sábado, 13 de diciembre de 2025

Los datos tienen su propia voz

Cuando escribo, procuro evitar tomar una postura moral. No porque sea un anarca y un nihilista, sino porque estimo que no es responsabilidad del narrador de una obra de ficción soltar sermones. Salvo que tome la voz de uno de los personajes. Salvo que escriba en primera persona.

Puesto que acostumbro a usar la tercera persona cuando escribo mis novelas, le dejo los discursitos y los debates a mis personajes. E incluso eso intento evitarlo en la medida de lo posible. Porque escribo  historias, no propaganda. Porque intento ofrecer a mis lectores unas horas de evasión y entretenimiento y, si acaso, aunque sea por accidente, compartir con ellos dos o tres ideas sobre las que estimo merece la pena hacer un poco de reflexión. Como cuando hago suposiciones a propósito del infeccioso sabor prostibulario de Riley Reid.

«Ña ña ña ña ña. Que no me la metes».

Y no es que no haya temas sobre los cuales tengo una posición moral clara y decidida. Los hay. E intento, siempre que me parece congruente con la historia que estoy contando, dejar implícitamente clara mi postura al respecto de esos temas. Porque ése es el tema, realmente. La ficción, a diferencia de la vida real, tiene que ser coherente (la frase no es mía). En nuestra experiencia cotidiana, aprendemos a aceptar que hay acontecimientos inexplicables, que las personas que nos rodean toman a veces decisiones impulsivas e irracionales, que la fatalidad o la fortuna nos tocan con su uña amarillenta cuando les sale de su santo papo.

(Aprendemos esa lección o comenzamos a tomar Orfidal en tortilla).

Pero eso no puede pasar en una novela (A menos que la escriba Paul Auster, y por eso lleva veinte años escribiendo una y otra vez el mismo libro, y por eso ya no leo a Paul Auster). En una novela, unas escenas deben engendrar las siguientes, y éstas las próximas. Todo debe tener una coherencia lógica. Una cohesión interna. Si Edmundo Dantés se hubiese apuntado a clases de control de la ira y abrazado el budismo, no tendríamos la más maravillosa obra universal sobre la naturaleza corrosiva de la venganza y la soledad que aguarda al justiciero en el osario que ha construido su propio desquite. Si Joseph K se hubiese librado de su inexorable y trágico destino en El proceso, no podríamos seguir haciendo lecturas sobre esta moraleja acerca de la deshumanización del Estado moderno y el peligro que entrañan las instituciones autoritarias. Pero no vamos a abrir ese mejillón ahora.

Precisamente porque la vida no siempre tiene sentido, acudimos al arte, al cine y la literatura (aunque esa palabra siempre me ha parecido que me viene muy grande) para encontrar un refugio. Refugio. No moralina. Una cosa es que el héroe de la historia salve a la princesa, mate al dragón, consiga el tesoro y se trinque a la princesa y otra muy distinta es cargarte tu fabulosa historia sobre un perdedor haciéndolo, en el tercer acto, emperador del universo conocido. Que ya te anticipo que el resentimiento acuñado en su vida de mierda le convertiría en el emperador más hijo de puta del universo conocido. Como resentida está Gal Gadot de que DC Studios/Warner/Netflix ya no cuente con ella para seguir dándole voz y cuerpo, pero sobre todo cuerpo, a Wonder Woman. Y eso que a ella le encantaba interpretar el papel. Y a nosotros también. A pesar de lo mala actriz que es.
(Que nunca nos ha importado un carajo).
¿Por dónde iba?

Ah, sí. La moralina. Me molesta. Me molesta como lector y me molesta como escritor. Dejar hablar a los personajes, y que cada uno defienda su punto de vista, aunque sean irreconciliables, me parece una aproximación más honesta
a este problema, e indiscutiblemente mucho más respetuosa con el lector. Rojos, azules, altos, bajos, conservas o progres, el escritor no debería pontificar sobre la bondad o maldad de las acciones e ideologías de sus personajes.

¿Por qué tomar por imbéciles a tus lectores y presumir que no van a ser capaces de elaborar sus propios juicios éticos? ¿Por qué defender el poliamor bisexual y arriesgarte a perder como lector a ese timorato capillitas, o defender la castidad antes del matrimonio y el sexo como herramienta estrictamente reproductiva y alienar a ese sátiro turboputero? ¿Por qué dinamitar la suspensión de la incredulidad convirtiendo una ficción en un panfleto acerca de tus ideas de mierda?

Además, este enfoque te permite no implicarte cuando no tienes una idea establecida sobre un tema dado. No se trata de refugiarte en el relativismo para tratar de contentar a propios y extraños (eso es absolutamente imposible, muy especialmente desde el minuto en que hay gente que parece que se levanta cada mañana de la cama buscando un pretexto para ofenderse). Se trata de abrir el debate y hacerte a un lado. No porque no tengas opinión al respecto, sino porque tal vez no tienes suficiente información para llegar a esa opinión, o porque tienes demasiada información y no sabes cómo coño sacar algo en limpio de ella, o porque el tema es tan complejo, tan etéreo y abstracto que no distingues tu culo de tus témporas. Así que propones un tema y escuchas, real o figuradamente, las opiniones del foro de tus personajes o la jauría de tus lectores.

Si te digo que Dirty Dancing es una película sobre el aborto probablemente me dirás que deje de mojar los porros en ketamina (¡déjame en paz! ¡Yo con mis porros hago lo que me da la gana!). Y confesarás implícitamente que no has visto Dirty Dancing, o que la viste y no entendiste un carallo. Y es que por debajo de la historia de amor entre Johny Castle (Patrick Swayze) y Frances Baby Houseman (Jennifer Grey) hay una historia sobre un aborto que es el motor de la trama que acaba relacionando a Baby y Johny.

Penny Johnson (Cynthia Rhodes), pareja de baile de Johny en ese complejo turístico de las Catskills, se queda embarazada del cabrón pichabrava Robbie (Max Cantor), que cuando ella le va con la noticia le dice poco menos que «sí, claro, ese crío es mío ¿y de cuántos más?». Baby consigue de su padre el dinero para un aborto, al que en principio Penny se niega, porque si aborta no podrá bailar en varios días y perderá el dinero que espera ganar en una presentación de baile en un centro turístico rival. Baby se ofrece a ensayar con Johny (del cual ya está enchochadísima, para qué ocultarlo) y reemplazar a Penny hasta que ella pueda retomar el baile. El aborto sale como el culo, Penny casi muere y Johny y Baby siguen bailando juntos (y enamorándose) para conseguir dinero para Penny, que no puede trabajar hasta recuperarse de la intervención.

Y ahora vuelve a decirme que Dirty Dancing no es una película sobre el aborto. Que sólo es una película romántica con mucho baile putoski.

¿Sabes por qué no te habías dado cuenta antes, monigote apollardado de los cojones? Porque Dirty Dancing no te tira lemas a la cara. «¡Aborto malo!» o su variante igualmente reduccionista y pueril «¡aborto bueno!» Te deja a ti, como espectador, que elabores tu propio razonamiento y llegues a tus propias conclusiones.

Dirty Dancing te trata como a un adulto. Expone los datos (fabulados, en este caso, pero basados en la realidad) y confía en que tú tengas la madurez necesaria para procesarlos y extraer el conocimiento que puedan contener (o establecer que no contiene ninguno).

De la misma manera que mostrar es mejor que explicar (las bonitas lecciones de la escuela de escritores del tito Herbert), presentar los hechos y no las conclusiones, al menos en lo relativo a la parte expositiva de tu narración, suele ser la mejor política narrativa por defecto. Tus personajes no deberían tener reparo en manifestarse ideológicamente, pero tú, como narrador omnisciente, deberías evitarlo siempre que sea posible, a menos que sea imposible (no, no vamos a desarrollar esta derivada. Soltamos aquí el dato para que tú llegues a tus propias conclusiones, amado lector. Deberes para casa de la escuela de escritores del tito Herbert).

Como de costumbre, esta introducción innecesariamente verbosa (marca de la casa), este proemio (la escuela de escritores del tito Herbert incrementando tu paupérrimo vocabulario, amado lector) no tiene otra finalidad que introducir el tema de la presente entrada de la bitácora. Y es que no he conseguido llegar a una tesis derivada de una premisa basada en mis observaciones personales sobre un fenómeno reciente que he creído detectar en la industria del cine. Así que me limito a soltar aquí los datos, más o menos filtrados por mi criterio, mi memoria y mi capacidad para hacer búsquedas más o menos en Internet, y espero que tú, despierto lector, llegues a alguna ilación propia que me desautorice o reafirme, o elabores tus propias conclusiones.

Ahí va:

¿Qué mierda pasa últimamente en los estudios de cine, que no dejan de bombardearnos con biopics de músicos y bandas de música?

A ver, sí, esta pregunta parece una petición de principio (una falacia lógica en la que se anticipa la conclusión que aún no ha sido demostrada), pero es deliberado. La pregunta es, en realidad, el McGuffin de la entrada. Yo la suelto ahí y empiezo a apilar los argumentos.

Fue el tráiler de Michael, la película sobre Michael Jackson a estrenar en el próximo 2026, lo que realmente me saltó los fusibles. Me dije, «¡no, hija, no!»

Y no porque me caiga mal Michael Jackson (no me cae ni mal ni bien, no tengo suficiente información para elaborar un retrato-robot de su personalidad), ni porque me parezca abominable que hagan una película sobre su vida (lo cierto es que me la bufa bastante), ni porque no me guste su música (Smooth Criminal, Thriller y Bad me parecen casi perfectas; muy particularmente teniendo en cuenta que Jackson no entendía un choto de solfeo y no sabía tocar ni el pito). Sino porque la fórmula del biopic de músico me ha parecido siempre que pertenece al purgatorio de los géneros menores, como el drama histórico y el western, y la proliferación de este tipo de películas en lo que llevamos del siglo XXI me parece un descarado intento de manipulación del mercado (confiando en atraer a las salas a los fans del músico en cuestión, esperanza timorata y a menudo ingenua) y una sobrexplotación de esta categoría que puede arruinarla, por saturación, para varias generaciones de espectadores, privándonos de obras realmente interesantes.

Hagamos un poco de exposición para justificar nuestras sospechas:

En el año 2002 tuvimos a Eminem haciendo de Eminem en una película de raperos blancos proletarios con música de Eminem cantada por Eminem, que interpreta a un personaje tipo Eminem antes de convertirse en Eminem. 8 millas es una película sorprendentemente sólida incluso si aborreces el rap o Eminem te cae como el culo. Funciona como drama, tiene su «viaje del héroe», su historia de superación personal, y, hay que joderse, Eminem no lo hace en absoluto mal. Quizá porque se estaba interpretando a sí mismo.

Ray, del año 2004, nos trajo a Jamie Foxx interpretando al legendario Ray Charles. El actor, que se había ganado una fama probablemente injusta de coñero y payaso, se metió hasta tal punto en el papel, se comprometió de tal manera con el personaje histórico al que iba a interpretar que acabó ganando un Óscar por su trabajo. Lo cual fue, para sus críticos, tan estupefaciente como la sugerencia de un coito con Amy Farrah Fowler.

En la cuerda floja, de 2005, nos presenta a Joaquín Phoenix, y su voz de pollito, dando vida a Johnny Cash, y su vozarrón desvirgador. Hay que reconocerle a Phoenix el talento interpretativo (eso no se lo niega nadie, aunque mucha de la gente que ha trabajado con él dice que es un capullo arrogante) y el empeño que pone en que su voz de castrato suene lo más parecida posible a la del dios del country.

2007 fue un año abusivo, en lo que a biopics de músicos se refiere. I'm Not There nos presentó a Christian Bale, Marcus Carl Franklin, Richard Gere, el tristemente desaparecido Heath Ledger, Ben Whisshaw y, no me jodas, CATE BLANCHET, todos ellos interpretando a Bob Dylan.


La vida en rosa (Edith Piaf) consiguió que muchos le pillásemos manía a Edith Piaf y a Marion Cotillard antes incluso de la desganada muerte de su Talía al Ghul en El caballero oscuro: La leyenda renace.


Control le descubrió a toda una generación el drama de Ian Curtis, el cantante de Joy Division, de sus problemas de depresión, personales y con sus adicciones, y su turbulenta convivencia con la epilepsia que sufría, y su trágico y prematuro final (se ahorcó a los 23 años). De propina, le descubrió a toda una generación la música de Joy Division.

Nowhere Boy, se unió en 2009 a la hagiografía de Los Beatles presentándonos una ficción sobre la adolescencia de John Lennon (cuyos méritos como músico nadie cuestiona, pero del que, a poco que rasques en su biografía, se te cae el mito de morros al suelo), interpretado por Aaron Taylor-Johnson.

Gainsbourg (Vida de un héroe) es una de las películas más surrealistas de 2010. Eric Elmosnino interpreta en este lisérgico largometraje al compositor de Ce mortel ennui, Jeunes femmes et vieux messieurs, Je taime... Moi non plus (donde la pista de gemidos y jadeos, según la leyenda, la grabó mientras follaba con su entonces esposa, Jane Birkin, después de retirar, amenaza de acciones legales mediante, una primera versión gemida por Brigitte Bardot) y Poupée de cire, poupée de son (que llevó a France Gall a ganar el festival de Eurovisión en 1965). Como, permítenos la digresión, sórdido lector, la Gall parece que no era muy despierta, y Gainsbourg, que la despreciaba visceralmente y tenía sus sospechas, que no nos atrevemos a declarar justificadas, sobre los fundamentos de la meteórica carrera musical de la Gall, se cabreó tanto de que nadie pillase el insulto de la letra (literalmente llamaba a la cantante «muñeca de cera, muñeca de serrín»), le compuso Les Sucettes, que la ganadora de Eurovisión cantó muy gustosamente hasta que alguien le hizo ver los dobles sentidos de aquellos versos, puestos a mala idea por Gainsbourg, sobre lo de chupar piruletas: Annie aime les sucettes, Les sucettes à l'anis, Les sucettes à l'anis).
(Menudo pájaro el Gainsbourg, ¿eh? En el 79 llegó a recibir amenazas de muerte por atreverse a grabar una versión de La Marsellesa a ritmo de reggae y reemplazar los versos del coro de «Aux armes citoyens! Formez vos bataillons!» por un «Aux armes et cætera», permutación que muchos proclamaron blasfema incluso después de que el provocador músico francés comprase el manuscrito original de Rouget de Lisle y les mostrase que el «Aux armes et cætera» siempre había estado allí. En el 84, metió a su hija de doce años en la cama para grabar el vídeo musical de Lemon Incest, y desde ese día Charlotte Gainsbourg no ha acabado de desmentir la leyenda de que su propio padre le hizo el unboxing genital. En ese mismo año, Gainsbourg quemó un billete de 500 francos en directo en la tele, en protesta por el tipo impositivo del 74% al que estaba sujeto. En 1986 coincidió con Whitney Houston en otro programa de televisión y, suelta la lengua por un pastís de más, le dijo, delante de millones de espectadores y en un inglés irreprochable, que quería meterle palmo y medio de mortadela. Lo dicho. Un pájaro y un obzezo zeczuarl. Te llevarías bien con él, oh, licencioso lector empotorrado de nuestra sirena seminal preferida).
Deutschland!

También de 2010 es The Runaways, película sobre la rock band femenina homónima.

2013 fue un año un poco extraño. Coincidieron en nuestras salas de cine el biopic de Liberace Detrás del candelabro y la película sobre Jimi Hendrix Jimi: All Is by My Side. Lentejuelas, puños de encaje y amoríos homosexuales la una; afros, roña y sardinetas la otra.

Love & Mercy nos trajo en 2014 la lucha del líder de los Beach Boys, Brian Wilson (interpretado al alimón por Paul Dano y John Cusack en dos momentos distintos de la vida del músico), contra la desintegración de su salud mental durante la producción de Pet Sounds. En I Feel Good: La historia de James Brown el pobre Chadwick Boseman interpreta al dios del soul y el funk.

En 2015 llegaron a nuestras pantallas Born to Be Blue, una dramatización del regreso a los escenarios de uno de los yonquis más famosos del mundo del jazz, interpretado en esta cinta por Ethan Hawke. Don Cheadle, por su parte, dio vida a Miles Davis en Miles Ahead. Straight Outta Compton recogió la historia del grupo de rap angelino N.W.A.

2018 fue el año de Queen con Bohemian Rhapsody y de Blaze Foley, de cuya existencia acabas de enterarte, con Blaze.

2019 consiguió que mucha gente que aborrece los musicales, como el humilde autor de estas líneas, se tragase enterita Rocketman, con Taron Egerton en el papel del inimitable Elton John.

2021 entronizó a dos de las grandes damas negras de la música americana. Los Estados Unidos contra Billie Holiday  (que básicamente cuenta la misma historia que El ocaso de una estrella, protagonizada por Diana Ross, sí, esa Diana Ross) nos rompió el corazón con la desoladora biografía de la estrella del jazz y su prematuro y trágico final. Respect, por su parte, nos trajo una dramatización de la carrera y vida de la gigantesca Aretha Franklin y su reinvención artística como cantante de gospel, cuando ya era «la Gran Dama del soul».

¿Qué pasó en 2022? Que Austin Butler nos hizo dudar de nuestra heterosexualidad en Elvis, sacudida ya por Hunter Schafer en Euphoria e, incluso antes, por Henry Cavill en El hombre de acero.

Lo de 2024 ya no tiene nombre. En ese año se nos vino encima Back to Black, película sobre Amy Winehouse; Bob Marley: One Love, película sobre uno de los músicos más feos y sobrevalorados del siglo XX (y fichan para interpretarlo a un actor guapísimo, hay que joderse); Better Man, película sobre el ascenso, caída y renacimiento artístico y personal de Robbie Williams interpretada, juro que no es coña, por un chimpancé hecho en CGI; Disco, Ibiza, Locomía, sobre aquel extravagante grupo musical español que no, no fue una subida de ácido que tuviste en 1983; María Callas y A Complete Unknown, en el que Tintilín Chanchalán le saca partido a su parálisis facial y mirada de estreñido crónico para interpretar a un joven Bob Dylan, que es básicamente como el viejo Bob Dylan salvo que más fresco y ligeramente menos insoportable.

Y, a menos que se nos haya escapado alguna (errare humanum est, diabolicum perseverare), en este año 2025 hemos tenido el biopic de Bruce Springsteen titulado Springsteen: Deliver Me from Nowhere, con Jeremy Allen White en el papel del boss, por un momento lejos de los fogones y el estrés de The Bear; y Song Sung Blue: Canción para dos, con Hugh Jackman y Kate Hudson interpretando a Lightning and Thunger, una banda tributo a Neil Diamond (el de suiiiiiiit carolaaaaain).

Y eso limitándonos a la ficción basada en músicos o bandas reales, que es lo que entendemos que es estrictamente un biopic. Lo cual deja fuera los documentales, como One to One: John & Yoko (2024), Endless Calls for Fame  (2024 también), Mogwai: If the Stars Had a Sound (y dale con 2024), Liza Minnelli: absolutamente real (este 2024 se está haciendo eterno); Becoming Led Zeppelin (2025), Bono: historias de Surrender (2025) o Selena y Los Dinos (2025), por no remontarnos mucho más atrás en el tiempo (salvo una escapadita a 2014 para recomendarte el divertidísimo We Are Twisted F***ing Sister!) y otra escapadita a 2012 para recomendarte Searching for sugar man. También hemos dejado fuera los largometrajes sobre artistas o bandas ficticios, como las cuarenta mil versiones de Ha nacido una estrella o el mockumentary Spinal Tap II: El final continúa.

Estos son los hechos (o la parte de ellos que hemos logrado recopilar y presentar). A la vista de los mismos, ¿crees, oh ecuánime lector, que estamos exagerando al expresar nuestros temores de que los productores de cine estén tratando de subirse al carro del biopic musical (o encubriendo su miseria creativa) mediante el bombardeo en alfombra de películas sobre músicos?

Porque, a ver, películas sobre músicos reales las ha habido toda la vida. Los pollaviejas de mi generación, a quienes pronto ni siquiera las pastillitas azules, o los vídeos de Jessica Alba haciendo ejercicio, podrán poner en situación de jurar bandera, recordamos, sin hacer mucho esfuerzo de memoria (el alzheimer también empieza a hacer estragos), a Lou Diamond Philips haciendo de Ritchie Valens en La bamba, al pobre Val Kilmer haciendo de Jim Morrison en The Doors, a Angela Bassett haciendo de Tina Turner en What’s Love Got to Do with It, a Gary Oldman haciendo de Sid Vicious en Sid y Nancy, a Forest Witaker haciendo de Charlie Parker en Bird, a Tom Hulce riendo como un loco en Amadeus, a Sissy Spacek interpretando a Loretta Lynn en Quiero ser libre, a Jennifer López haciendo de Selena Quintanilla en Selena, a Ian Hart, Gary Bakewell, Chris O'Neill y Paul Duckworth haciendo de John, Paul, George y Ringo y a Stephen Dorff haciendo de Stuart Sutcliffe en Backbeat e incluso a James Stewart haciendo de Glenn Miller en Música y lágrimas.

Biopics de músicos los ha habido toda la vida, pero ¿es impresión mía o últimamente nos están cebando con ellos, en una desesperada intentona de los estudios de cine por reinventar la Coca-Cola y una transparente confesión de que en realidad no tienen puñetera idea de cómo hacer películas interesantes y están copiando a la competencia y haciéndose con los derechos de toda biografía de músico en circulación para ver si alguno de ellos hace sonar la flauta?

Si bien 8 millas hizo negocio (41 millones de presupuesto, casi 243 de taquillas), Ray recaudó casi 124 millones sobre 40 de producción, y En la cuerda floja (28 millones de presupuesto, casi 187 de recaudación) y La Vie en Rose (25 millones de producción, 87 485 236 en entradas vendidas) también arrojaron beneficios, la rentabilidad de los biopics musicales está, por decirlo con diplomacia, en entredicho.

Nowhere boy hizo 6 577 779 dólares de recaudación mundial sobre un presupuesto de 1,2 millones de libras de 2009 (en torno a 1,7 millones de dólares de la época).

Love & Mercy fue un éxito por los pelos (28 641 776 de recaudación, unos 10 000 000 de presupuesto).

I Feel Good: La historia de James Brown se dejó los dientes en las taquillas (30 millones de producción, 33 448 971 de recaudación).

Born to Be Blue sólo interesó a los enfermos del cine y a los enfermos del jazz (seis millones y medio de producción, algo más de un millón y medio en entradas vendidas).

Miles Ahead, que se financió entre otras formas por medio de una campaña en Indiegogo, y que necesitaba algo menos de 10 millones para poder ver la luz, se quedó en 3 473 958 dólares de recaudación.

I'm Not There fue un sonoro fracaso (20 millones de presupuesto, estimados, ni siquiera 12 de recaudación).

Control no funcionó (4 500 000 dólares de presupuesto, poco más de 8 de recaudación).

Gainsbourg (Vida de un héroe) fue un fracaso con poco más de doce millones de dólares de recaudación sobre un presupuesto, otra vez estimado, de 11 millones y medio.

The Runaways se comió un meco de 4 681 651 dólares sobre su presupuesto de 10 millones.

Detrás del candelabro fue un HOSTIÓN CON LA MANO ABIERTA: 13 millones recaudó durante su exhibición en salas. Ni siquiera recuperó sus 23 millones de presupuesto.

Jimi Hendrix Jimi: All Is by My Side, con un coste de producción declarado de 5 millones, se TURBOREHOSTIÓ con menos de 600 000 dólares en recaudación. Y queremos decir que se TURBOREHOSTIÓ como si hubiese intentado hacerle una paja al Increíble Hulk.

Springsteen: Deliver Me from Nowhere tuvo un presupuesto de 55 millones, según Variety, y, de octubre a ahora mismo, no ha sido capaz de alcanzar los 45 de recaudación.

Y no seguimos con los demás títulos de la lista, porque estimamos que con esta muestra ha quedado clara nuestra sugerencia de que este subgénero es escasamente rentable. Lo cual vuelve todavía más misteriosa su obvia efervescencia en los últimos años. ¿Es que los productores no hacen estudios de mercado de estas cosas antes de empezar a quemar pasta? Quiero decir, ¿quién, fuera de cuatro viejos pellejos que éramos críos en los años ochenta, iban a desplazarse al cine para ver las miserias del cantante de una oscura banda de New Age Postpunk que desapareció casi antes incluso de nacer? ¿A quién carajo le importa la historia de una girl band de rock, ni aunque fuese la de The Bangles, y la mitad de su atractivo sería lo verracos que nos ponía la voz de virgen de Susanna Hoffs? ¿La biografía de Jimi Hendrix es realmente tan interesante para un público que no se cuente entre sus fans más acérrimos? ¿Cuánta gente es capaz de decir los títulos de media docena de temas de Chet Baker (y no estamos sugiriendo que nosotros seamos capaces)? Y todo el mundo sabe que Bob Dylan, sin entrar a valorar su música, es un capullo de sesenta megatones. Un capullo con premio Nóbel, pero indiscutiblemente un capullo.

Y, aunque puede que aquí haya una derivada a explorar, una conexión entre el empecinamiento de Hollywood en hacer pelis de músicos y las prácticas financieras especulativas y, a grandes rasgos, poco rentables de los ejecutivos infectados con la sífilis woke, que regurgitan año tras año chorongos carísimos que nadie quiere ver y que NADIE VE, ése es un ojete en dirección al infierno que no vamos a penetrar, porque el tema como que ya cansa y porque, seamos sinceros, ya hemos cumplido con la entrada de la bitácora.

Aquí quedan los datos. Tal vez tu, amado lector, quieras examinarlos para llegar a tus propias conclusiones.

De nada.