sábado, 3 de junio de 2017

Las liebres y las sardinas

Hoy voy a compartir contigo, querido lector, tres historias que son también tres lecciones de las que espero puedas algún día aprovecharte.

La primera historia trata sobre el valor y el orgullo, sobre una pequeña luz de esperanza ardiendo en la noche más oscura de la civilización. 

La segunda historia nos habla del esfuerzo titánico de toda una generación, y el sacrificio de no pocas vidas, para expandir las fronteras de la especie humana y para que un anciano pudiese gozar del sexo oral.

Por último, la tercera historia es una reflexión sobre la vida y la muerte, sobre las limitaciones de la existencia humana y la pasión con la cual deberíamos afrontar nuestros días sobre este mundo que es, hasta donde nos ha sido dado conocer, el único del que vamos a disfrutar.
(Vamos con la primera historia.) 
La guerra no terminó.
Londres tras recibir los afectuosos saludos de tío Adolfo.
No todas las bombas alemanas lanzadas sobre Londres durante el blitz de 1940 a 1941 estallaron. Algunas de ellas impactaron contra el suelo y se quedaron allí, bien porque las espoltas no hubiesen tenido tiempo de armarse tras abandonar la bodega de un Heinkel He 111 u otro avión cruzgamado, bien porque en el artefacto hubiese algún componente defectuoso, bien por la fase de las mareas o porque el ángel de la guarda de alguien estuviese particularmente despierto aquel día.

De entre aquellos artefactos sin estallar, no todos pudieron ser sometidos a voladuras controladas (de largo la mejor solución siempre que te enfrentas a un explosivo latente, que puede estallar a traición a poco que intentes manipularlo.) Varias bombas nazis estaban demasiado cerca de edificios estratégicos, redes de comunicaciones, refugios civiles o cualquier otra estructura que habría recibido de lleno la onda expansiva y la metralla, agravando los padecimientos de los sufridos londinenses y privádoles de una instalación crítica. Era en estos casos cuando entraban en acción los artificieros del Royal Logistics Corps, unos fieras con sangre de horchata y pulso de neurocirujano que extraían las espoletas de las bombas sin detonar y trasladaban el artefacto a lugar seguro; tarea tan bizarra como mal pagada a cambio de la cual a veces entregaban un órgano, un miembro o la misma vida.
«Que sepas, Hitler, que nos acordamos mucho de ti, pero más de tu madre.»
Uno de estos artificieros reales se encontró, en el transcurso de su trabajo, con un misterio: al sopesar un detonador recién extraído de una bomba alemana lo encontró extraordinariamente ligero. Como si estuviese hueco. Ante la posibilidad de que los nazis hubiesen desarrollado un nuevo tipo de fulminante, abrió la espoleta y se llevó la sorpresa de su vida. Estaba vacía, a excepción de un librito de cerillas usado en el cual alguien había escrito una frase estremecedora:

«Polonia lucha todavía.»
(Agárrate los machos, que aquí viene la segunda.)
De eso nada, monada.

Cuando el joven Neil Armstrong no era más que un guaje tenía por vecinos al matrimonio Gorsky. En cierta ocasión, mientras el niño Armstrong jugaba al béisbol con su hermano, lanzaron la pelota al jardín de los Gorsky, justo bajo la ventana del dormitorio principal de la casa. El intrépido Neil saltó la valla, corrió como un gamo hasta su pelota y, al agacharse para cogerla, oyó claramente cómo la señora Gorsky le decía a su marido, más o menos lo siguiente:

«¿Mamarte el rabo? ¿Mamarte el rabo, dices? Mira, nene, que una cosa te quede muy clarita: yo te succionaré la verga el día que el chico de los Armstrong camine sobre la luna.»

El 21 de junio de 1969, Neil Armstrong se convirtió en el primer ser humano que ponía el pie nuestro satélite. Él y su compañero Edwin Buzz Aldrin caminaron sobre la muda superficie de la luna, tomaron muestras, realizaron algunos experimentos, hicieron docenas de fotografías y, lo más espectacular de todo, regresaron  para contarlo.

«Heil Hitl!... Estooo... ¡Que me he liao!»
Pero, justo antes de abordar de nuevo el LEM que les devolvería al Módulo de Mando en órbita lunar (donde Michael Collins se moría de envidia y se hurgaba el ano con los cepillos de dientes de sus colegas), Neil Armstron, el astronauta más famoso del mundo, miró a su planeta natal, una hermosa y frágil canica azul en el horizonte, y tuvo un momento de recuerdo para su vecino.

Las últimas palabras que el primer hombre sobre la luna pronunció  antes de emprender el vuelo a casa fueron: «buena suerte, señor Gorsky.» 

Nunca llegamos a saber si la señora Gorsky cumplió su parte del trato.
(Por último, el colofón)
El tiempo que nos fue concedido.
Steve Jobs doctor honoris ego.
En junio de 2005, Steve Jobs (sí, ése Steve Jobs) fue invitado a dar el discurso de graduación de la 114ª promoción de licenciados de la universidad de Stanford. Como yo, él también quiso compartir tres historias con su audiencia. Habló en primer lugar de su condición de hijo no deseado, de cómo su padre biológico le rechazó y su madre soltera decidió darlo en adopción con la única exigencia de que sus padres adoptivos le garantizasen una educación universitaria... que supondría para ellos un esfuerzo económico ímprobo. Steve acabó viviendo como un mendigo. Incapaz de costearse un apartamento o una residencia de estudiantes, dormía en el suelo de los cuartos de sus amigos, cambiaba envases de Coca Cola por centavos para comprarse bocadillos y gorroneba una comida sustanciosa a la semana en el templo de los hare krishna... a once kilómetros de distancia, que recorría a pie porque no tenía ni una triste bicicleta ni pasta para el bus.
(Steve, por cierto, jamás llegó a graduarse, ni en Stanford ni en ningún otro sitio. Su discurso de 2005 fue lo más cerca que estuvo de una graduación.)
Stevie en los ochenta.
La segunda historia que Steve Jobs compartió con su público aquel día fue su despido de Apple, la compañia que él y Wozniac habían fundado juntos. Con treinta años, se vio de repente en la puta calle, expulsado por su propia Junta Directiva. Aunque John Sculley insiste en que nadie le despidió, que Steve se despidió él solito, el fracaso de ventas del Macintosh, producto maldito para el cual ningún desarrollador quería programar ni compilar software, desencadenó la salida de Jobs de la empresa que había creado.
Como Apple, pero con muchísima menos pasta.
Éste fue un momento de crisis personal para Steve Jobs (ya quisiera yo que a los 30 me despidieran de mi empresa y ya sólo me quedase averiguar en qué me iba a gastar mis millones), en el que llegó a considerar la posibilidad de huir de Silicon Valley. Pero se rehizo. Fundó NeXT Computer y también Píxar (sí, sí, ese maravilloso estudio de animación que Disney está destruyendo sistemáticamente) y acabó regresando a Apple en pleno de declive de ésta, como Aragorn a Minas Tirith y, para demostrar que no había rencores, puso de patitas en la calle a toda la Junta Directiva y llevó a la marca de la manzana mordida a lo que es hoy en día.

La tercera y última anécdota que Steve compartió con los alumnos de Stanford en aquel caluroso día de junio de 2005 fue una historia sobre la muerte. Habló de cómo, un año atrás, le habían diagnosticado cáncer de páncreas. El médico le dijo a Jobs: «vete a casa y arregla tus papeles.» Enfrentado a la certeza de su propia  muerte, Steve tuvo pensamientos para su esposa, para sus hijos, a los que ya no vería crecer, y para todos sus seres queridos, de los que tendría meses, tal vez semanas para decir las cosas que debería haber dispuesto de toda una vida para expresar.
Steve Jobs presentando el iPhone.
Aunque una biopsia acabaría demostrando que Steve Jobs sufría la única forma de cáncer pancreático susceptible de cirugía, en su alocución a los estudiantes de Stanford, Jobs empleó su reciente careo con La Parca para exhortar a su joven audiencia a no desperdiciar sus vidas haciendo cosas que no les apasionasen, a perseguir siempre sus sueños, encontrar aquello que les motivaba y esforzarse en hacerlo todos los días de sus vidas, para que cuando les llegue la hora postrera, cuando oigan su llamada a abandonar la escena, no tengan que reprocharse haber vivido alienados de su propia vida.

Y ahora la patada en la boca.

Estas tres historias, aunque no lo parezcan, comparten un denominador común:

Son mentira.

Por el mar corren las liebres por el monte las sardinas, tralará. 
Definitivamente, para esto hay que valer y punto.
Oí por primera vez la historia de la bomba trucada de labios de mi difunto abuelo materno, a quien sobra decir que quería con locura. Nunca me cansaba de volver a escuchar la fábula del prisionero polaco. Mi abuelo (que sabía de Historia más que un catedrático) no recordaba dónde la había leído, o quién se la había contado, y tampoco podía darme ninguna referencia temporal o espacial, ningún nombre o fecha que me permitiesen rastrear ese extraordinario episodio de la más tenebrosa hora del siglo XX.

Soy licenciado en Historia y, si algo aprendí en cinco años de carrera (vale, fueron seis, pero porque fui aparcando todas las asignaturas optativas y de libre configuración hasta el final), es que la ausencia de datos es siempre sospechosa. Si alguien te cuenta un cuento, pero no recuerda quién se lo contó, ni sabe decirte cuándo o dónde pasó todo eso, lo más probable es que dicha persona, quizá con la mayor de las inocencias, te esté contando una mentira.

¿Y qué decir del bulo mamandicio de Armstrong? Por Dios, que es más falso que un euro de madera. Aunque el vejete cabrón de Neil permitió, con su silencio, que la leyenda creciese y creciese. ¡Algo tendría que hacer el hombre para entretenerse, cuando ya al mundo se la bufaba la carrera espacial y a él no se lo ponía firme la butifarra sin pastillitas azules!
Para años de recochineo tuvo, con la puta mentira.
(Pero no me creas. Haces bien: los escépticos heredarán el Cielo. Anda, coge las transcripciones de las transmisiones de la misión Apolo XI y repásatelas tú mismo, campeón.)
Pero creo que la trola más gorda es la de Steve Jobs y su cáncer.
Steve Fassbender haciendo de Michael Jobs.
A Jobs le fue diagnosticado un cáncer de páncreas en 2003. Eso es cierto. Probablemente también sea cierto, pese a su evidente intención melodramática, la escena del oncólogo recomendándole a Jobs que dejase sus asuntos en orden porque muy pronto iba a comerse su último tofu, y la del médico llorando sobre el microscopio tras descubrir, al examinar las células de la biopsia, que Steve no sufría un adenocarcinoma (mayoritario en los enfermos de cáncer de páncreas y prácticamente una sentencia de muerte) sino tumores neuroendocrinos que, efectivamente, podrían ser extirpados mediante cirugía.

Todo lo demás es mentira. Bullshit, Steve. Bullshit.
¡Que sí!
Mientras se dirigía a los estudiantes de Stanford, Steve Jobs no estaba curado de su enfermedad. No se había operado. No había recibido el más mínimo tratamiento. El cáncer seguía dentro de él, más fuerte que nunca, y Steve lo sabía. Todo porque cuando le fue diagnosticado el cáncer, Jobs se negó a operarse o a recibir ningún tipo de tratamiento. Estaba decidido a demostrarle al médico que el páncreas se lo podía curar él solito con zumitos de zanahoria, té de pinocha, incienso, flores de Bach y sus Stevejóbicas pelotas. Que para algo era Steve Jobs, fundador de Apple, genio multimillonario, decimoséptimo avatar de Buda, emperador del universo.

Steve se pasó nueve meses recitando mantras y tomando tisanas de escroto de ciervo, o esnifando bayas de goji o vete tú a saber haciendo qué, y colgándole el teléfono al médico cada vez que le llamaba para suplicarle que se sometiese a la cirugía o prometerle un 100% de supervivencia como mínimo diez años tras la intervención. «¡Guárdate tus venenos destilados del petróleo y probados en animales, curandero! ¡Yo me voy a sanar a mí mismo moviendo la kundalini a través de mis propios chakras y gracias a la autosuficiencia ayurvédica de mis todopoderosos cojones!»

Cuando Jobs regresó al médico, porque ni toda la estevia, las cataplasmas de perejil y los preparados homeopáticos lograban detener el deterioro de su salud, el cáncer ya se había extendido. Y mucho.
Steve ya más allá que acá.
Steve sabía muy bien todo eso cuando leyó su discurso a los graduados de Stanford en 2005. Unos críos que empezaban sus primeros pasos en la vida adulta. Jóvenes que estaban encantados de que Jobs hablase en su graduación, que tal vez consumían productos Apple, que admiraban a Steve, que, me juego lo que sea, le consideraban un ejemplo a imitar, un guía espiritual, un semidios. Steve aceptó la invitación de la universidad y dirigió a los licenciados un discurso motivador. Tal vez aquellos chicos se emocionaron al oírle, seguro que atesoraron sus palabras, que acuñaron su filosofía vital: «haz lo que te apasione y hazlo ya, porque mañana estarás muerto»

Imagina que oyes el mejor discurso que te han dado en tu puta vida.

Y la parte más importante está basada en una mentira.
(Yo también me emocioné con el discurso de Steve, cuando me enviaron el enlace a un vídeo de Youtube hace años.)
(Y era mentira.)
(El cabrón me miró a la cara, por así decirlo, y me mintió.)
Por supuesto que Jobs no estaba obligado a compartir conmigo las truculencias de su historial médico, pero yo tampoco le había preguntado nada. Fue él quien decidió hablarme de su enfermedad. Él escogió qué quería contarme y qué no.

Y escogió mentirme, tal vez creyendo que nunca le pillaría.

Le pillé.

Y no puedo perdonarle que se haya reído de mí.
Todo el mundo miente. Pero no importa, porque nadie escucha.
Se non è vero è ben trovato.

Los novelistas sabemos un cacho largo de esto de contar mentiras. De hecho, por algo a las novelas les pegan la etiqueta «ficción». Una ficción es una fantasía, un cuento, una fábula, una mentira.

Escribir una novela es contar una mentira. Una muy larga.

Pero los novelistas contamos mentiras para contar la verdad. Escribimos ficción para provocar una fricción con la realidad. Nuestras mentiras hacen saltar chispas para que nuestros lectores sean conscientes de cosas que ignoran, temen, que permanecían invisibles ante sus ojos o a las que no osan enfrentarse en el campo abierto de la realidad.

Contamos mentiras porque sabemos que, si les contásemos la verdad, los lectores volverían la cara para el otro lado.

Las tres historias que he contado más arriba tienen su propia fuerza dramática. La primera vez que oí cada una de ellas se me quedaron grabadas. Las he contado muchas veces, deleitando a audiencias más o menos interesadas.

Y luego he confesado el truco.

Marchamo de calidad.
Primer caso de estudio: el valiente prisionero polaco.
Varias docenas de personas me han oído relatar la valentía de ese trabajador polaco, arrancado de su hogar por las tropas fascistas y enviado a trabajar hasta la muerte por extenuación en las fábricas de armas del Reich. Esas personas se han emocionado conmigo imaginando las trémulas y descarnadas manos de ese valiente prisionero de guerra polaco saboteando la espoleta de una bomba nazi (sabotaje que, de ser descubierto, le habría costado la vida) y dejando en su interior un mensaje de esperanza, un testimonio de valentía. He empleado la historia del valiente polaco, esclavizado en las industrias de muerte de Hitler, como metáfora de la resistencia frente al mal, del orgullo indomable, del triunfo de la humanidad. Ese librito de cerillas usado ha encendido en mi público una luz cegadora que, por un momento, les devolvió la fé en el género humano.

Pero ese valiente prisionero polaco no existió. Le he buscado en mis libros de texto. He interrogado a mis compañeros y a mis profesores de la  Facultad. Nadie ha oído hablar de él.
Aquí tampoco estuvo nuestro amigo polaco.
¿Por qué entonces La guerra no terminó tiene tal poder evocador? ¿Por qué se me quedó grabada? ¿Por qué me estremezco cada vez que la cuento, si no es más que una puta mentira?

Porque hubo no uno, sino cientos de trabajadores esclavos, enviados a las factorías del III Reich, que sabotearon las armas nazis. Prisioneros polacos, húngaros, rusos, rumanos que, enfrentados a unas condiciones de hacinamiento indignas incluso del ganado destinado al sacrificio, mantenidos en permanente estado de inanición con una dieta asesina, sometidos a jornadas laborales interminables y a los abusos de sus carceleros, incubaron dentro de sí mismos la voluntad de seguir resistiendo, hasta donde se lo permitía su condición,  y, ante la disyuntiva de conservar sus miserables existencias y colaborar en los crímenes nazis o arriesgarlas estorbando la lujuria asesina de Hitler, optaron por esto último. Se negaron a armar a las SS, inutilizaron municiones, averiaron los motores de los bombarderos de la Luftwaffe y de los carros blindados de las divisiones panzer sabiendo que, de ser descubiertos, lo pagarían con la vida. Porque todos ellos descubrieron algo que les importaba más que la mera subsistencia y empeñaron sus vidas en defenderlo.

Y así, el anónimo saboteador polaco de la bomba nazi se convierte en un arquetipo, en la personificación de todos los hombres y mujeres que, con sus menguadas fuerzas, contribuyeron a frustrar el esfuerzo de guerra nazi.
Birkenau, mayo de 1944. Mujeres judías declaradas aptas para el trabajo.
La guerra no terminó ilustra a la perfección cómo deben contar mentiras los novelistas. El escritor de ficción debe contar una mentira para contar la verdad. Ésa es la única forma noble de mentir cuando te dedicas a esto. Invéntate un personaje, un relato, un escenario, y úsalos para contar verdades como puños, verdades de las que duelen, de las que sólo pueden contarse con mentiras porque la verdad misma es demasiado amarga, dolorosa, insoportable en su forma más pura.

Así se escribió Primera sangre, de David Morell. John Rambo nunca existió, pero ¿cuántos John Rambo volvieron de Vietnam y de otras guerras traumatizados por lo que habían visto y hecho, estigmatizados por unos compatriotas que no apreciaban su sacrificio o que les acusaban de crímenes nefandos? Bien entrado el siglo XXI, David Morell sigue recibiendo cartas de veteranos agradeciéndole que les devolviese su dignidad con esta novela.
Cuando una buena novela se convierte en una buena película.
Miente. Miente como un poseso. Pero miente siempre diciendo la verdad. Convierte tus relatos, guiones y novelas en enormes mentiras escupiendo una verdad tras otra, sin pudor, como si las fuesen a prohibir mañana (al paso que vamos, todo se andará.)
¡Pero no así, por Dios! ¡Menudo orgasmo de frivolidad y mal gusto!
Segundo caso de estudio: al señor Gorsky le van a dejar los cojones como pasas.
La historia de la mamada del señor Gorsky se hizo tan famosa que muchas personas que jamás escucharon las cintas originales de la misión Apolo ni leyeron las transcripciones la dieron por buena. Zack Snyder hasta la aprovechó para sus Estados Unidos alternativos en Watchmen. La razón de por qué esta mentira concreta tuvo tanto éxito salta a la vista: un hecho histórico conocido, un personaje universal, un oscuro secreto de la infancia y una mamada. ¿A alguien se le ocurre cómo mejorarla?

La felación de espoleta retardada del señor Gorsky (y los buenos deseos de su antiguo vecino Neil Armstrong) es una mentira llamada a perdurar en la memoria. Dentro de cien años, los extraterrestres que realicen prospecciones arqueológicas en este planeta que nos habremos cargado entre todos (con la inestimable ayuda de Donald El Cambio Climático es un Invento Comunista Trump) desenterrarán la vieja historia del pito del señor Gorsky y se descojonarán con ella. Si tienen cojones; que esos extraterrestres podrían ser asexuados, como las estrellas de mar o como Keira Knightley.
Es una criatura preciosa, pero, a la vista está, no tiene sexo definido.
De eso nada, monada es un perfecto ejemplo de otra técnica de contar mentiras. Una un poco más burda. Como de chiste de Arévalo. Una mentira para vagos que se aprovecha del desconocimiento del público sobre un detalle concreto (no puede haber muchos que hayan escuchado todas las cintas del programa Apolo o leído todas las transcripciones), del carácter de autoridad que le otorga un personaje famoso (el pobre Neil Armstrong, que sazonó su retiro y senectud negándose a confirmar o desmentir la trola), del inmediato reconocimiento por la audiencia de un hecho conocido (el primer paseo de un hombre por la luna) y de nuestra natural querencia morbosa hacia todo lo relacionado con el sexo.

Juntando esos elementos, De eso nada, monada nos cuela una mentira gordísima. Una falsedad como un piano de grande. Un embuste tan evidente que nadie debería darle la más mínima credibilidad.

Y sin embargo nos la creemos. Porque queremos creerla. Porque nos produce un placer culpable pensar que sucedió tal y como nos lo cuentan. Porque toda mentirijilla sale ganando si le metes a un famoso y algo de sexo. Por eso había gente que aseguraba haber visto el famoso vídeo de la niña, la Nocilla y el pastor alemán llamado Ricky. Aunque ese vídeo no fue emitido. Y no podía ser emitido porque nunca existió. El inventor de tremenda patraña era un auténtico doctor honoris causa en ficción malsana. Una adolescente, una cámara oculta, un coño menor de edad untado en crema de cacao y un poco de zoofilia. ¡Tachán! Los que iban a dar la sorpresa acaban siendo los sorprendidos. Ese giro final, propio de un chiste (de uno del peor gusto) debería haber puesto sobre la pista de la verdad a todos los que oyeron la historia de la Nocilla y el perro Ricky.
(Va Supermán volando por los cielos de Metrópolis y ve a Wonder Woman, en pelota picada y abierta de piernas, tumbada al sol en una azotea. «Ésta es la mía», se dice el Último Hijo de Kryptón. «Con mi supervelocidad puedo meterme en ese amazónico chumino, follármela y largarme antes de que se dé cuenta de lo que pasa.» Dicho y hecho, Supermán se tira como un misil entre las prietas zancas de Wonder Woman y ¡zaca, zaca, zaca! en menos de un segundo acaba y se larga. «¡Por Apolo y por Artemisa!» dice Wonder Woman «¿Qué demonios ha sido eso?». «No lo sé», contesta el Hombre Invisible, «pero me ha dejado el culo hecho una pena.»)

Pero no. Era una mentira tan buena, tan sórdida, tan sucia y perversa que tenía que ser verdad. Y sigue habiendo gente de mi generación convencida de que «algo había» tras ella.
Advertido quedas.
De eso nada, monada nos enseña a contar una mentira muy mala que todo el mundo se quiere creer. Es un recurso para engañar a lectores que desean ser engañados. Úsalo con cuidado, querido lector. Es el truco más viejo del mentiroso, o sea del escritor de ficción, y el más burdo. Es la espada embotada, el vino aguado, el condón agujereado del arsenal del novelista. Te puede sacar de un apuro para una escena, un diálogo, un personaje... pero como eleves esta falacia ruín y pastosa a la categoría de capítulo o, Dios no lo permita, de novela, bajarán las musas del Olimpo y te calzarán una mano de hostias. 

De eso nada, monada, ilustra el recurso al cebo fácil, normalmente de naturaleza sexual o escatológica. Ponle algo de mierda o una señorita núbil en cuero de pelota y, aunque sólo sea por el morbo, todo el mundo querrá leer esa historia. Por eso usan modelos mollares en ropa de nacimiento para anunciar lo que sea: desodorante, relojes, zapatos, seguros... La iglesia católica, en su ignorancia, se fue al extremo opuesto y, claro, así les va ahora, subsistiendo a duras penas con las cuatro beatas rezadoras de siempre.
Que nada, que mi erección no llega.
¿Ejemplo literario de este tipo de mentira? Joder, las sombras de Grey. ¿Cuál si no? Empecé a leer esa insulsa mierda pensando que era un libro erótico y yo, que es que me pongo burro con todas las palabras que empiezan por ese (las culpas, a la Sampaio), sigo esperando que llegue la trempera prometida por la, además de pésimamente escrita, más aburrida novela que me ha caído en las manos desde hace lo menos veinte años.
Tercer caso de estudio: ésta te la guardo, Steve.
Te lo pido como un favor personal: nunca hagas lo mismo que Steve Jobs en su discurso ante los graduados de Stanford.
Ashton Jobs según Steve Kutcher.
Steve Jobs murió el 5 de octubre de 2011 (víctima del mismo cáncer que podría haberse curado con una operación casi rutinaria) y cada vez que pienso en él lo primero que recuerdo no son sus logros como empresario, su empeño en revolucionar la forma en que los seres humanos se relacionaban con la tecnología, su conquista personal de democratizar la informática; el primer pensamiento que me evoca el nombre o la figura de Jobs no es el ignominioso rechazo a su primera hija, ni tampoco sus amargas polémicas con diversos directivos y empleados de Apple, que le acusan de déspota, maltratador psicológico, Narciso enloquecido y cruel...

Una vez descubierta la amarga verdad tras su precioso discurso de graduación ante los alumnos de Stanford, lo primero que me viene a la cabeza cuando alguien menciona a Steve Jobs es que una vez, hace no mucho tiempo, me miró a la cara y me mintió.

Una mentira preciosa, sí.

Pero mentira, a fin y al cabo.
Entérate.
¿De qué me sirve que todo lo demás que contó fuese verdad? ¿Cómo podría respetar el resto de su vangloriado discurso desde el momento en que supe que me había mentido en lo más importante? Toda su introducción previa (su drama personal de hijo no deseado y entregado en adopción, las estrecheces que pasaron sus padres por darle una educación superior, su caída en desgracia desde la dirección de Apple, su regreso triunfal...) quedaba devaluada, enfangada por su mentira.

Steve quiso contar una mentira y lo hizo. Mintió sobre su estado de salud por razones que sólo él conozce y que dudo compartiese con nosotros, en caso de tener oportunidad de preguntarle. Tal vez era demasiado orgulloso para admitir que seguía enfermo, que se había equivocado al rechazar el tratamiento, que, contra lo que había llegado a creer en los años precedentes, no lo podía todo, no lo controlaba todo, no lo sabía todo. Tal vez tenía miedo. Joder, sí, tal vez incluso el genio Steve Jobs, el infalible Steve Jobs, Steve Jobs el ave fénix había tomado conciencia de su propia mortalidad y estaba asustado. A pesar de todas esas monsergas orientales en las que había creído desde siempre, tal vez Jobs sintió el frío dedo de la muerte en la nuca y, por primera vez en su vida, dijo «¡Hostia, que esto es real!» Tal vez no quería mostrar debilidad. Tal vez no quería reventar la cotización en bolsa de Apple.

Fuera por el motivo que fuese, Steve nos mintió a todos.

Y nos mintió de la peor manera posible. Emparedó su mentira entre verdades, de manera que, cuando detectásemos la trola y la sacásemos de la estructura de su discurso, todo se viniese abajo como un castillo de naipes.

¿Cómo seguir creyendo en la filosofía de Steve Jobs, cómo otorgarle el valor que merece su consejo de vivir la vida con pasión, de aprovechar el poco tiempo que nos quede, ahora que hemos descubierto que estaba apuntalado por una mentira?
Hasta Harry se lo ha tomado a mal.
El tiempo que nos fue concedido es la lección más valiosa de las tres que quiero compartir hoy contigo, querido lector: nunca emplees la verdad para contar una mentira. Es una ruindad. Es indigno de un escritor honesto. Es una canallada que tus lectores jamás te perdonarán en cuanto se descubra el pastel (que se descubrirá; no en vano dicen que se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo). Como escritor le debes respeto a tu público. No puedes cambiar las normas de la ficción cuando a ti te convenga. No tienes derecho a traicionar la confianza que tus lectores han depositado en ti, aprovecharte de su simpatía, de su credulidad, apelar a sus mejores sentimientos... y a continuación mentirles. Nunca te lo perdonarán.

Gay Talese tenía una sólida fama como periodista y escritor. Se le consideraba uno de los más solventes retratistas del alma estadounidense y el demiurgo, junto a Tom Wolfe, del «nuevo periodismo».

Pero Gay Talese nos contó una mentira gordísima que arroja una sombra de sospecha sobre toda su obra. Nos mintió porque sí. Porque la historia era demasiado buena para estropearla contando la verdad. Porque Gay ya está mayor y le dio pereza comprobar los datos de su fuente. Porque «soy Gay Talese y no eres digno de respirar el mismo oxígeno que yo, ¡chusma!»
La cagaste, Gay, y lo sabes.
Nos mintió. Adrede o por accidente, nos coló un momento Steve Jobs.

Esas cosas no se olvidan.

Esas cosas no se perdonan.

Nunca hagas como Gay Talese.

Nunca, nunca seas como Steve Jobs.

Porque el legado de Steve Jobs ya será siempre, al menos para mí, una mentira.

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