegura y poco locuaz y a la escritora de Kensington le ofendieron profundamente los modales encopetados y la fatuidad patricia de la señora Sackville-West. Virginia Woolf describiría a Vita como «recargada, bigotuda, con los colores de un periquito y toda la soltura de la aristocracia, pero sin el genio del artista».

Vita ansiaba ingresar al Grupo de Bloomsbury, una generación de intelectuales británicos organizado en torno a Virginia Woolf y su marido, Leonard, que compartían, entre otros valores, su rechazo a las convenciones de la sociedad burguesa y su inclinación al fornicio poliédrico. La propia Vita, que escribía poemas, teatro y novelas románticas desde los catorce años, había sacado los pies del tiesto rechazando a todos los pretendientes linajudos que habían acudido a cortejarla, atraídos por la fortuna de su familia y el prestigio de su apellido, y se había casado con Harold Nicolson, un oscuro diplomático de baja estofa, sin un céntimo y famoso homosexual.

Fueron necesarios dos años para que entre ambas escritoras surgiese la amistad, puntuada por una voluminosa correspondencia. Y es en este punto, a partir de dichas cartas, que se produce el cisma entre los biógrafos de ambas: divididos entre los que afirman que, ambigüedad epistolar aparte («me desmorono cuando tengo noticias tuyas. Dios mío, cuánto te quiero»), sólo eran las más mejores amigas y los que sugieren que había mucho fem-2-fem entre ellas, particularmente desde el momento en que la propia Vita Sackville-West se confesaba «seguidora de Safo» desde la adolescencia, y no hablaba de poesía.

Eso sí, todos los biógrafos coinciden en que la novela Orlando: una biografía, de Woolf está directamente inspirada en la vida de Vita y en el viaje que Sackville-West y su amiga, y a la sazón amante, Violet Trefusis hicieron por Francia, vestidas de hombres. Incluso la mansión familiar del protagonista evoca aquella en la que Sackville-West nació y se crió. Nigel Nicolson, hijo de Sackwille-West, llega más allá y califica Orlando de «la más larga y encantadora carta de amor de la literatura» ("the longest and most charming love letter in literature").
Vita era más de pescado.

La amistad entre Woolf y Sackville-West sobrevivió a la nueva «novia» de Vita, la periodista Hilda Matheson, con la que Sackville-West, pero el rollo bollo entre Vita y Virginia parece que no pudo soportar esta prueba. En 1930, Vita se retiró a Sissinghurst, una mansión en Kent que había pertenecido a sus antepasados y en la que Sackville-West, además de las letras y el tribadismo, cultivó por encima de todo la jardinería. Virginia la visitó allí en tres o cuatro ocasiones como mucho, de las cuales sólo una se quedó a dormir. «En mi corazón arde un rescoldo moribundo por ti», escribiría Woolf.

La Segunda Guerra Mundial agravó el carácter melancólico de Virginia, que ya había sufrido episodios depresivos en el pasado. Oía voces y apenas probaba bocado. Estaba escribiendo una historia de la literatura y una novela, pero no conseguía forzarse a trabajar. ¿Qué sentido tenía la literatura en un mundo en guerra? ¿No era acaso una frivolidad crear belleza cuando miles de personas estaban muriendo en toda Europa? El 28 de marzo de 1941, Virginia caminó hasta la orilla del río Ouse, se metió una piedra en el bolsillo y se hundió en sus aguas. Su cuerpo no fue recuperado hasta el dieciocho de abril. Leonard enterró las cenizas de su esposa bajo un olmo del jardín de su casa en Rodmell, Sussex.

Vita siguió a su amiga a la otra orilla veinte años más tarde: murió en junio de 1962, a los 70 años, de un cáncer abdominal. Sus cenizas fueron enterradas en la cripta familiar de la iglesia de Withyham, también en Sussex.

Y la misma tierra las envuelve ahora a ambas.

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