lunes, 22 de agosto de 2016

Así no, Peter. Así no.



«Confiarle tu libro a un productor de cine es como confiarle tu hija adolescente a un proxeneta.»

Tom Clancy
(Que no era Truman Capote, precisamente)


En el año 2006, la Metro Goldwyn Mayer se hizo con la opción cinematográfica de El Hobbit, a punto de caducar, por el poco deportivo procedimiento de comprar United Artists, la propietaria original de los derechos de distribución, y anunció que, siguiendo la estela de El señor de los anillos, volcarían la novela de Tolkien en una película de imagen real.

 

Los de MGM intentaron enrollar en el proyecto a Peter Jackson, pero como el barbado director había acabado de la Tierra Media lo que se dice hasta sus gordos cojones y como además, confesó, no quería hacerse la competencia a sí mismo, los productores decidieron, tras el lógico baile de nombres, confiar la película a otro cineasta visionario: nada más y nada menos que Guillermo del Toro (a quien yo siempre confundo con Benicio, que no es primo suyo ni nada), ya sabéis, Cronos, Mimic, El espinazo del diablo, Hellboy, El laberinto del fauno... Jackson permaneció ligado al proyecto como productor ejecutivo, por si al pinche güey se le iba todo el rodaje a la gran chingada.

Éstos sí son elfos chungos, y no los de Tolkien, que parecen reinonas.


Desde el principio se planteó el proyecto como dos películas... y empecé a notar un husmillo a pelo de cabra frito. ¿Estaban hablando del mismo Hobbit que yo había leído? Hice el sacrificio sobrehumano de levantar mi cuerpo escombro del asiento, recorrer los aproximadamente tres metros que me separaban de mi biblioteca (el esfuerzo de este ejercicio inusitado casi me envía al Otro Barrio sin billete de vuelta) y tomar mi ejemplar de El Hobbit en su preciosa edición en tapa dura de Minotauro de 1995. Doscientas veinte páginas y pico. Vamos, lo que dura el prólogo de El señor de los anillos.

«¿Y de aquí van a sacar dos películas?», me pregunté, atribulado. Como el libro se lo ventila cualquier cristiano alfabetizado en un par de momentos all-bran, aproveché la coyuntura para releerlo (me llevó dos tardes mal contadas) y creí encontrar un par de puntos de corte donde sería posible dividir la historia en dos largometrajes: del Toro podía meter la tijera justo después de que la compañía de enanos más Bilbo escapen de la caverna de los trasgos o bien un poco más adelante, cuando se despiden a la francesa de los calabozos de Thranduil.

Pero aún así me resultaba difícil imaginar mediante qué truco del almendruco iban los de MGM a convertir una novelita tan pequeña en sendos filmes de más de hora y media. Un guión de cine de unas noventa páginas en Courier de cuerpo 12 deviene en un largometraje de cien minutos. La mayoría de los párrafos descriptivos del libro eran susceptibles de quedar reducidos a un simple plano de unos pocos segundos, así que... ¿Dónde coño veía del Toro las dos películas prometidas?

«Bueno», me dije, «pronto lo sabremos».

Guillermo, que no Benicio, se trasladó con toda su familia a Nueva Zelanda, donde se rodarían la mayor parte de los exteriores, y empezó a trabajar en el guión y el diseño de producción. La consigna no había cambiado: convertir El Hobbit en dos películas de imagen real. Corría el año 2008.

Entonces, en 2009, la Metro Goldwyn Mayer, que llevaba desde los años 60 siendo desmantelada y reconvertida en una simple marca publicitaria, se declaró en bancarrota. Las cosas estaban cabronas para Guillermo del Toro, que llevaba dos años trabajando en el guión y la preproducción de una película sin fecha de estreno, con el inicio de rodaje pospuesto sine die y cuyos derechos para la pantalla caducaban en 2010. Alguien de Anonymous o Wikileaks debería hacer públicos los correos electrónicos que se cruzaron en aquel tiempo el director mexicano y los mandamases de la Metro, porque seguro que tienen miga. Miga y blasfemias.

Harto de que le diesen largas los gringos, Guillermo del Toro pilló la puerta ciscándose en Tolkien, en Bilbo Bolsón y en toda su ralea y se fue a rodar esa peli a la que sólo le falta el título para ser Neon Genesis Evangelion (hasta tiene a una japonesa con el peinado de Rei Ayanami). Los de la Metro, ni cortos ni perezosos, aparcaron un camión lleno de billetes delante de la puerta de Peter Jackson y le dijeron al remiso cineasta «ahora no te puedes negar, señor productor ejecutivo. A rodar el puto Hobbit a la voz de ya, que se nos echa el calendario encima y, o empezamos de una puta vez, o perdemos los derechos».

Jackson cogió el camión, lo vació en su piscina y buceó desnudo en aquel esplendor verde.

Que no está hecho de piedra, el hombre.

Algo se ha filtrado de la película que quería rodar Guillermo del Toro, pero no mucho, y el propio director está amordazado por un contrato de confidencialidad, o sea vigilado por los abogados de la Metro, que no se caracterizan por su sentido del humor. Quizá dentro de unos años alguien haga un documental explicando qué había planeado el director guadalajarense para aquella película que nunca se rodará. Precedentes no faltan. En serio.

Peter Jackson, acaso resentido con la deserción de del Toro, agarró sus dos años de borradores de guión y diseños y se limpió el culo con ellos. Así pasó de tener un proyecto que no le gustaba, que no reflejaba su propio concepto de El Hobbit, a no tener ningún proyecto en absoluto y, ¿sabes qué?, se nota.
«[...]no retrasamos el reloj un año y medio para darme ese tiempo de preparación para diseñar la película, que era diferente a la que él [del Toro] estaba haciendo
Se nota mucho.

"Y aquí va una gran... ya sabes... pantalla verde y toda esa mierda".

Llegado Jackson al proyecto, las dos películas se convirtieron de repente en una trilogía. Aquí entré en modo pánico. «¿Tres pelis? ¡Pero si el libro apenas da para dos!» Claro está que yo pensaba como escritor, no como productor de cine: ¿por qué asaltar la ventana de consumo de Navidad dos años consecutivos cuando puedo coparla durante tres? Lo de convertir el último libro de una saga en dos películas se ha acabado convirtiendo en una costumbre, aunque sean libros penosos de los que salen peores largometrajes, pero no nos vayamos ahora por las ramas. «Sarita bendita», me decía yo, que rima y todo, «esto va a acabar como el rosario de la Aurora. Bueno, tengamos fe. Confiemos en Peter.»

Vi El Hobbit: Un viaje inesperado y, para qué negarlo, me gustó; aunque en seguida advertí sus defectos: a la película le sobraban como poco treinta minutos. Toda la subtrama de venganza de Azog el profanador me pareció un corta y pega gratuito. Además, y perdón por el rapto friki, ¿no se decía claramente en El Hobbit que Dáin Palito Palito había matado a Azog a las puertas de Moria durante la batalla de Azanulbizar? ¿Qué coño hace este tío bestia aquí, redivivo? Y, ya puestos, ¿qué cojones pintan Saruman y Galadriel en El Hobbit? Siempre sospeché que a Peter Jackson se la pone tiesa Cate Blanchett, uno de los rostros más artificiales e inexpresivos del universo, pero ¡joder!

Afrontémoslo: podría haber sido peor.

Me gustó John Wats... digooo Martin Freeman como Bilbo (aunque se parece a Ian Holm de joven casi tanto como mi ojete, y eso, lo quieras o no, corta un poco el rollo), me gustó  Richard Armitage en el papel de Thorin Escudo de Roble, me gustó, faltaría plus, sir Ian McKellen como Gandalf; una vez más me fue imposible tomarme en serio a Hugo Weaving como Elrond, pero la culpa es de ésta película, no del trabajo del actor.

Su cirujano plástico se ha comprado un planeta. En serio.


Sí, vale, comparados con la infinita expresividad y variados registros dramáticos de Gollum, que, recordemos, estaba generado por ordenador, todos los personajes parecían muñecos de Jim Henson, pero eso no me importó.

No me creíais, ¿eh, cabrones?
Un año después vi El Hobbit: La desolación de Smaug y empecé como el niño del anuncio: «Ay, mi madre... Ay, mi madre...»

¿Era esto absolutamente necesario?


A la puta película le sobraba la mitad del metraje. La mitad. Todos los momentos de slapstick, la subtrama de Bardo y la Ciudad del Lago, la incomprensible, irritante e insulsa historia de amor entre Tauriel y Kili. Y la propia Tauriel. Y otra vez Cate Blanchett. Y Elfolas ni te cuento.

Está que cruje, pero ni sale en el libro ni enseña las perolas en la peli. ¿Para qué coño la contrataron?


Cuando vi El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos creí que me daba un tabardillo. Y no fui el único.

Esto sucedió. Y nosotros lo permitimos.
Una película sin asidero. Nada. Dos horas y veinte minutos de la molicie más absoluta, de planos de CGI sin ligazón lógica, de una de las batallas más sosas de la historia del cine, del menda que esto escribe removiéndose en su butaca como si le hubiesen encendido una hoguera en el ano y repitiéndose una y otra vez «por Dios, que se acabe ya. Por Dios que se acabe ya». No me extraña que un ser humano con esfuerzo se haya pulido su propio montaje de la trilogía, hasta reducirla a algo menos nauseativo.

Tiempo después quedó explicado el desastre: Peter Jackson admitió en una entrevista que cogió la pasta, firmó con su propia sangre el contrato de la Metro y a continuación se dijo «madre de Dios, ¿qué coño acabo de hacer?». El rodaje de Un viaje inesperado comenzó y su director no tenía ni repajolera idea de por dónde conducir la película. No tenía un concepto de ese largometraje que jamás había querido rodar. No tenía un storyboard. ¡No tenía ni un puto guión, por el prepucio de Cristo! Pete iba a los platós que del Toro había hecho construir e improvisaba, para estupor del equipo técnico y los actores. Y al día siguiente lo mismo. Y así hasta que solventó la papeleta y le entregó a la MGM su  mierdosa trilogía para atraer a los fans de Tolkien a los cines durante tres años seguidos.

Peter Jackson no quería hacer El Hobbit.
«[...] empecé el rodaje con la mayor parte de la película sin preparar.»
Una jornada normal de trabajo durante el rodaje de "El Hobbit".

Y se nota.

¡Joder que si se nota!
«Me pasé todo el rodaje de El Hobbit con la sensación de que no la estaba controlando.»

Vaya que no.

No sé si este artificio ignominioso, esta violación filmada de uno de mis libros favoritos lo habrá visto mi colega, ése que es capaz de hablar por teléfono en sindarin.

Pero por su propio bien espero que no.

A Peter Jackson no le dijeron que tocaba examen de El Hobbit y no se lo preparó. Y, llegados al plató, hizo lo que los malos alumnos: en lugar de entregar el folio en blanco y asumir el rosco como un hombre, se dedicó a desbarrar durante casi ocho horas de metraje.

Ocho horas.

Para filmar un libro de poco más de doscientas páginas.

Peter Jackson no se había leído esta entrada de Paratroopersdon'tdie (básicamente porque no tenía una máquina del tiempo ni, aunque la hubiese tenido, creo que hable español), pero no debería haber sido necesario. En su momento había tomado la justificada decisión creativa de dejar fuera de El señor de los anillos toda la parte de Tom Bombadil (ganándose el odio eterno y amenazas de muerte de mi colega, ése que habla sindarin), una subtrama que no aportaba nada a la historia, que no permitía avanzar la historia, que... ¡que ese hipster buenrrollista, flower-power y pasado de ácido sobraba, coño!

A la hora de filmar su infecta trilogía de El Hobbit, como no tenía un plan, ni un proyecto, ni siquiera una mierda de guión, Pete, desesperado, fingió olvidar todo lo que sabía de cine e hizo lo contrario de lo que le aconsejaban su experiencia y sus conocimientos.

Después de lo del árbol parlante, esto ya habría sido el puto colmo.
Yo sé muy bien lo que es «hacer un Peter Jackson». Así escribí mi novela-Godzilla ilegible (más información aquí) y mi novela-Frankenstein  impublicable (Octavo mandamiento de mi Decálogo para escritores de mierda, si quieres profundizar en el tema). Así pues, creo que sé de lo que hablo, que en esto fui puta antes que monja.

Como era joven, inexperto y un pelín gilipuertas, me lanzaba a perpetrar una novela sin la más remota idea de qué pretendía hacer con ella. Sin un argumento, ni una guía de personajes, ni un desglose de capítulos, ni una cronología, ni nada. Esto es el equivalente a encontrar una estantería Putonström en el Ikea borracho, con los ojos vendados, las manos atadas a la espalda, un anal plug metido hasta los tímpanos y a tu sobrinito cabronías haciendo prácticas de percusión en tu escroto. Con una maza de críquet.

El resultado era... En fin...
¡Hola! ¡Soy una novela de escritor primerizo!


Pero sin sonrisa.

Ahora ya no soy un pelín gilipuertas (mis amigos opinan que soy muy gilipuertas) y, antes de meterme en un quilombo de más de veinte páginas, me hago mis resúmenes, mis esquemas, mis listas, mis desgloses por capítulos, mis cronologías. Cuando me siento a escribir una novela sé muy bien que quiero llevarla del punto A al punto B pasando por C. No he vuelto a quedarme con una mano delante y otra detrás, meditando cómo salir del fregado en el que yo solito me había metido.


Una vez aprendes a trabajar con un plan, (que nunca debe ser el Evangelio, sino una guía de viajes en la que dispongas de tres o cuatro puntos de referencia gracias a los cuales no corras el peligro de perderte) ya no quieres escribir de otra manera. Es muy descansado poder quitarte todas estas preocupaciones de encima y centrarte en lo verdaderamente importante, como que tu mierda de libro aburre hasta a las ovejas.

Moraleja: no seas como Peter Jackson. El mundo no necesita que acometas la redacción del décimo séptimo volumen de Las crónicas de Escupitagh mientras lidias contra el extreñimiento en tus treinta minutos para el bocadillo.

Aunque sólo sea porque ni siquiera tú te has leído los dieciséis primeros y ya no recuerdas que mataste a todos tus personajes en la tercera novela.

sábado, 13 de agosto de 2016

La importancia de llamarse Llei Quei

Esto puede que te alegre el día.

O no.

¡O yo qué sé!

Si ya has empezado a enviar tu mierda de libro a editores y agentes literarios también acabas de inaugurar tu colección de cartas de rechazo, hobby común a escritores de toda época, tamaño y condición.

Como muy probablemente te niegues a creer que tu obra maestra no encuentra editorial porque, admitámoslo, es una puñetera mierda, y tu injustificada fe en tu propia valía te impida ver que le estás haciendo a la literatura lo que a nosotros nos gustaría hacerle a Sara Sampaio... En definitiva, como, y esto no se lo deseo ni a mi peor enemigo, quizá te parezcas más de lo que crees al Hombre que quería ser Steven Spielberg, no estás más que a un paso de prorrumpir (¡toma palabro!) en justificaciones como éstas:

«Lo que pasa es que me niego a venderme y escribir cualquier basura comercial. Que si quisiera hacerlo lo haría, ¿eh?». 


«¡Claro! ¡Como no escribo sobre la puta Guerra Civil...!».


«El mundo editorial está en manos de una docena de vacas sagradas que impiden crecer a las jóvenes promesas como yo. Miedo es lo que nos tienen, esas momias».

Y mi favorita:

«El mundo no está preparado para un escritor de mi talento».

Que sepas que hay gente que puede ayudarte con este problemilla. Hasta organizan grupos de ayuda y todo. Normalmente tratan con alcohólicos y otros toxicómanos, pero son gente muy maja y seguro que te hacen un hueco.

No, no escribo este artículo para seguir minándote la moral y empujarte al suicidio. Hoy, por una vez, quiero ofrecerte algún consuelo.

O no.

¡O yo qué sé!

Probablemente hayas oído hablar de J.K. Rowling, esa señora a la que deberías conocer por sus libros, pero que seguramente conocerás por las películas que adaptan esos libros, y permíteme que abra un inciso para dejar bien claro que si a la Rowling la conoces por haberse alzado con el galardón a la duodécima mayor fortuna de Reino Unido, liga femenina, tienes un problema. Un serio problema.

Pasta, tela, plata, guita, money; ¡decadencia!


Volviendo con J.K., te diré por si no lo sabías que a pesar de deberle la gloria y el pan (mucho, muchísimo pan), la buena señora acabó un poco hasta el coño de Harry Potter. Quizá sólo se trate de otro caso del Síndrome Sherlock Holmes, o sea cuando el personaje de ficción acaba fagocitando a su creador, para luego tiranizarle. Quizá sea algo tan sencillo como que si te pasas diez años comiendo... yo qué sé, percebes, por ejemplo, acabarás sufriendo arcadas cada vez que oigas una palabra que empiece por pe. O quizá, y ésta es una opinión personal, la Rowling estaba quemada por las funestas críticas que habían inspirado las últimas novelas de la saga potteresca, picada en su amor propio y decidida a demostrar que lo suyo no era accidente. Que no es como si se hubiese plantado delante de un colegio de primaria a regalar caramelos de droja de la mala, asegurándose así la futura clientela. Que ella era una escritora de verdad.

Así que J.K. Rowling escribió un libro sin dementores, varitas mágicas, quidditch ni chuminadas. La acogida de Una vacante imprevista fue equilibrada: unos cuantos dijeron que era una puta mierda pinchada en un palo, otros tantos la proclamaron como el pináculo de la literatura mundial. Un asunto de suma cero, vamos.


Pero, claro, estamos hablando de una novela, no de una partida de Texas hold'em ni del puto gato de Schrödinger. O el libro era bueno o no lo era. No podía abarcar ambos estados al mismo tiempo. Las más encarnizadas críticas hicieron pensar a la Rowling, y probablemente también a su agente, que una parte de los opinadores no le perdonaban a la pobre J.K. haber dado el salto a la literatura para adultos. «¡Que se dedique a contar sus millones y deje esto de escribir en manos de los profesionales!», parece ser que dijeron. «Pero ¿qué se ha creído la cínica ésta? ¿Que nos puede engatusar como a esos zombis de ocho años que compran toda su mierda?», cuentan que añadieron a continuación.

O le comerías hasta la borra del ombligo o no se la comerías, pero no puedes comérsela y no comérsela al mismo tiempo.


El peso de su nombre, asociado para siempre a cierto mago gafotas y un pelín hostiable, impedía a J.K. Rowling realizarse como escritora «seria» (no te hagas el ofendido, fan de Harry Potter, que para eso he puesto el adjetivo entre comillas), tanto como sus vídeos viscosos de deepthroats con asfixia y regurgitación nos impiden considerar a Sasha Grey una actriz dramática (aunque debo reconocer que la pobre lo intenta y lo intenta).

Íbamos a poner una imagen más cerda, pero nos hemos acojonado.


J.K. Rowling estaba encasillada como autora de literatura infantil para públicos poco exigentes. El peso de ese nombre era como el de una gargantilla de melones. Nadie se tomaría en serio un libro para adultos escrito por la autora de Harry Potter.

¡Tú no eres Basalit-an!


Así que la Rowling se inventó un personaje: Robert Galbraith, militar retirado, e hizo que Robert firmase un libro escrito por ella, una novela policíaca titulada The Cuckoo's Calling, El canto del cuco, en español (que suena a grupo de pop venido a menos tras la marcha de Dani Martín, así que nos ceñiremos al título original). No debió de serle muy incómodo publicar bajo pseudónimo (algo, por otra parte, común a los autores de género negro). Cabe señalar que la ka de J.K. es totalmente ficticia y que el hecho de emplear siglas en vez de su nombre completo fue una asexuadora decisión de sus editores, convencidos de que los niños no leerían con el mismo afán las aventuras de un huérfano en una escuela de magia si sabían que el libro lo había escrito una mujer. Que ya se sabe que las niñas sólo hablan de príncipes azules, unicornios, bailes de salón, vomitar y de dónde venden la coca más barata.



Ahora no quiero especular acerca de si la malograda fabricación de este heterónimo fue sincera o una simple estrategia de mercado, ni dar pábulo a las teorías que etiquetan de pantomima el «accidental» desenmascaramiento de la autora (que «accidentalmente» disparó las ventas del Cuco de 1.500 copias a más de medio millón).

Ahora quiero contarte lo que pasó cuando el señor Galbraith, militar retirado cuyo vocabulario y estilo narrativo eran sospechosamente parecidos a los de la autora de Harry Potter, comenzó a enviar su libro a las editoriales.

Le rechazaron la novela.

 

Como lo oyes.

 

A J.K. Rowling, alias Robert Galbraith, que lleva diez años comiendo, pero comiendo lo que se dice a dos carrillos, de esto de escribir libros, la rechazaron igual que a una novata, como a una de esas gotiquillas tatuadas hasta el útero a las que sólo les salen clones de combate de Crepúsculo.

Que sí, que a la Rowling le dijeron que se metiese por el culo su mierda de libro. Igual que a ti. Igual que a mí.

 

Te juro que las cartas de rechazo de The Cuckoo's Calling son una puta delicia. Lo sé porque J.K. ha publicado algunas de ellas en su cuenta de Twitter. ¡Y menudos argumentos le dan, a la pobre, para no querer su novela ni regalada!: que si esto no hay Dios que lo venda, que si apúntate a un curso de escritura creativa, so analfabeta; que si no recibimos manuscritos no solicitados (un clásico). ¡Y la más cruel carta de rechazo la escribió el mismo ternasco que, en su día, repudió el manuscrito de Harry Potter! (y que, mientras escribo esto, ya debe de haberse suicidado).



Hasta a J.K. Rowling la rechazan los editores.

(Probablemente porque su libro era una puñetera mierda)

Que es tanto como decir que también la divina Sara a veces se va a la cama solita.

(No, esto último nosotros tampoco nos lo creemos)

Puede que esto te arranque una sonrisa cómplice cuando recibas tu próxima carta de rechazo. 

O no.

¡O yo qué sé!

martes, 2 de agosto de 2016

La primera media hora: Los sucedáneos de editorial.

«Así es el juego: si no distingues al primo en la primera media hora de partida, es que el primo eres tú».

Mike McDermott (o lo que es lo mismo, el personaje de Matt Damon en Rounders).




Vaya por delante que la autoedición, como el sexo anal, no tiene a priori nada de malo... siempre y cuando ambas partes sepan dónde se están metiendo y nadie salga herido. Y por nadie quiero decir tú. 

¿Tienes un ego del tamaño de Saturno, te sobran unos cuantos miles de euros y te hace ilusión ver impresa tu mierda de libro? Pues adelante, tío. No lo dudes: la autoedición es lo tuyo. Puede que en un futuro artículo nos ocupemos en profundidad del asunto. Ahora no toca. Ahora toca hablar de esas presuntas editoriales que presuntamente se han leído tu libro y presuntamente están deseando publicarlo, que presuntamente te dan toda clase de facilidades, te ponen ante los pies una presunta alfombra roja, te sirven presunta cocaína y traen a una presunta señorita de compañía para que te deleite con exquisitas piruetas linguales importadas de Francia; y todo es una presunta maravilla, un presunto sueño hecho realidad hasta que toca hablar de quién va a pagar todo eso, momento en el que los presuntos editores se revelan como unos hijos de puta confesos.

Hablemos de los lobos con piel de cordero, o sea de las empresas de autoedición disfrazadas de editoriales.

Recuerda esta norma fundamental:
[...] «si no distingues al primo en la primera media hora de partida, es que el primo eres tú».
Si tu presunto editor...


...tiene una dirección de correo electrónico gratuita.

Mal empezamos. ¿A este tipo que, presuntamente, va a pagarme un tanto por ciento de cada ejemplar vendido y, tal vez, un sustancioso adelanto sobre mis derechos de autor, no le alcanza la pasta para sufragarse una dirección de correo corporativo?

Puede que la editorial sea pequeña, que esté empezando, que sólo tenga un puñado de empleados, que incluso funcione desde la cocina del editor. ¿Eso te transmite confianza? ¿Te parece profesional que la razón social de tu editor sea el comedor de un cuarentón obeso que todavía vive con papá y mamá? ¿De verdad puedes fiarte de este tío?

 


...presume de su gigantesca cartera de autores.

La cosa empeora. Y de qué manera. Una editorial seria no alardea de la cantidad de autores que han publicado con ella, sino de su calidad. Una verdadera editorial selecciona manuscritos, no publica toda la mierda que le envían. Un editor honesto presume de sus lectores, de los miles, centenares de miles, millones de ejemplares vendidos. Métete en la página web de esa presunta editorial, picotea algunos nombres de presuntos escritores, haz una búsqueda en Google y descubrirás que, fuera de ese catálogo, no los conoce ni Dios.


Hace unos años me pasaron el contacto de un «editor independiente mexicano» (palabras textuales) que podría estar interesado en mi obra. Puesto que, a raíz de experiencias previas, yo ya empezaba a tener calvas en la tapicería de los huevos, me metí en su página web y ¡sorpresa!, el «editor independiente mexicano» (insisto: palabras textuales) alardeaba de  que más de ocho mil personas habían publicado su libro a través de él.

Ocho mil.

(Después pasaba a desglosarte sus tarifas).

Ocho mil.

No creo ni que Planeta tenga tantos autores en cartera.




...pregona desde su página web su honorabilidad y profesionalidad.

Las editoriales serias no necesitan decir que son  honradas y profesionales. Este ponerse la venda antes que la herida, o, si tienes formación humanística, este típico caso de excusatio non petita acusatio manifesta, debería bastar para hacerte correr como alma que lleva el diablo, a ser posible pegando alaridos tan fuertes como te lo permitan tus pulmones.

En el mundillo de la autoedición hay ternascos con una jeta de cemento armado, tan cínicos y fariseos que incluso publican en su página web una serie de recomendaciones dirigidas a sus futuros autores; una especie de «decálogo para distinguir una editorial de una empresa de autoedición» cuyos preceptos, no tardarás en comprobarlo, incumplen sistemáticamente. Así de cabrones pueden llegar a ser.

 

...carece de un artista de la casa o un freelance que se ocupe del diseño del libro.

Me encanta el olor a cuerno quemado por las mañanas.

¿A ti te parece normal que todas las portadas de los libros de tu presunto editor hayan sido ilustradas con fragmentos de pinturas clásicas, libres de derechos de autor, o fotografías de la colección Getty? ¿Te parece admisible que todas sus encuadernaciones empleen las mismas tipografías y la misma paleta de colores? ¿No te mosquea que, salvo por el título del libro y el nombre del pobre desgraciado que lo ha escrito, todos y cada uno de los volúmenes de este presunto editor sean indistinguibles?

Una editorial que no invierte ni un céntimo en el diseño de sus libros.

¿Dónde hay que firmar?



...promete poner tu libro en Amazon, Barnes & Noble y cuarenta sitios más.

Bueno ¿y qué?

Tú puedes poner tu libro en Amazon desde casa, sin intermediarios. También puedes recurrir a NookPress (antes Pubit!), el servicio de autoedición de Barnes & Noble, a Tagus (es decir, si quieres), que es el de Casa del Libro, y cuarenta más. Si el trabajo del editor se limitara a eso ¿para qué cojones necesitarías uno?

Pero supongamos que el «editor» cumple su palabra y sube tu mierda de libro a Amazon, Casa del Libro y todas las demás librerías on-line del orbe.

¿Te garantiza eso alguna venta?

No.

¿Le convierte a él en editor?

Contesta tú, que a mí me da la risa.

 

...te da toda clase de facilidades para que le envíes tu manuscrito.
(Y además contestan en veinticuatro, cuarenta y ocho horas)

Anda, capullín, vuelve a leerte esto.

¿Ya?

No necesito añadir nada más, ¿verdad?




...es un personaje infame en los foros de Internet. De hecho figura en una lista de crowfunding elaborada por unos admiradores que buscan sicario para partirle las piernas.

Huye.

¡Huye!

Y da gracias al señor Internet.

¡Gracias, señor Internet!

 

...se niega a mostrarte un modelo de contrato de edición.

¿Por qué? ¿Qué es lo que tiene que ocultar? ¿Qué puede haber de malo en que estudies un contrato-tipo, incluso que te asesores por tu cuenta, sugieras posibles modificaciones y decidas, con toda esa información en tus manos, si te interesa o no firmar?

¿Por qué el editor insiste en que, si quieres ver el contrato, debes desplazarte a su oficina? ¿Por qué no puede enviarte una copia ni por correo electrónico ni por el otro? ¿Por qué se inventa excusas («es que nuestras cláusulas son secreto de empresa», «es que no tenemos un contrato tipo sino que lo personalizamos para cada uno de nuestros autores»)? ¿Por qué confía en que la presión del entorno (su despacho, donde se siente seguro) te impedirá ver que te está ofreciendo un contrato de autoedición?




...le encanta tu libro...
...y lo compara con algunas de las obras fundamentales del canon occidental...

...pero no dice de él más que generalidades, como si no hubiese pasado de las primeras páginas...

...además elogia tu estilo, tu domino de la gramática, tu talento, tu imaginación...

...pero es incapaz de resumirte el argumento o describir el carácter de los personajes...

...y a continuación te pide pasta por publicarlo.


¡Aaaaaaaaaah! ¡Conque era eso!

 


...promete hacer una presentación pública de tu obra...
...pero no te dice que la publicidad corre por tu cuenta, que tendrás que reunir en la puta presentación a toda tu familia, amigos, vecinos y simples conocidos; ni que te hará firmar un contrato por el cual te comprometerás a vender un mínimo de ejemplares y a pagar de tu bolsillo los que se queden sin vender. Tampoco te dice que, en su opinión, con esa presentación pública él ya ha cumplido con su compromiso de promoción de la obra, y que a partir de ahora tendrás que buscarte la vida para liquidar el resto de la tirada.




...te ofrece toda clase de «servicios editoriales» adicionales. De pago, por supuesto.

Ejem...

 


Resumiendo:

Si tu presunto editor satisface alguna o la mayoría de estas condiciones (y el que suscribe se ha encontrado con algunos ejemplares de bípedo sin plumas que las cumplían todas), que no te quepa duda: el primo eres tú.

Podría contarte verdaderas historias de terror protagonizadas por estos lobos con piel de cordero. A mí me han llegado a insistir en que tomase in-me-dia-ta-men-te el primer vuelo a Barcelona para firmar el contrato que ya tenían redactado.

Un contrato para editar un libro que ya habían rechazado todas las editoriales del país. Algunas de ellas incluso después de leerlo.

Les contesté de forma categórica: exigí ver un modelo del contrato de edición que ofrecían a sus autores, me declaré decidido a no desembolsar ni un euro de madera por sus servicios, cerré la puerta a la posibilidad de llegar a un acuerdo con ellos para publicar mi libro bajo cualquier modalidad de autoedición o coedición y les invité, si seguían interesados en mi novela, a emprender una relación profesional seria.

Una semana más tarde me devolvieron mi libro.

Escarmentado en cabeza ajena, y gracias a unas cuantas búsquedas en Internet, hasta el momento he tenido suerte. Estos desalmados sólo me han costado tiempo. Otros pobres ilusos también perdieron dinero, incluso mucho dinero.

Hasta la fecha, me han bastado e incluso sobrado esos treinta minutos para distinguir al primo de la partida.

Era yo.

Siempre era yo.