viernes, 15 de mayo de 2020

«Yo es que si no las entiendo me las invento»

Reese (Brighton Sharbino) es una adolescente aficionada a los videojuegos con un talento notable para triunfar en los juegos de supervivencia más retadores. Cuando un ataque con armas nucleares inhabilita toda la red eléctrica del oeste de los Estados Unidos, Reese y su padre, Chris (Dominic Monaghan) intentan reunirse con su abuelo, Frank (Will Patton), un prepper medio chiflado que vive en una cabaña aislada en las montañas y que es el único que puede proporcionarles algún refugio durante la crisis. Por el camino, Reese y Chris se descubren luchando por sus vidas contra personas que, amparándose en el apagón, han dado por finiquitada la civilización y sacan a flote sus peores instintos.

Dios bendito, cómo sufrimos los aficionados a la ciencia-ficción.

El párrafo que encabeza esta entrada es el argumento de Radioflash, una película que, si tuviera que fiarme de la sinopsis, pintaba de lo más interesante.

Luego la vi y...

Joder.

Bien.

Vayamos por partes, que decía Jack el Destripador.

Radioflash no es mala. No es peor que otras películas que he visto... o mejor padecido. Las actuaciones son correctas. La historia es sugerente. La ambientación, de bajo presupuesto pero respetuosa, es creíble. Los escenarios naturales, una belleza.

Radioflash no es mala.

Es peor que mala. Es tramposa.

Cristo redentor clavado en el madero, mira que lo pasamos mal los aficionados a la ciencia-ficción.

No me cambies las reglas cuando el partido ya ha empezado.

Creo que no es mucho pedir. Creo que es una cuestión de respeto. Oh, al carajo el respeto. Es una cuestión de profesionalidad.

Entre lector y escritor se firma un contrato, un pacto entre caballeros.

Si me cambias las reglas, ya no eres un caballero. Eres un hijo de puta y me das todo el derecho a comportarme como un hijo de puta a mi vez.


La inevitable familia de weirdos endogámicos y rompechochos.
¿Has leído el primer párrafo de esta entrada, que resume el argumento de la película?

Pues ese primer párrafo es una trampa.

En el primer acto de la película, vemos a Reese resolver un puzzle particularmente enrevesado en una habitación que comienza a inundarse. Si Reese no adivina la combinación precisa que desagua la celda, morirá ahogada.

Lo consigue, y sobrevive.

Entonces se quita el casco de realidad virtual y los guantes hápticos y mira a su alrededor, a lo que parece una feria informática, estilo E3 o algo por el estilo. El puzzle era parte de un videojuego y Reese lo ha superado. Vuelve a su casa, comenta el videojuego en su bitácora, su cuenta de You Tweet, su canal de Facetube o lo que coño sea, baja a cenar con su padre y, ¡puf!, se va la luz.

No llevamos ni diez minutos de película, títulos de crédito iniciales incluidos.

Reese resuelve otro puzzle al deducir qué fenómeno ha provocado el apagón (resulta que el chotas de su abuelete tenía en su biblioteca de neohippy conspiranoico una monografía al respecto) y un tercero al conseguir poner en marcha el generador y la emisora de radioaficionado que el zumbado de su abuelo dejó en la casa familiar. Mediante esa radio nuestra heroína se comunica con el vejete locatis, en principio buscando confirmación a sus sospechas, y el yayo le pone de punta los pelines de su núbil monte de Venus explicándole lo que va a pasar: destrucción del contrato social, aniquilación de la cadena de mando de las autoridades civiles, saqueos, rapiña, violaciones, imposición de la ley del más fuerte, perros y gatos cohabitando, histeria de masas... Esto sucede más o menos hacia el minuto quince. Las reglas de Radioflash ya están establecidas y el conflicto ha comenzado.

Y ahí, básicamente, se acaba la película que queríamos ver y empieza otra completamente distinta.

Porque Reese pasa de ser un personaje que hace cosas a un personaje al que le pasan cosas. Esa Reese que encuentra la solución a los problemas usando la observación, la deducción, la materia gris, se convierte en un bulto al que llevan de aquí para allá mientras intenta, a duras penas, reunirse con su abuelo en su chamizo rústico con vistas. Reese, que se evadió con éxito de la scape room del videojuego en el minuto 5 de metraje y, sin tener ni puta idea del tema, puso en marcha la radio del abuelo en el minuto 15, se pasa el resto de la peli en un pasmo perenne, renunciando a usar sus habilidades en un juego de supervivencia real en el que, esta vez sí, su vida y, sin coñas, ved la peli, su chumino corren peligro.


«¿Y tú cómo perdiste la virginidad?»
El escritor (que son dos: el mismo director de la película, Ben McPherson, y un tal Matt Redhawk) nos da unas reglas al principio del largometraje: bien. Ése es el momento de asentar el worldbuilding de tu narración.

Y entonces, en la transición entre el primer y el segundo actos, ¡puf!, nos cambian las reglas.

Mal.

Santa Pandemia de la vagina de palo, ¡las cosas que nos hacen a los aficionados a la ciencia-ficción!

Del tal Redhawk solo he encontrado un par de créditos en la IMDB. Así que el muchacho es un novato y podríamos echarle en cara, con cariño y un poco de condescendencia, su bisoñez.

De McPherson puedo decirte, probo lector, que lleva como mínimo desde 2006 bregándose en esto del cine, en toda clase de tareas, ya sea como productor («dame la passsssss-ta-ta-ta»), escritor, director artístico, montador o director de algo menos de una docena de títulos que, no me sonroja admitirlo, no he visto en mi vida.

De ambos, como conjunto creativo, te puedo decir ya que no tienen ni idea de las más elementales reglas de la narrativa y me pregunto si saben siquiera media palabra de cine.

Mi paciencia como lector/espectador/consumidor de cultura/bípedo sin plumas tiene como límite el respeto que el narrador demuestre por mí. Y sí, se que hay películas, libros, etecé etecé, que van de menos a más, pero muy raras veces un libro que empieza como el culo o una película con unos primeros quince, veinte minutos vagos, torpes, aburridos, me han merecido el esfuerzo de seguir pasando páginas o castigarme con más minutos de cine mal hecho, repetitivo, barato, somnífero.


Radioflash no va de menos a más. Ni siquiera de más a menos. Va de más a cero. Empieza bien, incluso muy bien, y de repente se come la tatarabuela bisiesta de todas las hostias. Pasa de un planteamiento relativamente original (el personaje con una habilidad especial), en un contexto ya reluciente de tan usado (la clásica distopía apocalíptica, capítulo uno, o lo que en otro tiempo se llamaba «película de catástrofes»), a ser OTRA aburrida, predecible, rutinaria, formularia película de supervivencia. Un Tren a Busan o un 28 semanas después sin zombis, un La aventura del Poseidón sin barco, un El coloso en llamas sin rascacielos o un La guerra de los mundos sin marcianos.

Radioflash no es mala. Es solo OTRA película de la que dentro de año y medio apenas me acordaré (si el Covid-19 o sus descendientes no me envía a comer cerdo y beber cerveza a la mesa de Odín) porque, a pesar de su prometedor arranque, en un frota-frota de espejo se convierte en Harley Quee...

... perdón, que no sé en qué estaba pensando (y tampoco por qué me he puesto palote); que no recordaré, decía, porque a partir del segundo acto es indistinguible de otras cien (o mil; ya he perdido la cuenta) que ya he visto y cuyos títulos soy incapaz de recordar porque son todas idénticas unas a otras y la mayoría ni siquieran tienen un planteamiento atractivo, como Radioflash, a priori, tenía.

¡Santísima Sara Sampaio Dominatrix! ¡Cómo nos maltratan a los aficionados a la ciencia-ficción!

Y no creas que es un problema exclusivo del género de ciencia-ficción (o del cine, ya puestos). Como fan del fantástico, llevo tiempo sin disfrutar de una buena cinta de terror, por poner solo un ejemplo. The dead center: un desengaño. Color out of space: aburrida y con solo un superficial olorcillo a Lovecraft. Daniel isn't real: prometedora, pero predije el desarrollo y el final con una hora de antelación. Midsommar: una vez más, personajes que actúan en contra del más primordial sentido común cuando es evidente, desde el minuto uno, que los comeflores suecos esos de las túnicas no son trigo limpio.


Barbacoa pagana.
¿Cuál es la última película que me ha metido de cabeza en una atmósfera agobiante, malsana; que me ha hecho pasar un mal rato, que me ha inspirado angustia y desazón?

A gray state.

A gray state investiga las muertes de David Crowley, su mujer, Komel, y la hija pequeña de ambos, Rani, de solo cinco años. Los cadáveres de la familia fueron hallados en enero de 2015, pasadas las Navidades, en su casa de Minesota. Todos presentaban heridas de bala. Crowley, estudiante de cine y veterano de las guerras de Bush Júnior, estaba escribiendo un largometraje de ficción, A gray state, en la que exploraba sus obsesiones ultraderechistas. En su historia tenía lugar un golpe de Estado auspiciado por políticos corruptos de Washington que aspiran a imponer una tiranía en Estados Unidos y arrebatar a la gente su sacrosanto derecho a salir a la calle sin guantes ni mascarilla y decir en voz alta y a gritos que las feministas son la mayor amenaza para la civilización occidental. La película que Crowley quería dirigir (y en cuyo guion estaba trabajando en el momento de su muerte, gracias a la financiación de unos productores de cine interesados en ver materializarse ese proyecto) contaría la historia, ficcionada, de un «gobierno en la sombra» que había planeado provocar una crisis nacional con la intención de imponer un estado de emergencia que les permitiese implantar su programa político clandestino y que pasaba, entre otras cosas sin importancia como efectuar detenciones masivas, construir campos de internamiento para disidentes y acometer ejecuciones extrajudiciales, por privar a los gringos del derecho a portar armas, reformando o suspendiendo la Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos.

Tan pronto como su cadáver y los de su esposa e hija fueron encontrados, la familia, amigos y partidarios de Crowley empezaron a intercambiar teorías de la conspiración. La ideología alt-right de Crowley y su proyecto de filmar una ficción que expondría el complot del «gobierno en la sombra»
(en el que Crowley realmente creía) habría llevado a esa misma camarilla de conspiradores a asesinarle y organizar la escena del crimen para que pareciese un asesinato-suicidio, llegando al extremo de amedrentar a los forenses, inspectores de policía y demás investigadores relacionados con el caso.

Sí: es un documental.


A gray state, un documental apadrinado por el incombustible Werner Herzog, nos introduce en la mente del escritor y director de esa película que ya nunca existirá. Construido a partir de entrevistas con la familia y amigos de Crowley, con los policías que investigaron el caso y con extractos del diario, de los vídeos y audios del popio Crowley, que, a lo Fran Zappa, lo filmaba y lo grababa prácticamente todo, A Gray State es una montaña rusa de tensión hasta que llegas al tercer acto y descubres que se han caído los raíles y vas derecho al suelo, sin tiempo a hacer las paces con tu hacedor. En serio, ese tramo final de la película es terror puro y sin artificios. Ves a los protagonistas, que fueron personas reales y estuvieron vivos, quemar uno a uno sus últimos puentes con la realidad y sembrar las semillas de su inminente destrucción. Y asistes impotente a su corrimiento hacia la locura, su carrera de fondo hasta la muerte, sabiendo que no pueden ser salvados, porque estás viendo fantasmas, personas que ya habían cruzado a la otra orilla cuando empezó la proyección, y te conviertes en testigo maniatado e inerme de sus últimos instantes sobre este mundo.

Sí: la mejor película de terror que ha visto en meses es un documental de 2017. Y la narrativa de ese documental está tan cuidada; el director, Erik Nelson (diecisiete créditos como director en la IMDB, ¡134! como productor), juega con tal maestría con las reglas narrativas que creías estar viendo un determinado relato y, de repente, te descubres ante otro muy distinto. Las reglas no han cambiado una vez empezada la partida. No esta vez. A gray state se mantiene dentro del plan que su creador estableció en un comienzo. Creador que se reservó para el tercer acto un detalle crucial que CAMBIA completamente todo lo que has visto hasta ese momento. Y entonces te das cuenta de que tú ya habías filmado en tu cabeza el final de A gray state. Ya habías anticipado la conclusión del relato ANTES de tener todos los elementos que necesitabas para hacerlo. Y con la nueva información TODO cambia. Te ves obligado a renunciar a tus prejuicios, a los apriorismos sobre la película que habías construido en tu mente. Y la nueva narración, el final AUTÉNTICO, al que por fin tienes acceso, es mucho más oscuro, ominoso y trágico del que habías anticipado.



A gray state se hace una pregunta: «¿qué mató a David Crowley y su familia?».

Al final del segundo acto, tú como espectador ya has llegado a una conclusión: «nunca lo sabremos. No tenemos suficiente información, se ha embarrado tanto el crimen, con teorías descabelladas y acusaciones dementes de los fans de Alex Jones y demás apóstoles del odio, que nunca sabremos qué pasó».



Y, entonces, el giro inesperado: tenemos por fin acceso a las grabaciones de David y Komel que contienen las claves para interpretar la tragedia, claves que el director ha retenido desde el principio. Y esas grabaciones nos dan una respuesta. Y de repente descubrimos que hubiésemos preferido no conocer esa respuesta. Que la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal es amarga y salada. Que ojalá no supiésemos nada de esta terrible historia.

No. A gray state, por si te lo preguntas, no es un mockumentary, una ficción con falso barniz periodístico como aquel programa del canal ARTE que pretendía hacernos creer que Neil Armstrong no caminó por la luna sino por un plató de cine, bajo la supervisión de Stanley Kubrick. Lamentablemente, A gray state recoge hechos reales. Nos muestra un drama real.

Eso es, en buena medida, lo que lo hace tan siniestro.


A gray state juega con nuestra mente para conducirnos a conclusiones falsas, de modo que la revelación final sea aún más sorprendente. Al mismo tiempo, nos proporciona las claves para anticipar ese giro argumental final, pero nos las proporciona sin el contexto apropiado para decodificarlas correctamente. Volver a oír esa grabación en el teléfono de David cuando ya tenemos todas las evidencias de su declive mental, oír su voz en lo que yo llamo «el discurso motivacional» (discurso que ya habíamos oído al principio de la película, y que no habíamos sabido interpretar), cuando ya se nos ha proporcionado el contexto en el cual lo grabó, produce escalofríos.

A gray state no cambia las reglas cuando le conviene al director. Las reglas estaban claras desde el principio aunque nosotros no tuviésemos toda la información, que se nos va proporcionando en píldoras para que asistamos a la cronología de la tragedia. Somos nosotros como espectadores los que cambiamos entre el primer y el tercer acto del documental, cuando las conclusiones a las que habíamos llegado, a partir de los datos sesgados y de nuestros propios prejuicios, se estampan contra el auténtico desenlace de A gray state.


A gray state es una película angustiosa y una lección de narrativa.

Radioflash es un desengaño.

Los escritores de Radioflash parecen no haber entendido las reglas de la narración.

Así que las inventan sobre la marcha.

No puedes presentar al personaje con una habilidad o talento, una «magia», y luego privarle de ella, a menos que tu relato verse precisamente sobre las dificultades de ese personaje para adaptarse a su nueva condición de tullido. Reese, en Radioflash, es una fuguista experta en videojuegos de supervivencia, tiene una mente fría y analítica que le permite mantener la calma y encontrar la salida, resolver el puzzle, sobrevivir, por apurada que sea su situación.

Entonces, arrojamos a Reese a una auténtica experiencia de supervivencia y se convierte en una lerda. Ni emplea sus poderes ni tan siquiera lo intenta y fracasa, por la comprensible presión de la responsabilidad de tomar decisiones de vida o muerte en un contexto real. A fin y al cabo, en un videojuego puedes cargar el último punto de control o la partida más reciente, o empezar otra. En el mundo real, cuando veas la pantalla de Game Over, se acabó. Para siempre.

Habría sido un desarrollo interesante: Reese descubriendo que no hay checkpoints para la vida. Que no es tan fácil tomar una decisión arriesgada en el mundo real como en los videojuegos. Reese obligándose a sobreponerse al miedo de cometer un error fatal, y pagarlo con la vida. Reese aprendiendo que, cuando la civilización se derrumba a tu alrededor, la indecisión mata más que las malas decisiones. Reese convirtiéndose en una auténtica superviviente. Una Lara Croft rubia.

Pero no.



Reese pasa de «creo que ya sé cual es la combinación secreta para vaciar de agua esta trampa mortal antes de que me ahogue en ella» a «Oh, madera podrida. Esto se debe de romper fácil, ¿no?», pum, pam, en la transición de un plano a otro.

NO es el mismo personaje, NO es la misma película, NO es la película que me prometieron, NO es la que quería ver. NO son las mismas reglas con las que empezó Radioflash.


David Crowley es un personaje obsesionado y herido al principio de A gray state. Solo al avanzar la película nos damos cuenta de que no está obsesionado, sino desquiciado, ni herido, sino roto. Las reglas no han cambiado. Somos nosotros los que las hemos malinterpretado, llevados de nuestra simpatía hacia el personaje. Conocíamos unos pocos artículos y, cuando nos han proporcionado el código completo, la epifanía es tan oscura, lacerante y dolorosa, que nos descubrimos deseando no haber conocido ni siquiera esas primeras claves que nos llevaron a engaño.

En A gray state, el error estaba en nosotros. En Radioflash, está en la historia misma.

A gray state, sin dejar de ser un documental, te enseña cómo construir tensión, cómo introducir a tu público en una atmósfera opresiva, cada vez más asfixiante y malsana, hacerlos mártires de sus propias ideas preconcebidas y darles en la nuez una patada de contundente realidad.

Radioflash constata el poco respeto que nos tienen a los lectores y espectadores de ciencia-ficción.

Ay.

Ay.

Ay.

Luego dicen que nos quejamos de vicio.

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