viernes, 20 de julio de 2018

«Durante breve plazo estuve aquí, y, durante un breve plazo, importé».

"The trick is not becoming a writer. The trick is staying a writer."
No ganamos para disgustos.

El veintiocho de junio, de madrugada, mi dormitorio empezó a oler a flores frescas, sonó una música armoniosa de liras y dulzainas y una fosforescencia dorada y difusa lo iluminó todo. Abrí los ojos y vi a San Pedro sentado a los pies de mi cama, hecho polvo y con la cara enterrada en las manos.
«¡Dos mil años haciendo este puto trabajo!», me dijo. «¡Dos mil años y ni una queja! Pero me mandan a este tío y en veinte minutos me lo revoluciona todo. Que si estoy sindicado. Que si me pagan nocturnidad, peligrosidad, trienios y horas extra. Que dónde me habéis puesto a Sinatra, que tengo un par de cosillas que decirle. Que si dónde está el Jefe, que a ése también le tengo que cantar cuatro frescas. Que qué mierda de organización, ¡peor que un showrunning de la NBC! Que a quién coño se le ocurrió que fuese posible ser un hijo de puta toda tu vida pero pudieses llegar aquí si te arrepentías en el último segundo, en tu lecho de muerte... ¡Dos mil años! ¡Y ahora esto! ¡Tengo los nervios desquiciados!»
«No me digas más», le dije al pobre cancerbero. «Ha muerto Harlan Ellison, ¿verdad?»
Ha muerto Harlan Jay Ellison, el gruñón más entrañable y controvertido del mundillo de la ciencia-ficción.

Y esto, si te importan aunque solo sea una mierda la literatura en general, los escritores como colectivo puteado y la ciencia-ficción y la fantasía en concreto, debería ser una tragedia para ti como lo es para mí. Ya estás tardando en ir al templo del dios de tu elección (Yahvé, Alá, Mitra, Brahma, Eru Iluvatar, Yog-sothoth, Sara Sampaio Dominatrix) y rendir honras fúnebres al bueno de Harlan sobre un ejemplar de Visiones peligrosas o uno de Un chico y su perro.

Ha muerto uno de los lobos que con más fuerza, saña y derecho gruñó, aulló, mordió y destripó en defensa de la dignidad de la literatura y de los escritores. Si hace unos meses nos despedíamos de la auténtica Madre de Dragones, hoy decimos adiós, trémulos de impotencia, al auténtico y genuino Dragón Supremo. De la clase que se desayuna un tazón de Drogons y Viserions con leche todas las mañanas.

Ha muerto el hombre que, cuando conoció a Isaac AsimovIsaac Asimov!), le dijo «¡pues no es usted gran cosa!», ("You aren't so much").
(Asimov lo recordaba de otra manera. Según él, las palabras de Ellison fueron "I think you're a nothing!", «¡Pienso que es usted una nulidad!»).
No. No es el padre del Che Guevara.
Ha muerto el autor que, con su antología Visiones peligrosas, cambió para siempre la forma de escribir y leer ciencia-ficción, por el procedimiento de pedirle a un puñado de amigos, escritores también, que le enviasen todas aquellas historias cortas y relatos rechazados por los editores por ser demasiado crudas, extrañas o perturbadoras.
De aquí salieron dos Nebula y dos Hugos. Casi nada.
Ha muerto el hombre que lamentaba cada día no haber tenido el gustazo de follarse la vanagloriada calavera de James Cameron por plagiarle, en su opinión, dos de sus historias para En los límites de la realidad (Soldier y Demon with a glass hand) en el guión de Terminator. El bocazas de Cameron se jactó de ello en una entrevista para Starlog (aunque aparentemente luego presionó para que retirasen sus declaraciones); y por eso los productores tuvieron que atizarle a Harlan un buen puñado de miles y por eso los créditos finales de Terminator incluyen una respetuosa mención a la obra de Ellison.
("Harlan Ellison is a parasite who can kiss my ass", ha dicho Cameron al respecto. Y es que entre estos dos había mucho amor).
Ha muerto el hombre en cuya foto clavaban dardos todos los productores de cine y televisión de los Estados Unidos. El hombre con cuyo nombre amenazaban las madres de los editores y redactores jefe a sus hijos para que se acabasen la sopa. «Como no dejes el plato vacío, vendrá Harlan Ellison y se comerá tus riñones».

El mismo hombre que le estrujó las tetas a Connie Willis sobre el escenario de los premios Hugo en 2006. No nos lo hemos inventado. Está en llutuf.
(Quitémonoslo ya de encima: mal, Harlan. Muy mal. En estos casos siempre hay que pedir permiso primero y esperar por la autorización expresa. Que sepas que Connie Willis sigue cabreada por ello y se limpia el culo con tus disculpas).
El hombre que, en 1964, saltó por encima de la mesa de una sala de juntas de la ABC en dirección a un acojonadísimo Irwin Allen (o a un acojonadísimo Adrian Samish, según otras fuentes), que se había atrevido a trastear con el guión de Ellison para Voyage to the bottom of the sea pensando que Harlan se lo tomaría a bien. Huyendo de Ellison (que además le tiró a la cara una maqueta del submarino de la serie), Allen se dio una hostia contra el muro que tenía detrás y se hizo mierda la cadera. Y, conociendo cómo las gastaba Ellison, Allen salió bien librado.
(Aquel episodio es lo que el bueno de Harlan llamaba «un día normal en la oficina»).
No eres escritor de verdad si no has usado una de éstas o fumado en pipa.
¿Eso no te impresiona?

¿Tampoco saber que Harlan trabajó en Disney... poco más de cuatro horas? Al volver del almuerzo descubrió que había sido fulminantemente despedido por sugerir, no nos atrevemos a especular si en broma, que rodasen una versión porno de los personajes de la casa.

¿Qué tal esto otro? Ha muerto el tipo que le dijo a Frank Sinatra a la puta cara que era un mentiroso; el tipo que, si Frank hubiese decidido seguir dándoselas de gallito con aquel chiquitín de voz aflautada, no habría vacilado en darle capa y media de hostias a La Voz, por chungos que fuesen sus amigos en la cosa nostra. Y Gay Talese estaba allí para inmortalizar el momento.
También es el escritor que ilustró a un fan tocapelotas, que le siguió hasta el cuarto de baño para pedirle un autógrafo durante una firma de libros, acerca de los límites de la intimidad y del sacrosanto derecho de un escritor a dormir, comer, beber, descansar y hacer sus necesidades libremente, por encima de cualquier privilegio con el cual el más incondicional de sus lectores se crea investido.

Le autografió los zapatos.

Con pis.

Por cosas como ésta, algunos consideraban a Harlan un superhéroe.

Por cosas como lo de Connie Willis o Irwin Allen, otros lo consideran un gilipollas.

Unos pocos sabemos que podía ser ambas cosas, y eso, además de su monstruoso talento, es precisamente lo que le hacía tan fascinante.
"The two most common elements in the universe are hydrogen and stupidity."
Harlan era dolorosamente consciente de que, para los gafapastas de la literatura, la fantasía/ciencia-ficción es un gueto adonde ir a comprar farlopa y petar mercenarios chochos cobrizos, no un sitio del que vaya a salir nada remotamente parecido al Arte.

Lo sabía, y trabajó como una bestia toda su puta vida para demostrarles a los culturetas de arrugadas naricillas lo equivocados que estaban. No solo a través de su trabajo, sino motivando y promocionando a otros escritores. Nombres sin lustre ni autoridad como los de Ursula K. LeGuin, J. G. Ballard, Samuel Delany, Octavia Butler...
Una de las virtudes y de los mayores defectos de Harlan era que no podía oler una pelea sin meterse hasta las orejas en ella y convertirla en un partido de hockey sobre hielo. Siempre escogía un bando. Siempre el del más débil (usualmente, él mismo). Y cuando alguien (otro completo desconocido) le reprochó que malbarataba en juicios y demandas un valioso tiempo que podría haber dedicado a escribir, él contestó: «Claro, pero no puedes dejar que los cabrones se salgan con la suya».
Para lo bueno y para lo malo, ése era Harlan Ellison.

Un luchador.

A veces ganaba.

A veces perdía.

A veces le daban la razón solo para quitárselo de encima.

A veces, incluso empezaba un combate innecesario. Como si, de repente se hubiese convertido en el matón del colegio (precisamente la clase de enemigo contra el cual Ellison batalló toda su vida). Quizá porque era un judío bajito y de tiple ridículo y a los judíos de metro sesenta con voz de dibujo animado nadie los toma en serio a menos que hagan ruido. Mucho ruido.
"Pay Me! Am I doing this for other writers, for Mom (still dead), and apple pie? Hell no! I'm doing it for the 35-year-long disrespect and the money!"
A su muerte, Harlan Ellison había firmado más de 1 700 relatos, artículos, ensayos y columnas de prensa, docenas de guiones de televisión y de cine y setenta y cinco libros, y había ganado ocho Premios Hugo (y medio), dos premios especiales de la Convención Mundial de Ciencia Ficción, cuatro Nebulas, cinco Bram Stokers, dos Edgar Allan Poes, dos World Fantasy Awards, dos Meliés, el título de Gran Maestro de la Convención Mundial de autores de Terror y el Lápiz de Plata del Club PEN.
(Además era responsable, a pesar de los cambios introducidos por Gene Roddenberry, cambios por los cuales las tuvo tiesas con Ellison, del universalmente aclamado como el mejor capítulo de la historia de Star Trek).
Supéralo, si tienes huevos.
"In TV, they don't understand subtleties of character. When a script runs long, or has production problems, the first things cut are scenes that deepen characterization."
Lo más probable es que, a estas alturas, ya le hayas cogido bastante manía al pobre Harlan. Y no te culpo. Con él, nada estaba garantizado. Podías perder en treinta segundos una amistad de treinta años con Ellison. Y, tres décadas más tarde, encontrarte con él en una convención y descubrir que se había olvidado incluso de que una vez habíais estado distanciados y volvía a considerarte su mejor amigo.

No era nada fácil ser amigo de Harlan Ellison. Tenía rasgos de personalidad que rozaban la sociopatía. Como cuando envió por correo no prioritario, en pleno agosto, una marmota muerta (bueno, no técnicamente una marmota, pero casi) a un editor que se negaba a darle cuentas de la liquidación de sus derechos de autor e incluso devolverle las llamadas. Según algunas versiones de la historia, el editor tuvo que fumigar toda la oficina. Según otras, tuvo incluso que volver a pintarla.
Pero no te quedes con los peores momentos de Harlan (que tiene para escoger, lo admito).

Quédate con el motor que movía todas y cada una de sus acciones, particularmente las más extravagantes:

Conquistar el respeto al que estimaba que los escritores tenían derecho, y que, entonces como ahora, se les negaba.
"I’ll come to your house and I’ll nail your pet’s head to a coffee table. I’ll hit you so hard your ancestors will die."
Nadie luchó mejor ni más violentamente por proteger su propiedad intelectual que Harlan (incluso cuando no tenía más que la sospecha de una duda), nadie se bregó en mayor número de batallas por defender la dignidad de su oficio que Harlan. Libró tantos combates que no es improcedente pensar que, a partir de un determinado momento, el pobre Harlan se volvió un poco paranoico; y el caso de In time es buena prueba de ello.
Por cierto, creo que merece un segundo visionado.
¿Cómo luchaba Harlan? A golpe de demanda civil. Se convirtió en una figura ominosa para editores y productores y les obligó no pocas veces a proporcionarle el único reconocimiento que comprendían: dinero.

O sea, exigió a los amos de la industria, que siempre han despreciado a los artistas, que le pagasen por su trabajo.

Y ésta es una lección que deberías aprenderte muy bien, si aspiras a morirte de hambre escribiendo.
"I don't take a piss without getting paid."
Porque se nos ha ido Harlan Ellison. Él ya no va a luchar por tus derechos. Tendrás que hacerlo tú.

Y, si eres de los que ya llevan tiempo escribiendo y publicando, deberías empezar a preguntarte por qué cojones permitiste que un pequeño octogenario chillón de Cleveland librase esa batalla en solitario hasta su último aliento.

Si eres productor de cine, de televisión o editor, deberías empezar a preguntarte si no habrás dado por sentado alguna vez que los escritores deberían trabajar gratis.

Porque la gente sigue haciéndolo. Los amos del mundo todavía creen que deberías estarles agradecido por ayudarles a hacer negocio a tu costa.
"I say: You gotta pay me! She said: Well, everybody else is just, you know, doing it for nothing. I said: well everybody else may be an asshole, but I’m not. I said: By what right would you call me and ask me to work for nothing? Do you get a pay check? Well, yes. I say: Does you boss get a pay check? Do you pay the telecine guy? Do you pay the cameraman? Do you pay the cutters? Do you pay the teamsters when they schlep your stuff on the trucks? [...] Would you go to a gas station and expect free gas? Would you go to the doctor and have him take out your spleen for nothing? How dare you, call me and expect me to work for nothing!"
"And the problem is there's a goddam many writers who have no idea that they supposed to be paid everytime they do something."
Ha muerto Harlan Ellison, el hijo de puta más irascible y con más talento que jamás ha escrito una historia de ciencia-ficción. Y se ha ido dulcemente, mientras dormía.

No merecía salir de escena en silencio. Merecía morir como vivió, haciendo ruido. Mucho ruido. Arrancando de una dentellada las tripas a un editor moroso mientras le sacaba los huevos de una patada a un productor de televisión listillo y se cagaba en la boca de James Cameron.

Por eso en Paratroopersdon'tdie hemos querido hacer un poco de ruido en su honor.

Porque, con todos sus defectos como ser humano, creemos honestamente que Harlan se lo merecía por su gigantesca talla como escritor y como kamikaze de la dignidad de los escritores.

Porque su filosofía vital de no dejar que los cabrones se salgan con la suya es quizá la más elevada categoría ética que jamás haya formulado escritor de pulp alguno y debería ser la piedra angular de toda civilización sana.

Porque Harlan tenía razón: si eres escritor, y quieres darte a respetar, no deberías ni ir a mear a menos que te paguen.

Y si meas de gratis, que sepas que eres un schmekel, un schlock, un shmegegge y un putz.

Nos encontraremos en la otra orilla, Harlan; you, bloviating fatass.

Hasta entonces, me seguiré reuniendo contigo en tus libros.

lunes, 9 de julio de 2018

Las vías del travelling.

¿Cómo mierda se convierte uno en escritor?
(Si tal cosa es posible).

Cuando uno lee entrevistas a escritores, en el inevitable y rutinario apartado de los orígenes de la vocación siempre aparece un elemento común: todos esos escritores empezaron siendo lectores. Algunos de ellos muy precoces. Unos pocos, compulsivos, verdaderos bibliófagos. La lectura les abrió a todos esos escritores las puertas de la escritura.

Ése fue también mi caso.

No puedo recordar, por más que me esfuerce, una época de mi vida en la que no supiese leer. Y sin embargo esa época existió, obviamente; pero es que yo soy uno de esos lectores hiperprecoces, que aprendió los rudimentos del lenguaje escrito a una edad tempranísima; y no, no voy a decirte a qué edad (como ya expliqué una vez, no ibas a creerme y, además, me da mucho apuro), ni en qué circunstancias (me llamarías fantasma y puto mentiroso y, además, me da todavía más apuro). Tan solo acepta mi palabra: yo leía a una edad en la que la mayoría de los críos apenas saben hablar. No es mérito mío. Culpa a la genética. Culpa a mis padres.

La culpa siempre es de los padres.

Recuerdo a mi madre leyéndome cuentos para dormirme cuando yo todavía me tropezaba con algunas palabras (y porque, qué coño, quiero mucho a mi mamá y me gusta tenerla cerca y oír su voz). Eso fue al principio. También recuerdo a mi madre o mi padre trayéndome cómics a la cama cuando estaba pachucho; Mortadelos y Mafaldas, sobre todo. Y también me recuerdo leyendo los titulares de la prensa escrita. No digo que los entendiese ni que supiese lo que significaba cada término, pero los leía de corrido y sin equivocarme a una edad a la que otros enanos como yo aún batallaban con sus frenillos linguales.
Pero otros miles de millones de críos podrían contar historias parecidas a ésta y solo una pequeña parte de esos críos acaba escribiendo algo. Cualquier cosa. Generalmente una mierda. Sin embargo, ésta parece ser una progresión habitual: empiezas leyendo y acabas escribiendo.

No recuerdo cuándo ni en qué circunstancias comencé a escribir, pero sí que desde muy crío, escribía cuentos, poemas, canciones... Todas horrorosas, por supuesto. Timoratas hasta decir basta, enternecedoramente ingenuas, risibles a escala cósmica y bochornosamente imperfectas.

Pero, joder, ¡que era un niño! ¿Qué esperábais, que a los cinco añitos hubiese escrito Vita nuova? A los cinco añitos yo jugaba al escondite y a policías y ladrones, intentaba aprender a montar en bici sin ruedines, flipaba con los dibujos animados japoneses y con las pelis de Tarzán de Johnny Weissmüller.
Weissmüller es el más alto y el menos peludo.
Sí que recuerdo la primera vez que me senté a escribir
adrede. La primera vez que me planté ante una máquina de escribir (en aquella época, no imaginaba escribir de otra manera) con un plan, con una idea para un relato, o sea, con verdadera intentio auctoris. Yo tenía entre ocho y diez años y un concepto de relato sobre la invasión de la Tierra por alienígenas agresivos de estética fascista. Este primer cuento era fruto de las sesiones de ciencia-ficción de los años cincuenta y sesenta que emitía Televisión Española los sábados (La invasión de los ladrones de cuerpos, Ultimatum a la tierra, Invasores de marte, El enigma de otro mundo, El continente perdido, Llegó del espacio exterior...), y de los ciclos de cine bélico que también veía en la cadena pública,  entonces la única.

Ese relato, que nunca terminé, era, la duda ofende, una puñetera mierda que, gracias a Alan Moore, se perdió en alguna limpieza de primavera o acabó encendiendo una hoguera en la que asamos un puñado de sardinas. Para comerlas con cachelos y pan de maíz, que es plato de dioses.
(Si embargo, aún conservo aquella máquina de escribir. Y todavía funciona).
NUNCA me he sentido más escritor que cuando aporreaba una de éstas.
Así que, en resumen, yo empecé leyendo porque me gustaba y acabé escribiendo porque...

...porque no puedo dejar de hacerlo, básicamente.

Puede que creas que ése es también tu caso. Puede que te guste leer y sientas la tentación de intentar escribir.

Permíteme que te de un consejo, de corazón y gratis:

No lo hagas.

Si eres lector, si realmente disfrutas con la lectura y quieres  seguir haciéndolo, por los piercings de Sara Sampaio te lo pido, no te hagas escritor.
Escribir, lo juro por Arturo, te arruina la vida.

Te la arruina.

Bueno, arruina tu vida de lector.

¿Por qué digo esto?

Por la misma razón por la cual, salvando las distancias, que él estaba muchísimo más gordo y tenía megatones de talento, en los últimos días de su vida, Orson Welles confesó a un periodista que ya no veía cine, que había dejado de ver películas.

¿Por qué Orson Welles, el monstruoso Orson Welles, el infatigable actor y director de El cuarto mandamiento, Macbeth, Ciudadano Kane, Fraude, Sed de mal o El proceso; por qué uno de los seis autores imprescindibles de la historia del cine, dejó de ver cine?

Parafraseando su confesión (porque no la encuentro para enlazar aquí ni la recuerdo literalmente): «porque ya no puedo dejar de ver las vías del travelling».
Orson Welles ya no podía disfrutar de una película como espectador, ya no podía ver una escena sin descomponerla plano a plano, situar intuitivamene la cámara, la óptica, la luz... y el travelling, claro, cuando lo había.

Eso es lo que, desde hace unos años, me pasa a mí cuando leo.

Y es una putada.

Por culpa de los miles de páginas que llevo escritas, me producen urticaria los diálogos artificiales, me repatean los personajes estereotipados, me sublevan los Devs ex machina, me rompo los cuernos con los agujeros de trama, veo venir la mayoría de los puntos de giro con capítulos de antelación y me sé los diez trucos más sucios del oficio de los que abusan tanto los buenos escritores como los que merecerían que les cortasen las manos y los huevos.

Convertirme en escritor ha arruinado mi experiencia como lector.

Para siempre.

He perdido la cuenta de las novelas que me defraudaron desde el primer acto porque el novelista era tan torpe, vago o inexperto que yo había divisado el plan entero de su relato con capítulos de anticipación. Podría ponerme a recitar títulos de libros con los que de buena gana encendería una hoguera donde asar sardinas (de no saber, por mis estudios de historia, que se empieza quemando libros y se acaba quemando escritores) porque, a partir de mi propia experiencia como escritor, podía ver, sin esfuerzo, todos los trucos de vendedor de aceite de serpiente que había utilizado el autor para construir su ficción.

A Chéjov, maestro del relato, le atribuyen aquello de «si en la primera página aparece una pistola, en la segunda alguien debe  dispararla». Esta máxima está destinada a garantizar la economía del cuento («no dilates el argumento, no abuses de la memoria ni de la paciencia de tus lectores, no introduzcas elementos superfluos o innecesarios»), pero siempre me viene a la cabeza cuando detecto una de esas pistas que los escritores, buenos y malos, siembran en sus textos como anticipo de escenas futuras o giros argumentales por llegar.

Veo la pistola (las vías del travelling), y sé que, antes o después, acabará disparándose.

Y raras veces me equivoco, en este aspecto.

Imagínate leer una novela de suspense, por ejemplo, y ser incapaz de sentir la intriga, de dejarte atrapar por la atmósfera, de disfrutar de la lectura porque sabes (dado que el escritor ha sido tan vago, torpe o inexperto que te ha dado toda la información que necesitas para predecilo) lo que va a pasar a continuación.

Bienvenido a mi puta vida.

Porque la ficción tiene esquemas, tiene formularios, tiene una gramática propia que todos los novelistas deberían conocer y de la cual los lectores más o menos avezados deberían estar al tanto. Es algo genético, orgánico, que no se puede deconstruir. Puedes intentarlo, y quizá te quede un interesante ejercicio de estilo, pero desde ya te prevengo que, muy probablemente, sea un galimatías ilegible. ¿Qué espera el lector de novela negra? Un detective atormentado, una mujer fatal, un poli corrupto, un misterio a resolver y, a ser posible, un gánster (toda historia sale ganando si le metes un gánster). ¿Se puede hacer una novela de detectives prescindiendo de alguno de esos elementos? Por supuesto. De alguno e incluso de varios; se ha hecho y se hará. Ahora bien... ¿se puede prescindir de todos? ¿Se puede hacer novela de detectives sin un detective, una mujer fatal, un poli corrupto, un misterio y un gánster?

Claro que se puede.

Pero no será una novela de detectives. Ya será lo que sea, pero no una novela de detectives. Será otra cosa que no se parecerá, ni remotamente, a una novela de detectives.

Y esta regla, que es válida para un género literario dado, está en el embrión mismo de la literatura. Porque la ficción se construye en base a unos esquemas. Porque nuestro cerebro funciona así; necesitamos un discurso, necesitamos rellenar los espacios en blanco, necesitamos completar lo que está inconcluso, necesitamos ver una relación de causa y efecto para que el relato sea legible y nuestras neuronas no se peguen un narigazo. Alonso Quijano se chala vivo leyendo novelas de caballerías, se calza su vieja armadura y sale por el mundo a emular a esos caballeros andantes que, en realidad, no existieron jamás. Causa y efecto. Don Quijote no se vuelve loco primero y se pone a leer novelas pulp de caballeros después. Ni lee esos libros y funda un convento. Ni los lee y luego se suicida al final del primer acto y otro personaje retoma la acción y hace cosas que jamás haría don Alonso, y encima deja la novela sin terminar, en mitad de una escena realmente interesante (¿la pelea con el vizcaíno, propongo?).

Así que los escritores partimos de un pecado original: estamos maniatados por los huesos de la ficción misma. Podemos jugar creativamente (incluso muy creativamente) con cuatro, cinco herramientas: estructura en tres actos, exposición, puntos de giro, arco de transformación... e incluso prescindir o retorcer las leyes de alguna de ellas, pero no prescindir de todas.

La literatura tiene una estructura y unas normas, o no es literatura. Y eso es algo que ya sabían los antiguos.
«Propongo tratar de la poética en sí misma y de sus diversas especies, prestando especial atención a las cualidades esenciales de cada una de ellas; investigar la estructura de la trama requerida por un buen poema, el número y naturaleza de las partes de las cuales se compone un buen poema e igualmente todas las demás facetas que corresponden a esa misma investigación».
Eso es un poco de Aristóteles, para tu crecimiento personal.
Los escritores mantenemos con la gramática una relación 24/7 a lo 50 sombras de Grey. Cada idioma tiene una determinada sintaxis, que crea todo un esquema de razonamiento, que condiciona el universo simbólico del escritor, y por ende del lector. ¿Crees que Novalis escribía igual que Marco Aurelio? ¿Crees que un señor acostumbrado a relegar el verbo al final de la frase va a escribir igual que un latino, que ponemos el verbo donde nos sale de las reverendísimas pelotas, o un antiguo romano, que, si me aprietas, no necesitaba ni verbos?

¿Que exagero? ¡Criatura! Mira estas dos frases:
Lupus est homo homini.

Homo homini lupus.
Por si no eres de mi generación y no te tocó estudiar latín, déjame decirte que ambas frases son exactamente la misma frase: «(un) lobo es el hombre para el hombre», «el hombre, para el hombre (un) lobo (es)». La primera frase es de Plauto, la segunda de Hobbes, y sin embargo ambas dicen lo mismo. Exactamente lo mismo; pero para un español (o para un alemán), la ausencia de verbo en la versión de Hobbes es para darse de ladrillazos en la punta del carallo al grito de: «¡Hijoputaaaaaaaa, que me quedo otra vez para septiembreeeeeeeeeee!»
¿«Romanes eunt domus»?
La gramática del alemán determina el carácter germánico  tanto como la gramática de la ficción determina el devenir de una novela. Los alemanes no son más educados que nosotros. Es una fantasía. Sí, los alemanes no se interrumpen los unos a los otros mientras hablan, como los groseros mediterráneos (bueno, yo soy más bien atlántico) tenemos por costumbre. Pero no te escuchan atentos y calladitos por educación. No. Te escuchan así de bien porque, hasta que no llegas al final de frase y conjugas el verbo, no tienen ni puta idea de qué cojones estás hablando.

Imagínate que los españoles tuviésemos ese problema. Que la ortodoxia sintáctica del castellano fuese poner el verbo al final de frase. ¡La de situaciones equívocas que nos crearía!
«Ayer por la tarde, pistola en mano, por su indecente comportamiento, a veinte putas...»
«...amonesté».
No podemos prescindir de la gramática de nuestra lengua vernácula ni inventarnos la nuestra propia porque entonces solo nosotros podríamos leer nuestros textos. Y, sujetos por la gramática propia de la ficción, los escritores, como Anastasias Steele de todo a cien, estamos sujetos a un contrato de sumisión. Debemos conocer las normas y estamos obligados a respetarlas.
(Oh, sí, hay escritores especialmente hábiles que encuentran atajos, excepciones a esas normas, y son capaces de parir obras coherentes y de gran belleza, pero por cada uno que lo logra hay cien mil que se pelan los cojones en el intento).
Nuestro cerebro construye sus razonamientos de un modo discursivo, lingüistico, y por eso buscamos en una narración o un argumento la coherencia de una sintaxis interna; también necesita llenar los espacios en blanco, y por eso los lectores odian los cabos sueltos en un relato; nuestro cerebro necesita una sensación de finalidad, se queda perplejo ante lo que está inconcluso, y por eso los finales confusos, o abiertos nos repatean tanto; nuestra herencia evolutiva nos ha enseñado a pensar en términos de causa y efecto y por eso triunfa el pensamiento mágico y nos gusta que los malvados sean descubiertos y castigados y el chico bueno acabe empollando a la modelo rusa de lencería heredera de la fortuna de los zares.
(Cosa que nunca sucede en la vida real, y ésa es una de las razones por las cuales leemos ficción).
Se casó dos veces. Las dos por amor. Las dos con multimillonarios.
Y si lo arriba expuesto te parece poco motivo para renunciar a escribir, a ver qué te parece éste:

Imagínate estar corrigiendo mentalmente un texto (y no necesariamente uno malo) mientras lo lees.

Bienvenido a mi puta vida.

Si el libro está bien escrito, es casi un aliciente. Un valor añadido a la experiencia. Como lo sería descubrir que Sara Sampaio bebe los vientos por ti y, encima, es esa elfa golfilla de piel opalina, mirada viciosa y egregios senos a la que llevas dos años empotrando con la mente en el Tera.
Programadores asiáticos; explorando las fronteras de la hipersexualización.
Si el libro es una puñetera mierda, como el noventa por cien de ellos, en algún momento comienzas a encontrar atractiva la idea del suicidio.

Ya no distingo, ni en realidad me importa, si las patadas al idioma las dio el autor original o el traductor (la mayoría de la ficción que leo son traducciones). Me da igual. Sea quien sea el responsable, me cago en su puta madre.

Lees y relees un párrafo que no tiene sentido.

«¿Me estará dando un Marichalazo?», te preguntas.

Vuelves a leer el párrafo conflictivo. Para comprobar si tu cerebro sigue funcionando correctamente, recitas entera la lista de nombres con los que has bautizado a los lunares y pequitas de la Sampaio.
¡Si es que hasta sin pintar está buena! ¡Me cago en Dios, qué mal repartido está el mundo!
Y todo parece en orden.

Entonces, ¿cuál es el problema?

El problema es del escritor, o del autor, o del corrector de pruebas, que fue despedido de la editorial hace años y se llevó la única copia del manual de estilo con él, o del editor, a quien en realidad se la bufa que el libro esté mal escrito, o de la madre que los parió a todos, tras engendrarlos con diferentes padres, y a la que ven poco porque sus servicios están muy solicitados en la casa de tolerancia donde se gana las lentejas, o yo qué se de quién es el problema.

Pero hay un problema. Hay un problema gordísimo si, mientras lees un libro que se supone que ha pasado por muchas manos antes de llegar a ti (manos responsables de entregarte un producto en condiciones que es, poniéndonos materialistas, exactamente lo que esperabas conseguir a cambio de tu dinero), estás tachando adverbios, capando subordinadas, corrigiendo perífrasis y conectores, reescribiendo diálogos, podando párrafos, eliminando capítulos enteros.

¿No se supone que ese libro lo ha escrito, valga la redundancia, un escritor?

Entonces ¿qué fue lo que salió mal?

A ver si...

Oh, Dios mío, no es eso, ¿verdad? Dime que no es eso.

A ver si lo que va a estar mal eres tú. Tú, que al hacerte escritor has jodido hasta el escroto al lector que había en ti. Le has permitido mirar tras la cortina, has desollado para él los huesos de la ficción, ¡pornógrafo!, has estudiado la gramática de tu idioma, le has señalado los veinte errores más habituales entre escritores perezosos, descuidados o pretenciosos.

A ver si la culpa de todo la tienes tú.

Por haber empezado a escribir.

Porque ahora formas parte del club y te han enseñado el saludo secreto, y has visto que no es más que otro sitio donde ir a fumar costo, emborracharse y hablar de las mujeres como si fuesen ganado follable.

Te está bien empleado.

Te jodes, por jugar con fuego.

Por desenmascarar a unos cuantos emperadores desnudos.

Por mirar detrás de la cortina.

Porque ya sabes dónde van las vías del travelling.