¿Señorita Tetas?
¿Tetorita?
¿Señoteta?
Buf. Qué alivio.
No, no es que me den miedo. Es que son unas abusonas, reconcho. Van a por ti de dos en dos. ¡Es antideportivo!
Bueno, vamos al turrón.
El caso del Space Pen es un ejemplo de manual del extraordinario valor de lo realmente pequeño.
John Fitzgerald Kennedy lanzó en 1962 al pueblo estadounidense, ante el público congregado en la Universidad William Marsh Rice, una promesa absolutamente descabellada: antes de que acabase la década, los Estados Unidos pondrían a un hombre en la luna. A ser posible, vivo.
«We set sail on this new sea because there is new knowledge to be gained, and new rights to be won, and they must be won and used for the progress of all people. For space science, like nuclear science and all technology, has no conscience of its own. Whether it will become a force for good or ill depends on man, and only if the United States occupies a position of pre-eminence can we help decide whether this new ocean will be a sea of peace or a new terrifying theater of war».Para cuando el primer presidente católico de los Estados Unidos lanzó este discurso, el programa Mercury que, desde su inicio en 1958, había puesto en el espacio a los primeros astronautas americanos, en respuesta a los éxitos del programa espacial soviético (el primer satélite artificial, el primer ser vivo lanzado al espacio, el primer ser humano puesto en órbita), y que se comió, a lo largo de toda su duración, unos 277 millones de dólares de la época (unos 2 760 000 de hoy en día, ajustando la inflación) estaba a punto de terminar, y no había un reemplazo claro a la vista.
Se escapa a los objetivos de esta entrada de la bitácora analizar el clima estratégico y cultural de la época, los motivos políticos y económicos (dar cientos de millones de dólares en contratos públicos a Estados clave, electoralmente hablando, desarrollar tecnologías «reversibles» o de doble uso que, con el disfraz de la exploración científica, pudiesen aplicarse a sistemas defensivos...). Aunque en el Paratroopers somos unos enamorados del espacio, no tomaremos como excusa esta entrada para cantar alabanzas a los cojones GIGANTESCOS de Alan Shepard, John Glenn, Scott Carpenter, Gordon Cooper, Virgil Gus Grissom y Walter Schirra.
Además, ya se han muerto todos. Lamentablemente.
El estudio de la patada hacia adelante que el programa espacial propinó a la industria, la ciencia y la ingeniería humanas; y los dementes desafíos físicos y técnicos que planteaba el reto de llevar un hombre hasta la luna, vivo, y traerlo de vuelta, a ser posible también vivo, ha llenado, llena y llenará volúmenes. Tecnología que ya estaba disponible, pero con la que no se sabía muy bien qué hacer, se incorporó como un ángel salvador a una necesidad específica de la NASA (la primera patente del Velcro es de 1955, y los astronautas lo usaban literalmente para todo). Nuevos procesos técnicos fueron inventados, perfeccionados o improvisados sobre la marcha: materiales ignífugos (particularmente tras la tragedia del Apolo I), paneles solares, alimentos deshidratados, purificadores de agua, compuestos autorreparables, equipos de telecomunicaciones a larga distancia... Ya sólo la miniaturización de los, por aquel entonces, enormouses ordenadores debe no poco al programa espacial, a los complicados cálculos de trayectoria que requería incluso un mínimo control de las cápsulas espaciales y a la necesidad de reducir el peso al lanzamiento (que, como un tren de fichas de dominó, implica una reducción en la cantidad de combustible, que implica una reducción en el tamaño del cohete).
«We choose to go to the Moon in this decade and do the other things, not because they are easy, but because they are hard; because that goal will serve to organize and measure the best of our energies and skills, because that challenge is one that we are willing to accept, one we are unwilling to postpone, and one we intend to win, and the others, too».El Space Pen, o «bolígrafo espacial», es la respuesta a uno de los muchos desafíos de la exploración de la Última Frontera. Tan pronto como rusos y americanos empezaron a poner gente en órbita descubrieron un inesperado problema: los bolígrafos convencionales no funcionan en caída libre. La tinta que empapa la minúscula bolita de rodamiento que la traslada al papel necesita de la gravedad para fluir. Y no, sustituir los bolígrafos por lápices no resolvía el problema, sino que creaba otro. Las minas de grafito de los lápices tienen la fastidiosa tendencia a romperse, como se rompen nuestros carallos cuando vemos un vídeo de Riley Reid.
| Deutschland! |
A los ingenieros de la NASA no les hacía lo que representa ni puñetera gracia tener pedacitos de una sustancia eléctricamente conductora e inflamable flotando a la buena de Dios dentro de sus cápsulas espaciales, así que empezaron a desarrollar un bolígrafo que funcionase en microgravedad. Y lo consiguieron. Tardaron diez años de investigación y prototipos y se gastaron una cantidad inconfesable de dinero en desarrollo (algunas versiones de esta historia hablan de doce millones de dólares de la época, unos 127 millones hoy en día; otros elevan la cifra a 12 billones de dólares, que no se lo gastan en TelaHinco en cocaína ni en un fin de semana de desenfreno), pero finalmente tuvieron listo un superultramegabolígrafo que escribía en caída libre, que escribía boca abajo, en cualquier superficie, incluido el cristal, sobre seco, sobre mojado, sobre grasa y en un rango de temperaturas entre unos pocos grados por encima del cero absoluto y los trescientos grados Celsius.
El programa espacial soviético, que no tenía la pasta ni el tiempo para despilfarrarlo en pendejadas, siguió utilizando lápices. Y esta historia, que rula por los ordenadores de medio mundo desde que Internet aún se lo hacía todo encima, que fue incorporada a los diálogos de Primer, película que tuvimos que explicarte aquí para que dejases de sentirte como un puto subnormal profundo, viene usándose desde hace décadas como ejemplo del gasto excesivo e injustificado de los organismos públicos, dopados con el dinero de los contribuyentes y generalmente a salvo de las consecuencias de malbaratar el erario como príncipe saudí en París.
Y, si ya eres veterano de la bitácora sabrás que las historias de esta sección se dividen en tres tipos: relatos con mayor o menor componente de veracidad, pero, por eso mismo, en cierta proporción inexactos; relatos completamente verídicos, pero tan atchonburísticos que parecen invents, y puras y duras mentiras.
Éste es de los primeros.
Factchecking básico: no, los bolígrafos convencionales no funcionan en microgravedad. Sí, los ingenieros de la NASA querían limitar el uso de lápices dentro de las cápsulas espaciales, por las razones enumeradas más arriba. Sí, la NASA comenzó un programa para desarrollar un «Space Pen», pero... aquí está el primer matiz, en cuanto los cerebrines calcularon el pastizal, el chorro de panoja que tendrían que invertir en el invento antes de lograr un prototipo medianamente usable; teniendo, como tenían, un presupuesto generoso, pero inevitablemente limitado, decidieron abandonar el proyecto.
No había puta manera de justificar tremenda inversión en fabricar un puto boli. Así de simple. A regañadientes, los ingenieros de la NASA toleraron los lápices a bordo de sus máquinas de muerte llenas de conexiones eléctricas y oxígeno hiperinflamable. Aunque no eran lápices random de los que te puedes comprar en el Folder de tu calle. Eran unos lápices especiales, modificados para que los astronautas pudiesen cogerlos fácilmente en microgravedad, incluso con los guantes del traje puestos, y con una mina de grafito especialmente formulada para que fuese más elástica y no tan quebradiza. Los hijos de puta de los lápices espaciales costaban CIEN pollardos la unidad. Así que una caja de doce lápices te salía por mil doscientos mortadelos. Como solución de compromiso a medio camino entre los bolígrafos y los lápices, la NASA también dotó a sus astronautas de portaminas metálicos (se conserva una orden de compra de 34 de estos portaminas, fabricados por Tycam Engineering Manufacturing Inc.), aunque el precio por unidad era escalofriante. Casi 129 dólares de la época el portaminas. 4 382 dólares con 26 centavos por todo el lote.
Pero (y aquí está el segundo matiz), la idea del Space Pen no fue abandonada. No del todo. Como nosotros no abandonamos a nuestras otras chicas preferidas, por mucho que reservemos trono, cetro y corona a la menuda y pizpireta Riley.
Friedrich Schächter, inventor austríaco y fundador de la empresa MINITEK, Feinmechanische Produkte G.m.b.H («Productos Mecánicos de Precisión, Sociedad Limitada»), con la colaboración de Erwin Rath, un maestro mecánico vienés, se gastó su propia pastuki para desarrollar el puto Space Pen al que la NASA había renunciado. A través de las patentes estadounidenses de Schächter, y de sus colaboraciones con empresas de Berlín y Van Nuys (California), el fabricante de bolígrafos Paul C. Fisher comenzó a colaborar con MINITEK a partir de 1965. Schächter puso la punta de escritura que había inventado, Fisher su tinta tixotrópica y sus cartuchos presurizados con nitrógeno, y esos dos elementos, una vez reunidos, dieron lugar, finalmente, al reconchudo Bolígrafo Espacial, patentado en 1965 como «Bolígrafo Antigravedad AG7» y fabricado en Boulder City, Nevada.
Cada uno de aquellos Space Pens se vendía a diez dólares de la época, aunque Fisher se los ofreció a la NASA con descuento, si decidían hacerle una buena compra: seis maricoins la unidad. Los ingenieros adquirieron una partida de Space Pens, los sometieron a todas las pruebas infernales que sus diabólicos cerebros fueron capaces de concebir y emitieron un informe que podemos resumir en la frase «¡hostia!, pues no está mal esta mierda, tú», que es lo mismo que dijo tu dulce hermanita pequeña la primera vez que esnifó cocaína en tu cipote. Y fueron un éxito. En 1967, la NASA decidió equipar el Programa Apolo con los Lápices Espaciales del señor Fisher y puso una orden de compra de 400 unidades a dos dólares con noventa y cinco centavos cada una. A un 872,5% de inflación, eso son veintiocho machacantes con sesenta y nueve piastras de 2025 por boli y más de once mil reales de vellón de los de ahora.
El puñetero boli fue un éxito de tal calibre que se dice que hasta los rusos se hicieron con una remesa. El Space Pen se sigue fabricando, se usaba hasta tan tarde como el año 2021 en la Estación Espacial Internacional y es usado erróneamente, por personas sin la suficiente información al respecto, como ejemplo del abuso y rapiña de las arcas públicas por los grandes organismos estatales no suficientemente fiscalizados.
¿Por qué?
Porque es una figura retórica poderosa. «Si lo tienen, lo gastan» (o, como decimos por aquí, «donde lo hay, se gasta, y donde no, se rasca»). Como decían los dos ingenieros de Primer, obligados, por sus parcos medios, a economizar costos y emplear materiales más asequibles en su intento de fabricar en su garaje, con un par de cojones así de gordos, un proyecto abandonado por la NASA. Aaron y Abe no tienen el presupuesto de la NASA. No pueden permitirse invertir en su pequeño proyecto de ciencias lo que la agencia espacial invirtió en el suyo. Así que recurren al ingenio. Haciendo de la necesidad virtud, alteran el diseño, canibalizan el coche de uno, la nevera del otro... y, accidentalmente, inventan una máquina del tiempo.
Los libertarios, los ácratas y cualquier otra persona a la que alguna vez le hayan hecho un culo nuevo en la declaración de la Renta (básicamente cualquier adulto), le tienen un particular afecto a esta falsa historia del boli espacial que le costó a la NASA una exageración de millones cuando podrían haber utilizado lápices, como los cosmunistas (no es una errata). Este cuento macabeo, perpetuado por medio de Internet desde premisas incompletas o falsas, ha abierto o ilustrado seminarios sobre gestión, libros de autoayuda, reuniones estratégicas corporativas, cursos de formación de directivos y, no lo descartamos, alguna fase de preliminares antes de un coito particularmente decepcionante. Porque la moraleja de que la escasez agudiza el ingenio, la necesidad puede convertirse en virtud y la reducción de gastos innecesarios puede llevarte al éxito, es un mensaje atractivo. Inspirador. Fácil de vender.
Un mensaje engañoso. Porque la necesidad no es siempre una virtud. La escasez no siempre agudiza el ingenio y reducir gastos no es garantía del éxito a menos que tengas el único catalizador que puede purificar esos ingredientes: un buen proyecto, la energía para acometerlo y, la duda ofende, talento.
«Lo importante en la vida son las pequeñas cosas», dicen que dijo el mejor filósofo del siglo XX, Marx. Groucho, no Carlos. «Una pequeña fortuna, un pequeño yate, una pequeña mansión...». Y es que lo extraordinariamente pequeño puede tener un valor exacerbado, debido a su escasez, como los diamantes, los perfumes caros, o su costo de producción, como el azafrán o la cocaína. Pero adonde queríamos llevarte, querido lector, en esta entrada de la bitácora, es a una reflexión sobre el catalizador que revaloriza una categoría particular de entidades notoriamente pequeñas. Hablamos del talento, por supuesto, que convierte a nuestra querida Riley Reid en una giganta.
| Mein Herz in Flammen! |
Y este mensaje de entronización de lo sencillo, de lo pequeño, de lo humilde santificado por los laureles del ingenio, cobra especial valor en el presente entorno cultural, con las productoras invirtiendo cientos de millones de dólares de presupuestos abotargados en películas que podrían haberse rodado, con la misma dignidad y una planificación mínimamente meditada, sin hacer semejantes desembolsos. Películas que nunca recuperarán la inversión, o que directamente se han descoñado por motivos de su padre y de su madre (aunque suelen compartir a la mala calidad y la priorización de los mensajes ideológicos por encima del entretenimiento o de la apelación al interés de los espectadores).
La Blancanieves de imagen real de Disney, protagonizada por la indigesta Rachel Zegler (cada vez que esta muchacha abre la boca, un ejecutivo de Disney se tira por una ventana) costó, dependiendo de las fuentes, 240 ó 270 millones, tendría que haberse puesto al menos en 428 millones para no palmar pasta y recaudó poco más de doscientos millones, sumando todos los mercados. La insufrible Mickey 17, del antaño efectivo Bong Joon-ho, no llegó ni a recuperar en taquilla su presupuesto de 115 millones de producción (118 según otras fuentes), a los que se sumaron alrededor de otros 80 millones extra en gastos de promoción. The Alto Knights, de Barry Levinson, superó por los pelos los diez millones de taquilla y nunca recuperó en venta de entradas su presupuesto de 45 millones pese a haber sido escrita por el guionista de Uno de los nuestros y Casino y tener en cartel a un monstruo de la pantalla como Robert De Niro. Tron: Ares, esa secuela-que no es una secuela, reboot-que aliena a los fans de las primeras películas, ese largometraje «tierra de nadie», con su presupuesto de 170 millones de dólares, está comiendo mierda a nivel olímpico y hay serias dudas de que llegue a la tierra de la rentabilidad.
Y, si echamos la vista al año pasado (por no remontarnos mucho más atrás), es hora de empezar a temblar. Joker: Folie à Deux, una película rodada deliberadamente para ser un FRACASO (misión cumplida; 371 millones de presupuesto, pérdidas de más de 144). Fly Me to the Moon, cien millones de producción, poco más de cuarenta y dos millones de recaudación. Borderlands (también llamada «La película que hicieron los ejecutivos de Hollywood que odian los videojuegos»), 120 millones de presupuesto, TURBOMEGAHOSTIA CON PATATAS en taquilla. Megalópolis, la ambiciosa, colosal y desmesurada (136 millones) locura de Francis Ford Coppola (muy dado a ellas, por otra parte), genuino venenato monosódico para las taquillas, con menos de 15 millones de recaudación. Argylle; doscientos millones costó. Vendió entradas por valor de poco más de noventa y seis y por los pelos (se conoce que la única persona con verdadero interés en ver a Henry Cavill husmeando el balcánico potorro de Dua Lipa era la propia Dua Lipa).
Y es en este ecosistema de costes elefantiásicos, improvisación de lujo, planificación encocada de nuevo rico, películas estólidas escritas por analfabetos y dirigidas por vagos o incompetentes, expectativas quiméricas y millonarias campañas de promoción que no arrojan sino retornos liliputienses; es en este panorama desolador de estulticia y negligencia que el cine humilde, el cine bien hecho, las pelis de cuatro duros ricas en talento, prueban que es posible hacer las cosas de otra manera y ganan un valor superlativo como ejemplo de gestión de recursos tanto como enseñanza moral.
Películas como Coherence, dirigida por James Ward Byrkit en 2013, rodada con cuatro duros en un único escenario y protagonizada por una docena de actores de todo a cien al que probablemente no recuerdas haber visto jamás en tu vida. Salvo a Nicholas Brendon, que era Xander Harris en Bufi Esnachavampiros.
Y mira que Coherence está muy lejos de haber sido un éxito de taquilla. De hecho, probablemente acabas de enterarte de que existe, amado lector. A España no llegó hasta octubre de 2013, donde se pasó en el festival de cine de Sitges. No se estrenó comercialmente en salas ibéricas hasta octubre de 2015 y no fue a verla ni Dios (37 128 dólares de recaudación en nuestra piel de toro). En la mayoría de los demás países a los que llegó, fue directa a DVD o a servicios de Streaming, y allí se quedó.
Pero, aunque a menudo establecemos en la bitácora una correlación entre los resultados de taquilla y la calidad de una película (aunque tampoco se nos caen los cojones por señalar nuestro estupor cuando un título concreto no alcanza las cifras a las que, estimamos, estaba destinado), Coherence es una excepción: su paupérrimo desempeño en taquilla ofusca la excelencia de su producción minimalista y honesta.
Coherence pertenece a la misma familia que Primer (rodada con 7 000 dólares), The Man from Earth (200 000 dólares de presupuesto), Cube (278 000 dólares de producción), The Vast of Night (700 000 dólares de presupuesto) y, en menor medida, The Machine (1 000 000 de presupuesto), una cinta de ciencia-ficción rodada con más oficio que dinero, con actores baratos pero competentes, y con una historia bien tramada y una intriga simplemente mesmerizante.
Coherence y sus cincuenta mil dólares de presupuesto transmutan la necesidad en virtud. Su pobreza de medios en acicate de la creatividad. Su tono casi teatral en experiencia inmersiva. Pareces estar viendo en directo la desintegración de ese grupo de amigos que, en mitad de una cena informal, comienzan a experimentar fenómenos inusitados de los cuales culpan al cometa que en ese momento sobrevuela la tierra. La oscuridad envuelve la casa de Mike (Nicholas Brendon). Los teléfonos móviles dejan de funcionar. Internet se cae. Las luces se apagan. Y cuando intentan pedir ayuda a los únicos vecinos, calle abajo, que tienen electricidad alcanzan la misma casa que acaban de abandonar. Y ven a sus amigos a través de las ventanas. Y se ven a sí mismos dentro de la casa. Y huyen despavoridos, llevándose una misteriosa caja metálica abandonada frente a la puerta de la casa y que contiene fotografías suyas. Fotos con la ropa que llevan puesta aquella noche. Fotos que nadie recuerda haber sacado.
Los ocho amigos invitados a una cena tranquila han caído en una especie de prisión cuántica en la que sólo existen ellos. Todas las infinitas variantes de sí mismos. Han quedado aislados de la corriente del tiempo en un laberinto para ratones que atraviesa todos los universos alternativos de la reunión en la casa de Mike. Y no saben cuánto tiempo tendrán que quedarse allí. Ni si podrán salir. Y, si pueden, si regresarán al mundo del que proceden o a algún otro.
James Ward Byrkit, el director y co-guionista de Coherence, llevaba metido en la industria, desempeñando diferentes trabajo, por lo menos desde que en 1995 hizo los storyboards de Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto. Casi siempre adscrito al departamento de arte de las producciones en las que trabajó (Un ratoncito duro de roer, Camino del infierno, Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto, Baby Driver) había escrito la historia (que no el guion) de Rango y llevaba tiempo fantaseando con la idea de rodar una película sin guion (algo a lo que Zack Snyder ya le ha cogido gusto) y sin equipo de rodaje cuando comenzó a tontear con los fundamentos de lo que luego sería Coherence.
Byrkit se pasó al menos un año elaborando mapas, diagramas, planos de casas con flechas señalando los movimientos de los personajes, e investigando las más recientes investigaciones científicas sobre la naturaleza de la realidad. Con su trasfondo teatral, Byrkit estaba acostumbrado a trabajar con medios mínimos, escenarios semivacíos, abstracción casi absoluta, y sabía que el contrapeso de un presupuesto ajustado era un buen reparto, y llegó a la conclusión de que la mejor manera de disfrazar la humildad de su película era centrar la acción en la historia y los personajes. Vamos, hacer la clase de película que los paracaidistas de la bitácora nos miramos como nos gustaría que Rebecca Ferguson nos mirase a nosotros.
Byrkit escogió, deliberadamente, actores que no se conocían de nada, que jamás habían trabajado juntos, y que estuviesen dispuestos a trabajar por una coca cola y un bocadillo de mortadela del Mercadona. Lo único que todos ellos tenían en común era el propio James Ward Byrkit, a quien cada uno conocía por separado. De hecho, la mayor evidencia de que Byrkit reclutó a los amigos que le cogieron el teléfono es que uno de los actores, el que interpreta al personaje de Amir, es el mismísimo Alex Manugian, el co-guionista de Coherence.
«They were just friends that I knew I could just call up and say, 'Show up at my house in a couple days. I can't really tell you what we're doing, trust me I'm not going to kill you. It should be fun!»
(De aquí).
Pero ¿puede haber dos escritores en una película sin guion? Ah, amigo. Ahí está la gracia. Coherence se rodó sin guion, pero no sin texto. En cuanto Byrkit reunió a su elenco en el salón de su propia casa (no había pasta para alquilar un estudio o construir escenarios), les entregó una especie de esquema argumental de doce páginas y les dio rienda suelta. A lo largo de los cinco días que duró el rodaje (la mujer de Byrkit, embarazada de ocho meses, le dijo «cinco días y no más, que aquí vive un huevo Kinder a punto de entregar la sorpresa y necesita tranquilidad»), cada uno de los actores podía recibir una notita con indicaciones que debían mantener en secreto. Algo en plan «hoy tu personaje empieza a sospechar que hay un espía en el grupo», «hoy tu personaje le confiesa a este otro personaje que se cepilló a la mujer de un tercer personaje, y le pide que no diga nada», y cosas así. Ese método de trabajo obligó a los actores a improvisar sobre la marcha, permitió que la película creciese de forma orgánica y generó reacciones genuinas cuando fueron enfrentados a los giros argumentales.
«[...] each day, instead of getting a script, the actors would get a page of notes for their individual character, whether it was a backstory or information about their motivations. They would come prepared for their character only. They had no idea what the other characters received, so each night there were completely real reactions, and surprises and responses. This was all in the pursuit of naturalistic performances».
(De aquí).
¡Y qué actores! ¡LA FIRGEN! Byrkit confiesa que tuvo escalofríos cuando dijo «acción» y aquellos ocho perfectos desconocidos, con un talento y una profesionalidad a prueba de bomba, empezaron a comportarse como viejos amigos que llevasen años celebrando reuniones como aquella, o casados con aquel, o folgándose a aquellotra, la de los dientes, la de cara de guarra. Y, como tenían que replicar al diálogo, mayormente improvisado, de sus compañeros, en un ping-pong actoral constante, sus réplicas fluyen de una manera extraordinariamente espontánea, natural, protegida de los artificios del ensayo y el mecanicismo de la memorización. De todo ello se beneficia la experiencia del espectador, que se zambulle en la acción, que casi acaba olvidando que está viendo una ficción y tiene la sensación de espiar, por el ojo de una cerradura, el colapso de una amistad, dinamitada por la paranoia y los turbios secretos revelados durante la escalofriante noche del cometa.
La menesterosa producción de Coherence tropezó con no pocos obstáculos. Byrkit sólo tenía dos cámaras Canon domésticas y un equipo de sonido básico. La noche que sacaron a todos los actores de la casa para rodar una caminata por un entorno desolado, envuelto en una oscuridad impenetrable, había más luces en la calle que neones en una casa de putas y varios cientos de extras paseándose de un lado a otro porque otro equipo de rodaje, uno que sí manejaba viruta, estaba rodando una película en el mismo barrio. Y, poco más abajo, un tercer equipo rodaba un anuncio de Snickers. Una magnífica discusión entre los actores, metidos en sus personajes, se perdió porque Byrkit estaba tan magnetizado por sus interpretaciones que olvidó encender la cámara. ¿El cometa de los cojones que lo desencadenó todo, y que aparece en varios planos de la película? Una lámpara LED de 30 dólares comprada en Amazon.
Para hacer la misma película, Christopher Nolan habría pedido doscientos millones de dólares, un trasatlántico, dos bombas nucleares y un dodo vivo.
Coherence, con su brillante gestión de austeros recursos, su historia absorbente, su atmósfera claustrofóbica, sus actores entregados y sus grandes reflexiones sobre la naturaleza humana (entregadas en sencillo envoltorio), reconcilia al espectador con el cine como vehículo de cultura, lenguaje estético y herramienta artística. En una época de películas planeadas por algoritmos, escritas por IAs y rodadas por robots, Coherence es cine humano, rodado por humanos y dirigido a humanos, aunque, estrenada con cero promoción y acogida con encogimientos de hombros por los escasos críticos que condescendieron en verla, no haya gozado en su momento del reconocimiento que merecía (mientras que cintas dopadas con millones de dólares y lubricadas por despliegues publicitarios obscenamente costosos acaparaban las mejores pantallas) y subsista en las tiendas de DVDs y en los servicios de Video Bajo Demanda como la pequeña y gratificante joya que siempre ha sido.
¡Uf, hemos llegado al final sin sufrir un ataque total, digo tetal!
Ya puedo sacarme la bolsa de hielo de los gayumbos.
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