lunes, 19 de junio de 2017

El mensaje

Pregunto.
Si de verdad quieres dedicarte a esto de perpetrar historias (por cierto, ¿lo saben ya tus padres? ¿Crees que se lo tomarán bien?), va siendo hora de que empieces a preocuparte por el mensaje.

Sí, el mensaje.
«Oh, no me vengas con esas milongas, que yo sólo escribo novelas de evasión, pijotaditas de espías tipo James Bond, space-opera casi indistinguible del peor episodio de Star Trek, novelas del oeste que son refritos de películas de Sergio Leone y clones de combate de Harry Potter. No me importa el mensaje. No pretendo enviar ningún mensaje. Lo único que quiero es que mis lectores tengan algo entretenido que sostener entre las manos cuando van a cagar.» 

Pues aun así deberías preocuparte por el mensaje.
Y mucho.
(Y ahora es cuando, para explicarte el por qué, redacto una entrada injustificadamente larga, espolvoreada de humor ranciomachista y adobada con una foto de Sara Sampaio en algún grado de desnudez)
(Empezamos)
Razón Número Uno: lo quieras o no, ya estás enviando un mensaje.

El arte es comunicación. El propósito de la comunicación es intercambiar un mensaje entre emisor y receptor. Puesto que la literatura es, o aspira a ser, arte, el silogismo es obvio hasta para ti. Sin comunicación no hay literatura. Sin mensaje, tu cenutria novela 0025 Contra el doctor Tal Vez no seducirá a ningún lector.

Y como eso de leer libros es muy cansado («¡Si es que tienen demasiadas letras, joder!») te voy a poner algunos ejemplos sacados de películas, que ésas casi nunca tienen  texto.
¡SPOILERS INCOMING! ¡SPOILERS INCOMING!

Daylight (incomprensiblemente estrenada en España con el título Pánico en el túnel, que es como si The Tragedy of Othello, the Moor of Venice, de Shakespeare, se hubiese estrenado en España bajo el título Puto negro mahometano mata a mujer blanca)  es una película de 1996 en la que Sylvester Stallone, todavía en una razonablemente buena forma física, interpreta a Kit Latura, un especialista en emergencias que se mete, con sólo una linterna, un poco de explosivo plástico y sus latinos cojones, en uno de los túneles de Nueva York, hundido por ambos extremos debido a un gravísimo accidente de circulación. La misión de Latura: rescatar a los conductores atrapados allí abajo. A lo largo del metraje, Latura guía a los supervivientes de la tragedia a través del túnel, evitando derrumbamientos, incendios, fugas de gas, obstáculos y, sobre todo, el abrazo de las álgidas aguas del río Hudson, que suben y suben amenazando con helar o ahogar a los personajes, lo que suceda primero.
Stallone Daylight: cuando el actor protagonista se convierte en un género en si mismo.

La peli nunca ganó ni podía ganar un Óscar, pero El paciente inglés sí y al menos Daylight no da sueño. Cada uno de los personajes tiene sus mierdas personales que ventilar (y ningún momento mejor para hacerlo que en mitad de una situación crítica, o sea cuando vayan a aumentar la tensión) y una personalidad más o menos bien definida que sirven, llegado el momento, para ponernos los cojones por gargantilla («¡Pero mira que hay que ser subnormal!») o arrancarnos una lagrimita (yo es que soy muy lloreras). Hay un aventurero pelín narcisista, y con ínfulas de salvador, en Viggo Mortensen; una clásica familia norteamericana con hijo pasota y padre sobrepasado por los acontecimientos que encuentra su coraje e incluso una villana de carne y hueso en Rosemary Forsyth, esa funcionaria del ayuntamiento que decide empezar ya a desescombrar el túnel derribado aunque los técnicos de emergencias le advierten que así acelerará la inundación, (matando a Latura y a las víctimas atrapadas dentro) porque es que en realidad a ella los supervivientes como que se la pelan. Lo único que le importa es que una de las principales arterias de tráfico de Manhattan está bloqueada y eso interfiere con el sagrado derecho de los neyorquinos a ir en coche a comprar tabaco al estanco de la esquina, merced otorgada por Dios a los americanos y que está por encima de ninguna vida humana de mierda.

Daylight es la típica peli para ver estirado en el sofá, con una Coca Cola fría a mano (o una Pepsi, que también nos vale) y algo para picar (aquí, una crítica casi despiadada.). La peli que atrae a la gente a los cines en verano no porque les mole Stallone, o el género de catástrofes, o les ponga burros alguno de los actores. Vamos que es un largometraje del que, a priori, uno no esperaría un mensaje (al menos no uno legible) o, que si lo tiene, es tan evidente, manido y soso que nos pasa casi desapercibido. 

Bueno, pues lo pretendieran o no sus guionistas, Daylight tiene mensaje.

Pero no podría decirte cuál.
¿«Si te dejas guiar por el chulito piscinas de turno y no por el tío sensato que te dice la verdad, aunque no te guste, la acabarás palmando»?
«No sé quién ha sido, pero no pienso limpiarlo.»
Podría ser ése el mensaje. Cuando Latura contacta con los supervivientes, no todos ellos deciden seguirle. Una mayoría decide esperar a que los equipos de desescombro lleguen hasta ellos. Otro pequeño grupo, entre los cuales se halla un adolescente rescatado del autobús de un correccional (el típico atontolinao sacrificable), chaval al que es evidente que no dieron un par de buenas hostias cuando más las necesitaba, prefieren confiar sus esperanzas al personaje de Viggo Mortensen, que busca una salida del túnel por sí mismo, desoyendo los buenos consejos de Stallone, y que acaba hecho potito cuando provoca un derrumbamiento sobre su dura cabezota.
¿«Si tienes fe y luchas, te salvas, si confías en que otro te saque del agujero, estás jodido»?
Hombre, mira, ése podría ser otro mensaje. Un mensaje compatible con la farfolla insufrible del self-made man que avena la mentalidad estadounidense. «¡Esfuérzate al ciento diez por ciento y no habrá nada que no puedas hacer! ¡Sobre todo si te interpreta Stallone
¿«Cuando se presente un líder, obedécele a ciegas, o Dios se te follará por la oreja»?

Estás empezando a acojonarme.
¡Chabuuuj-buj-buuuj!
Sí que el personaje de Stallone tiene algo de caudillo mesiánico, «¡yo os guiaré hasta la luz del día!», e incluso hay un falso profeta en el personaje de Viggo Mortensen, que prometía un camino rápido y recto a la salvación y acaba convertido en carne para kebab. Pero no. No creo que debamos hacer una lectura religiosa de Daylight. Porque esa lectura es muy siniestra. Compatible con el cristianismo de Antiguo Testamento que los pioneros llevaron a las trece colonias de Nueva Inglaterra y en el cual se basa la idiosincrasia de los Estados Unidos, si existe tal cosa, pero siniestra a pincho.
«Eeeeeh... ¿Un homenaje a La Divina Comedia, con Stallone en el papel de Virgilio, guiando a un rebaño de Dantes a través del infierno?»
Ahí te has pasado, tío. Pero como mil pueblos y once sistemas solares.
«Bueno, pues entonces ¿cuál es el puto mensaje?»
«Salvemos al perro y matemos al negro.»
«No me chingues.»
Oye, es lo que yo saqué en claro la primera vez que vi la película. Y sigo sin explicarme cómo ese guión se filmó sin que nadie de la Universal pusiera el grito en el cielo. Llegados a cierto punto de su viaje subterráneo, los supervivientes deben pasar por un cuello de botella, único camino posible e infranqueable por el personaje de Stan Shaw, un negro poli que, a raíz del accidente en el túnel, ha quedado paralítico y al que acarrean en una improvisada camilla. Y, como no pueden pasar con él, le abandonan, después de hacerle ver que no hay otra posibilidad, que es lo único que se puede hacer, que cómo van a sacrificarse todos por él, y de que el negro personaje acepte su inminente muerte con resignación cristiana.

Pero a nadie se le ocurre abandonar al perro de la pareja interpretada por Colin Fox y Claire Bloom.

«¿Puestos a elegir entre un animal y un negro preferimos al animal?»

Dudo mucho que ése fuera el mensaje que el director y el guionista querían transmitir.

Pero es el que yo capté.

Razón Número Dos: si no te aseguras de dejar bien claro el mensaje, alguien lo hará por ti.
(Corolario a la Razón Número Dos: por más claro que hayas dejado el mensaje, nunca faltará al menos un tonto que lo interprete a su peculiar manera.)
En el año 2000, Christian Bale nos maltrató en American Psycho con su más sobreactuada interpretación (de momento). La película, basada en la novela homónima de Bret Easton Ellis, refleja las malandanzas de Patrick Bateman, un ejecutivo de una firma de Wall Street vanidoso, ególatra, codicioso... y asesino en serie. La novela (que no hemos leído) en la que se inspira la película pretende erigirse en crítica feroz del materialismo voraz y la ausencia de empatía, sacrificada en el altar del éxito, de los yuppies neoyorquinos que la desregulación de los mercados financieros auspiciada por las administraciones Reagan multiplicó como cucarachas de motel barato. Lo cierto es que la tesis del libro no puede ser más clarividente: ¿dónde podríamos encontrar antes a un psicópata, es decir a un tío incapaz de identificarse con sus semejantes y volcado en un perenne culto a su propia pesona, si no en el mundo de las altas finanzas, donde se fomentan y se recompensan las conductas despiadadas, el egocentrismo, la agresividad y las puñaladas en los riñones?
«¡Cómo mola eso de matar! ¡Lástima no haberlo probado antes!»
Jason Bateman es incapaz de establecer un vínculo afectivo con nadie (tiene incluso novia oficial, pero prefiere el sexo mercenario), lo mide todo en función del beneficio o la satisfacción personal que pueda alcanzar, usa a las mujeres como meros agujeros calientes en los que vaciarse la huevada, gasta casi todo su dinero en música, ropa y complementos de marca, restaurantes caros y productos de belleza personal: cultiva su cuerpo como si pretendiese convertirlo en el cánon de la perfección física... e intenta matar a un compañero de trabajo porque sus tarjetas de visita son más molonas que las suyas.
(No sé por qué te escandalizas: a fin y al cabo, se necesita el mismo estómago a prueba de bomba para escabechar a un cristiano que para desahuciar a dos mil trabajadores hundiendo la cotización en bolsa de su empresa o adquiriéndola a precio de saldo con maniobras especulativas.)
Cágate vivo.
Jason Bateman tiene problemas. Joder, los problemas de Jason tienen problemas, y encima Jason Bateman trabaja en un negocio donde alimentan sus instintos de depredador,  le recompensan por ser egoísta e insensible y le desafían a llegar aún más lejos. Si el entorno urbano es el ecosistema de los asesinos en serie (no lo digo yo, lo dice Robert Ressler en casi todos sus libros, y si de algo entendía el señor Ressler era de esto), el capitalismo salvaje e insolidario, que fomenta el individualismo ciego y la gratificación personal por encima de todo, es su religión. Me parece que el mensaje de American Psycho no puede estar más claro:
«Tratar a las mujeres como a putas y matar gente es la hostia de divertido.»

No, venga, estoy de guasa. Realmente creo que American Psycho es una crítica feroz al capitalismo, pero yo he leído por ahí que el New York Times la proclamó la película más indigesta de 2000 («the most loathsome offering of the season»), poco menos que llegó a acusarla de fomentar la violencia contra la mujer y recordó, no sin un cierto placer morboso, que Bret Easton Ellis llegó a recibir amenazas de muerte tras la publicación del libro.

No es coña.
Los kilotones de gore que destilaba la novela, y que en la película sólo asoman la patita, eran más de lo que el público americano estaba dispuesto a soportar y se convirtieron en la justificación de un verdadero maelstrom de odio contra el libro, su autor, sus editores y el Lucero del Alba. Después de que muchas empleadas de Simon & Schuster e negasen a trabajar con el libro y de que el jefe de arte, que había hecho las portadas de otros libros de Ellis, rehusase hacer la de éste, la editorial sacó American Psycho al mercado... y  poco después retiró la obra de las librerías, guillotinó toda la tirada y renunció a futuras reediciones. Cuando sus archienemigos de Alfred A. Knopf retomaron la publicación, el editor en jefe, Sonny Mehta, empezó a recibir «industrial quantities» de cartas amenazadoras y paquetes de carne cruda...
(La película, que yo sepa, no produjo el mismo efecto. Quizá porque en el año 2000 ya estábamos todos curados de espantos.)
¿Nos vamos entendiendo?

Razón Número Tres: si no haces tuyo el mensaje, alguien lo hará suyo (y te acabarás cagando en sus muertos por orden alfabético). 
¡Puta droga!
En el año 1968, Stanley Kubrick estrenó su maravillosa y misteriosa 2001: A Space Oddisey. Basada en el relato The Sentinel, de Arthur C. Clarke, que también escribió el guión de la película, a cuatro manos con Kubrick, y una novela desarrollando el mismo libreto.

En aquella época yo todavía no era ni un cigoto, pero he tenido oportunidad de hablar con personas que asistieron al estreno del film en Santiago de Compostela y me han asegurado que los cines se llenaban de estudiantes de filosofía y letras, cada uno con su propia y amarihuanada teoría acerca del tercer acto de la película, en la que el astronauta Dave Bowman (interpretado por Keir Dullea) se transforma en el «niño cósmico».

Una verdadera olimpiada de pajas mentales que no sabría por dónde empezar a deshojar, pero que, dada la época y el público, probablemente tenían mucho que ver con Marx, Freud o lo que les cayese en el programa de estudios aquel cuatrimestre.

Parte del problema de 2001 es su propia osadía narrativa. Kubrick escogió pasar olímpicamente de las convenciones del Séptimo Arte y ofrecernos una lección magistral sobre técnica cinematográfica. En vez de potitos nos dio un chuletón crudo. En lugar de recurrir a una voz en off o un diálogo entre personajes que nos expliquen lo que estamos viendo, Stanley construye su obra maestra con la materia prima del cine mismo: 2001 está narrada con imágenes, efectos de sonido y música. Nada más. Nada menos. En todo el metraje (algo menos de dos horas y media), no hay ni cuarenta minutos de diálogos.

2001 es un desafío a nuestra capacidad de concentración. Una muestra de respeto a la inteligencia del espectador (lamentablemente sobrevalorada por Kubrick, como se comprobó después). Isaac Asimov la definió en un ensayo de 1977 como «la primera película de ciencia-ficción adulta», no en el sentido de que hubiese fornicio y nudismo en ella, sino precisamente por todo lo contrario. En 2001 no hay naves parecidas a cohetes V-2 capaces de superar la velocidad de la luz, ni planetas exóticos con criaturas de fantasía, ni pistolas de rayos, ni malvado lord oscuro del Imperio Galáctico, ni científico excéntrico con hija pechugona, alelada y fornicable, que se encoñe del capitán de la expedición. 2001 pretendía devolverle el respeto perdido al género de ciencia-ficción tratando a sus espectadores como a adultos.
(Vamos, que 2001 no era La guerra de las galaxias.)
Viéndolo en retrospectiva, parece que Kubrick se pasó de frenada. Su película es tan oscura y repelente que, en muchos cines, el prólogo del largometraje (esos tres minutos, más o menos, de pantalla negra y música casi esquizofrénica, que recrean el caos primordial posterior al Big Bang) no se emitieron por miedo a que los espectadores pensasen que el proyector estaba averiado y abandonasen la sala.
(Kubrick se cabreó muchísimo cuando se lo contaron.)
Si no existiera esta peli, habría que inventarla.
Tras años de silencio, Stanley Kubrick tuvo que acabar explicando el misterioso final de 2001 en una versión para DVD con comentarios del director. Ahí va: al penetrar en el monolito que orbita Júpiter (hermano mayor del que fue descubierto enterrado en la luna) y tener su subida de ácido cósmico, Dave Bowman queda atrapado en una especie de bucle temporal en el cual nace y muere, y renace y vuelve a morir en un ciclo sin fin durante el cual la evolución lo transforma en un nuevo tipo de ser, sólo aparentemente humano, pero dotado de  sensibilidad sobrehumana y una superior inteligencia.

El churumbel cósmico.
(Curiosamente, no es ésa la conclusión a la que llegas si te lees el libro de Arthur C. Clarke, versión novelada del guión. Y me niego a creer que Artie malinterpretase el mensaje de su propia obra.)
No me tengo por un puto genio, pero vi 2001 por primera vez cuando aún no me había terminado de crecer el vello púbico y no tuve excesiva dificultad en entenderla. Aunque mi particular lectura del tercer acto era un poco más metafísica (Dave Bowman debía nacer y morir un número casi infinito de veces, y acumular la experiencia de todas esas vidas, para equipararse a los seres que habían creado los monolitos, tan por encima de él en la escala evolutiva como los mismos dioses, y poder llegar, andando el tiempo, a reunirse con ellos de igual a igual), tampoco se aleja tanto de la versión dada por Kubrick.

E insisto: soy cualquier cosa menos un cerebro privilegiado.

Aún así, la recepción de 2001 y su infinitud de lecturas distintas delatan la existencia de una legión de melones muchísimo más duros que el mío. Y cada uno de ellos con su propia versión del mensaje que Kubrick creía haber dejado muy claro.
Stanley Kubrick parte en búsqueda de vida realmente inteligente.
Piensa en ello.

Razón Número Cuatro: si no cuidas el mensaje, podrías estar mandando alguno muy pero que muy siniestro.
¡Ah, aquellos tiempos en 8 bits!
Rompe, Ralph!, estrenada en 2012, es la primera película de animación de Disney, en muchos años, que no me produjo arcadas. Quizá por su homenaje a los videojuegos clásicos, a muchos de los cuales jugué en su día, quizá porque la historia no está mal del todo, quizá porque Vanellope von Schweetz es adorable... Yo qué sé. El juego hasta me arrancó una lagrimita al final y todo.

Y de repente me dije ¡espera un puto minuto!

Ralph, el protagonista, es un villano de máquina recreativa que está hasta las pelotas. Está harto de vivir en una escombrera, está harto de romper cosas, está hasta los mismísimos de hacer todos los días las mismas cuatro mierdas, de no tener ni un amigo y de que la gente le deteste mientras que adoran a Fix-it Felix, el personaje que, con su martillo mágico, arregla en cada partida el estropicio dejado tras de sí por Ralph.

Ralph sólo quiere ser aceptado y amado. Quiere vivir, con el resto de personajes del videojuego, en la casa que está ya harto de derribar una y otra vez. No quiere seguir durmiendo entre cascotes. Quiere ser uno más. Para conseguirlo emprende un viaje iniciático a través de otras máquinas recreativas en busca de una medalla dorada que le distinguirá como héroe y le abrirá las puertas de la casa en la que no se le permite vivir, porque, coño, ¡es el villano del juego!
¡Si es que me la comía! Pero no a lo pederasta, ¿eh?
Pues bien, Ralph vuelve victorioso de su odisea y encuentra a todos sus vecinos mudándose. Falto de un enemigo, el videojuego no funciona, los demás personajes no tienen nada que hacer, los chicos que intentan jugar a la máquina no pueden y el dueño del salón recreativo, creyéndola averiada, está decidido a desconectarla, destruyendo el hogar de Ralph y sus convecinos.

Mensaje de Rompe, Ralph!: «Si tu trabajo es una mierda, si tu casa es una mierda, si duermes entre la basura y tu vida es una mierda, jódete y aguántate, y no intentes conseguir nada mejor o destruirás el universo.»

Menos mal que no hicieron a Ralph negro.

Razón Número Cinco: o la historia está al servicio del mensaje o esto es un sindios.

Cuando no te preocupas de ponerle unas buenas riendas a tu mensaje te pasa lo que al sabio y al tonto: tú señalas la luna y todo el mundo mira el dedo.


La burbuja inmobiliaria haciendo implosión.
Inception es una de esas películas sin grados de gris: o la adoras o la detestas. No las tenía todas conmigo cuando fui a verla, aunque era de Christopher Nolan y, creo haberlo dicho ya, me gustan las pelis de Christopher Nolan. Tal vez la culpa fuese de Leopoldo Di Carrillo. No sé por qué, y mira que me repatea, pero le tengo manía al pobre hombre (quizá porque James Cameron le usó en Titanic para intentar convencernos de que hay que ser un enano con cara de efebo para cepillarse a Kate Winslet). Por el motivo que fuese, fui a verla con las defensas altas...

...y tuve que bajarlas. La peli me encantó (sí, yo soy de los que la adoran). Creí en su momento que podría suponer una pequeña revolución de estilo en el género de ciencia-ficción, como lo había sido en su día Matrix. Estaba convencido de que surgirían otras películas «estilo Inception» como surgieron muchas «estilo Matrix» (aunque parece que en esto me equivoqué. La única peli remotamente parecida que ha surgido en todo este tiempo es la de Doctor Extraño.) Yo y el amigo que me llevó a verla (¿Hola? ¿Krioko? ¿Sigues vivo? Pestañea dos veces para decir «sí» y dos veces y media para decir «eutanasia») salimos de la sala comentando nuestras escenas favoritas, nuestros diálogos preferidos, la música, el argumento (búscalo en Google, que ya te he dado bastante la vara hoy), el concepto mismo de ese mundo onírico dividido en capas superpuestas donde se pueden «sembrar» ideas de las que no somos conscientes, pero que determinarán nuestros actos durante la vigilia, y la reflexión que eso introducía acerca del libre albedrío y nuestra propia identidad, y la advertencia acerca de los peligros de abismarnos en nosotros mismos y volver la espalda a la realidad, hasta el punto de no distinguir entre el mundo real y la fantasía, o no reconocer aquel cuando lo tengamos delante, y de qué buena está Marion Cotillard; pues a mí no me gusta, a quien le hacía yo un petroleado de bajos es a Ellen Page, si no fuese lesbiana; ¡para!, ¿que Ellen Page es lesbiana?; muchísimo. Lo contó en una entrega de premios y...

...y resulta que nos habíamos perdido el mensaje.

De hacer caso a la gente con la que hablé del tema, el mensaje de Inception es que la puta peonza cae al final. O no. ¡O yo qué se!
Me la suda.
La luna.

El dedo.

El mensaje.

La puta peonza.

Razón Número Seis: si necesitas seis razones para convencerte de lo importante que es el mensaje, eres un botarate y un gilipuertas y no, repito, NO deberías escribir nunca. Ni siquiera la lista de la compra. 

Permíteme que te resuma el mensaje de esta entrada de Paratroopersdon'tdie: asegúrate de trabajar el mensaje u otro lo hará por ti. Mira si no lo confusa que resulta esta foto:
¡AAAAAAAAAAAAAH!
Si sólo tuviese esta imagen suya, no podría menos que sospechar que la divina Sara Sampaio es una de esas... eeeeeh... «chicas con sorpresa». Vamos, de las que no necesitan de ninguna ortopedia para mear de pie.
(¡Me da igual! ¡Me la quedo!) 

La culpa es del fotógrafo, que no pudo elegir peor encuadre y por lo tanto envía un mensaje... poco claro, por decirlo suavemente.

Un mensaje con pilila donde no debería haberla.

1 comentario:

  1. XDDDD

    Me meo de risa. Jamás podría haberme imaginado que la foto de "Sarita Futanari" podría haber encontrado tal acomodo en uno de tus artículos...

    ...y a la vez, conseguir que el mensaje del mismo fuese tan claro.

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Ni SPAM ni Trolls, gracias. En ese aspecto, estamos más que servidos.