domingo, 26 de junio de 2016

Keep it simple

Hollywood amenaza con la segunda parte de la mejor película de ciencia-ficción de los últimos diez años, y yo me echo a temblar.

Sí, has leído bien: la mejor película de ciencia-ficción de los últimos diez años.

No, no me he vuelto loco.

¿Que qué tiene The Man From Earth (película de la que ni siquiera habías oído hablar) que no tengan Ex Machina, Origen, Prometeus, Avatar...?

Sigue leyendo.

The Man From Earth cuenta la historia de John Oldman, un profesor universitario recién jubilado que, en mitad de la mudanza, recibe la visita de sus colegas, deseosos de ofrecerle una fiesta de despedida y aún perplejos por su decisión de abandonar el que ha sido su mundo durante los últimos diez años. Renuente a confesar los verdaderos motivos de su marcha, John regatea la respuesta hasta que finalmente acaba sincerándose: debe irse porque la gente que le rodea ya ha empezado a preguntarse por qué John Oldman siempre está en tan buena forma, por qué parece el mismo viejo John de siempre, por qué cojones no enferma ni envejece, ¡rediós, Johnny, ¿qué hostia tomas y dónde puedo conseguirlo?!

John Oldman no puede envejecer. John Oldman es un hombre de Cro-Magnon catorce veces milenario que, por algún capricho de la genética, ha llegado con vida hasta nuestros días.

A lo largo de una una noche aparentemente interminable, en el interior de la casa que ha habitado y que se dispone a abandonar, John contesta a las preguntas de sus camaradas, sortea sus bromas iniciales, logra sobreponerse a su incredulidad, les cautiva con el relato de su vida inmortal, menciona su fugaz encuentro con otros posibles inmortales como él (inmortales pero no como éstos), aporta su testimonio directo de algunos acontecimientos y figuras históricas trascendentes, da su opinión de observador milenario sobre las guerras, la civilización, el sexo, las religiones... y pone a prueba todo conocimiento del mundo que su auditorio daba por seguro, así como sus más íntimas creencias.

The Man From Earth nació como relato corto en 1947, de la pluma de Jerome Bixby, una bestia parda de la Edad de Oro de la Ciencia-Ficción (ya sabes, la de aquellos pelagatos como Asimov, Bradbury, Clarke...), famoso, entre otros trabajos, por escribir el que quizá sea el mejor episodio de La dimensión desconocida. Hasta su muerte en 1998, Bixby trabajó en la versión cinematográfica de su historia, que no vería la luz hasta muchos años después, y ello sólo gracias a la cabezonería de su hijo Emerson, que había colaborado con él en el guión y nunca renunció a ver el sueño de su padre convertido en película. En agosto de 2007, el largometraje ganó el primer premio del Festival Internacional de Cine de Rhode Island. En octubre de ese mismo año llegó a las salas comerciales y es fácil deducir qué tal le fue en taquilla si partimos del hecho de que salió en DVD un mes más tarde... cuando algún vívales ya la había filtrado por bitTorrent. Fue, dicho sea de paso, gracias a la difusión a través de las redes Peer to Peer que, por obra y gracia de los denostados piratas de la propiedad intelectual, The Man From Earth no sólo gozó de un repunte espectacular de sus ventas en DVD sino que el boca a boca, la recomendación de los espectadores aficionados a la cultura «de gratis», convirtieron la historia de John Oldman en una auténtica «obra de culto», un test de cinefilia para freaks exquisitos.

«Así que te gusta la Ciencia-Ficción».

«Sí».

«Entonces habrás visto The Man From Earth».

«¿Lo cualo, perdón?».

«¡Fuera de mi vista! ¡Chusma, más que chusma!»
En conclusión: The Man From Earth es una película de calidad, mérito y realización notoriamente superiores a la media de la bazofia envuelta en celofán con la que la industria nos castiga cada año, pero, fuera del núcleo hardcore de fans del género, no la ha visto casi nadie. Probablemente porque no tenía explosiones capaces de generar por sí mismas un calentamiento global, ni pitufos cherokees de tres metros generados por ordenador, ni a Cate Blanchett en otro injustificable cameo, y ni siquiera a Megan Fox enseñando el canalillo.


¡Que no todo van a ser fotos de Sarita, hombre!
Tiemblo al pensar en lo que habría hecho Christopher Nolan con esta cinta: se habría gastado doscientos millones de dólares en recrear los últimos años de la glaciación de Würm, cubierto de folios molidos el plató más grande del mundo a fin de simular inmensas estepas nevadas, construido gigantescas maquetas de glaciares fundiéndose, modelado en Maya smilodons y mamuts lanudos biológicamente perfectos hasta el último pelo y la última flatulencia... y luego habría pintado a los mamuts de verde. O rosa. Y habría contratado a Leonardo di Carpio o a Joseph Gordon-Levitt para protagonizar la cinta.



A Pitufo Gruñón tampoco le gusta la idea.
Se me arruga el ano cuando trato de imaginar lo que habría hecho James Cameron con esta película: le habría pedido a la Twentieth Century Fox un anticipo de quinientos millones de dólares y se habría pasado cinco años desarrollando una nueva tecnología de cámaras 3D, o 4K, 16K o lo que coño se vaya a poner de moda la semana que viene. Luego habría patentado a su nombre esa tecnología, pagada a escote por la Fox, se habría hecho de oro vendiéndosela a otros directores, habría reciclado el guión de Bailando con lobos, habría convencido a Sam Worthington, y su amplitud de registros dramáticos digna de un Donut, de que esta vez no iba a a ser tan cabrón, sádico y negrero, le habría dado el papel principal, le habría hecho recitar su texto, una y otra vez durante dos eternos años, frente a una pantalla verde y, de alguna manera, se las habría arreglado para ambientar la historia en Pandora y así introducir unos cuantos marines del espacio y sobre todo tiros, muchos tiros. Pero que muchos tiros.
El escroto se me convierte en un as de guía cuando me despierto en mitad de la noche, empapado en sudor álgido, sobre un charco de mi propia orina, después de haber soñado que The Man From Earth caía en las mefíticas manos de Michael Bay. Probablemente John Oldman habría acabado convertido en un Transformer.


Pero no. Gracias a Dios, The Man From Earth fue dirigida por Richard Schenkman, un señor que... por decirlo con extremo tacto y delicadeza, no es Werner Herzog, y entre cuyos trabajos se encuentran... en fin... y también... pero que en esta ocasión demuestra que en el Séptimo Arte siempre es preferible un artesano competente que un niñato megalómano convencido de que el Mercedes de papá fabrica su propio combustible. Schenkman no tenía dos millones de Benjamin Franklins para su película, sino solo dos mil. Tampoco estaba malcriado y consentido por la Fox, no podía permitirse a Leo, ni a Joe, ni a Sam (que debe de haber bajado bastante su caché, porque, hasta donde yo sé, desde la mongolizante Furia de Titanes no ha vuelto a protagonizar una cinta de gran presupuesto), y ni siquiera a la inmigrante filipina que limpia el retrete de Sam cuatro veces por semana y se revuelca desnuda en el contenido de su cesto de la colada, soñando por igual con el braguetazo de su vida y la carta verde.

Con menos de la asignación semanal para farlopa de un DJ profesional, Schenkman se vio obligado a restringir la acción a un único escenario: la casa que John Oldman está a punto de abandonar; prescindir de efectos especiales y grandes planos exteriores y contratar a actores de todo a cien, secundarios de talento, de los secundarios de toda la vida, actores de telefilme de esos que casi trabajan por un plato de comida y un cartón de vino: David Lee Smith, curtido en teleseries de todo pelaje y series B de diversa condición; Tony Todd, un digno mercenario del Séptimo Arte, más largo que un plano de Garci, con un currículum tan voluminoso como el certificado de penales del Vaquilla y cuyo mayor logro profesional probablemente haya sido interpretar al desasosegante Candyman; William Katt (a quien todos los de mi generación adoramos y reverenciamos por ésta obra maestra del despiporre que gozamos en nuestra infancia, aunque sólo fuese porque su personaje se trajinaba a Connie Sellecca), Ellen Crawford, John Billingsley...

The Man From Earth es una película tan humilde y párvula en medios, pero al mismo tiempo tan inmensa en su argumento, tan ambiciosa en su relato, que te da la impresión de estar viendo una representación de teatro filmada.

«Bueno», me preguntarás, «¿y tú con esos pelos sigues afirmando que The Man From Earth es la mejor película de Ciencia-Ficción de los últimos diez años».

Sí.

Te lo daré bien masticadito, por si te has perdido algo: ocho personajes reunidos en una habitación escuchan una historia más grande que la vida. Literalmente.

Con sólo un puñado de actores y una casa medio vacía, The Man From Earth pone nuestro mundo patas arriba, nos enfrenta a la crónica de nuestra propia especie y dinamita, en una forma que no puedo revelar sin cargarme uno de los puntos fuertes de la trama, los cimientos mismos de la civilización occidental. Y todo eso de la mano de un director casi desconocido, una panda de secundarios y doscientos mil dólares, o sea menos panoja de la que se gasta Zack Snyder en un teaser trailer (y si no mira y saca la calculadora). The Man From Earth es el resultado de eliminar lo superfluo. La prueba de que, cuando tienes un buen relato, sobran la pirotecnia, los trajes de captura de movimiento y, sobre todo y por encima de todo, sobra James Cameron. Esos siete testigos del relato de John Oldman se convierten en delegados de toda la humanidad, esa casa en plena mudanza se expande hasta abarcar el planeta entero, esa noche de estupor se multiplica durante siglos y nosotros, como espectadores, sentimos una identificación inmediata con el narrador que nos cuenta nuestra propia historia racial, que expone y razona sobre las grandes obsesiones de la humanidad desde que nos descubrimos las únicas criatura sobre la faz de la tierra que se preguntaban el por qué de las cosas y comenzamos a reflexionar sobre lo que nos hacía tan distintos.

Por eso afirmo que The Man From Earth es la mejor película de Ciencia-Ficción de la última década. Porque, estrangulado el cuello de la bolsa, el director hace de la necesidad virtud y vuelve a los orígenes; que en eso consiste la originalidad. La historia de John Oldman habría quedado ofuscada por los juegos de luces, la quincalla y el Dolby Surround 7.1. Reducida a las esencias de la narrativa, la crónica del hombre catorce veces milenario resuena en un lugar de nuestro inconsciente colectivo que aún recuerda el ágora, cuando nos reuníamos en torno al aedo y rememorábamos el llanto de Aquiles (que acababa de quedarse sin culo de efebo que petar) sobre el cadáver de Patroclo, o incluso más atrás, cuando nuestros ancestros, sentados en torno a una fogata, se inventaron la religión porque necesitaban construir un discurso que explicase el mecanismo oculto tras las fases de la luna, el misterio de la maternidad, la magia del rayo...; o porque hay un número finito de veces que puedes escuchar anécdotas de caza o fantasías de fornicio antes de coger tu lanza tipo Clovis y empalar a unos cuantos bocazas.

Cuando la pasta entra por la puerta, el arte salta por la ventana.
Las grandes historias están hechas de cosas pequeñas. Odiseo sólo quiere regresar a casa. Alonso Quijano pretende impartir justicia en un mundo carente de ella. Frodo sólo sabe que tiene que destruir el puto anillo y a ello se dedica con obcecado empeño. El único propósito de Bastián es salvar Fantasía primero y, en la segunda parte del libro, salvarse a sí mismo de Fantasía. Si dispones de doscientos, de trescientos millones de dólares para contar tu historia, pero no hay un relato debajo de ese carajal de lana, lo único que obtendrás será ruido; la típica película que se ve, a ser posible con una Coca-Cola cerca y la mano solícita de un ser querido en la entrepierna, se digiere rápido y se excreta. La clásica cinta de la que, seis semanas más tarde, no puedes recordar una puñetera escena. Y sabes que tengo razón porque has visto la trilogía de The Matrix.

The Matrix funcionaba, a pesar de su sobreexplotado argumento, porque era una película donde los efectos especiales estaban al servicio de la historia. Matrix Reloaded y Matrix Revolutions no valen ni para encender el fuego una tarde de enero porque el guión de ambas ocupaba medio sello de correos y, encima, no era más que un pretexto para insertar un plano de CGI tras otro, una pelea de kung-fu tras otra, un álbum pin-up de Keanu Reeves con levita y sin nada remotamente parecido a una narración que ligase todas esas escenas. Las hermanas, entonces hermanos, Wachowski cogieron toda la pasta que les dieron los gerifaltes de Warner Brothers y pidieron más. Y cuando se lo dieron, pidieron más aún. Y con todos esos millones se compraron un juguete muy grande, muy caro, con muchas lucecitas de colorines y sonidos electrónicos; un juguete que podía convertirse en avión de combate, robot asesino y alargador de pene pero que, en su interior, no albergaba más que un circuito impreso fabricado en China y conectado a una pila de nueve voltios.

Y a estas alturas ya te habrás dado cuenta, respetado e inteligentísimo lector, de que toda esta argumentación no es más que un circunloquio con moraleja. De hecho, podrías haberte saltado los párrafos precedentes y venir directamente aquí pero, ¡eh!, si has llegado tan lejos es que el tema te apasiona... o que pusiste el nombre de Megan Fox en la barra de búsqueda de Google y aún no te explicas cómo te condujo a esta página. No, señor mío. Esto no es freeones. Más allá de nuestro amor sin esperanza, avidez carnal y devoción pía (y lamentablemente casta) hacia Sara Sampaio, a lo que nos dedicamos aquí es a hablar de libros, de leer, de escribir y de toda esa mierda para mierdecillas que no follan. La proverbial aguja que tú esperabas encontrar en este metafórico henil, a menos que hayas recalado aquí por accidente, es un consejo de escritor, ¿me equivoco? Bueno, te diría que si a estas alturas no has pillado ya la onda deberías dejar los poleos-menta y pasarte al café, expreso, doble, solo y en vena, pero allá va:

Mantenlo simple.

Así de claro. Y sé lo que digo porque, si eres seguidor de esta página (es decir, si esta página tuviese seguidores más allá de los cuatro amigos demasiado acomplejados para decirme que no, que no se me ocurra agregarlos a mi lista de correo, que saben dónde vivo y entre todos me pueden curtir a boinazos), recordarás que ya confesé haber perpetrado un auténtico leviatán de dos mil cuatrocientas páginas. Una novela ilegible, incomprensible, impublicable y, para qué mentir, también infumable, que confié a la inmisericorde crítica del fuego. Y si lo compartí entonces contigo, querido lector que probablemente soy yo mismo, repasando por enésima vez la ortografía y la concordancia de este texto y encontrando, ¡me cago en la hostia!, otra errata, es porque sé que tienes entre manos un sindiós de cerca de mil folios, con una lista de personajes de catorce páginas, una acción que transcurre en varios países y husos horarios diferentes, en culturas dispares de las que tienes un conocimiento que, siendo muy diplomáticos, podría calificarse de mejorable; porque te has inventado idiomas sin tener ni repajolera idea de filología; porque en esa novela desbarras a dos carrillos sobre política, religión, sexo, historia, sexo, filosofía, sexo, violencia, psicología, sexo, magia negra, sexo y, bueno, también sobre sexo. Porque vas por muy mal camino. Porque no has intentado mantenerlo simple. Porque no te has hecho la pregunta más importante y esa pregunta es:

Si le quitas todo el vicio y concupiscencia, las conspiraciones internacionales, los líos familiares folletinescos, los viajes a otras dimensiones, las peleas a cuchillo, los tiroteos, las intrigas palaciegas... ¿queda una historia interesante, incluso muy interesante, digo más, queda una buena historia?

Si no puedes responder afirmativamente a esa pregunta, limítate a mantenerlo simple. No necesitas setecientos personajes. En la primera novela que conseguí terminar después de arrimarle la cerilla a mi Libro de arena prácticamente sólo hay dos personajes. Repito: dos. Mantenlo simple. Después de irme por los cerros de Úbeda con un disparate que, entre otros escenarios, abarcaba Marte, una galaxia lejana y el pasado ancestral de la tierra, conseguí contar un relato que transcurría entre Canadá y Estados Unidos, que parece mucho terreno a cubrir, pero ni por asomo puede compararse con el despropósito de mi novela mancillada en doce libretas de las gordas. Tras intentar contar una historia bigger than life y fracasar, y darme cuenta de que mi pretendida obra «más grande que la vida» no era más que una colección de pequeños episodios cotidianos, me lancé a desarrollar un tema muy simple, casi cotidiano: la enésima visita al argumento del antihéroe buscando redención, el fiel Lanzarote al rescate de una casta Ginebra que ni era tan casta, la muy pérfida, ni estaba dispuesta consentir que Lanzarote se condujese como un eunuco.

Lo que me encontré, una vez despojada mi prosa de la pirotecnia, el Dolby Surround, la estereoscopía anaglífica, el CGI, la captura de movimiento y a Cate Blanchett, fue una cosita muy humilde, de unas doscientas páginas; una narración más simple que el mecanismo de un botijo, basada en un concepto repetido hasta la saciedad por autores mucho más dotados que yo (y esto es algo de lo que podríamos hablar en otra ocasión, si te apetece: de los esquemas que se usan y de los que se abusa una y otra vez desde hace siglos, no por pereza, sino porque funcionan); un libro, en pocas palabras, que me llevó a decir, en voz alta y con una mueca de absoluta incredulidad:

«¿Pero de verdad esto lo he escrito yo?»


Ocho personajes y una casa vacía.

Créeme, se puede contar una historia apasionante incluso con menos.

Por todo lo que acabo de exponer entenderás mi preocupación. Porque la anunciada segunda parte lleva el título de The Man From Earth: Holocene. Porque nos tememos qué significa eso. Porque sospechamos un inflado presupuesto y el respaldo de una productora decidida a corromper la obra original, con toda su cenobítica, teatral y pobretona dignidad. Porque por algo los realizadores de Deadpool, película de bajo presupuesto según lo que se estila en el género, rechazaron los cienes y cienes de millones que les ofrecieron para hacer la secuela (ahora a ver si tienen huevos de mantenerse en sus trece, que la pela es la pela y a ti te encontré en la calle). Porque cuando sales de una proyección comentando los efectos especiales, la fotografía o lo apuradas que llevaba la actriz protagonista las ingles brasileñas estás confesando que la película era una puta mierda.

El guión de Battleship se reduce a esto: Rihanna mojada.
Te prometo que, cuando llegué a los créditos finales de The Man From Earth, yo no tenía ni puñetera idea de cómo de apurada llevaba David Lee Smith la línea del biquini.

Ojalá eso sea lo peor que nadie pueda decir de tu libro.

Que probablemente sea una puta mierda.

Variaciones sobre el mismo tema:


http://axxon.com.ar/not/178/c-1783056.htm
https://en.wikipedia.org/wiki/The_Man_from_Earth
http://www.revistagq.com/noticias/cultura/articulos/the-man-from-earth/21993
http://www.blogdecine.com/criticas/jerome-bixbys-the-man-from-earth-creyendo-lo-increible

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