domingo, 14 de julio de 2019

"I totally get how you feel (but I don't fucking care, bitch)"

El capitalismo se parece cada vez más al comunismo, y eso es algo que debería preocuparnos a todos.

Microsoft ha anunciado el cierre de Windows Books por las bajas regalías que obtiene de ese servicio. No es algo que me afecte personalmente, puesto que no soy ni he sido jamás cliente de Windows Books, pero no puedo evitar un retortijón en el ano por lo que el cierre de este servicio revela acerca del concepto corporativo de la cultura en la Edad de Oro Millenial.

Microsoft cierra Windows Books y todos los libros que se hayan adquirido mediante esta tienda on-line DESAPARECERÁN de los dispositivos de sus compradores, que ya no podrán acceder a ellos nunca más. Los clientes británicos de Nook sentirán un escalofrío cuando lean esto.


¡Changa! ¡Adiós libros!
No imagino a los libreros a los que alguna vez he comprado un libro chapando sus negocios y presentándose en mi domicilio con la intención de recuperar todos los volúmenes que me vendieron; pero por si acaso tendré siempre el Kalashnikov cargado y a mano y ya he cavado en mi jardín un osario profundo como el infierno.

«Se ha acabado el negocio de los discos. Empieza el negocio de la música», dicen que dijo alguien del mundillo disquero cuando fue evidente que la industria había perdido la batalla contra la piratería. Luego llegó Spotify y se empezó a escuchar más música que antes, aunque también empezaron a venderse muchos menos temas, si bien, curiosamente, los ingresos por ventas de discos suben.

Tal vez los melómanos del mundo que siguen adquiriendo su droga en formato físico han sido los primeros en ver que las grandes corporaciones de medios pretenden condicionar el acceso a la cultura que ellos gestionan a sus estrategias empresariales o sus alianzas con otras empresas. Por eso los fans del CD y el vinilo acumulan sus nueces, como hacendosas ardillitas, en previsión del invierno de las cuentas de resultados.

(Que es la misma razón por la cual sigo comprando libros y películas en formato físico, siempre que puedo echarles mano, pese al recochineo de algunos de mis amigos).
Microsoft no vende sistemas operativos ni programas de ofimática y bases de datos, sino una licencia para usarlos; Microsoft no vendía libros, sino una licencia para leerlos. En el momento en que el negocio dejó de interesarles, cancelaron esas licencias y tú, atormentado cliente, perdiste el derecho a leer esos libros por los que habías pagado.

Con un carallo así de gordo, Bill Gates.


Al menos Windows va a reembolsar a sus clientes por esas compras, algo que no tienen por costumbre hacer en iTunes, como amargamente descubrió un señor llamado Anders da Silva, de cuya biblioteca de iTunes desaparecieron tres películas porque Apple había concluido su contrato con la productora, o la productora con Apple, o Tim Cook se había sentado sobre el cojón derecho al levantarse aquella mañana. A da Silva le ofrecieron, en compensación, el alquiler de dos películas. El ALQUILER de DOS películas como infamante compensación por la COMPRA de TRES que había pagado y luego perdido porque ya no estaban en el catálogo de iTunes.
No es la primera vez que una megacorporación satánica la lía parda con este tema. En 2009 Amazon ya llegó a los titulares por borrar en modo remoto de sus kindles miles de ejemplares de 1984 y Rebelión en la granja. La compañía de Jeff Bufos no había hecho sus deberes y había incluído para la descarga esas dos novelas de un proveedor que no tenía los derechos sobre esas obras. En cuanto lo descubrieron, hicieron desaparecer las copias de los dispositivos desde los cuales se las habían descargado. El cabreo generado entre los clientes de Amazon por esta decisión fue apoteósico, aunque los oompa-loompas de Llef Belfos se han asegurado de hacer desaparecer la huella digital del estallido de protesta. El borrado remoto fue aún más cabreante dese el minuto en que, en el momento de la decimation sobre estas dos obras de Orwell, la Kindle Store seguía habiendo una descarga autorizada de 1984, pero ninguna de Rebelión en la granja, con lo cual todas las personas que habían comprado una copia de este libro se quedaron sin él y no tenían posibilidad de reemplazarlo.

Y no fue la última vez que el Imperio de las Sombras se cubrió de proverbial mierda, como descubrió amargamente, algunos años después Linn Jordet Nygaard, una usuaria noruega de Amazon. La pantalla de tinta electrónica de su Kindle empezó a fallar (y ya era el segundo terminal que se le moría) y ella, inocentemente, se puso en contacto con el servicio técnico de Amazon, que le ofreció reemplazarle el dispositivo sin cargo alguno. La buena mujer estaba encantada de la diligencia y prontitud de la respuesta de Amazon.

Al día siguiente las cosas se pusieron kafkianas: nuestra lectora vikinga descubrió que ya no podía acceder a su cuenta de Amazon, fulminantemente suspendida. Ni siquiera los de Asistencia al Cliente que tan amables habían sido la víspera podían ver su cuenta y le pasaron con un «especialista en cuentas» que le contó que su cuenta había sido cerrada porque Amazon había comprobado que estaba relacionada con otra previamente cancelada por abuso de sus términos de servicio. Su cuenta quedaba suspendida ad divinis, no se volvería a habilitar jamás y cualquier intento por su parte de crear otra cuenta en Amazon supondría la inmediata cancelación de la misma. Ojiplática, la escandinava lectora intentó obtener una explicación. ¿Qué términos de servicio había violado esa cuenta? El especialista en cuentas no podía decírselo. ¿Qué cuenta era ésa con la que se relacionaba la suya? Tampoco podía decírselo. Además, el especialista en cuentas le recordó a nuestra sufrida heroína que Amazon tenía el derecho de denegar a sus clientes el servicio, cancelar cuentas, retirar o editar contenido descargado o anular compras a discreción. Al parecer también tenían derecho a no ofrecer ninguna justificación al respecto. El «especialista en cuentas» le explicó todo esto a su ya ex clienta, con mucha mano izquierda, eso sí, y le deseó la mejor suerte para encontrar otro librero que pudiese satisfacer sus necesidades.

 “I never imagined that Amazon actually had the right, the authority or even the ability to delete something that I had already purchased.”
¡Clap! ¡A la mierda tu dinero! Gracias por dárnoslo, soplapollas.
Welcome to the XXIst century, my poor little people.

¿Había Linn violado los términos del servicio de Amazon? Tal vez sí o tal vez no, pero Amazon se negaba a decírselo. ¿Quizá lo había hecho, pero por accidente? A Amazon se la sudaba. Aquí el que manda soy yo. Te chapo la cuenta y me paso por el orto tus protestas. No, no te voy a decir por qué has perdido tu dinero y tus libros, por tres razones: porque no quiero, porque no me da la gana y porque no me sale del forro de los cojones. Fin. Ahora, ajo, agua y resina.

Y aunque esta buena mujer consiguió, tras una epopeya puramente surrealista, que Amazon restaurase su cuenta (si bien se veía obligada a acceder a ella a través de su iPad, porque el prometido Kindle de sustitución libre de costes jamás llegó), estos dos ejemplos ilustran perfectamente la evidencia de que se nos está tratando de imponer el concepto de que la cultura ya no es un bien, ni muchísimo menos un derecho, sino un servicio que no nos pertenece, que no está garantizado y que puede ser cancelado, sin reembolso, a capricho del proveedor.

Así detuvieron a nuestra amiga, en la parada del autobús.
Vivimos en una época en la que, a un solo click de ratón, podemos adquirir libros, películas, discos, videojuegos, programas informáticos, pienso para gatos, ropa, juguetes, armas blancas, pilas AAA, electrodomésticos, condones... y recibirlos en nuestro domicilio sin mover nuestros gordos culos del sofá.

El problema viene cuando «compras» algo y descubres que ese producto no te pertenece realmente, que puedes perderlo porque sí y que, cuando eso suceda, el proveedor no solo se lavará las manos, sino que encima se negará a devolverte tu dinero o te obligará a incurrir en nuevos gastos si quieres seguir disfrutando del «servicio» que has adquirido o de uno similar, como descubrió, para su amargura y pasmo, en fecha reciente, un sufrido suscriptor de Creative Cloud.

Adobe, una de las compañías de software más pirateadas de la historia, pasó hace unos años de un modelo de venta de licencias a otro de suscripción. Si quieres usar legalmente Photoshop, Illustrator, InDesign, ya no puedes ir a una tienda y comprar una copia física del programa. Tampoco puedes descargártelo de la web de Adobe. Ahora tienes que abrir una cuenta Creative Cloud, un servicio de Adobe, y pagar un canon por el derecho a usar las aplicaciones de Adobe. Precios módicos. ¡Estamos que lo tiramos! Doce euritos al mes el plan básico con 20 GB de almacenamiento en la nube (145,08 euros al año; ahora calcula lo que te sale si eres un profesional de la imagen que usa Photoshop a diario en su trabajo) o, agárrate la enagua, Manuela, 96 euros con 78 céntimos el plan completo. 1.161,36‬ leuracos al año. Eso si te das de alta como usuario no profesional. Hay descuentos para empresas (70 uros por licencia, y he puesto «uros» adrede, que estos precios empitonan más que un Cebada Gago) y precios especiales para universidades, pero ya me estoy yendo por las ramas. En resumen: antes comprabas una licencia de Photoshop, por ejemplo, y podías usarla toda la vida, y ahora te pasas la vida entera pagando por el derecho a usar Photoshop. En el momento en que dejes de pagar, ¡pumba!, te cierran la cuenta, te acogotan tu licencia de Photoshop y te jodes como Herodes.
Se me ocurren pocas razones mejores para justificar la piratería informática.

Éste es un sistema por medio del cual Adobe tiene pillados de los cojones a sus usuarios. Como denunciaba Matt Roszak en el tweet enlazado más arriba, Adobe se puso en contacto con él para anunciarle que sus versiones antiguas de Adobe Animate ya no estaban soportadas por Adobe, debido al parecer a problemas con el copyright de Flash, y que debía actualizar inmediatamente a versiones más recientes (pagando por ellas, huelga decirlo) o exponerse al cierre de su cuenta y a posibles demandas de otros titulares de derechos sobre el software, no soportado ya, que seguía utilizando.

Imagina el sueño húmedo de un editor: obligarte a recomprar tu ejemplar de 50 golfas de Grey cada vez que salga una edición nueva, o revisada, una portada alternativa, una traducción corregida, o una versión redux.

Si no somos realmente propietarios de nuestras posesiones ¿qué sentido tiene entonces el botón de «comprar»?


El comunismo aboga por la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. Para el comunista dogmático, los recursos minerales, las tierras de labor, el ganado, las pesquerías, las fábricas y talleres deben ser gestionadas por el Estado, que pasará a asignárselas a las personas más competentes, y el fruto de esos medios de producción repercutirá en el bien del Pueblo.

Ésa es la teoría. En la práctica nunca se ha aplicado. Y es un fenómeno muy curioso de la vida imitando al arte, pues uno de los argumentos capitalistas en contra del comunismo era que los comunistas aspiraban a «abolir la propiedad privada», lo cual no era, estrictamente hablando, cierto, pero es lógico que a las clases dirigentes europeas y norteamericanas, principales beneficiarias del acaparamiento de las riquezas nacionales o herederos de los revolucionarios liberales de los siglos XVIII y XIX, revolucionarios que eran propietarios o que defendían, a menudo sin ser conscientes de ello, los intereses de esos propietarios, les conviniera decirlo así, simplificando de manera interesada el más reconocible eslógan comunista. Lo siniestro es que esta mentira capitalista, mero instrumento de propaganda, acabó siendo más o menos cierto en esos países que se jactaban de comunistas y ni lo eran ni aspiraban a serlo y, aunque los comunistas aseguraban que nunca estuvo en su programa abolir la propiedad privada per se, lo cierto es que estaba abolida de facto. Tu casa, en la Unión Soviética, no era tuya desde el momento en que el upravdom podía meterte en ella a otra familia que necesitase alojamiento y con la que no te quedaba más alternativa que convivir, lo quisieras o no; tus discos y tus libros no eran tuyos realmente, pues había listas negras de obras prohibidas que no se te reconocía el derecho a poseer, aunque las hubieses adquirido legalmente antes de la prohibición; en la China Roja, cuadrillas de fervientes comunistas podían llevarse el techo de paja de tu chamizo para hacer ladrillos, o tus escuálidos cerdos para engordar el caldo del comedor comunal, o tus objetos de hierro para hacer acero en las fundiciones artesanales, o los cadáveres de tus muertos para hacer abono, y de la Corea de los Kim mejor ni hablemos.

El capitalismo del siglo XXI va de camino de lograr esta utopía siniestra: que ya no seamos dueños de nuestros bienes y servicios legalmente adquiridos. HP ya está ensayando algo que recuerda sospechosamente a un sistema de suscripción para sus impresoras: pagas por el dispositivo y la impresora, ella solita (no cuando tú decidas, sino por su propia cuenta) pide por Internet tinta cada vez que se queda sin ella. De momento solo es un experimento, pero yo ya me estoy echando a temblar. Imagino a los fabricantes de coches obligándote a suscribir un contrato por el cual te comprometes a comprar solo el combustible que ellos venden al precio que ellos tienen tasado, y a no hacer demasiado ruido si un día bajas para ir al trabajo y descubres que tu plaza de aparcamiento está vacía porque tu proveedor de movilidad ha decidido unilateralmente cancelar tu contrato sin necesidad de justificación ni intención de compensarte por ello o porque el coche ha decidio irse, él solito, a llenar el depósito y ese mes, que ya ibas un poco justo a día quince, no comes. Ahora pongámonos en plan abiertamente siniestro e imagina que esa misma política empresarial fuese aplicada por los fabricantes de las bombas de insulina, los marcapasos, las farmacéuticas que te venden esas pastillas tan caras sin las cuales ya estarías coleccionando tonos de malva... Una pesadilla que ya ha sido llevada al cine, con los órganos transplantados como leitmotiv.

Por ese motivo, noticias como ésta me producen escalofríos.

¡Pufa! ¡A la mierda tus derechos!
No puedes prestarle un libro de Kindle a un amigo, ni tampoco dejar en herencia a tus hijos los libros que te hayas descargado. Si Apple cancela o alcanza el vencimiento de su contrato con tal o cual productora de cine puedes perder todas las películas de esa productora que ya habías pagado. Adobe puede obligarte a hacer un gasto con el que no contabas y adquirir un producto que no necesitabas para reemplazar otro que ya estabas pagando. No podemos decidir qué queremos ver ni en qué formato ni cuándo ni si podremos conservarlo o no porque otras personas toman esas decisiones por nosotros.

Bienvenidos al nebuloso siglo XXI.

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