domingo, 26 de junio de 2016

Consejos vendo que para mi no tengo (I)


Éste es un país de jubilados dirigiendo obras públicas desde las vallas, motivo por el cual no debería sorprenderte que todo el mundo afirme emborronar cuartillas mejor que tú. Haz la prueba: teclea en la barra de búsqueda de Google «Decálogo del escritor», «Mandamientos del escritor» u otra ecuación semejante y verás a qué me refiero. Puede llegar a ser una forma divertida de pasar la tarde del domingo... a menos que tu idea de diversión implique música, alcohol, drogas de las duras y sobre todo sexo, mucho sexo; pero si tuvieses todo eso no estarías leyendo esta página, así que ¿a quién pretendes engañar?

Tomemos, con carácter meramente pedagógico, algunos ejemplos de guías para escritores noveles. 

Augusto Monterroso, a través de uno de sus personajes, nos recomienda:
  1. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
  2. No escribas nunca para tus contemporáneos ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad.
  3. En ninguna circunstancia olvides eso: en literatura no hay nada escrito.
  4. Lo que puedas decir con cien palabras, dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio: jamás escribas nada con cincuenta palabras.
  5. Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador, … el escritor lucha con el lenguaje. Para esta lucha, ejercítate día y noche.
  6. Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores….
  7. No persigas el éxito.
  8. Fórmate un público inteligente….
  9. Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree, cuando estés seguro, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
  10. Cuanto mejor escribas, más lectores tendrás; si escribes cosas para el montón, nunca serás popular….
Horacio Quiroga, por su parte, reúne este decálogo:
  1. Cree en un maestro —(Poe, Maupassant, Kipling, Chejov)— como en Dios mismo. 
  2. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
  3. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
  4. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
  5. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
  6. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba el viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
  7. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
  8. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
  9. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
  10. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Mi favorito, no obstante, es aquel (lamentablemente apócrifo) que circula por Internet y del cual existen varias versiones. Aquí ofrezco una:
  1. Lo primero es conoser vien la hortografia.
  2. Cuida la concordancia, el cual son necesaria para que no caiga en aquellas errores.
  3. Y nunca empieces por una conjunción.
  4. Evita las repeticiones, evitando así repetir y repetir repetidas veces lo que ya has repetido repetidamente.
  5. Usa; correctamente. Los signos: de, puntuación.
  6. Trata de ser claro; no recurras a hieráticos, herméticos o errabundos gongorismos que puedan jibarizar las mejores ideas.
  7. Imaginando, creando, planificando; un escritor no debe aparecer equivocándose, abusando de los gerundios.
  8. Correcto para en la construcción ser, caer evita en trasposiciones y solecismos.
  9. Líate la manta a la cabeza, toma al toro por los cuernos y evita los lugares comunes.
  10. Si tú speak & write en castellano, it's OK.
  11. ¡Voto a Bríos! ¿Qué se fizo de la lengua del tu padre, que olvidada la has y por la de los tuyos antepasados?
  12. Si algún lugar menos indicado para dejar colgado un verbo, el final de un párrafo lo es.
  13. ¡Por el amor de Dios, no abuses de las exclamaciones!
  14. Pone cuidado en las conjugaciones cuando escribas.
  15. No utilices nunca una doble negación.
  16. Procura nunca los infinitivos separar demasiado.
  17. Relee siempre lo escrito y comprueba que no palabras.
  18. Hablando de frases fragmentadas

Todos, en mi modesta opinión, incurren en el mismo pecado original: se toman a sí mismos demasiado en serio, incluso cuando parecen no hacerlo en absoluto, y regatean algunas verdades fundamentales para cualquier escritor.

Yo mismo, en mi afán de servicio público, amor al trabajo (espacio para risas del público) y devoción por los cuatro lectores mal contados de esta página, me he echado al monte (no al Sinaí, que me pilla a tomar por culo de casa, sino al Monte do Gozo, que lo tengo casi al lado) y descendido con las tablas de la Ley. Además, en un arrebato de celo y pundonor, me he tomado la molestia de glosar mis consejos. 

Aquí ofrezco mis diez mandamientos para el aspirante a literato, por si a alguien le aprovechan.

1. Búscate un curro.

En serio.

Me la bufa lo bien que se te de esto de escribir, y a ti también debería bufártela. Seguro que escribes como Dios (aunque en tal caso no sé qué coño haces leyendo esto), atesoras más vocabulario que la Enciclopedia Británica, cabalgas como nadie el subjuntivo, has domado las subordinadas y te salen las novelas y cuentos como flatulencias de vegano; pero todo eso no significa nada. Mozart era el puto amo y murió en la más ignominiosa miseria, empufado hasta los ojos y con roña bajo las uñas. Y tú, asúmelo, no tienes ni la millonésima parte del talento de Mozart, así que ni te plantees comer de lo que escribas. En este país, esa envidiable aristocracia la componen media docena de privilegiados, y tú no eres ninguno de ellos. No seas iluso: asegúrate los garbanzos. Ni te imaginas lo creativo que puedes llegar a ser cuando no te acuestas cada noche preguntándote si tendrás un plato de comida en la mesa por la mañana ni planea sobre tu cabeza la amenaza de un desahucio.

El mundo no te debe nada. Si todavía no tienes los cojones pelados por la vida, acepta mi palabra sobre esto: es mejor currar cincuenta horas semanales, disfrutar de algo parecido a un sueldo decente y dedicar a tus libros la digestión de la cena, antes de meterte en el sobre a contar Saras Sampaio, que escribir bajo un puente veinte horas diarias mientras agonizas de inanición.

Y además, de todas formas seguro que tu libro es una mierda.
 
2. Apaga el router.

No estoy de broma. Apaga el puto router. ¿Cuándo coño vas a escribir tu obra maestra si te dedicas a actualizar tu estado en Facebook cada veinte segundos, retuiteas todas las chuminadas que te envían tus siete millones ochocientos mil treinta y dos contactos y, encima, te has empeñado en bajarte todo el porno de internet? 

Apaga el router, coño. La literatura requiere concentración. Escribir desde un ordenador conectado a Internet es precisamente lo último que deberías hacer. Es como intentar estudiar Derecho Romano en medio de un peep-show. Pura y simplemente no va a funcionar. Si te sobra la pasta, hazte con un PC sin conexión a Internet, instálale la suite ofimática de tu elección y nada más (ni pinterest, ni juegos, ni twitter, ni pollas). Emplea ese ordenata sólo como procesador de textos. Ah, y no olvides hacer copias de seguridad. Esto te lo recomienda un ternasco que no acostumbra a seguir sus propios consejos y al que, no hace mucho, un virus informático trituró siete años de trabajo. Sí, has leído bien: siete años de trabajo a mamarla. Así, en menos tiempo del que se tarda en escribirlo.

Si no te sobra la pasta, la solución es muy sencilla: apaga el router de los cojones, que es la tercera vez que te lo digo ya, hostia, que pareces tonto. ¡Que lo apagues! Y quien dice el router dice la televisión, la Playstation y todas las demás distracciones. Me da igual que estés a punto de llegar a Nivel Diez de prestigio en el Call of Duty: Ghosts y que hoy echen otro capítulo de Vis a vis que no puedes perderte porque La Rizos te pone... ¡Joder cómo te pone La Rizos! ¡Hostia, y a mí, no te jode! Pero La Rizos no va a venir a escribir tu puto libro. No creo ni que La Rizos lea, que está demasiado buena para perder el tiempo con esas tonterías en vez de pasarse el día fornicando. Deja tranquila a La Rizos, que, además, ya está pillada. Deja la puta consola. Apaga el televisor y ponte a escribir, cojones.

Que ni siquiera ella te aleje de la literatura.


Pon tu PC sin acceso a Internet en una habitación privada o en el rincón más tranquilo de tu mierda de pisito de protección oficial en Alcobendas y consigue al menos una hora diaria de silencio y aislamiento para ti y tu trabajo. Descubrirás los beneficios muy pronto. Te lo prometo.

¿Qué coño haces con el router todavía encendido? Mira que voy ahí y te doy, ¿eh?

3. No te lo tomes demasiado en serio.

Ésta me la agradecerás antes o después. Seguro que escribes como los ángeles. Apuesto a que el jurado de los Juegos Florales de Follacristos de la Frontera, al que te has camelado seis años seguidos, son muy exigentes. Es más, probablemente hayas vendido seis millones de ejemplares de tu libro La hueca vacuidad de la nada abismal, y te felicito por ello; pero, sin menospreciar todos tus logros literarios, poner en duda tu vasta cultura humanística, cuestionar los quilates de tu talento ni tu conspicuo palmarés... ¿es absolutamente imprescindible que vayas por la vida pidiendo a gritos que te preñen a hostias?

Verás, esto de escribir en realidad no es tan especial, ¿sabes?; sólo una forma más, tan digna o indigna como cualquier otra, de morirse de hambre. De hecho, si algún día alcanzas el envidiable estatus de escritor profesional al que aludimos en el primer mandamiento, deberías presentarte a ti mismo como «Fulano de Tal, Muerto de Hambre». Yo en tu lugar encargaría tarjetas de visita y todo. Te lo digo, insigne artista, para que tus amigos te sigan hablando, tu novia no te mezquine el placer oral y tus padres no te pongan las maletas en la puerta.

La próxima vez que te plantees negar el saludo a Manolito, al que conoces de toda la vida, porque sigue siendo un destripaterrones y tú ya esplendes en el mundillo artístico de Mediahostia de Abajo, la próxima vez que se te presente la oportunidad de faltar a una reunión del ateneo literario que contribuiste a fundar (porque ahora ya eres una celebridad y tienes aspiraciones mucho más elevadas), recuerda estas líneas y recapacita. Que ya hemos visto escritores pasar en dos años del «¡Eh, eh, eh, calma, que yo sólo he escrito un libro!» a «¡Doblad la rodilla ante mí y comedme la polla! ¡Gentuza!»

El éxito (y lo que vale para los autores de éxito vale para los escritores malditos, que merecen una entrada aparte en cualquier bitácora) es un chapero tornadizo y cínico. Quizá la semana que viene, el año que viene, nadie se acuerde de que llevas veinte años siendo la futura promesa de las letras castellanas, pero todas las personas a las que ofendas mientras te dure la fatuidad se acordarán de ti.

Y de tu madre no veas.

4. Adopta un horario de oficina.

No literalmente, claro. Si cumples con el primer mandamiento y te buscas un curro que te garantice el vil metal y unos recursos de supervivencia básicos, mal podrás escribir de nueve a una, a menos que tu trabajo sea vigilante de cementerio, conserje nocturno de un follódromo o algo igualmente ignominioso. Lo que recomienda este cuarto mandamiento es ajustar tu actividad literaria a una rutina cotidiana. Si todos los días, pongamos a las nueve y media, una vez has terminado de cenar, bañado a los críos, pellizcado una nalga a tu pareja y encajado una bofetada de su parte, te sientas en tu lugar especial de la casa (tu habitación, si tienes suerte) y escribes cuarenta y cinco minutos, una hora, aunque creas que no te va a salir nada, estás programando tu cerebro para ser productivo justamente a esa hora. Hazlo durante un par de semanas y notarás la diferencia. Descubrirás que cada vez te resulta más fácil progresar en la escritura. Que llegas a la página en blanco con los reflejos bien templados, kilotones de energía y un montón de ideas que has ido gestando a lo largo del día sin pararte a pensar en ello.

Es mejor escribir una hora entera, de corrido, aunque más tarde sólo puedas aprovechar un párrafo, que dedicarle catorce horas diarias y acabar con veinte páginas de yesca. Además, a menos que seas un completo zote, si adoptas este sistema pronto habrá cada vez menos descartes en tus textos (hasta un límite, ¿eh? No te creas que esto es un truco de magia).

Yo antes escribía todo el día. Todo el santo día. Me llevó cuatro años terminar los dos primeros capítulos de una novela. Dos capítulos que daban bastante ascazo. En cuanto decidí ponerme un horario (por aquel entonces trabajaba por las mañanas, escribía de cuatro a siete, hacía una pausa de una hora y luego otra hora y media después de la cena) pude acabar otros catorce, he dicho catorce, capítulos en tres años.

Lo dicho: adopta un horario. El que sea. Intenta averiguar en qué momento del día eres más prolífico (en mi caso es por la noche, justo antes de acostarme, cuando los mecanismos del sueño ya han empezado a activarse) y consagra esas horas a exprimir el potencial de tu cerebro, pero, si ese horario entra en colisión con el de ganarte el pan, educa a tu cerebro para que esté listo a la hora que puedas dedicarle a la escritura. Si yo he podido, créeme que tú también puedes.

5. Comete todos los errores que puedas.

Dicho en román paladino: si nunca te has hundido hasta el corvejón en mierda, ¿cómo la vas a reconocer cuando te la encuentres?

Uno de mis más ilustres profesores solía decir «los experimentos, mejor con dinamita». Sí. Dinamita.

Ya sé, y él también lo sabía, ¡todo el mundo lo sabe!, que el refrán es «los experimentos, mejor con gaseosa», adagio popular que pretende evitarnos disgustos dirigiendo nuestra curiosidad hacia exploraciones compatibles con la supervivencia de la especie. Lo que este preceptor al que aludo pretendía enseñarnos con su personal paráfrasis era que no compensa probar cosas nuevas, que debemos ceñirnos a los métodos y técnicas probadas y que gozan del marchamo de generaciones de solvencia; pero que si queremos salirnos del camino trillado balizado por nuestros predecesores es mejor hacerlo a toda leche, sin frenos ni chichonera, para que cuando recobremos el conocimiento en Urgencias hayamos aprendido la valiosa lección del conformismo, la timidez, la mediocridad.

Y esto lo decía, manda huevos, el profesor de una escuela de Arte.

Mi particular consejo, amigo escritor, es que cuando te veas ante la página en blanco te lances a lo loco. ¡Éntrale al cursor como te gustaría entrarle a Sara Sampaio si la vieses en una discoteca hasta el culo de White Russians! ¡Ponte a imitar a los autores románticos alemanes sin haber leído en tu puñetera vida a Goethe, Hölderlin o Novalis! ¡Haz hablar a tus personajes como hidalgos del Siglo de Oro aunque sean embrutecidos pelagatos endogámicos de la serranía de Huelva! ¡Escribe tu propio clon de El señor de los anillos, imitando descaradamente el estilo de Tolkien! ¡Pon a tu protagonista en una situación límite y luego rescátalo con un insultante Devs ex machina! ¡Escribe poesía desde tu analfabetismo pertinaz! Haz todas las locuras que se te ocurran. ¡Banzaaaaaaaaaaai!


¡A escribiiiiiiiiiiiiir!


Así, cuando te pegues la hostia de tu vida (cuando Sarita te vacíe en los ojos su espray de defensa y luego te clave en el escroto la puntera de sus stillettos), habrás aprendido dónde están tus límites, qué te queda todavía por hacer, cuáles son los recursos narrativos, las decisiones de argumento, los diálogos que bajo ningún concepto debes utilizar si pretendes conservar el respeto y la atención del lector.

El que suscribe ha leído casi de todo: escenas eróticas escritas por quien, saltaba a la vista, no es que no hubiese echado un polvo, es que ni siquiera se había cascado una paja en la vida; romanos del siglo I a.C. a los que sólo les faltaba tuitear desde sus iPhones la última ocurrencia de Cayo Julio, genios superdotados que no eran ni siquiera tan cretinos como sus creadores, sino muchísimo menos, y amas de casa inglesas medio lelas que componían su discurso con tan relamido vocabulario y abigarrada sintaxis que habrían hecho vomitar al más pedante de los académicos.

Comete todos los errores que puedas. Comete muchos errores pequeños y unos cuantos muy grandes, y, si es posible, asegúrate de añadir a tu colección de traspiés dos o tres cagadas verdaderamente descomunales. Nada te enseñará más que un error bien gordo. Cuantos más cometas, más aprenderás. Cuanta más mierda escribas, con mayor facilidad la reconocerás y podrás evitarla en el futuro.

De nada.

(La conclusión en la próxima entrada. Permanezcan atentos a sus pantallas. A la misma bat-hora en el mismo bat-canal)

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