lunes, 30 de mayo de 2016

Cómo ser Steven Spielberg


Cuando comencé mis estudios superiores trabé contacto con una plétora de estudiantes de arte. Eran pintores, escultores, dibujantes, actores, fotógrafos, directores de cine y, sí, algunos escritores de ambos sexos, de todos los tamaños, de todos los colores, olores y sabores decididos a incorporarse a la honrosa infantería de la cultura española.

Durante un tiempo me sentí a mis anchas. Estaba rodeado por personas a quienes suponía sensibilidad estética, estudiantes de todas las artes con los que podía hablar de cine, de música, de pintura, de escultura, de arquitectura y, sí, también, de literatura. Por primera vez en mi vida no fui marginado ni escarnecido. Ya no era ése rarito que en los recreos prefería leer o escribir antes que romper su enésimo par de gafas parando un balón de reglamento con los hocicos. Es más: comparado con alguno de mis compañeros artistas, yo era el normal. Con decir que algunos de mis compañeros de estudios parecían recién salidos de Proyecto Hombre queda todo explicado.

No sé cuánto me duró la tontería. Puede que unos seis meses, que, dicen los sabios de bata blanca, es lo máximo que dura ese estado de cretinez transitoria al que llamamos «enamoramiento». Quizá un poco más. No sé. Se admiten apuestas.

Al igual que un día nos damos cuenta de que el ser amado ronca, porfía en buscar petroleo en sus fosas nasales o dispara unas flatulencias particularmente hediondas, en un momento dado descubrí una evidencia desalentadora: todas estas personas tan sensibles, cultas y creativas que me rodeaban dedicaban tres horas diarias a emporrarse vivos y otras veinte a hablar de los cuadros que iban a pintar, las estatuas que iban a esculpir, las fotografías que iban a sacar, las películas que iban a rodar, las obras de teatro que iban a dirigir, o en las que iban a actuar, y, sí, los libros que iban a escribir. Comprometían casi todo su aliento en detallarte sus planes de futuro y raras veces accedían a mostrarte un ejemplo de su trabajo, parapetados tras excusas realmente pobres; un rosario de sucesivos corta-y-pega del «se los comió mi perro» de toda la vida.

Que un grupo de artistas dedicase más tiempo a hablar de arte que a crear me puso en guardia.

Mucho.

También aprendí que ningún artista quiere oír lo que realmente piensas de su obra. No importa la vehemencia con la que apelen a tu honestidad. La mayor mentira que oirás en tu vida en labios de un artista es, «quiero que me des tu sincera opinión». No te dejes engañar por toda esa fachenda, cinismo y prosopopeya. El artista es en realidad un acomplejado consciente de que aspira a ganarse el pan con algo que, afrontémoslo, casi no parece un trabajo; así que vive con el secreto temor de que le señalen como un farsante, un fatuo y un parásito de la sociedad del bienestar. El artista encubre su inseguridad bajo toneladas de impostada fe en el talento que se le atribuye, lo tenga o no. Ése es un escudo tan fuerte como promesa de ramera; no soporta el impacto de un mohín desdeñoso, pero requiere océanos de lisonjas para bruñir su égida. Así que si eres tan ingenuo y papanatas para dejarte convencer por la impostada sinceridad de un artista y,
mortificado por las terribles consecuencias de permitirle perseverar en el error, le dices algo como:
«Bueno, para expresarlo con diplomacia te diré que es la mayor puta mierda que he visto en mi vida. Y te lo digo con todo el cariño del mundo, ¿eh?».

Agárrate los machos. Un artista no perdona. Un artista no olvida. Acabas de ganarte un enemigo mortal. Como dependa de él una exposición, un artículo de prensa, una beca de estudios o una crítica que pueda en modo alguno beneficiarte, date por follado.

Pero ése no es el motivo por el cual dejé de frecuentar a estos diletantes, vagos, porreros, inseguros y rencorosos fantoches. No tomé la decisión de poner horizontes de tiempo y océanos de indiferencia entre la comunidad artística y yo hasta el día en que conocí al hombre que quería ser Steven Spielberg. Como en aquella película, en la que una pequeña puertecita permitía meterse en el cuerpo de John Malkovich y manejarlo a tu antojo durante unos minutos, este personaje aspiraba a poseer las circuncidadas carnes de Steven Spielberg. Pero no de cualquier Steve, sino del que filmó Parque Jurásico.  


¡Órale señor Spielbergo!
Vayamos por partes, que decía Jack.

Descubrí al
hombre que quería ser Steven Spielberg en el cumpleaños de un colega. Tenía más o menos mi edad y me fue presentado como estudiante de cine. Lo primero probablemente fuese cierto. Que lo segundo era una falacia quedó demostrado en algo menos de diez minutos de conversación. El hombre que quería ser Steven Spielberg ni siquiera preguntó mi nombre. A los tres segundos de conocerme empezó a hablar de sus temas favoritos, que eran básicamente él, él mismo y toda su mismidad; y de su secreta aspiración: llegar algún día a ser el Steven Spielberg que rodó Parque Jurásico. Me disponía a desengañarle al respecto (a fin y al cabo, Steven Spielberg sólo hay uno y Parque Jurásico ya había sido rodada), cuando dijo algo que disparó mi sentido arácnido.
«Espera, ¿qué?».

Me lo repitió: estaba estudiando Magisterio.

Debo señalar que no hay ningún motivo por el cual un estudiante de Magisterio no pueda o no deba intentar convertirse en director de cine. La verdadera vocación no entiende de currículos académicos: Terry Gilliam jamás pisó una escuela de cine, Christopher Nolan estudió literatura inglesa, Kurosawa era pintor, Kubrick, fotógrafo y ayudante de sonido, además de un ajedrecista compulsivo y «un hijo de puta con talento», en palabras de Kirk Douglas. No obstante, me llamó la atención que El
hombre que quería ser Steven Spielberg tuviese tan clara su orientación profesional y no hubiese elegido unos estudios más acordes con su proyecto: Arte Dramático, Bellas Artes, Historia del Arte, joder, hasta Imagen y Sonido. Lo que fuese, mientras estuviera remotamente emparentado con el cine. ¿Acaso había tenido problemas con el número de plazas de la facultad o la nota media de la Selectividad? Me lo negó y yo empecé a no entender nada. Aún no había asimilado en toda su abisal demencia que aquel joven desnortado no quería convertirse en director de cine: quería ser el Steven Spielberg de Parque Jurásico (Marca Registrada) y no estaba dispuesto a renunciar a ello por más que el sentido común y el principio de causalidad estuviesen en su contra.
«Bueno, ¿y qué clase de películas te gustaría rodar?».

A mi pregunta, el
hombre que quería ser Steven Spielberg comenzó a desmenuzarme Parque Jurásico™ plano a plano, secuencia por secuencia, recitó líneas enteras de diálogo, haciendo falsete para imitar las voces de Ariana Richards y Joseph Mazello, (a quien años después vi interpretando a Eugene Sledge en The Pacific y no reconocí) y ejecutó una notable imitación de la pose y el rugido de un Tiranosaurio Rex.

Juro que pensé que mis amigos artistas me estaban gastando una broma.

Una de esas que no tienen ni puta gracia.

En aquella época yo ni siquiera tenía un juicio propio acerca de
Parque Jurásico™. Había huido de los cines que la proyectaban asqueado de la machacona, intrusiva y asfixiante campaña de publicidad puesta en marcha por Universal Pictures, emperrada en convencerme de que debía ir a ver Parque Jurásico™, que me iba a encantar Parque Jurásico™, que mi vida estaría incompleta hasta que viese Parque Jurásico™, que en los años venideros los supervivientes de mi generación se reconocerían los unos a los otros preguntándose «¿tú dónde estabas cuando estrenaron Parque Jurásico™»?, que debía beber Coca-Cola Parque Jurásico™, comer caramelos Parque Jurásico™, ponerme camisetas Parque Jurásico™, conducir un coche Parque Jurásico™, limpiarme el culo con toallitas húmedas Parque Jurásico™, tratar mi tos con jarabe mentolado Parque Jurásico™ con codeína,  enfundar la chorra en un condón Parque Jurásico™ y ponerle a mi novia una máscara de velocirraptor Parque Jurásico™ antes de follármela. Atosigado por este despiadado bombardeo de publicidad, me negué a convertirme en una estadística y, en el momento en que conocí al hombre que quería ser Steven Spielberg, conservaba mi inocencia acerca de la película y mi fe en la civilización.

Años después vi
Parque Jurásico™ por televisión y me gustó, pero después de conocer al hombre que quería ser Steven Spielberg ya nunca recuperé la fe en la humanidad.

El
hombre que quería ser Steven Spielberg podía decirte con cuántas cámaras se había rodado una determinada escena de Parque Jurásico™, cuántas tomas había requerido, qué cambios había introducido Steven Spielberg en el guión original, cuándo había improvisado un plano, cuántos litros de agua caían en la persecución del T-Rex, dónde comprar el pañuelo de Sam Neill y qué había desayunado Jeff Goldblum cada día del rodaje.

Y a eso se limitaban todos sus conocimientos sobre cine.

El hombre que quería ser Steven Spielberg no había visto entera ni una sola de las otras películas de aquel a quien aspiraba a sustituir. No conocía El diablo sobre ruedas (para mí, la mejor de todas la de Steve) y había sido incapaz de terminarse Tiburón, supongo que debido a la ausencia de dinosaurios. No había visto E.T., Encuentros en la Tercera Fase, El color púrpura ni El imperio del sol; se enteró allí mismo de que, el mismo año de Parque Jurásico™, Spielberg también había dirigido una película sobre el Holocausto, de que el barbado director también era responsable de una descacharrante comedia (que se pegó la madre de todas las hostias en taquilla), de la última película en la que participó Audrey Hepburn y de una de las más frescas y divertidas versiones de Peter Pan que jamás he visto. Además, el hombre que quería ser Steven Spielberg estuvo porfiándome durante casi diez minutos que En busca del arca perdida, Indiana Jones y el templo maldito e Indiana Jones y la última cruzada las había dirigido el hombre con la papada más repulsiva de la industria, ya sabéis, el padre del personaje más odiable, torturable y fusilable de la historia de la ciencia-ficción.
 
El
hombre que quería ser Steven Spielberg, y que me fue presentado como estudiante de cine, no sabía ni una puta mierda de cine, no veía películas, no creía que necesitase hacerlo, aseguraba que no podía aprender nada sobre cine que no hubiese aprendido ya después de engullir catorce mil sesiones de Parque Jurásico™ y se enorgullecía de ello. Estaba convencido de que, antes o después, se le aparecería un hada madrina, le tocaría con su varita mágica (quienes hayan leído a Freud tienen mi permiso para reírse llegados a este punto), le transformaría en Steven Spielberg (o al menos en su imitador mexicano no sindicado) y le enviaría atrás en el tiempo al primer día de rodaje de Parque Jurásico™, donde, muy lejos de aportar su particular visión sobre la historia o los personajes, El hombre que quería ser Steven Spielberg se limitaría a fusilar, plano por plano, la película que conocía de memoria. Y todo eso le pasaría porque sí. Porque él lo valía. Por sus santos cojones. Porque ya te enseñan las pelis Disney que si eres muy bueno, te comes todas las verduras y no renuncias a tus sueños, antes o después conseguirás todo lo que deseas.

Tampoco ella estaba en la lista de invitados
Juro por el fragante, redondo y sagrado ombligo de Sara Sampaio que yo no paraba de mirar a la gente de mi alrededor, preguntándome cuándo iban a empezar a descojonarse de risa y gritar «¡inocente!».

Porque aquello tenía que ser una broma.

¿Verdad?

Recapitulemos: nuestro estudiante de cine no estudiaba cine, ni se lo planteaba.

Nunca había rodado ni un mísero cortometraje con el VHS de papá, ni tenía intención de hacerlo.

No leía libros sobre cine, ni siquiera revistas de estrenos, a menos que contuviesen algún artículo sobre
Parque Jurásico™.

No escribía ni leía guiones.

No veía películas. Cero. Nada. Sólo veía, una y otra vez,
Parque Jurásico™.

No sólo quería lo imposible, sino que no estaba dispuesto a hacer nada para lograrlo. Cero esfuerzo. Cero sacrificios. Cero. Era el agente Cero Cero Cero. Licencia para aburrir.

Venga, ya. Aquello tenía que ser una broma. ¡Empezad a reíros de una vez, cabrones!

¿Cabrones?

¿Hola?

No podía creer que hubiese en el mundo gente tan... tan... ¡Es que ni siquiera encuentro un adjetivo para colorear tamaña mentecatez!


Debería haberlo dejado aquí.

Pero no. Masoquista que soy,
improvisé un Trivial Pursuit cinematográfico, confiando en descubrir una luz de esperanza en la dura mollera de aquel majadero. Vano intento. El hombre que quería ser Steven Spielberg no podía citar ni un solo título de mis directores favoritos, no era consciente de haber visto jamás una película de Abel Ferrara, John Carpenter, David Cronenberg, Stanley Kubrick, Billy Wilder o John Ford, por citar media docena; no sabía quiénes eran Orson Welles, Raoul Walsh, Max Ophuls, Otto Preminger, Yasuhirō Ozu, Carl Theodor Dreyer o Cecil B. DeMille ni le importaba un carajo, y creí que iba a sufrir un ictus cuando le dije que Clint Eastwood llevaba dirigiendo películas desde los años 70 y que, además de desparramar testosterona y casquería asiática, Sylvester Stallone había escrito el guión de Rocky, reconocido en 1976 con un premio de la Cofradía de Escritores de América y candidato a los Bafta, los Globos de Oro y los Óscar de ese mismo año.

Llegados a este punto renuncié a preguntarle al
hombre que quería ser Steven Spielberg si tenía la más mínima noción del lenguaje o la técnica cinematográfica, conocía la estructura clásica en tres actos, sabía diferenciar un plano picado de un contrapicado, podía explicarme qué es un arco de transformación, un copión, un travelling o, en un acceso escarolitrópico gmnésico, una script-girl.
«¿Me disculpas un momento?», le dije. «Acaba de entrar una chavala a la que me estoy trabajando y quiero saludarla».


«Claro, claro», me dijo él.

Admito que la chavala a la que me estaba trabajando no acababa de entrar, además tampoco sabía que me la estaba trabajando y, por si eso no fuese suficiente, era lesbiana crónica. Me escabullí del
hombre que quería ser Steven Spielberg, me encerré en el cuarto de baño y vomité hasta los primeros calostros que mamé en mi vida.

A la manera de Saulo, acababa de caerme del caballo camino de Damasco. El
hombre que quería ser Steven Spielberg me había abierto los ojos. No era un mal tipo. En serio. Sólo sufría un caso agudo de la misma enfermedad que padecían la inmensa mayoría de los artistas con los que me relacionaba: el escultor que idolatraba a Miguel Ángel Buonarroti sin gozar ni de un átomo de su talento y que disipaba sus energías filtrando cubatas de ron, practicando sexo de riesgo y quemando porros de rojo libanés; la fotógrafa depresiva, manipuladora e insufrible, que iba a todas partes con su Nikon nuevecita para que todo el mundo se diese cuenta de que era una Annie Leibovitz o una Gisèle Freund (o un Richard Avedon con vagina), y el pintor que sacó un sobresaliente por presentar a un examen el trapo en el que limpiaba los pinceles y que una vez casi me forra a hostias cuando le dije que consideraba a Jackson Pollock un puto fraude. Y esos tres ejemplos son casi lo más digno que puedo ofrecer.

Todos los ejemplares de esta fauna codiciaban lo mismo: el hada madrina, el toque de varita, el giro de destino, el devs ex machina que les llevaría a esa puertecita abierta al éxito sin esfuerzo, el talento sin compromiso, la popularidad sin mérito, el arte sin sacrificio. Todos tenían un Steven Spielberg al que soñaban suplantar y un
Parque Jurásico™ que les gustaría poder atribuirse.

Pero no tenían la menor intención de desperdiciar ni un pellizco de sus valiosas energías en lograrlo.

Mis amigos artistas no aspiraban a crear cuadros, estatuas, fotografías, películas, libros.

Aspiraban a dar un braguetazo con las musas. Criar fama y echarse a dormir. Estaban decididos a convertirse en artistas y no iba a detenerles su carencia de vocación, talento, disciplina o energía.


"Pronto sentirás la seducción del Lado Oscuro".
Temblando de espanto, trémulo de horror lovecraftiano, empecé a preguntarme si yo mismo no me habría contagiado de esa terrible enfermedad incapacitante. Hice memoria e intenté calcular cuánto tiempo dedicaba a hablar de los libros que pensaba escribir, de las historias que me rondaban por la cabeza, de mis planes para cuentos, poemas, artículos, guiones de cine, de cómic (y, ¿por qué no?, de televisión), y cuántas horas consagraba al solitario, silencioso y ascético ritual de la escritura propiamente dicha. Entre escalofríos y palpitaciones repasé mis más recientes proyectos: había dejado a medias una novela de ciencia-ficción para empezar una historia de vampiros que había aparcado en el segundo capítulo después de acometer los primeros párrafos de otra novela de ciencia-ficción, distinta de la anterior; tenía media docena de cuentos espantosos que no había releído ni corregido jamás y estaba atascado en el guión de un cómic de terror, y todos estos textos embrionarios se parecían sospechosamente a otros tantos trabajos de Stephen King y Eric Van Lustbader, que era casi lo único que leía por aquel entonces.

Yo no era mejor que el Hombre que Quería Ser Steven Spielberg. Yo era el Hombre que Quería Ser Stephen King, el Hombre que Quería Ser Eric Van Lustbader o algún grotesco híbrido engendrado a media por ambos. (¿Eric King? ¿Stephen Lustbader? Suenan a nombres de actor porno)

Me lavé la cara, salí del baño, y pasé revista a los invitados a aquella fiesta: todos artistas o que pretendían serlo. Intenté recordar la última vez que alguno de ellos me había mostrado un dibujo, un cuadro, una escultura o una fotografía propias. Fracasé al intentar evocar el recuerdo de uno de mis amigos sensibles, creativos, renunciando a mi compañía, rechazando una invitación al cine o interrumpiendo un animado coloquio porque tenía que irse a su estudio a trabajar en un proyecto.

Sacaron la tarta de cumpleaños y por primera vez en mi vida vi a la fotógrafa ciclotímica utilizar su carísima Nikon y sacarle fotos al homenajeado ante las velitas encendidas. El groupie de Miguel Ángel le estaba comiendo los morros en el sofá a una punk de cresta mohicana verde que olía a camarera de club nocturno macerada en las municiones venéreas de catorce camioneros rumanos (y a la que yo había visto en al menos dos ocasiones con la chuta colgando del tobillo, alelada mientras le galopaba por las venas heroína de la peor, de ésa que parece cortada con mierda). ¿Dónde estaba el paladín de Jackson Pollock? Serpenteaba, amarillo como un leproso, en dirección al váter, impelido a desbeber los cuarenta calimochos que había trasegado.

Negándome a creer que mi desamparo fuese completo, busqué entre los invitados a los dos, quizá dos y medio, únicos artistas a los que aún respetaba; esos que se esforzaban por dominar la técnica de su arte, que nunca alardeaban de su valía ni voceaban sus futuras obras maestras, que levantaban montañas de bocetos, que siempre tenían las uñas sucias, la mirada perdida, los calcetines desparejados, que hacían las preguntas más inteligentes en clase y nunca menospreciaban los conocimientos del profesor. Esos que atraían nuestras burlas porque iban a todas las inauguraciones y se ponían morados de canapés, vino y mini-sándwiches, como si no esperasen volver a hacer otra comida sustanciosa en mucho tiempo.

Pregunté por ellos. Nadie recordaba haberlos visto. No habían ido al cumpleaños. Suponían que no les habían invitado. O sí les habían visto: se habían pasado por allí, bebido una copa, comido unas patatas fritas y vuelto a sus estudios porque estaban puliendo los últimos flecos de un proyecto.

Helado de sudor, advertí que el
el Hombre que Quería Ser Steven Spielberg me saludaba con la mano y se dirigía hacia mí empeñado en continuar nuestro diálogo donde mis arcadas lo habían interrumpido.

En este punto, mis recuerdos se vuelven un poco confusos. El universo fundió a negro y pasé a otro plano en el que apoyaba el peso de mi cuerpo contra la puerta de mi dormitorio y miraba,
con una mareante ansia y un recién descubierto respeto, la pila de manuscritos incompletos erigida sobre mi escritorio.

No recuerdo haberle gritado «¡vade retro, Satanás!» al
Hombre que Quería Ser Steven Spielberg.

Ni recuerdo haberles hecho cortes de manga al Hombre que Quería Ser Miguel Ángel, a la Mujer  que Quería Ser Annie Leibovitz y al Hombre que Quería Ser Jackson Pollock.

Tampoco recuerdo haber gritado al resto de invitados «¡huid, insensatos!», como un Gandalf gordo y pasado de pirulas, ni haberles rociado de babas.


"¡No seré un Steven Spielberg! ¡No lo seré!"
Recuerdo que estaba en la fiesta, crucé un velo de sombras y ya estaba en mi cuarto de estudiante.

También recuerdo que cerré la puerta por dentro, me senté a la mesa y empecé a escribir. Ése fue el mismo día en que empecé a leer todo lo que caía en mis manos, y pongo énfasis en el todo.

Así llegamos a este momento.

Algún tiempo después, alguien me dijo que había rastreado al
Hombre que Quería Ser Steven Spielberg hasta la capital del reino, donde rodaba porno de calidad zurullo, pero sé que es mentira. El Hombre que Quería Ser Steven Spielberg no habría podido distinguir una cámara de vídeo de un Airgamboy y, además, sus aptitudes naturales y supina ignorancia eran más apropiados para el oficio de productor.

A ser posible, en una película con dinosaurios.

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Update


(25.VI.2016)

Un atribulado lector (sí, yo soy el primer sorprendido de que esta página tenga lectores) se ha puesto en contacto conmigo vía correo electrónico después de castigarse con esta entrada de Paratroopersdon'tdie. En aras a restaurar su tranquilidad de espíritu e higiene mental, trágicamente comprometidas, ese pobre cristiano me suplicaba que denunciase al Hombre que Quería Ser Steven Spielberg como producto de mi imaginación.

Imagino que la lectura de Cómo ser Steven Spielberg ha sacudido su fe en la humanidad, extinguido sus ganas de vivir e incluso socavado la fidelidad a los colores de su equipo de fútbol. La existencia misma de la civilización occidental, el flujo y reflujo de las mareas, la mil veces milenaria danza de las esferas celestes estaba amenazada a menos que yo confesase haberme inventado al Hombre que Quería Ser Steven Spielberg. Mi azarado lector me acusaba de recurrir a un viejo truco de novelista: contar una mentira para contar una verdad, atribuir a un personaje de ficción las ideas o conducta que el escritor se propone describir.

A ver cómo se lo digo para que me entienda.

A la pregunta de si, más allá de darle un octavo de vuelta (sólo un octavo) a algunos comportamientos reales, me he inventado al Hombre que Quería Ser Steven Spielberg...,

...lamentándolo mucho, la respuesta es no.

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