jueves, 22 de febrero de 2018

Este no es mi Johnny, que me lo han cambiado

(No sé si éste es el artículo apropiado para el 2º Aniversario de Paratroopersdon'tdie, pero allá va.)

(Sí, el segundo. El primero se nos pasó por alto miserablemente.)
¡Feliz banana!
En 1988, la Twentieth Century Fox estrenó La jungla de cristal (Die Hard), una de las películas que, junto a Depredador y La caza del octubre rojo, reescribió el evangelio del cine de acción. La película nos muestra las tribulaciones del agente de policía John McClane, atrapado en un rascacielos de Los Ángeles por un grupo terrorista que mantiene como rehenes a su esposa y a todos sus compañeros de oficina. McClane debe ingeniárselas para mantenerse con vida, ocultar su parentesco con su mujer Holly, a fin de que los secuestradores no puedan usarla contra él, y hacerle la puñeta todo lo posible al comando liderado por el siniestro pijo maligno del infierno Hans Gruber (magnífico y tristemente desaparecido Alan Rickman). El único apoyo, por decir algo, de McClane es el sargento de policía Al Powell (Reginald VelJohnson, el Carl Winslow de Cosas de casa), apostado en el exterior del rascacielos, con quien se comunica a través del walkie-talkie robado a uno de los terroríficos terroristas. Salvo por ese hilo con el mundo real, a todos los efectos John está solo, enfrentado a cabrones muy bien armados y mejor motivados que quieren hacerse un condón con su pellejo y luego follarse su cadáver hasta reducirlo a polvo. Por aguafiestas e inoportuno. A ver si no va a poder uno cometer un pequeño secuestro masivo sin que aparezca el tocapelotas de turno para cagársete en la boca.
Cuarenta pisos de «¡me cago en Dios, sacadame de aquí!»
Tuve oportunidad de ir a ver La jungla de cristal al cine, pero  no acababa de comprar la idea de que el maravilloso payaso de Luz de luna, esa bizarra y surrealista experiencia salpimentada de metalenguaje televisivo, se hubiese convertido en un machote perdonavidas a lo Schwarzenegger (¡Hostia! ¡Lo he escrito bien sin mirarlo en la Wiskipedia!). Pura y simplemente, por aquel entonces solo era capaz de tomarme en serio a Bruce Willis dándole la réplica a Cybill Shepherd (con creciente mala hostia a medida que la relación entre ambos actores se pudría mucho más allá de lo que nunca lo había hecho la de sus respectivos personajes).

Esa imagen de buen rollito engaña: se odiaban a muerte.
Ahora me arrepiento, claro. La jungla de cristal es una de esas películas que no me canso de ver una y otra vez, y que sin duda habría ganado muchos enteros en pantalla grande.

Y, sin embargo, no puedo aportar una explicación a de por qué no fui al cine a ver La jungla de cristal 2. Seguro que creí que tenía un buen motivo. Y no me equivocaba del todo: La jungla de cristal 2 (Die Harder) tenía un problemilla fundamental: ya no era una película de John McTiernanRenny Harlin es un artesano respetable, pero las dos únicas películas medio decentes que le conozco son Máximo riesgo y La isla de las cabezas cortadas, y ésta solo la cuento porque en ella salen Frank Langella y Geena Davis, pelirroja que en aquella época me ponía a morir (mi adolescencia fue una putada). A Renny Harlin nadie podrá acusarle nunca de haber redefinido los cimientos del cine de acción. En el libro de historia del cine de los 80, John McTiernan es un capítulo entero y Renny Harlin una humilde nota al pie de página. Con errata de imprenta.

Mas explosiones, más tiros, más muertos, ¡más de todo!
La Jungla de Cristal 2 no aportaba nada al género. Bueno, tenían a Dennis Franz, que siempre es un triunfo (aunque le contratasen para el papel de soplapollas hostiable que en la primera película desempeñaba Hart Bochner), pero el argumento era casi una fotocopia del de la primera película. Los terroristas ya no secuestran un rascacielos, sino que hackean un aeropuerto entero y amenazan con armar la de Cristo nació en Palacahuina si las autoridades no liberan a un dictador narcotraficante (Franco Nero en plan Alberto Noriega, pero dando para paja; no como Noriega), que les ha prometido a cambio pasta gansa de la mejor. Por lo demás, Bruce Willis repite su papel de La jungla de cristal sin ninguna alaraca (y, como haciéndose eco de nuestros pensamientos, en un momento dado se pregunta «¿Cómo coño me puede pasar lo mismo otra vez?»)

Lo de La jungla de cristal 3 (1995) ya comenzaba a parecer cachondeo.


Daba ternura ver cómo progresaba la alopecia de Bruce.
A ver, seamos serios: no pretendo insinuar que la peli sea mala. De hecho, pondría este largometraje varios niveles por encima de la segunda parte. No sé si es Samuel L. Jackson en ese papel de comparsa negro del poli blanco (recuperando el papel broda nigga de Reginald VelJohnson en la primera peli), no sé si es Jeremy Irons haciendo de malo malísimo en otro típico caso de «hasta los monstruos del escenario tenemos que comer», no sé si es la escala de la amenaza (primero secuestraron un edificio, después el espacio aéreo de Los Ángeles, ahora a toda la puta Nueva York), no sé si es porque los productores no consiguieron convencer a Bonnie Bedelia para volver a meterse en la piel de la señora McClane (pidió tal cantidad de pasta que su firme propósito de no repetir papel fue más que evidente para todos), no sé si es que esta peli supuso el regreso de John McTiernan (que ya hemos dejado muy claro que nos la pone como una bombona de butano) a la franquicia; pero Die hard with a vengeance me gustó mucho. No llega al extremo de excelencia de la primera, pero compro la moto. Es más, me pareció una excelente forma de cerrar la trilogía.
«¿Está Elena Francis? Que se ponga.»
Es decir, si hubiese sido el final de una trilogía.

Porque a alguien, en la Fox, se le ocurrió que el mundo necesitaba otra película de John McClane. En La jungla 4.0 (Live free or die hard en el original), a Johnny le secuestran a la hija (babas babas Mary Elizabeth Winstead más babas) para hacerse con el control de no entendí muy bien qué mierda de servidor informático ultrasecreto en Washington, bla, bla, bla.


Más estoico, más violento, más ceporro, más calvo, más hard.
«Vale, la peli está bien» me dije al acabar de verla, «pero... ¿por qué, en nombre de los cojones del minotauro, la han titulado La jungla de cristal 4

En el año 2007 alguien, en un despacho de la Fox, decidió que el mundo necesitaba otra película de John McClane... sin John McClane.

Oh, sí, Bruce Willis aparece en la película, pero en un tipo de papel muy diferente. Ese policía en plena crisis familiar al que conocimos en la primera Jungla de cristal, el mismo que las tuvo tiesas con su señora por mudarse a Los Ángeles llevándose a los críos con ella, sin importarle un carajo la opinión de su marido (y, encima, en su nuevo trabajo utiliza su apellido de soltera, ¡la muy feminista!); ese hombre asustado y solo, abandonado a sus propios medios, que tiene una voz en un walkie-talkie como único apoyo; ese pobre bastardo que, cuando empieza a verlo realmente crudo, le pide a su nuevo amigo, el policía de Cosas de casa pero con otro nombre, que le despida de su mujer, con la que ahora comprende que se ha portado como un cabrón androcéntrico; ese tipo, en fin, que acaba la peli literalmente hecho migas, machucado, quemado, tiroteado, agotado, apestoso, ensangrentado y sucio; ese John McClane con el que todos habíamos sufrido y empatizado, se transforma para La jungla de cristal 4.0 en una especie de megamacho sacamantecas, un superhéroe de los chungos, a lo The Punisher o Lobezno, que mata terroristas a dos carrillos, desnuca sicarios con una mano, acogota talibanes con la otra, troncha comunistas con los dientes, derriba aviones de caza con la pierna derecha, lanza napalm con la izquierda y provoca explosiones atómicas haciendo chocar sus pelotas; y todo eso sin levantarse del váter en el que está cagando.

Y, mierda, la peli se ve de un tirón, pero no vuelves a pensar en ella, ni te quedan ganas de repetir. Y lo mismo podría decirse de La Jungla de cristal: un buen día para morir (A good day for die hard, 2013), ambientada en Rusia, donde casi lo único digno de mención es Yuliya Snigir enseñando entreteto eslavo ceñido por cuero motarra y donde, otra vez, los guionistas (perdón) echan mano de las cosillas de familia de los McClane y John se va a Moscú
a socorrer, esta vez, a su chaval (Jai Courtney, el menos follable de los dos guapitos de cara de Efervescente), que al parecer se ha mezclado con gente muy poco recomendable; funcionarios de los Estados Unidos y chusma así. Más explosiones, más cienes de millones de balas zumbando, más heridas que acabarían con las oportunidades de un simple mortal de descubrir si el final de Juego de Tronos ha merecido la espera (pero a que los McClane les hacen el efecto de picaduras de mosquito), más giros argumentales que, ¡oh sorpresa!, hemos visto llegar desde los créditos iniciales, y los dos McClane compartiendo portada en la carátula del DVD, en plan relevo generacional, que Bruce Willis ya se estaba haciendo mayor para recibir tantas hostias.
Y, otra vez, ¿dónde cojones está John McClane?
¿Tal vez entre las gemelas, Olga y Liliana?
Con mayor o menor fortuna, La jungla de cristal 2 y 3 se atenían al formulario sentado por su predecesora. Quejarse de sus defectos es quejarse de las señas de identidad de La jungla de cristal; gilipollez que, por increíble que parezca, hay gente predispuesta a cometer. Que yo me he quedado apirolado oyendo a un ternasco quejarse, a la salida del cine, que Muere otro día era una puta mierda porque Pierce Brosnan pegaba tiros, se follaba a Halle Berry, se enfrentaba a un malo malísimo que, de tan teatrero, daba hasta cosica, y conducía un Aston Martin lleno de gadgets.
(Sí. Conozco a un ser humano con esfuerzo que fue a ver una peli de James Bond y se cabreó porque le dieron todo lo que las personas que van al cine a ver películas de James Bond quieren ver en una película de James Bond. Pero no se lo contéis a mi mamá.)
¿Para cuándo una película de Jinx Johnson? Yo iría a verla.
John McClane era un entrañable e inexpresivo punching-ball, ninguneado por su mujer, toreado por los criminales y acostumbrado a que lo reventasen a hostias.

Pero, llegado el siglo XXI, alguien en la Tuentiez Centuri Focs decidió que la América post 11-S necesitaba otro tipo de héroe. No uno que se deje chulear, ni consienta que le tengan corriendo de un lado para otro como pollo sin cabeza; no un héroe vulnerable, imperfecto, con flaquezas, que se venga abajo como un mariquita, o un comunista; no la clase de héroe que llega a los créditos finales por los pelos y sangrando como un toro de lidia y que, por no tener, no tiene ni la satisfacción de cargarse al último maloso.

No un héroe con el que tú o yo pudiésemos sentirnos identificados: el tipo equivocado, en el momento equivocado, que se convierte en nuestra única esperanza por puto accidente; un hombre solo, enfrentado a un enemigo muy superior, que se caga de miedo, que duda y que suda, que llora y que está la mayor parte del tiempo a la defensiva, reaccionando a lo que hacen los terroristas terroríficos mientras intenta, a la desesperada, mantenerse con vida.

Habría sido mejor dejarlo en la tercera película. Cuando McClane todavía era humano. Y, como con todas las cosas evidentes, no soy el único en haberse dado cuenta.

En serio.
(Por cierto, en el enlace también comparan la peli con el libro en el que libremente se inspira.)
John McClane era distinto a todos esos matones de una pieza porque era frágil e imperfecto: un marido espantoso, un listillo bocazas, un homínido de inusitada mala suerte (que ya hay que tenerla negra para irte a California a intentar arreglar las cosas con tu costilla y verte atrapado en una situación con rehenes) y un poli especialmente inepto con las armas (siete millones de balas necesita para cargarse a una docenita de terroristillas de nada, algo que Steven Seagal habría hecho con solo desfruncir el ceño).
Sí, he dicho «desfruncir».
En la Fox convirtieron a John McClane en un estereotipo. Y no uno demasiado original.

¿Por qué?

Por el mismo motivo por el cual las modelos de lencería están cada vez más delgadas (hasta el punto de no tener nada con lo que rellenar esa lencería) y, lo peor de todo, alguien, no sé bien quién, a base de machacar y machacar, ha logrado convencernos de que, en realidad, las mujeres nos gustan más así. 
Ambos sabemos que si nos sirvieran mierda con lombrices vivas en ese ombligo nos la comeríamos.
¿Qué tienen en común John McClane y la bellísima Kelly Gale (una de las pocas mujeres mortales capaces de hacer tambalear nuestra, por otra parte, incondicional devoción hacia Sara Sampaio)?

Todo.

Es difícil vender un producto si no sabes qué tienes exactamente entre manos, ya sea una modelo agraciada con el premio gordo de la lotería genética o el personaje de una película de acción. Y conocer el producto exige sensibilidad, inteligencia, tiempo, y, lo peor de todo: esfuerzo. En un mundo en el que el ritmo de consumo se acelera más que la expansión del universo mismo, los publicistas (y los productores de cine ya no son en realidad cineastas, sino publicistas; no crean películas, gestionan una marca comercial) pueden dedicarle cada vez menos tiempo a cada nuevo producto que les cae en las manos.

«¿Qué es esto? ¿Cómo lo promociono? ¡Aaaaaah!»
Por eso buscan obras que se parezcan lo más posible a lo que ya conocen, o hacen cuanto esté en su mano por lograr que esa nueva película, esa nueva modelo, se acomode a un determinado estándar. Así empezaron a manejar media docena de fórmulas tan prefabricadas como engañosas; resúmenes para tontos de toda la riqueza de una obra de arte, o un ser humano; eslóganes que podemos procesar sin indigestarnos y comprar o descartar sin remordimientos.

Estas fórmulas no solo no proporcionan, en realidad, información alguna, sino que reducen las creaciones artísticas, y a las personas, a meras etiquetas; toma un mundo tan camaleónico y complejo como el del Arte, o el de la moda, y lo reduce a tres o cuatro categorías fosilizadas.

«La nueva Kate Moss
(Traducción: «no parece tener todavía edad para beber alcohol, aparenta haber recibido una paliza de su novio yonqui justo tres minutos antes de la sesión de fotos y mira a la cámara como pidiendo disculpas por no haber tenido el valor de suicidarse a los ocho años, después de haber sido desvirgada por su padrastro.»)

«La nueva Cindy Crawford
(Traducción: «no se parece a Cindy Crawford ni de espaldas y con la luz apagada, pero al menos es morena y queremos que tengas pensamientos impuros imaginando dónde puede haber desarrollado ese lunar característico, que, en realidad, es lo único que recuerdas de Cindy Crawford.»)
«La nueva Adriana Lima
(Traducción: «no tiene más que dos o tres máscaras patentadas, es exótica y brasileña, o colombiana, o italiana, o de Cádiz, o de donde coño sean todas esas señoras impresionantes que viven en países donde duermen demasiado la siesta, votan por políticos corruptos y se pasan el año entero preparando el carnaval.»)
«La nueva Naomi Campbell
(Traducción: «es negra.»)
Y no, las mujeres no lo tienen mejor que nosotros. Soy lo bastante viejo como para recordar cuando las señoras se ponían todas locas cuando veían a un bigardo con mandíbula cuadrada, pelo en el pecho y, la duda ofende, BIGOTÓN. O sea, un Tom Selleck como Dios manda.
Por si alguna lectora de las de antes se deja caer por aquí.
Busca ahora a una fémina que opine que el vello corporal no es repulsivo, ofensivo y vomitivo; que prefiera a un señor con toda la barba antes que a un suavesito carilindo rasurado, con cara de púber amanerado y cutis culito-de-bebé.
¡Vosotras ni sois mujeres ni nada! ¡Farsantes!
La historia de John McClane es la crónica de la metamorfosis de un personaje con el que todos podíamos simpatizar en otro matachín sin alma indistinguible de los estereotipos a los que imita sin disimulo. El nuevo John McClane (el de Live free or die hard y A good day to die hard) no tiene nada de nuevo. Es el viejo John Rambo. El viejo Charles Bronson. El viejo John Wayne.
Que conste: somos fans del Duque y le echamos muchísimo de menos.
Así es como se fomenta la uniformidad, la mediocridad, la cobardía. Sí, cobardía. ¿Por qué va un artista a probar nuevas formas, nuevos códigos de su lenguaje, si sabe de entrada que serán rechazados por no ajustarse al formulario vigente? ¿Por qué va una marca de ropa íntima a apostar por modelos que respondan a otro canon físico cuando, parece ser, todos los hombres (que, no jodáis, es en última instancia el consumidor a quien va dirigido su producto) quieren lo mismo?

El mundo de la moda engulle, devora y defeca cada año miles de rostros y cuerpos. Es una maquinaria implacable que exige constante combustible y envía a sus ojeadores por todo el mundo en busca de nuevas tipologías de belleza femenina: Asia, África, Europa Oriental, Australia...

...y luego coge a esas chicas que deberían haber aportado frescura y variedad a las pasarelas y las desfigura hasta que nos es imposible distinguirlas a unas de otras y a todas de sus predecesoras: las cincela igual de delgadas, enfermizas y asexuadas, las hace desfilar al mismo paso, con el mismo pecho plano, los mismos carrillos hundidos, los mismos ombligos abombados, los mismos pómulos huesudos y el mismo visible desdén petrificado en sus rostros cerúleos e inexpresivos de aristócratas genéticas buscando macho pastoso (y afeitado, y depilado) que las mantenga. Pero, eso sí, son las nuevas Kate Moss, las nuevas Cindy Crawford, Adriana Lima, Naomi Campbell.

¿Y por qué en la industria de los trapos se hacen las cosas así?
Hannah Ferguson solía tener carne en las mejillas y el ombligo hacia adentro.
Podríamos empezar hablando de qué coño pueden saber acerca de la belleza femenina los diseñadores de moda, homosexuales la mayoría de ellos para quienes el ideal de mujer es un efebo, pero es que ni siquiera se trata de eso.
Cada vez menos.
¿Has visto alguna vez un figurín de moda? Mira éste de Elie Saab:
Olvida esas piernas interminables. Nadie en este planeta tiene esas piernas tan largas. Si vieses en la calle a una mujer, por llamarla de alguna manera, caminando sobre esas ancas, saldrías escopeteado en dirección contraria y pegando gritos de horror cósmico. Mira de nuevo, y esta vez fíjate bien:
Ya lo has pillado, ¿verdad?

Exacto.

Los figurines no tienen busto. Se insinúan las curvas de unas tetucias, pero no tienen; es un truco de dibujo. Uno de los sucios. Y los figurines no tienen peras porque, para un diseñador de modas, el pecho femenino es un engorro; interrumpe la caída de las telas, se carga ese prototipo de mujer etérea, élfica, andrógina y alienígena que fomentan los bocetos de los figurinistas y, por encima de todo, destruye la ficción de que estamos vistiendo a un núbil y enculable mancebo. La industria del underwear compró la misma filosofía de trabajo y también comenzó a reclamar modelos tábula rasa. Los fabricantes de sostenes y braguitas empezaron a contratar a maniquíes sin caderas ni culo que ceñir con sus tangas, ni tampoco tetas con las que llenar sus sostenes.

A los diseñadores de moda femenina les estorban las tetas.

No te lo pierdas: los diseñadores de moda no saben diseñar ropa que le siente bien a una mujer. O saben, pero no les da la gana. Y, cuando alguien no se molesta en hacer el trabajo por el que le pagan, suele ser porque confía en que su cliente se conforme con cualquier cosa, aunque sea una mierda.
«Donde esté la dinamita, que se joda el guión.»
En Hollywood han olvidado cómo vender una película, y por eso necesitan que los guionistas y directores les entreguen un producto que no conlleve esfuerzo; algo que se promocione solo a fuerza de parecerse tanto a lo que ya conocemos que esa misma sensación de déjà vu nos atraiga hacia dicho producto.

En la industria editorial han olvidado cómo se vende un libro. Primero intentaron impedir el advenimiento del libro digital. Luego intentaron proteger su margen de beneficios exigiendo las mismas regalías por el libro digital que por el impreso en papel. Para cuando Amazon y sus imitadores se les habían comido medio negocio, las editoriales se dieron cuenta de que cada vez eran menos, vendían menos y contaban menos en el sector. Y entonces llegó una circular del Estado Mayor a todos los frentes: mamonadas, ni una. Se acabaron las aventuras. Todo el fondo de catálogo de esas editoriales, esos libros que apenas vendían unos cientos de ejemplares al año, fue guillotinado e incinerado para hacer sitio a los best-sellers. ¿Y qué es un best-seller hoy en día? Pues cualquier cosa lo más parecida posible a lo que sea que la competencia esté vendiendo como churros. Si no podemos hacernos con ese autor o con ese libro, nos conformamos con su equivalente mexicano no sindicado. Y empapelamos el planeta con su foto. Y le hacemos ir a televisión a hablar de su libro. Y participar en Gran Hermano. Y quedarse preñado de Paquirrín. Y lo que sea para ganar toda la pasta posible con su libro antes de que alguien tenga la genial idea de abrirlo y leerlo. Y a ver si así capeamos el temporal hasta que esta maldita crisis se acaba de una vez.
«¡Una modelo con tetas! ¡Mátala!»
La industria de la moda no sabe vendernos otras tipologías de cuerpos, la industria del cine no sabe vendernos otras películas, los editores no saben vendernos libros y así es como todos ellos han acabado por vendernos marcas, productos hechos con fotocopiadora: la nueva Kate Moss, el nuevo John McClane, las nuevas 50 sombras de Grey...

La nueva Jungla de cristal.

(suspiro)
«¡Aaaaaaaaah! ¡Un escritor feooooooooo!»
Lo que te pasa es que eres un agonías y un puto troll.

¡Coño! ¡Pero si es mi amigo, el amargapajas!
(Que soy yo mismo, escribiendo en cursiva y fingiendo que mantengo algún tipo de interacción social.) 
¿Qué te cuentas, colegui?

Que eres un sieso, un reaccionario y un protestón. Si de ti dependiera, aún iríamos en calesa. ¿Qué coño te importa si el estudio de cine quiso explorar nuevas posibilidades del personaje de John McClane? ¿No estaban en su derecho?

Indudablemente estaban en su derecho.

Pero la cagaron. Desfiguraron al personaje.

Vamos, que si de ti dependiese, los personajes de ficción se quedarían fosilizados en el tiempo. Nadie podría escribir nuevas historias sobre ellos, ni dotarles de nuevas dimensiones.

Ya veo por dónde quieres llevarme.

Y te tengo una hostia reservada que te van a temblar los empastes.

Si eres lector habitual de esta bitácora sabrás que aquí tenemos en muy alta estima al mejor detective del mundo (con permiso de Batman; siempre con permiso del Caballero Oscuro). Tal vez se deba a haber leído Estudio en escarlata a la tierna y asexuada edad de nueve años, pero Sherlock Holmes es uno de nuestros personajes de ficción más queridos y, hasta donde nos ha sido posible, nos hemos mantenido al corriente de sus andanzas cinematográficas.

Afortunadamente, los últimos años nos han regalado con toda una serie de diversas adaptaciones de Holmes a la pantalla. Todas igual de osadas. Todas rompedoras. Todas maravillosas.
En el año 2009, Guy Ritchie, el de Lock & Stock y Snatch, nos regaló su personal versión de Sherlock Holmes. Robert Downey Junior encarna a un Holmes maníaco, alcohólico, insolente, obsesivo y turbio; una especie de Dr. House detective que lo ignora prácticamente todo acerca de las convenciones sociales, o no le importan lo suficiente para respetarlas, se codea con lo peorcito de los barrios más sórdidos de Londres, participa en peleas ilegales, se ve envuelto, digamos que a su pesar, en situaciones cómicas y desespera a su pobre amigo John Watson (Jude Law), que intenta, en vano, meter algo de sentido común en su dura cabezota.

He leído páginas y páginas de bilis acerca de esta película. Estaban los que la consideraban una herejía, otros que la etiquetaban de bufonada autoparódica, unos más allá que acusaban al director de haber profanado al personaje y estos de acá la tildaban entre dientes de «homoerótica» por la deliberada exhibición del pecho desnudo de Robert Downey y por algunos disfraces de su personaje, bochornosamente amariconantes.
¡Pa partir leña en esa tableta chocolate!
De hacer caso a todas estas voces indignadas, Guy Ritchie habría desfigurado, escarnecido y violado al detective del 221b de Baker Street, que, por no llevar, no lleva ni su inconfundible gorra de cazador.
(Me estremezco al imaginar que pensaría toda esta gente del Holmes de Billy Wilder.)
Y sigo sin entender a qué cojones se referían. Porque Holmes es un tipo así de chungo: se codea con traficantes, chulos, putas, sicarios, falsificadores, envenenadoras y carteristas; participa en peleas ilegales y es, de hecho, un experto luchador con y sin armas y un tirador con revólver al que conviene respetar. Y, de hecho, también es un maestro del disfraz, y emplea toda clase de ellos en sus investigaciones, y también tiene problemillas con la interacción social, y se chuta cocaína y morfina cuando no le ofrecen un caso en el que ocupar la mente. Y tiene un fino sentido del humor, que saca a relucir a la menor oportunidad. Y, aunque soy un talibán sherlockiano y fui al cine temblando de zozobra, salí de allí aliviado y feliz: Guy Ritchie había comprendido a la perfección la esencia de mi detective favorito (con permiso de etcétera) y explorado nuevas facetas del personaje que otros directores de cine no se habían atrevido a abordar, quizá paralizados por el temor a que les acusasen de herejes y pidiesen sus cabezas por el delito de desfigurar a Holmes, patrimonio nacional británico.
Los defensores de Holmes indignados con la película de Guy Ritchie son, al parecer, incapaces de reconocer al personaje si no le ven con su pipa, su gabán y su gorra. Y su lupa, si no es mucho pedir.
Sin comentarios.
Del Holmes de Ritchie hay segunda parte que debes ver ya, aunque solo sea porque en ella aparece la dueña viva de los pómulos más sexys del cine.

2010 fue un buen año para los fans de Holmes: la BBC estrenó la primera temporada de la que quizá sea, sin ambages, la mejor actualización del personaje. Benedict Cumberbatch encarna a un Sherlock moderno, tal genial, insolente, intuitivo, obsesivo y asocial como siempre. Un Holmes con ciertos rasgos de personalidad coherentes con el síndrome de Asperger, un Sherlock que nunca se separa de su teléfono móvil, domina Internet como un puto pro, manifiesta una contundente indiferencia hacia los sentimientos ajenos y tiene una muy estrecha relación con los servicios secretos británicos. Le acompaña uno de los mejores doctores Watson ever (al que por supuesto lleva al colmo de la desesperación); y la serie, sin renunciar en ningún momento al drama, está trufada de momentos de un humor que no tiene nada de británico; vamos, que hace reír.
Mis chicos.
Y, ¿te has fijado?, salvo en algunos planos-homenaje muy concretos, y en un episodio especial del 2016, este Holmes tampoco usa su gorra de cazador ni su pipa de espuma de mar.
Y te diré algo más: Sherlock es maravillosa.

Puestos a escoger Holmes aggiornados, hay quien prefiere al tatuado, politoxicómano y petulante Johnny Lee Miller (Sick Boy en Trainspotting) de Elementary. Y aquí es cuando yo digo que sí, que vale, que para gustos se hicieron los colores. Si tuviera que elegir una serie de Holmes que llevarme a una isla desierta y solo pudiese escoger entre Sherlock y Elementary, me llevaría Sherlock. Pero lo cierto es que me gustaría llevarme las dos, por diferentes motivos (entre ellos, que jamás me he acabado un capítulo de Elementary, y no me explico el motivo). Elementary era una apuesta más arriesgada por cuanto implicaba sacar al personaje de su ambiente, el Londres victoriano, y traerlo al Nueva York actual. Pero es una apuesta que funciona. Y Lucy Liu encarnando a una Watson moderna, mujer y asiática, es una ocurrencia que roza la genialidad y una maldad por parte de los creadores de la serie, que han logrado que un(a) doctor(a) Watson me ponga palote.
(Si bien es cierto que lo mío con las morenas es para hacérmelo mirar.)
Y, honestamente, no acabo de entender por qué hay personas empeñadas en confrontar ambas series, cuando cada una de ellas retrata a un Holmes ligeramente distinto, explora diferentes facetas del personaje y recurre a una gramática propia para ponerlo al día, pero ambas son igual de respetuosas con el original. Reconozco sin esfuerzo a Holmes en Benedict Cumberbatch cuando veo Sherlock y reconozco sin esfuerzo a Holmes en Johnny Lee Miller cuando veo Elementary. Y, paradójicamente, ambos son muy, muy distintos al Holmes de los libros de Conan Doyle.

Y hay otra serie de Sherlock Holmes que quizá te haya pasado por alto.


Concretamente ésta:
No, no me he vuelto turulato. Gregory House es Sherlock Holmes, y no soy el único en pensarlo, y el mismísimo David Shore confiesa que el vínculo está ahí y que no ha hecho nada por ocultarlo: Holmes investigando enfermedades con el mismo incansable celo maníaco con el que sus otras encarnaciones literarias y cinematofráficas investigan delitos. Holmes empleando su capacidad de observación, su inteligencia arrolladora y su afilado raciocinio para descubrir qué está matando a sus pacientes. Holmes exasperado por las debilidades de la naturaleza humana, empezando por las suyas propias. Holmes y su elevadísima opinión de sí mismo, tan elevada que está solo y amargado en esas frías alturas. Holmes y sus adicciones. Holmes y su Watson (que cumple el papel de contrapeso que todo Watson que se precie debe cumplir), a quien han cambiado un par de letras para que se llame Wilson y no tener que pagar derechos de autor a los herederos de Conan Doyle.
Holmes y Watson.
No sé si me ha notado mucho, pero Gregory House es uno de mis Sherlock Holmes favoritos. Quizá porque es el más humano, mezquino, contradictorio y vulnerable de todos.

¿Y qué decir del Sherlock en decadencia, amnésico y con medio pie en la tumba, de Ian McKellen en Mr. Holmes? Pues que quizá sea el mejor Holmes crepuscular que se ha rodado jamás. Que es totalmente respetuoso con el alma del personaje. Y que tampoco usa gabán ni gorra de cazador, y de hecho tiene unas líneas de diálogo explicando el motivo; que debería ser obvio para ti, avispado lector, y que no te revelaré con la esperanza de que la intriga te conduzca a esta película realmente exquisita.
Un caballero con estilo.
Espero haber dejado claro que mi denuncia de la presente entrada no viene motivada por un problema de imagen, sino por uno de estereotipos. Y ¿sabes qué es un estereotipo? las muletas de un cerebro perezoso. A estas alturas, espero haberte prevenido contra la gente demasiado vaga para pensar en un Sherlock Holmes diferente, en modelos con tetas y el ombligo hacia dentro o en un John McClane contradictorio y vulnerable, fiel a su espírutu original; y espero de corazón que entre esas mentes tullidas y holgazanas no se encuentre la tuya.

Aunque solo sea porque odiaría que me hubieses hecho perder el tiempo tratando de rescatarte de tu propia imbecilidad.

Holmes junto a la única mujer a la que respetaba tanto como a sí mismo.
Cuentan las lenguas viperinas, y en este caso concreto les doy toda credibilidad, que los responsables de cierto certámen literario de prestigio, convocado por cierta reputada editorial española, entraron en pánico al ver la foto del ganador de su blebleblésima edición.

A ver: se da por descontado que los escritores solemos tener aspecto bohemio, pero es que aquel pobre homínido tenía pinta de haber sido rescatado de un callejón de las tres mil viviendas, en plena sobredosis de jaco y con la chuta todavía colgando del agujero del pene.

Los publicistas de la editorial se miraron unos a otros estupefactos. ¿Cómo cojones se las iban a arreglar para vender a un escritor con aquella patente falta de fotogenia?

Cuentan las comadres que uno de esos publicistas sugirió que, en adelante, las bases del concurso exigiesen expresamente incluir una foto del autor dentro de la plica.

Porque en realidad el libro ganador de su concurso literiario les importaba una mierda. Ellos no vendían libros, vendían marca y no iban a permitir que les arruinase su imagen corporativa un puto feto mal abortado.

Piensa en ello la próxima vez que les envíes tu manuscrito.
Y, por cierto, tampoco podrías dedicarte a modelo de lencería.

Tienes las tetas demasiado grandes. ¡Foca!

Feliz cumpleaños, lectores.
(En el caso de que sigáis ahí.)

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