sábado, 18 de agosto de 2018

Marz Zuckerberg puede comerme la polla y tú también

Es más bien tirando a poco probable que vayas a tener este problema, pero quizá, en algún momento, te de por buscarme en las redes sociales. Ya sabes: Twitter, Facebook, Instagram; esa mierda.

Te vas a llevar una desilusión.

Haz la prueba. Te espero aquí.

¿Ya estás de vuelta?

Pues bien, si has estado chateando con un tal Herbert K. Sommer, le has dado un «me gusta» a un post en su muro de Facebook o has retuiteado alguna de sus polladas, que sepas que no era conmigo con quien estabas interactuando.

Ni lo será nunca.

Desde hace unos años no paro de encontrarme consejos para promocionar mi obra en la Era Internet. Y casi todos esos consejos pasan por promocionarme a mí mismo en alguno de los corrales de comadres en los que se ha convertido la Guol Guai Güeb.

A grandes rasgos, tengo una recomendación para todos ellos:

Que os empollen el culo. Sin vaselina y sin avisar.

No. No quiero saber cómo una cuenta en Facebook o Twitter va a mejorar nuestra interacción autor-lector.

Porque no es eso lo que se supone que sucede cuando tú lees lo que yo escribo, por ejemplo esto.

Sí, es una relación unidireccional. Yo me encierro a escribir como un cabrón, intento hacerlo lo mejor posible y después tú lees, o no, lo que he escrito, y te gusta, o no, y se lo recomiendas, o no, a tus amigos.

Y, lo creas o no, a eso se reduce todo.


No hay 3D.

No hay sonido.

No hay enlaces a YouTube.

No hay colorines, ni GIFs animados, ni la posibilidad de escribir comentarios.

Un libro no es una página de Blogger (como ésta).

Un libro es un libro.

Y eso debería bastarte.

Porque a eso se reduce todo.


Yo escribo, tú lees. Yo lo hago lo mejor que puedo y tú me concedes el beneficio de la duda, por lo menos hasta que te termines el primer párrafo. Después, no me hago responsable. Si no te he hecho atractivo el primer párrafo, el fallo es mío, no tuyo, y te absuelvo de cualquier malentendido al respecto.

O te crees mis mentiras, o no te las crees, pero no te las vas a creer más, o NO DEBERÍAS, porque vengan envueltas en hipertexto, con blogroll, vídeo incrustado, enlace a una cuenta de Twitter y un botón de «Me gusta».


No, no quiero conocer tu opinión acerca de cómo debería haber desarrollado éste o aquel personaje, ni de cómo debería haber cerrado un determinado capítulo o argumento; porque tu opinión desinformada e iletrada probablemente sea una mierda y, además, me la suda.

Los consejos para publicitarse en la Millenial Golden Age son de traca.

En serio.

«Créate una página web».

Bueno, eso es lo primero.
«Pide a tus lectores que suban vídeos o fotografías sobre cómo imaginan los escenarios y personajes de tu novela».
(Y así, encima, te ahorras el tener que escribir párrafos descriptivos).
«Haz tus posts más atractivos con imágenes y vídeos».
(Y así, encima, te ahorras el bla, bla, bla).
«No olvides incluir un espacio para comentarios, de manera que tus lectores puedan hacerte observaciones acerca de tus obras o sugerirte autores o lecturas que te puedan interesar. El diálogo con tus seguidores es lo más importante».
(En la sociedad conectada, el diálogo con tus lectores, al parecer, está por encima del diálogo con tu propia obra).
«Haz preguntas a tus lectores, pequeños cuestionarios sobre sus libros favoritos... de manera que puedas conocer mejor sus intereses y perfeccionar tus escritos conforme a sus preferencias y elaborar una estrategia de contenidos, tanto para tu página web personal como para tus futuras obras».
(Que sean otras personas, no tú, las que decidan de qué y cómo debes escribir. Remitirse a mi opinión expresada más arriba).
«Publica anuncios orientados en Facebook y Twitter. Eso aumentará tu visibilidad».
¡Puto pajarraco!
(Los anuncios orientados en Facebook y Twitter son de pago. Eso es. ¿Quieres que te lean? Pasa por caja. ¡Si Harlan Ellison leyera esto!).
«Crea listas de Twitter diferenciadas para editoriales, editores y revistas, ¡y no olvides repasarlas un par de veces al día y compartir los contenidos que puedan ser más interesantes para tus lectores».
(Y cuando hayas terminado de gestionar tus feeds del día, quizá te sobren cinco o siete minutos para escribir).
«Organiza concursos para tus lectores. Por ejemplo, ofréceles un ejemplar firmado o que sus nombres aparezcan en la página de agradecimientos, ¡o incluso bautizar con ellos a alguno de los personajes!, si reservan una copia de la primera edición de tu próxima novela».
(Sí, señor, ¿para qué molestarse en buscar el nombre apropiado para cada uno de tus personajes cuandos tienes a dos mil millones de analfabetos funcionales deseando hacerte saber sus preferencias al respecto?)
«Graba un booktrailer y súbelo a YouTube. ¡Y no olvides habilitar los comentarios!».
(Y si no sabes ni coger una cámara, contrata a alguien, que será un dinero bien invertido y, además, los aspirantes a Steven Spielberg también tienen derecho a comer).
«Analiza tu blog y mide las visitas, el flujo de tráfico desde tus redes sociales. Google Analytics te será de una gran ayuda a este respecto».
(Y si no sabes cómo hacerlo ni tienes tiempo para ello, contrata a alguien, que los bla, bla, bla; anda, sigue tú).
«Cómele la polla a otros escritores para que recomienden tu libro en sus redes sociales».
(No lo dicen literalmente así, pero ésa es la idea).
«Y si ves que todo esto de la redes sociales te supera, ajo, agua y resina. Tienes que trabajarte este aspecto de tu labor como escritor tanto o más que tu obra en sí».
 ¿Notas una línea común en todos esos consejos?

Ajá: todo se reduce a lo mismo.

Si quieres que los millenials lean tu puto libro, y favor que te hacen, muerto de hambre,

aléjate lo más posible de los libros,

(y me importa un huevo que te consideres un escritor)
cambia tu ecosistema de eremita encerrado en su estudio ante la página en blanco por el infinito mundo de la Intenné,
(y me importa un huevo...)
 gasta dinero,
(cuanto más mejor)
hazlo multimierda o transmierda,
(cuanto más mejor)
pasa más tiempo leyendo tweets que escribiendo,
(aunque se suponga que eres escritor, no community manager)
publica más tweets y posts y haz más vídeos para YouTube que libros o relatos,
(y me importa un huevo...)
asegúrate de que tus novelas estén lo bastante subnormalizadas para que hasta un pastillero disléxico pueda entenderlas,
(lo cual no solo no dice nada bueno de ti, sino que deja muy claro la opinión que tienes de tus lectores)
Gronf, gronf. Ungf.
y, lo más importante,

QUE

PAREZCA

UNA

PUTA

PÁGINA

WEB.


¿Y si, pura y simplemente, merecemos extinguirnos?
«O yo me estoy volviendo loco o aquí se está multiplicando el número de subnormales».
(Fernando Fernán Gómez)
Querido millenial, malas noticias:

No tengo ninguna intención de convertir mis relatos en un programa de televisión.

Porque entonces estaría haciendo televisión, o al menos intentándolo.



No tengo ningún interés en hacer que mis novelas se parezcan a un largometraje.

Porque entonces haría cine, no novelas.

Y si quisiera hacer que mi libro pareciese una app para tu móvil o una página web, haría apps y páginas web. No libros.



Si esto es lo necesario para que me leas, prefiero que no lo hagas. Mala bestia.
 
¿Por qué cojones debería darte todo eso que me pides, a ver? ¿Por qué debería sustraer tiempo de mis horas de escritura para desnudarte mi intimidad, desgranarte mi menú del día o mis problemas de salud? 


¿Me estás diciendo que eres incapaz de concentrarte en la lectura de mis textos si no tienen colorines, enlaces a YouTube, gifs animados y la posibilidad de escribir comentarios? ¿Que no me vas a leer hasta que sepas la marca de cereales que tomo en el desayuno, la talla de mis condones, el color de mi vello púbico o si después de mear me sacudo el carallo en sentido horario o antihorario?


Ya que lo mencionas:

CÓMEME

EL

NABO.

E incluso el pepino.
Indudablemente las redes sociales son una excelente herramienta para promocionar a un escritor.

Lo cual no me impide preguntarme por qué cojones debería  promocionarme yo y no mi obra. Soy escritor, no youtuber. No me propongo convertirme en influencer. Nunca he querido ser influencer. Es más, creo que deberíamos esterilizar a todas las personas que se pegan a sí mismos la medalla de influencer.


No tengo nada que decirte en Facebook que no lleve dos años intentando decirte a través de esta bitácora que, de todos modos, no lees. No tengo nada que decir en defensa de mis cuentos y mis libros que ellos no puedan decir por sí mismos; y, si no son capaces de defenderse solitos, entonces está muy claro: son una puta mierda y nada de lo que yo diga a su favor en Feisbuk, Tuiter o Badoo va a cambiar eso.
¿Por qué cojones debería estar más pendiente del Twitter de Ediciones Pudreputa que de ese capítulo de mi (pen)último libro que se me está resistiendo?
(Además, Twitter lo carga el diablo. Pregúntale a James Gunn si no).
Y sí, creo que a través de esos consejos puedo aumentar mi visibilidad.

Y también creo que no solo está extraordinariamente sobrevalorada la visibilidad que se obtiene a través de las redes sociales, si que además está mal orientada, porque visibilizan al autor, y no a su obra. Convierten al escritor en un producto más de consumo.



ME


NIEGO

A

SER

UN

PRODUCTO.
¡Hostia ya!
ME

NIEGO

A QUE

CUALQUIER

MIERDOSO

SE CREA

CON DERECHO

A CONVERTIR MI VIDA

EN UNA EMISIÓN DE GRAN HERMANO.

Y si no eres capaz de entenderlo, no quiero que me leas. Quiero poder enorgullecerme de mis lectores, no sufrir ramalazos genocidas cuando piense en ellos.

Por no mencionar que, para un escritor, abrir una cuenta en Twitter es el equivalente a darle a un ongarután un revólver cargado y un bote de anfetas. Algunos lo han aprendido por las malas. Otros, han tardado algo más en darse cuenta, pero se dieron cuenta. Entregarle a alguien, obsesionado con enhebrar palabras como si fuesen cuentas de rosario, una cañería de alta presión a través de la cual dar rienda suelta a su verborragia es la receta para el desastre. Un día te tomas un pacharán con ginebra de más, o te levantas con el cojón torcido, o se te calienta la boca, te lanzas al teclado y te arruinas la vida.

Abrir una cuenta en una red social es darle un altavoz a los gilipollas y valor de autoridad a sus opiniones sobre asuntos que solo te conciernen a ti.

Me niego a colaborar con esa infamia.

Dejando aparte el hecho de que algunas personas muy inteligentes, y sin embargo con cuenta en Facebook o Twitter, no pueden evitar entrar al trapo cuando les salta a la garganta algún gilipollas. Y es un problema. Siempre es un problema discutir con un gilipollas, porque al cabo de diez minutos puede que te des cuenta de que la otra persona está haciendo exactamente lo mismo.
Hace poco más de dos años que abrí este cajón de sastre en el que hemos hablado de libros, sí, de recursos creativos, de cine, de drogas, de cómics, de coito anal... un poco de todo.

Al principio estaba un pelín obsesionado con la bitácora. Miraba cada dos por tres las estadísticas. Me mesaba los cabellos (es mentira, no tengo) si una entrada recibía menos visitas que la anterior. Me desesperaba que nadie dejase un comentario. Vaticinaba el fin del mundo si no lograba nuevas visitas.

Efectivamente, amado lector:


hacía

el

GILIPOLLAS.

La última vez que lo comprobé había tres personas agregadas a la lista de correos de Paratroopersdon'tdie.

¿Sabes cuántas hay ahora?

Si lo sabes, no me lo digas. Porque me la trae al fresco.

Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que alguien dejó un comentario.

Le estoy muy agradecido a esa persona y la invito a seguir haciéndome llegar sus impresiones, pero no he vuelto a quedarme chafado porque nadie había comentado una entrada concreta.


Dejé de preocuparme por mi visibilidad y seguí escribiendo.

Porque, por increíble que pueda parecértelo, no empecé esta bitácora por ti, querido lector, ni por la infame visibilidad.

La empecé por mí. Para tener un lugar donde sacarme las zapatillas, hurgarme la nariz, aflojarme el cinturón y tirarme todos los pedos viscosos que quisiera.

Porque escribir razonablemente bien, lo creas o no, ES DIFÍCIL DE COJONES, y llega un punto en el que tienes pesadillas con los adverbios, te atormentan los gerundios, te revuelve el estómago el subjuntivo y te producen sudores fríos las subordinadas encadenadas.

Y enfrentarte a todos esos problemas forma parte de una jornada normal de trabajo cuando estás no digo ya escribiendo, sino puliendo un texto ya escrito.

Pero no aquí.

Aunque intento no cometer errores ortográficos y de concordancia demasiado obvios, y he llegado a editar una misma entrada unas veinte veces, para corregir cositas que se me habían pasado por alto en las primeras revisiones antes de publicar (SIEMPRE hay al menos un error que no detectas hasta haber publicado), Paratroopers es, básicamente, mi spa cerebral.

Aquí uso todos los adverbios acabados en -mente que salen de las pelotas.

Desbarro sobre casi cualquier tema remotamente emparentado con la escritura sin preocuparme demasiado de ofrecer argumentos coherentes.

Uso argot.

Mezclo gallego y castellano.

Escribo palabrotas.

Me invento neologismos.

Hago chistes políticamente muy incorrectos.

Me permito cultivar la fantasía de machista, irreverente, amargado (ésta es fácil) y grosero.

Canto alabanzas a la seráfica carne de Sara Sampaio, lo cual probablemente me convierte en un machista redomado, un violador en potencia y un maltratador de mujeres.
Si no es la perfección, entonces la perfección no existe.
Y luego puedo volver a escribir en serio sobre las cosas que en realidad me obsesionan, y no sobre mamonadas.

Porque eso, en realidad, es lo que me supone un desafío productivo y espiritual, no tanto este albañal de memeces en el que, con muy buen sentido común, casi nadie se mete.
¿Sabes lo que hace Facebook con todos tus datos?

Los vende.

¿Sabes lo que hace Facebook con todos los datos de las personas que leen tu página de Facebook?

Los vende. Y no te pide permiso antes de hacerlo.

¿Sabes lo que hace Mark Zuckerberg con toda la información que accedes a darle, gratis, cuando creas una cuenta en Facebook?

Negocio. Un negocio millonario del cual estás exento. Un Gran Hermano global que te usa como su materia prima pero no comparte contigo ni un céntimo de sus obscenos beneficios.

Tú estás haciendo rico a Mark Zuckerberg. Tú y otros dos mil millones de gilipollas.

¿Por qué coño quieres que me una al club? ¿Para sentirte menos gilipollas?

Cada vez que alguien me sugiere que intente incrementar mi visibilidad como escritor abriendo una cuenta en alguna red social, siento un picorcillo en los dedos que...
¿Sabes por qué ya no tengo teléfono móvil? Puede que algún día te cuente esta historia (aunque no se me ocurre cómo justificar el escribir sobre ello en una página web presuntamente centrada en la literatura y los libros, aunque a veces no lo parezca), pero una de las razones es que los señores de Garrafone comerciaban con mis datos. Sí. Mis datos. Mi nombre, mi dirección, mi correo electrónico, mi propio número de Garrafone, en el cual, pese a que no lo tenía nadie salvo mi familia y mis amigos, y que no figuraba en ningún contrato de ninguna empresa ajena a Garrafone ni en ningún formulario, empecé a recibir llamadas de comerciales de Vomistar insistiendo en que mi vida sería mucho más bonita si me pasase a Vomistar: volvería a crecerme el pelo, se me pondría pirola de caballo bravo, cuerpo de kuros y rostro de efebo, la dulce Sara Eslaprueba vivientedelaexistenciadeDios Sampaio caería rendida de amor a mis pies, obtendría una fuerza colosal, poder sobre el rayo y el trueno y me darían un martillo mágico con el que podría volar.
¡Por Vomistaaaaaaaaaaaar!
Me lo pintaban todo tan bonito que no creo que hubiesen anticipado mi respuesta:
«Perdone que la interrumpa, señorita, pero ¿sería tan amable de decirme, en nombre del virgo incorrupto de María Santísima, DE DÓNDE COJONES HA SACADO USTED MI NÚMERO, si le pilla de camino y no tiene inconveniente?»
Vomistar le había comprado o canjeado mis datos a Garrafone. Y es algo que las grandes compañías de telecomunicaciones hacen todo el tiempo. ¡Al carajo la LOPD 15/1999 (que ni siquiera me atrevo a enlazar aquí porque poner un enlace al BOE en el que la publicaron está muy cerca de ser una infracción prevista en la propia 15/1999)!

Ya me jode bastante que Google le venda mi historial de búsquedas a otras compañías para que me inflen a publicidad.

Imagínate despertarme en mitad del sueño azarado por la terrible sospecha de haber pagado siquiera medio milímetro de la eslora del nuevo yate de Mark Zuckerberg o medio kilate del cockring de oro y diamantes de Jack Dorsey, colaborado en la elección de Trump (y no es que la alternativa fuese mucho mejor, créeme).

Puede que a estas alturas aún te preguntes acerca de la razón por la cual no tengo cuenta en ninguna red social.

Y la razón, básicamente, es que me la sudan como los escrotos de veinte albañiles polacos digiriendo jalapeños en una sauna tu familia, tus aficiones, tus amigos, tus sueños, qué cojones has desayunado hoy, si sueles cagar duro o blando o dónde te has comprado ese trikini de Stella McCartney. Porque si dedicara un solo segundo a interesarme por tus soplapolleces, sería un segundo que le estaría robando a mi propia vida, a mis verdaderos amigos y a mis libros; y deberías empezar a preguntarte por qué coño se supone que deberían importarte a ti mis mierdas, por qué hostia le concedes ni un minuto de tu tiempo a un completo desconocido que jamás ha oído hablar de ti y al que se la crujen a cuatro manos tus problemas; y no por maldad, sino porque, para serte muy sincero, ya tiene bastante con sus propias mierdas.

Creo que eso deja respondida tu pregunta.


Gilipollas.

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