sábado, 24 de marzo de 2018

No lloraré sobre la tumba de Michael Cimino (I)

Sabes que empiezas a hacerte viejo cuando recuerdas tiempos mejores.

Porque, en realidad, los tiempos pasados no fueron mejores. Solo te lo parecen ahora, cuando estás ya más que harto de chingar con La Nostalgia, esa prima del pueblo, hija incestuosa y promiscua de tio Afrodisio y tía Falopia, que por «una Coca Cola de limón» fingirá que eres el empotrador de sus sueños, nivel Grigori Iefimovich, como poco. 

Pero lo cierto es que sí recuerdo una época en la que el Arte solía estar en manos de los artistas, no de los mercaderes. 
Grigori Iefimovich: intentó matarse follando. Al final, le pegaron siete tiros.
Porque cuando pones el arte en manos de fenicios, lo único que puedes esperar es un público dividido y cabreado, una crítica estupefacta y, lo peor de todo, la estandarización de producto.

¿Sabes lo que significa estandarización? Significa mediocridad. Significa poner el listón de la creatividad al nivel del tonto más embrutecido del pueblo, supeditar la originalidad a los caprichos de una fórmula ya probada y diseñada por un departamento de marketing, castigar el esfuerzo, menospreciar el talento, recompensar la sumisión y la pereza. Matar el Arte.

Y la culpa de esto no la tiene Yoko Ono (ni el espíritu de Lennon que le sale por los poros), la tiene el pobre de Michael Cimino, recientemente fallecido.
Este señor.
La puerta del cielo, la película con la cual el director neoyorquino dilapidó todo el crédito artístico obtenido con El cazador y arruinó a la United Artists, es la excusa que todas las grandes productoras de Hollywood esgrimen para no volver a darle carta blanca a un artista JAMÁS. Y es que Cimino se gastaba la pasta de la United en el rodaje de su gran epopeya americana con la alegría de alguien convencido de que en algún oscuro sótano de la UA tenían una máquina de imprimir billetes.

Entre otras carísimas cipotadas, Cimino hizo traer un tren de época de un museo de Colorado para una toma que duraba un par de minutos. Cimino mandó demoler un decorado ya terminado (TODA una calle) y reconstruirlo de nuevo porque no le gustaba la distancia a la que habían quedado las casas. Cimino grabó más de doscientas horas de metraje. En celuloide, que no se puede reutilizar. DOS-CIENTAS horas. Cimino hizo regar a diario la hierba de un campo en el que pretendía filmar una batalla cuyo rodaje duró un mes y que, para sorpresa de todos los implicados, concluyó sin que nadie se matase en el proceso. Cimino llegó a posponer horas, HORAS, el rodaje de un mísero plano de pocos segundos porque las nubes no estaban en la posición correcta, o las sombras no caían a su gusto, o la luz no era la adecuada; lo cual no solo demuestra que era un maniático, sino que tampoco veía Barrio Sésamo.

HORAS de extras y técnicos sentados sobre la hierba. Sin hacer nada. Sin ni siquiera un bocadillo o una revista para pasar el rato.

Algunos de los mejores actores del momento, y Kris Kristofferson, sentados en la hierba y cobrando, básicamente, por tocarse los cojones. 

Cimino parecía empeñado en hacer quebrar a United Artists.

Misión cumplida.
Nadie ha visto la película que quería hacer Cimino. Y nadie la verá. Nadie se sentará ante una pantalla a ver esas cinco horas y veinticinco minutos de metraje a las que, con un esfuerzo agotador, el megalómano director de cine logró reducir su monstruo.
(Personalmente opino que Cimino se había equivocado de formato. Es evidente que su historia clamaba a gritos por convertirse en una serie de televisión. Pero, en 1979, ¿a quién se le habría ocurrido gastar tremendo pastizal en una puta serie de televisión, que, hasta no hace tanto, en Hollywood se consideraba el equivalente a criar a una hija para después emplearla en un burdel?)

(Al año siguiente, Jerry London demostró a todos los ejecutivos y vacas sagradas de Hollywood que sí había mercado para una superproducción dirigida a televisión. Lo cual solo demuestra que, hasta en la industria del cine, el número de tontos es infinito).
A Michael Cimino hay que agradecerle que los directores de cine hayan perdido el poder de que disfrutaban antaño. De que las decisiones creativas en el Séptimo Arte las tomen ahora comités de ejecutivos, no artistas.

Comités de ejecutivos que no saben hacer cine, porque no es su campo y porque nadie espera de ellos que sepan; comités de ejecutivos que solo deben lealtad a sus bonus semestrales, que pueden estar motivados por intereses espurios y que, como se ha visto en ejemplos recientes, ni siquiera son de ninguna utilidad real para pararle los pies a los Michael Ciminos del mundo.
(Porque en realidad, los ejecutivos, de hacer cine, no tienen ni zorra, así que no les queda otra que recurrir a los directores de toda la vida y presionarlos para que se ajusten a las características del último éxito de taquilla, y desfigurar el resultado final, o dejarlos a su aire y que sea lo que Dios quiera).
Y no, no estoy reivindicando el derecho de un director a arruinar a sus productores (que, para empezar, nunca debieron ponerse a sí mismos en la situación de que un director pasado de vueltas, por mucho que se llamase Michael Cimino y acabara de ganar cinco Óscars, pudiese llevarlos a la quiebra).

Estoy tratando de explicarte por qué el nuevo sistema no funciona. Por qué ese sistema es también culpable de que ya todas las películas me parezcan iguales.
(Que es el mismo sistema responsable de que todas las canciones, todos los libros y casi todas las series de televisión me parezcan iguales).
¿Nos cansaremos algún día de hablar de esta peli?
Todo lo que los ejecutivos de la Metro Goldwyn Mayer llegaron a ver de 2001 hasta que Kubrick les presentó el montaje definitivo fueron doscientos folios en blanco pulcramente encuadernados y con un título en letras doradas: 2001, una odisea del espacio.

Fue una apuesta arriesgada, y estoy seguro de que más de un directivo de la Metro anduvo ligero de vientre hasta que concluyó el rodaje.
(Y también estoy seguro de que ese mismo directivo, cuando vio la peli, se cagó vivo).
No sé si un director de cine (o un escritor, o un guionista) debería gozar de semejante poder sobre el dinero de otro.

Pero sí sé que un artista debería gozar de algún poder sobre su propia obra.

Si un estudio de cine te contrata para rodar una película será porque confía en tu talento, en tu capacidad para narrar con imágenes en movimiento, en tu profesionalidad; o porque se han asomado a tu peculiar narrativa, a tus marcas de estilo, las han saboreado, les gustan y quieren incorporarlas a un proyecto patrocinado por ellos.

Porque si no ¿para qué coño iban a contratarte si lo único que quieren es que ruedes otra película indistinguible de la que podría haber perpetrado cualquiera de los nobles mercenarios de la industria?
La Twentieth Century Fox contrató a Josh Trank para rodar el reboot de Los 4 fantásticos (antes de que sus derechos para la pantalla revirtiesen a Marvel, a la sazón ya una división de Disney) porque les había encantado Chronicle. De creer lo que el propio Josh Trank dijo de su proyecto para Los 4 fantásticos, en un tweet de 2015 posteriormente borrado (pero no antes de que alguien, je je, jódete, Josh, hiciese capturas de pantalla), él tenía una película estupenda (baja, Modestia, que sube Josh), pero los malvados ejecutivos de la Fox le engañaron desde el principio y mutilaron su obra mestra.
"I told them I would take on the project if given creative control, and they agreed. Fox loved my ideas."

«Les dije [a los de la Fox] que aceptaría el encargo si me daban control creativo, y estuvieron de acuerdo. A la Fox le encantaban mis ideas [para Los 4 fantásticos]».
(O sea, que Josh Trank es gilipollas o escogió creerse las mentiras de los ejecutivos de la Fox).
Me resulta imposible leer este tweet y no interpretarlo como un berrinche. El intento de un niñato narcisista de autojustificarse.
"First, they said I was making it too drama-heavy and to add in some action scenes. I told them I take the film very seriously and to trust me with the final product. Many of the scenes I shot and filmed were not approved by Fox."

«Primero, [los ejecutivos de la Fox] dijeron que yo estaba cargando demasiado [la película] de drama y añadiéndole algunas escenas de acción. Les dije que me tomaba la película muy en serio y les pedí que me confiasen el producto final. Muchas de las escenas que yo rodé no fueron aprobadas por la Fox».
¿Lo pillas? No es que Josh Trank no tuviese un buen proyecto o fuese incapaz de dirigir una película del tamaño de Los 4 fantásticos. Es que todos los demás implicados en el rodaje estaban celosos de su talento y le ponían palos en las ruedas todo el rato.
(Sí. Es sarcasmo).
Por si no había quedado claro.
Y sin embargo, los que seguíamos las noticias sobre la producción de este largometraje nos temíamos un desastre desde el minuto uno. Porque las noticias que nos llegaban del otro lado del océano destacaban la pésima relación del director con el reparto y el equipo técnico. Literalmente no se hablaba con ellos fuera de las horas de trabajo. Se encerraba en su caravana y pasaba de ellos como de la mierda.

Es muy significativo recordar que Josh Trank iba a rodar un spin-off de Star Wars... hasta que llegaron a Lucasfilm las primeras noticias de su comportamiento en el plató de Los 4 fantásticos, y Josh fue fulminantemente finiquitado.
"My original cut 140 minutes. I had planned on the teatrical cut being around 120-130 minutes. The version you see in the theaters is 98 minutes long. What are you seeing is a botched version of my film."

«Blablabla bla blá, todos gilipollas menos yo.»
Aunque me resulta imposible, y mira que lo he intentado, simpatizar con Josh Trank, tan convencido de que todo el mundo, menos él, tiene la culpa de que sus 4 Fantásticos sea una puta mierda fermentada, lo cierto es que vi Chronicle y vi el reboot de Los 4 fantásticos con La menos agraciada de las hermanas Mara.

Y no me puedo creer que sean obra de la misma persona.
Lo siento, Kate, pero sigo prefiriendo a Rooney.
No es que las dos primeras películas de gran presupuesto de Los 4 fantásticos fuesen buenas.

Para nada.
Susan, Reed, Johnny y Mecagondiós¿esunabroma?
Joder, aquellas pelis eran de juzgado de guardia.
(Por no entrar a valorar la primerísima película de Los 4 fantásticos, esa blasfemia de 1994, peor que un cáncer de carallo, que la Fox sólo filmó porque estaban a punto de caducarle los derechos cinematográficos sobre los personajes; esa película que, aunque rodada en los noventa, tenía los mismos escenarios de corchopán y efectos especiales de saldo que las adaptaciones de Spiderman y El Capitán América rodadas en los 70; joder ese ñordo tan analmente aborrecible como un supositorio de carburo que ni siquiera llegó a estrenarse, ¡y que, AY, ojalá Jack Kirby mártir nos hubiese impedido ver!)
Cualquier capítulo de cualquier temporada de Dr. Who tiene más dignidad que esto.
Los largometrajes de Los 4 fantásticos en los que sale nuestra venerada Jessica Alba (¡que la UNESCO declare su boca patrimonio de la humanidad!) eran tan malos que el crítico de cine David Edelstein, en un derroche de generosidad, opinó talmente esto de la primera peli de la franquicia:
"[...] Fantastic Four (20th Century Fox) [...] is about what you'd expect from the genre: an overinflated B-movie with no grace, no subtext, no wit, and featuring beefcake/cheesecake actors who look like they've been plucked from the soaps. It's the sort of "franchise" picture that the studios want—impersonally directed (by Tim Story) and free of risky, offbeat casting and messy emotional excess. Will it be a hit? Maybe the fanboys will welcome the film as a relief from all the self-conscious artistry. More likely, they've been spoiled by the stylings of Raimi, Logan, Bird, etc., and will hate how disposable their beloved Fantastic Four has become."

«[...] Los cuatro fantásticos (20th Century Fox) [...] va de lo que esperarías del género [de superhéroes]: una serie B sobredimensionada con cero gracia, nada de subtexto, sin talento, y representada por niños bonitos que parecen arrancados de un culebrón. Es la clase de película "franquiciada" que los estudios quieren que sea dirigida impersonalmente (por Tim Story) y libre de temeridades como un reparto sorprendente o excesivas complicaciones emocionales. ¿Será un éxito de taquilla? Puede que los aficionados acojan la película como un descanso de todo ese incómodo marchamo de autor. Muy posiblemente han sido malcriados por los estilos de Raimi, Logan, Bird, etcétera; y odiarán lo desechables que se han vuelto sus queridos Cuatro Fantásticos».
Lo único que se salva de la peli. En serio.
Y, palabrita del niño Jesús, la de David Edelstein es la opinión más suave y menos corrosiva que he encontrado. La crítica de Roger Ebert, por ejemplo, podría resumirse en una frase tan directa y contundente que no necesita traducción:
"Are these people complete idiots?"

¿Qué habría pensado de ESTO?
Mira si las dos primeras pelis de Los 4 fantásticos eran malas que hasta una mala actriz como Jessica Alba (beso sus tiernos mofletes) se dio cuenta de lo malas que eran:
"The director [Tim Story] was like, ‘It looks too real. It looks too painful. Can you be prettier when you cry? Cry pretty, Jessica."

«El director [Tim Story] estaba en plan: "Resulta demasiado real. Parece demasiado doloroso. ¿Puedes estar más guapa cuando lloras? Llora [sin dejar de estar] guapa, Jessica"».
Como si fuese anatómicamente capaz de llorar de otra manera.
Tan consciente, de hecho, que el rodaje de esas dos películas estuvo a punto de lograr lo que no lograron ni el truño de Inmersión Letal ni la diarreica The Eye: que nuestra amada Jessica se plantease muy seriamente poner fin a su carrera como actriz.
"He [Tim Story, otra vez] was like, ‘Don’t do that thing with your face. Just make it flat. We can CGI the tears in.’ And I’m like, But there’s no connection to a human being. And then it got me thinking: Am I not good enough? Are my instincts and my emotions not good enough? Do people hate them so much that they don’t want me to be a person? Am I not allowed to be a person in my work?"

«Él [Tim Story, once more] estaba en plan: "No hagas eso con la cara. Hazlo plano. Podemos añadir las lágrimas por ordenador". Y yo diciéndome "pero no hay conexión alguna con un ser humano". Y eso me hizo preguntarme: ¿No soy lo bastante buena? ¿Mis instintos y mis emociones no son lo bastante buenos? ¿La gente los odia tanto que no quieren de mí que sea una persona? ¿No se me permite ser una persona en mi trabajo?».
Fue la última en enterarse de que solo la contrataron porque la consideraban un bonito cacho de carne.
Las primeras dos superproducciones de Los 4 fantásticos eran malas con ganas, pero al menos tenían a la divina Jessica Alba, ¡que jamas se le acabe el tinte rubio, y que sus latinos labios jamás pierdan su turgencia!
Amén.
Los 4 fantásticos de Josh Trank no tienen ni eso. Nada. Ni siquiera tienen a Josh Trank, (desde luego no el Josh Trank de Chronicle).

La Fox contrató a Josh Trank para que le diese su particular toque de autor a Los 4 fantásticos y después le quitaron todo el poder creativo y le exigieron que rodase tan solo otra película de Los 4 fantásticos. Cualquiera. La que fuese. Una película que, por no tener, no tenía ni a Jessica Alba, o sea la única razón por la cual fui al cine a ver las dos anteriores.
¡La de truños que nos habremos visto solo porque aparecía ella!
Era el dinero de la Fox. Era su decisión.

Pero si en la Fox querían más de lo mismo, si sólo querían otra «overinflated B-movie with no grace, no subtext, no wit, and featuring beefcake/cheesecake actors who look like they've been plucked from the soaps», en palabras de Edelstein, ¿por qué coño contrataron a Josh Trank cuando podrían haber resuelto igual de bien (o sea igual de mal) la papeleta con cualquier mediahostia de segunda división, que, además, les habría salido muchísimo más barato?
(Y ¿por qué coño no le pusieron de patitas en la calle, como finalmente hicieron, cuando todavía estaban a tiempo de enmendar la gran cagada?).
¿Es que en Hollywood viven en perpetua tensión entre sus pretensiones de arte y sus ansias de pasta?
(O, si lo prefieres, ¿es que en Hollywood son como Emilio Aragón, que toda la vida fue un muy digno payaso pero está obsesionado con que la gente lo considere un artista?).
Las productoras de cine nos dicen que lo suyo es hacer películas. Pero es mentira. Lo suyo no es hacer películas. Lo suyo es hacer dinero. Cuanto más, mejor.

Y el dinero es cobarde.

MUY cobarde.
A mí esto me pasa a diario. ¡Si va a ser cierto que veo demasiado porno!
Yo opino, simplemente, que Josh Trank, que, de justicia es recordarlo, antes de Los 4 fantásticos sólo había dirigido una película y cinco capítulos de la serie The Kill Point, no tenía ni la experiencia ni la cabeza ni la sangre fría para ocuparse de una superproducción como Los 4 fantásticos; un monstruo de 120 millones de dólares.

Ciento v... ¿Puedes siquiera imaginar 120 millones de dólares? Porque yo no puedo. Bueno, pues la Fox le dio todo ese dinero a Josh Trank para que rodase su película. Y luego se limpiaron el culo con ella. Dos veces. Y media.

Porque el dinero tiene miedo. Especialmente de los monstruos que él mismo crea.

Los directivos de la Fox, que van por la vida de artistas, que intentan hacernos creer que lo suyo es hacer películas, le dieron a un completo novato 120 millones de dólares.
(Sí. Lo de poner a imbéciles a cargo de la pasta no ha cambiado nada desde la debacle de United Artists).
A cambio de ese dinero no esperaban recibir una película. Esperaban un retorno de 300, 400, 500 millones en taquilla. No querían riesgos. Confiaron en que Josh Trank rodase otra película de Los 4 fantásticos, la que fuese, siempre y cuando se ajustara al formulario de películas en las que inviertes cien kilos y ganas trescientos. Que es un formulario que nadie conoce, en realidad. Porque está cambiando todo el rato. Porque la gente también acaba harta de que le den siempre lo mismo, y entonces busca otra cosa, aunque solo sea por variar. Y entonces el formulario cambia, y hay que empezar a hacer las películas de otra manera, y entramos en un círculo vicioso al que no se le ve fin.

Porque el verdadero objetivo de toda productora de cine, de televisión, o editorial; no es crear ni difundir Arte, sino mantener saneado su balance contable.
(Y así nos luce el pelo).
Si alguna vez nos cansamos de 2001, péganos un tiro.
Por estos motivos y otros, los directores de cine tienen cada vez menos poder, sus películas tienen cada vez menos personalidad y el cine (la música, la literatura...) es, cada vez, peor. Todo lo que se salga de la fórmula establecida para hacer caja es inmediatamente rechazado. Joder, si hasta la puta fotografía de un largometraje se decide ya conforme a una paleta de colores estandarizada. ¿Es una de terror?, filtros azules. ¿Está ambientada en un futuro apocalíptico?, grises y tierras. ¿Transcurre en el desierto?, amarillos. ¿Se sale de lo habitual?, verdes. ¿Y los tráilers? ¿Quieres que hablemos de los tráilers? ¿No has notado algo extraño en todos ellos, últimamente; como que te recuerdan algo, como que ya los has visto antes, como que esto ringuea algunas de tus bels?

A eso se le llama estandarización.

A eso se le llama mediocridad.

A eso se le llama la muerte del Arte.

Que es lo que pasa cuando pones a ejecutivos al frente de las decisiones creativas. Directivos de estudio de Hollywood haciendo cine. Personas cuya máxima preocupación es mantener contentos a sus accionistas.

Porque los productores se acuerdan muy bien de Michael Cimino.

No quieren ver ni en pintura a otro Josh Trank.

Y están dispuestos a sacrificar en el altar de los beneficios corporativos a todas las Jessicas Alba del mundo.
¡Es igual, Jessie! ¡Nosotros te seguimos amando! ¡Y a tu ombligo también!
Y esta filosofía empresarial se ha hecho extensiva también a la industria editorial. Si quieres saber qué tipo de libro se está vendiendo bien en un determinado momento, no tienes más que darte una vuelta por un centro comercial y ver los desvergonzados clones expuestos en los lineales de la sección de librería: niños magos, elfos y dragones, noir sueco, sombras de Grey, palmeras nevadas, a cada cual peor que la original.

Y la concentración empresarial, la creación de grandes grupos de comunicaciones que engullen a otros más pequeños (como Disney, que se lo está comiendo literalmente todo y, créeme, no soy el único en pensar que es una mala noticia) tiene como consecuencia inevitable la estandarización de esa fórmula. La aniquilación del autor o su reducción a la figura de sumiso mercenario. El menoscabo de la originalidad y la entronización de los trabajos por encargo. De las franquicias. La filosofía McDonalds aplicada al Arte.

Lo cual supone un problema creciente. Un problema muy gordo. Y rastreable.

Sólo dos (y hasta esta cifra hay que pillarla con pinzas) de las veinticinco películas más taquilleras de 2017 eran guiones originales. El resto se reparte entre remakes, reboots, secuelas, adaptaciones de libros...
Lo que nos faltaba por ver: el autoplagio.
Y no, no es que los guionistas de Hollywood hayan olvidado cómo escribir una historia y los directores cómo dirigirla. Es que ya casi nunca tienen prácticamente ningún control sobre las historias que pueden y no pueden contar. Y, cuando lo tienen, es para echarse a temblar, porque, más allá de que esos directores estén viciados por el nuevo sistema McDonalds (que lo están), que les den carta blanca significa, literalmente, que a sus jefes se la trufa lo que hagan, porque han renunciado a cualquier pretensión de supervisar el rodaje y asegurarse de que no les cuelen otro Michael Cimino. Normalmente por las más mezquinas razones.

Cualquiera que haya estado atento no habrá dejado de notar que las películas de Pixar son cada vez peores desde que pasó a manos de Disney. Porque en Disney no viven de hacer películas, sino de crear franquicias y vender merchandising. ¿Por qué rodar una película de Cars y vender un DVD y una colección de figuras, cuando puedes rodar doscientas y multiplicar tus beneficios? Es más, ¿por qué no explorar otras posibilidades de esa misma fórmula? Rodemos Planes, Boats, Bikes, Trucks, Starships, Skates...
La primera película de Pixar que no vi porque me importaba, literalmente, un pijo.
Hay que encontrar un término medio. No puede consentirse que los Michael Cimino y los Josh Trank del mundo arruinen a sus jefes, pero debería ser posible encontrar un compromiso entre la honrilla del autor y el negocio.

Porque de lo contrario, le estarás dando a Zack Snyder una morterada de pasta para que haga una película con su conocido y reconocible marca personal de estilo y después gritarás como un energúmeno porque esa película de Zack Snyder es demasiado Zack Snyder.
«¿Oscuridad, apocalipsis, demonios? ¡Oh, Dios mío, Zack ¿qué cojones has hecho?!»
(Y contratarás a un competente mercenario para tratar de arreglar el desaguisado. Y la cagarás pero bien. Porque lo que esa peli requería era un borrón y cuenta nueva. Pero el reparto del bonus semestral estaba a la vuelta de la esquina, y no querías tener que explicar, en la próxima junta de accionistas, que iban todos a tener que poner más pasta en una peli que ya estaba terminada, o casi).
Michael Keaton huyó de Batman Forever cuando Joel Schumacher empezó a preguntar por qué era todo tan oscuro.
Como en todas las historias de perdedores, la gente tiene la tentación de colocarse al lado de Michael Cimino, llegando a hacer penosas defensas de su mutilada Obra Maestra, que nadie ha visto, presentándole como el epítome del creador talentoso arruinado por la codicia de una multinacional sin escrúpulos; metáfora del obrero enajenado por el capitalismo.

Y una polla.

Michael Cimino arruinó a la United Artists. Después de La puerta del cielo (44 millones de presupuesto, 5 de recaudación), ningún otro director volvió a rodar una película para la UA porque la United Artists había dejado de existir a todos los efectos, absorbida por la Metro Goldwyn Mayer, que la compró a precio de saldo. Michael Cimino impidió, con su megalomanía, ceguera, cabezonería y egoísmo, que ningún otro director de cine pudiese trabajar para UA.

¡United Artists! ¡La productora de cine creada por Mary Pickford, Charles Chaplin, Douglas Fairbanks y David Ward Griffith, hartos de que los grandes estudios de cine les explotasen, les negasen cualquier control sobre su trabajo y no hablemos ya de un salario digno!
Michael Cimino es el directo responsable de haber arruinado al último estudio clásico, fundado por cineastas como él, y firmado el certificado de defunción de lo que se dio en llamar «el nuevo Hollywood», ese movimiento cinematográfico caracterizado, hay que joderse, precisamente por conceder a los directores de cine un poder muy superior al de los productores; por primar el arte sobre el negocio. Y estoy hablando de la cultura cinematográfica que permitió el ascenso de directores como Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, William Friedkin, Peter Bogdanovich, Dennis Hopper o Steven Spielberg entre otros, y en la que se gestaron títulos como Bonnie & Clyde, El graduado, Easy Rider, Annie Hall, El exorcista, The French Connection, El padrino, Taxi Driver y Chinatown, por poner solo unos pocos ejemplos.
(Sí, no todas esas películas fueron éxitos de taquilla, pero todas ellas son clásicos estudiados en todas las escuelas de cine dignas de ese nombre).
Y Michael Cimino clavó el último clavo del ataúd de esa época.

Por eso, y que me perdonen su familia y amigos, no derramaré ni una sola lágrima sobre su tumba.
(Aunque seguiré disfrutando como un cerdo con sus películas).
Sé que me estoy haciendo viejo porque ya empiezo a pensar que la poca dignidad que queda en el mundo del cine la atesora toda Asia Argento.
Éste exquisito súcubo italiano y tatuado.
Porque hay que tener la sorca a prueba de bomba para plantarse en la alfombra roja del festival de Cannes de 2013 y dedicarle este bonito gesto a la prensa:
¡Ole su vagina! ¡Ole, ole y ole!
(Con un par, Asia. Te adoramos. ¡No cambies nunca, nunca, nunca!).
Pero no sé de qué me quejo. Podría ser peor.

Y es, de hecho, MUCHÍSIMO peor.

Porque solo hay una cosa más infame, ignominiosa y encabronante que entregarle el control de la cultura a un yuppie engominado y sin talento, y es entregársela a un puto troll.

Y, lo creas o no, querido lector, eso ya está sucediendo. Por poner solo dos ejemplos: los fans de DC organizando campañas para cerrar rotten tomatoes, porque entienden que boicotean deliberadamente las pelis de DC, o los de Harry Potter afilando sus guadañas y encendiendo sus antorchas porque en la obra teatral de su idolatrado niño Vicente, Hermione Granger es (¡Anatema! ¡Excomunión!) negra.

Y los ejecutivos de los estudios de cine están tomando buena nota. Por eso contrataron a Joss Whedon para que volviese a rodar parte del metraje de La liga de la justicia de manera que pareciese menos una peli DC y más una peli Marvel; menos una película de Zack Snyder y más una de Joss Whedon; y por eso La liga de la justicia no pasa de buena película de dibujos animados, cuando debería habernos dado orgasmos de gusto, como Los Vengadores, pero con un tono diferente, distintivo, una identidad propia; no con las mismas paletas de colores, las mismas temáticas, el mismo ritmo y los mismos chascarrillos que Iron Man.

Pero da igual. Los directivos de los estudios de cine la seguirán cagando.

Porque a ellos el cine se la sopla. Lo que les interesa es el dinero.

Y el dinero es cobarde.
«¿Y los colorines? ¿Y los chistes? ¿Y Robert Downey jnr.
A esto nos ha traido el desprecio al trabajo del artista, la negativa a reconocerle una voz propia y respetar su estilo; la devaluación de su talento: hace años se produjo un trasvase del peso creativo de la creación cultural, que pasó de manos del director de cine, el compositor, el escritor, a las de los directivos de la productora, la editorial, la discográfica. Ahora, ese mismo trasvase se está produciendo desde los ejecutivos de los grandes grupos de comunicación hacia los fans más ultramontanos, que exigen a gritos en Twitter que el Arte se ajuste a su propia «sensibilidad» (espacio para risas del público) y a sus propios prejuicios. Lo cual equivale a darle a los locos el control del manicomio y el maletín nuclear.

¿Crees que exagero?
Varios autoproclamados fans de Los juegos del hambre se agarraron una pelotera de mil cipotes y diez mil chochos porque un personaje de la película, Rue, que en el libro se dice muy claramente que es una niña negra («She has dark brown skin and eyes») es interpretado por, no te lo vas a creer, ¡una actriz negra!
Cuarto y mitad de racismo, por favor.
(Pero no sé si se les puede culpar del todo. A fin y al cabo, en las novelas también se dice que Katniss tiene el cabello negro y la piel olivácea y, para las pelis, tiñeron a Jennifer Lawrence. De castaño).
Define «olivácea» y «morena».
¿Que no te parece suficiente motivo de preocupación?

Un misógino y racista fan de Star Wars ha perpetrado su propio montaje whitewashed y vagina-free de The Last Jedi. En opinión de este pobre hombre tan concienciado con las cuestiones raciales y de sexo, había demasiados personajes no-blancos y no-hombres en la peli, lo cual ofendía su delicada sensibilidad xenófoba, machista y votante de Trump.

Ahí te quedas, Michael Cimino.

Nos veremos en el infierno. 

O, mejor aún, en la próxima entrada de nuestra irrelevante Paratroopersdon'tdie, donde seguiremos pelando este metafórico Lacasito a partir de un caso típico: ¿por qué Warner está reventando a la gallina de los huevos de oro que representan los personajes de DC, y cómo cojones nadie se dio cuenta a tiempo de que Zack Snyder es Zack Snyder y rueda sus películas al estilo Zack Snyder; o sea, que no es, ni esforzándose mucho podría nunca llegar a ser, Joss Whedon?

sábado, 10 de marzo de 2018

«Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.»

Hace unos meses, uno de mis sufridos lectores me retó a comparar las dos versiones para la pantalla de El resplandor de Stephen King; la película de Stanley Kubrick estrenada en 1980 y la miniserie para televisión del año 1997, pagada del bolsillo del propio Stephen.

A mí es que siempre me están enseñando trapos rojos, como a los Miuras. 

Y, como mala bestia que soy, entro al quite sin mirar. A ver si no acabo doblando la cerviz y apuntillado.

Allá vamos. Agárrate los machos.
La portada da casi más miedo que el contenido.
El resplandor, publicada en enero de 1977, es la tercera obra dada al tórculo por nuestro amigo Stephen King, y se disputa con It mi corazoncito como la mejor novela escrita por el feo más retorcido del estado de Maine. El resplandor nos cuenta la historia de la familia Torrance; Jack, Wendy y su hijo pequeño, Danny, contratados como guardeses de un glamuroso hotel de montaña para superpijos megarricos en el estado de Colorado, el Overlook. Jack Torrance es un escritor en horas bajas, que lleva tiempo lidiando como puede con un bloqueo creativo, y un ex profesor de Inglés que perdió su empleo por darle una capa de hostias a un alumno. Pero que conste que el alumno se lo merecía. Por añadidura, Jack tiene un pequeño problemilla con el alcohol. Vamos, que es un borrachuzo recalcitrante, aunque en el momento en que empieza la acción del libro lleva una larga temporada en seco, a raíz de cierto incidente con una bicicleta (si quieres saber a qué me refiero léete el libro, so vago) y un ultimátum de su esposa, Winnifred (en adelante, Wendy, que es más corto y, encima, es así como la llaman en la novela).

El resplandor es la historia de una familia en crisis que ha visto cómo su vida de mierda se hacía un poco más miserable por la querencia del padre hacia el alpiste líquido y sus problemillas de control de la ira. Han pasado de ser blancos de renta baja, pero con posibilidades, a casi homelesses. Jack Torrance estaba a punto de lograr una cátedra en el colegio privado donde daba clases cuando decidió que no era mala idea del todo sacarle la mierda a patadas a su alumno George Hatfield (y todo por una tontería: pilló a Georgie destripándole los cuatro neumáticos del coche con un machete de esos para matar elefantes, después de un pequeño desencuentro entre ambos en clase, ¡como si no hubiésemos hecho todos trastadas así, a su edad!). Lo único que Jack ha podido encontrar para seguir pagando las facturas, gracias a su pastoso amigo Al Shockley, es un empleo de temporada como vigilante invernal de un hotelazo tope de la gama donde jamás le permitirían alojarse. ¡Lúser! ¡Chusma! ¡Proletario!

Pero al menos Jack dejó de beber.

Por supuesto, el nuevo empleo de Jack tiene bicho, o esto no sería una novela. Muy lejos de simple retiro veraniego para cabrones ricos, el Overlook tiene una historia secreta de lo más jugosa. El hotel ha sido una inversión de la Mafia, follódromo para ricos y decadentes, escenario de suicidios y muertes violentas, cuartel general y, otra vez, picadero para ejecutivos de grandes corporaciones financieras, reposo de presidentes de los Estados Unidos y estrellas de Hollywood... ¡Si esas paredes hablasen...!
Ni aunque me pagaran dormiría aquí.
Bueno, ahí está la gracia. Las paredes del Overlook hablan. Algo de toda esa violencia, egoísmo, avaricia y desenfreno, de ese vicio y hedonismo, de todas esas miserias, ha impregnado el hotel hasta los mismísimos putos cimientos. Algunos huéspedes se quejan de ruidos extraños. Otros han visto cosas raras. Uno o dos de ellos han tenido experiencias realmente acojonantes, sobre todo en torno a una habitación concreta, la 217, donde en los años 60 le hicieron cirugía cerebral con una metralleta a un conocido gánster, y después feminizaron su cadáver.

Y Jack Torrance, un alcohólico en recuperación con problemas de autocontrol, pretende pasar el invierno con su familia en este paraíso. Un paraíso que quedará aislado del mundo, durante semanas, cuando empiece a nevar con ganas en Colorado. ¿Qué coño era lo peor que podía pasar?

La historia se le ocurrió al bueno de Steve tras una estancia en el Stanley Hotel de Colorado (échale un ojo, por si no tienes lugar para las vacaciones). Él y su esposa Tabita eran casi los únicos residentes. Cenaban en un comedor vacío. Arrancaban ecos en los pasillos con sus pasos. Disfrutaban de los ascensores en exclusiva. En algún momento de su visita, Stephen se paseó solo por el hotel y sus inmediaciones, trabó amistad con un camarero y el germen de una novela arraigó en su mente. ¿Qué pasaría si un matrimonio con problemas, una familia al borde de la ruptura, quedase aislada por la nieve en un hotel como el Stanley? En palabras de Steve, para el día en el cual dejaron el hotel, «I had the bones of the book firmly set in my mind.» Y con esos huesos, cualquier escritor medianamente decente habría compuesto una buena novela.

Pero El resplandor es una novela de Stephen King. Y por eso el protagonista absoluto de El resplandor no es tanto Jack Torrance como su hijo Danny, un crío extraordinariamente sensible a los fenómenos psíquicos (Carrie no estaba tan lejos en el tiempo) que identifica en el acto el hotel como una amenaza; un pozo negro de negatividad y maldad que, poco a poco, transformará a su padre en un monstruo, una marioneta enloquecida, violenta y asesina, a través de la cual el hotel, un ente que ha medrado alimentándose de todas las mierdas que sucedieron entre sus paredes, se hará con los poderes de Danny, a los cuales preferimos no saber qué cojones de uso se proponía darles, pero ninguno bueno, seguro.
Sin tele y sin cerveza Homer pierde la cabeza.
King, que estaba empezando ya a malcriar a sus editores, escribió un nuevo éxito de ventas. Y todo el mundo dio por sentado que antes o después el libro se convertiría en película. Carrie se había adaptado en 1976, con éxito de taquilla, por el siempre polémico Brian de Palma. El misterio de Salem's Lot había sido serializada por Tobe Hooper para televisión, y recabado audiencias multitudinarias. Estaba cantado que la versión cinematográfica de El resplandor no podía tardar.

La responsabilidad recayó en Stanley Kubrick, uno de nuestros directores cabrones preferidos. Stanley venía de darse una hostia en taquilla con Barry Lindon (31 millones de recaudación para un presupuesto de 11 millones. Vamos, lo que en el Hollywood de toda la vida, cuando no cuadruplicas ni quintuplicas tu inversión, se considera un fracaso) y sospechamos que buscaba un proyecto más comercial para reenganchar con las audiencias y, para qué engañarnos, con los productores, que en última instancia son los que ponen la pasta. Estamos hablando de Kubrick, el de La naranja mecánica, Lolita, 2001: una odisea del espacio, Atraco perfecto, Senderos de gloria... ¡Joder! ¡El (hasta entonces) mejor libro de Stephen King iba a ser convertido en una película por uno de los diez mejores directores de cine vivos! ¡Eso tenía que ser un peliculón, ¿no?!

Podría haberlo sido. Y, de hecho, lo es.

Pero Stanley no entendió El resplandor.

Ni por un momento.
Stanley en plan Jiménez del Oso.
En el momento en que Stephen King escribió El resplandor, lidiaba, como podía, con una lujuria autodestructiva que, en su caso, se traducía en el consumo de cantidades veterinarias de alcohol y, a partir de 1985, también cocaína. «One snort and cocaine owned me body and soul. . . It was my on-switch.» Escribía con pañuelos de papel metidos en las narinas para contener la hemorragia causada por la nieve en polvo boliviana y solo levantaba las manos del teclado para empezar el sexto pack de Miller Lite de la jornada. No es extraño que Jack Torrance, el padre de la familia disfuncional de El resplandor, sea un alcohólico. Steve estaba escribiendo acerca de sí mismo. Y ni siquiera era consciente de ello.

El resplandor es una novela escrita con el corazón. Con las tripas. Es un grito de socorro de Stephen King para Stephen King. Un «¡Tío, por este camino vas a acabar destruyendo a tu familia!».

Bien, yo no sé hasta dónde llegaba la sensibilidad de Kubrick acerca de los problemas de los adictos. Ni siquiera sé si Stanley tenía alguna adicción, aparte del ajedrez y de convertir en un infierno las vidas de sus actores. Lo que sí sé es que Stanley rodaba con la cabeza. Era un director frío y cerebral como pocos. Cada puto plano de todas sus películas está trazado con compás, escuadra y tiralíneas. Y El resplandor no iba a ser una excepción.
Una muestra.
Stanley rodó con el cerebro una película basada en un libro escrito con el estómago. Era inevitable que King considerase desfigurada su obra. Pura y simplemente, película y novela hablaban lenguajes muy diferentes.
Stephen King en el pase de prensa de El resplandor.
El resplandor, la película de Kubrick es, como todas las películas de Kubrick menos esa mierda humeante y fermentada de Eyes wide shut, una joya del cine. Formalmente irreprochable, lección magistral de lenguaje y técnica cinematográfica, excelente dirección de actores, atmósfera sólida y agobiante, ¡y tiene a Jack Nicholson! Jack haciendo de chalado, que es lo suyo, porque no necesita esforzarse. Jack en el nirvana de los locatis. Un Jack Nicholson en plena forma, ¡y tan en plena forma! En la arquetípica escena de los hachazos, tuvieron que fabricarle una puerta de madera extra-dura, y más gruesa que el blindaje de un tanque Sherman porque Nicholson, que en 1980 estaba hecho un mulo y encima era bombero voluntario, desintegraba de un solo rijostio las primeras puertas que le pusieron, cargándose la tensión dramática de ese bujero abierto lentamente. Golpe a golpe. Para que Shelly Duval se cagase en las bragas poco a poco y no todo de una vez.

(Perdón, que me he colado. La imagen que quería poner era ésta:)
Muchas fueron las decisiones creativas polémicas que Kubrick tomó para su película y que la alejan del libro original. El alcoholismo de Jack Torrance fue lo primero en ser descartado. Y mira que Jack es un borracho de manual, ¿eh?: autoindulgente, empecinado negador de su adicción, predispuesto a culpar siempre a otros de sus propios errores, vanidoso y totalmente autoengañado sobre su talento como escritor... y al mismo tiempo cargado por su sentimiento de culpa, consciente, en secreto, de su mediocridad. Sin embargo, en el largometraje, Jack no se viene abajo porque el ente maligno que es el Overlook manipule sus percepciones y alimente la peor parte de su personalidad. El Overlook no se impone porque, incluso sobrio, Jack no puede abstenerse de las seducciones de autodestrucción que apuntalan todas las adicciones (está completamente sobrio cuando le da la paliza a George Hatfield por la cual pierde su trabajo), sino porque tenía que pasar y basta. Habría sucedido en un hotel de las Montañas Rocosas aislado por la nieve o en una casucha de basura blanca en un barrio obrero de Boulder. También el padre maltratador y tiránico de Jack, que en la novela es responsable de consolidar las facetas más oscuras del alma de su hijo, de las que el hotel se aprovecha, ese padre bebedor y violento al que Jack termina pareciéndose y de cuyas invectivas cuando le daba una paliza («Come on and take your medicine!») incluso se apropia, desaparece del mapa.
¡Ah! ¡Dios! ¡Qué mal rollo dan, joder!
También hay notables diferencias formales: El resplandor es una película más bien tirando a lineal, con una narrativa clásica y casi cuadriculada de la cual es inevitable concluir que a Kubrick, en realidad, el destino y avatares de sus personajes le bufaba la pirola. El resplandor, la novela, muy al contrario, está narrada desde múltiples perspectivas y en múltiples capas. Vemos la acción desde los ojos de Wendy. Vemos la acción desde los ojos de Jack, de Danny, del cocinero Halloran (que hace un cameo en It, por cierto), del propio Overlook, y todos los protagonistas hacen numerosas evocaciones de su pasado que nos ayudan a conocerles mejor, comprender sus taras y fortalezas y explicarnos sus motivaciones (los recuerdos de Jack acerca de su padre son particularmente significativos). Tampoco nos quedamos en la superficie de la personalidad de los personajes, sino que buceamos en las más profundas simas de su psiquis. Nos adentramos en las visiones prescientes de Danny y en sus chispazos de telepatía. Contemplamos el descenso de Jack a los pozos de sus fantasías y su delirio y el ascenso de Wendy desde la contemplación pasiva del desplome de su marido hasta la resistencia desafiante y la determinación por sobrevivir y salvar, con ella, lo único que le queda ya, que es Danny, su hijo, aunque sea a costa de abandonar a Jack, o lo que el Overlook ha dejado de él, e irse a vivir con su madre, a la que detesta. Que siempre será mejor que morir asesinada.
(Espacio para que el lector saque sus propias conclusiones a partir de lo que ya le hemos revelado acerca de la biografía del autor.)
Los elementos más característicos de la historia de King han desaparecido en la película de Kubrick y están ausentes del tratamiento de guión que Stanley escribió para la película. No es extraño que Stephen King abominase de la interpretación de su obra que Kubrick había hecho. Esto ha pasado mil veces, y seguirá pasando, entre escritores y directores de cine. Para convertir El resplandor en una película, Kubrick tenía que traicionar en mayor o menor medida el relato original. Es una derivada inevitable de las dificultades que entraña traducir una novela a un largometraje, por las diferencias intrínsecas de ambos lenguajes, aunque algunos de nosotros nos quedamos con la molesta sensación de que Stanley dejó fuera de su film todo lo que no entendió o que le molestaba. En opinión del propio King:
«Kubrick just couldn't grasp the sheer inhuman evil of The Overlook Hotel. So he looked, instead, for evil in the characters and made the film into a domestic tragedy with only vaguely supernatural overtones... it never gets you by the throat and hangs on the way real horror should.»
Lo que ya no sucede tan a menudo es que el escritor recupere los derechos para la pantalla de su novela y se curre su propia versión de la misma.

Y eso nos lleva a 1997 y a la miniserie para televisión de El resplandor.
Ésta misma.
Los materiales de partida, para qué engañarnos, no eran muy esperanzadores. Stephen King's The Shining fue dirigida por Mick Garris, que, entre otras obras cumbres del Séptimo Arte, se encargó de Critters 2, Psicosis IV y de Sonámbulos (escrita por Stephen King en su primera experiencia directa como escritor para cine). Vamos, de mear y no echar gota. El guionista acreditado de la miniserie es el propio Steve, lo cual no tiene por qué ser nada bueno a priori, pues nada acredita a un buen guionista como buen escritor de guiones, por las mismas razones por las que un buen violonchelista puede ser un pésimo pianista. Y en cuanto a los actores elegidos, bueno... Una de cal y otra de arena. Steven Weber, responsable de encarnar a Jack Torrance, es el típico actor de series B y secundario de teleseries cuya cara no puede dejar de sonarte pero del cual eres incapaz de recordar un puto título en el que haya trabajado. Courtland Mead es el típico niño actor que lo mismo vale para un relleno que para un descosido. Eso sí, Garris al menos nos da a una Wendy Torrance fiel al original. Pasamos de la gimoteante, quebradiza y asexuada Shelley Duvall:
a la rubia, intrépida y lujuriosa Rebecca de Mornay, a la que descubrimos iniciando en las indulgencias de la carne a un joven y alelado Tom Cruise en Risky Business, donde Becky interpretaba a una putorra de luxe:
A lo mejor estamos poco informados y las rubias no están mal del todo.
Pero, por lo demás, ¿dónde están las diferencias? ¿Qué tiene de especial esta familia

que no tenga ésta?
¿Realmente puedes distinguir a esta Wendy Torrance 
de ésta
o de esta otra?
Luego lo explico.
¿Por qué el breakdown de éste Jack Torrance 
debería darnos más miedo que el de éste (que ni siquiera necesitaba molestarse en actuar)?,
o, ya puestos, éste:


Cuando compites contra un puto clásico del cine por derecho propio, firmado por uno de esos talentosos hijos de puta de los que ya no quedan, más te vale tener algo nuevo que aportar. Joder, El resplandor de Kubrick es un condenado referente cultural. Ha sido copiada y clonada hasta la náusea. Se han creado toda clase de productos derivados, ha salido en Los Simpson, ¡se ha convertido en una ópera!
¡En una ópera!
Explicado queda.
La sensación que te queda después de ver Stephen King's The Shining no es la de que acabas de meterte en vena una obra que vaya a perdurar en el tiempo. En parte es porque palidece en comparación con su predecesora. Algunas de las escenas más icónicas parecen simplemente fusiladas de la película de 1980 por el mero hecho de que aquella se rodó primero, y todos los intentos de King y Garris por alejarse del original no consiguen hacérnoslo olvidar. ¿Filmamos en el Stanley Hotel, que fue el que inspiró la novela? Filmamos. ¿Sustituimos el hacha de Kubrick por el mazo de roqué del libro? Pues lo sustituimos. ¿En qué afecta eso a la acción?
Absolutamente en nada.
La fotografía de El resplandor, como no podía ser de otra manera en un director tan maniático y obsesivo como Kubrick (y además fotógrafo), es simplemente perfecta. Cada plano, incluso el más trivial, está milimetrado hasta el último detalle. La fotografía de Stephen King's The Shining tiene ese grano grueso y luz difusa que recuerda a las pelis de VHS muy pasadas y te impide ignorar en ningún momento que estás viendo un puto telefilme.
Está muy claro que, si limitamos la comparación al apartado técnico, la miniserie de 1997 sale perdiendo. Y con el culo hecho una mierda. 

En una cosa destaca la miniserie sobre el largo de Kubrick: se toma su tiempo para desarrollar a los personajes. Para Stanley, los personajes de sus películas son solo otro elemento más con el que trabajar. Iluminación, sonido, decorados, movimientos de cámara y, qué mierda que no podamos trabajar sin ellos, personajes. Kubrick parece suscribir aquello que le atribuyen a Hitchcock, que cuando tenía su escena montada e iluminada, la óptica de la cámara y los planos decididos y era hora de hacer entrar a los actores, dicen que decía: «¡que entre el ganado!»

Para un novelista, los personajes lo son todo. Sin personajes no hay drama. Sin drama no hay novela. Incluso el narrador en tercera persona es un personaje. Sin él, que nos comunica lo que ve con sus ojos, no es posible la historia. Kubrick, un maestro en narrar con imágenes, no parecía otorgar un especial valor a lo que sucedía en el interior de sus personajes. En vez de mostrarnos el progresivo deterioro mental de Jack Torrance, su coqueteo promiscuo con la oscuridad, fotografía a Nicholson gruñendo y haciendo muecas. Kubrick, que estoy por jurar no creía en la existencia de fuerzas sobrenaturales, descarta por ese mismo motivo toda la temática paranormal y nos retrata a un Jack Torrance al cual el aislamiento, el ocio y la frustración de su bloqueo creativo agigantan sus propias neuras hasta hacerle enloquecer; a un Danny que cae víctima de sus fantasías infantiles y su imaginación hiperactiva. Nada de un ente maligno llamado Overlook. Danny ve cosas porque todos los críos pequeños tienen problemas para diferenciar realidad y ficción. Toda la charla de Halloran en el coche y toda esa mierda del «resplandor» son soplapolleces de un viejo gagá. Jack iba a chalarse sí o sí y sucedió en un hotel de las Rocosas como podría haber sucedido en cualquier otra parte.

Y precisa, y paradójicamente, uno de los problemas de Stephen King's The Shining es que se toma su tiempo para desarrollar a los personajes. Mucho tiempo. Demasiado tiempo. Su mayor virtud es su error más infame. Cuando escribió el guión de la miniserie, Stephen evidentemente no tuvo en cuenta que los ritmos de una novela y los de una película son radicalmente distintos. La miniserie de 1997 es lenta hasta decir basta. Infuriatingly slow (traducción: aburrida de testículos). Los diálogos son eternos porque King usa a los personajes para proporcionarnos el trasfondo que, en su libro, obtendríamos de los párrafos expositivos. Y ésa es precisamente la peor forma de usar los diálogos en una película. Un escritor solo tiene palabras. Un guionista y un director de cine tienen palabras, imágenes, ritmo, sonido, música y efectos de cámara, y deben elegir el mejor instrumento para transmitir la información que nos quieren hacer llegar. Lo cual a veces exige traducir esa información a la gramática específica del instrumento empleado, o simplemente renunciar a ella. «Una pálida mañana de invierno» es una frase que todos podemos comprender. Ahora bien, ¿cómo filmarías eso? ¿Cómo le mostrarías a tus espectadores una pálida mañana de invierno? ¿Cómo te asegurarías de que son muy conscientes de estar viendo una pálida mañana de invierno y no una ofuscada tarde de verano?
La acción en Stephen King's The Shining es casi tan vertiginosa como un torneo de ajedrez. Salvo por la escena de la paliza a George Hatfield (minutaje 11:26 del primer capítulo), a lo largo del primer capítulo nos empachamos de escenas familiares de la familia Torrance que no parecen tener mucho sentido y que, además de retratar a Jack básicamente como un buenazo risueño que está pasando una mala racha, sin rastro de ese lado oscuro que explotará en el tercer acto, impiden avanzar a la trama. Confieso que no recuerdo si la Wendy Torrance del libro tenía alguna clase de inquietud artística, pero ¿realmente me aporta algo como espectador el que sí las tenga?
Pregunta retórica.
Transcurre una hora, del primer capítulo de noventa minutos, hasta que los Torrance se quedan solos en el Overlook. Al finalizar esa entrega inicial ni siquiera han caído los primeros copos, así que, después de hora y media de metraje, los Torrance ni siquiera han empezado a desempaquetar y todavía no están aislados, todavía tienen escapatoria; no hay suspense, no hay conflicto, no hay drama. Joder, noventa minutos y la puta peli sigue sin empezar. Y la cosa mejora en la segunda parte. Las primeras nieves se hacen esperar hasta más o menos la mitad del capítulo. Así que ya llevamos como dos horas de metraje y todavía no ha pasado nada. Pero ¿al menos el hotel ha comenzado ya a obrar su magia negra sobre Jack? ¿Da el señor Torrance alguna muestra de estar empezando a desmoronarse? Pues no lo parece. Sigue siendo el buenazo de Jack, escritor en crisis creativa y profesional pero padrazo cariñoso y maridito amante y apasionado que le echa unos polvos de campeón del mundo a su sabrosa señora. Ni siquiera empieza a ponerse picajoso hasta el tercer capítulo, en donde sí, por fin, vertiginosa y atropelladamente, se convierte en un peón del mal, intenta matar a su familia y tiene un último instante de lucidez y redención antes de sucumbir entre las llamas del Overlook.

Fin.
A veces tengo la impresión de que Stephen King sólo produjo esta versión de su novela para regalarse uno de sus famosos cameos:
¡Oh! ¡Es él!
Entre los pecados de Stephen King's The Shining no es en absoluto venial el haber desaprovechado el talento de bestias pardas como Elliot Gould y Pat Hingle (el comisario Gordon del Batman de Tim Burton), que tienen sendos papelitos (el primero como Ullman, director del Overlook, y el segundo como Watson, el conserje) indignos de su arte y experiencia. Además, su presencia, aunque fugaz y rutinaria, solo acrecienta las flaquezas de actores mucho peor dotados como Steven Weber o Rebecca de Mornay (que, bromas aparte, no lo hace nada pero que nada mal). Eso por no entrar a valorar esos efectos especiales en la prehistoria del CGI, pura y simplemente de coña; o ese maquillaje baratiuska digno de una fiesta de halloween parrandera. Parrandera y con porros. Muchos porros.
¡Pero que MUCHOS porros!
Oh, sí, en esta versión de El resplandor el alcoholismo de Jack vuelve a estar en el centro de la acción. Jack incluso asiste a reuniones de Alcohólicos Anónimos y todo.

¿Y qué? ¿Qué ganamos con eso, si el pobre de Steve Weber, destetado en culebrones de todo a cien, es incapaz de sacar adelante su papel con un mínimo de dignidad?

Esta versión de El resplandor se centra en los personajes, que son una de las carencias de la versión de Kubrick.

¿Qué ganamos con eso, si el chiquitín de Courtland Mead está demasiado verde para que nos creamos su Danny Torrance? ¿De qué sirve que King se centre en sus personajes si es para obligarnos a ver cómo los tortura con saña, en esa secuencia final entre Wendy y Jack, que literalmente se curten a hostias; patadas en los huevos, mazazos en el cráneo y amputaciones incluidas? ¿Quién quiere ver a Rebecca de Mornay convertida en un guiñapo sanguinolento  después de haberla visto desvirgar a Tom Cruise (hojas al viento al fondo)? Con toda su violencia explícita, esa misma escena es mucho menos sádica en la novela. Más compasiva. Respetuosa, me atrevería a decir.
¡Poooooolvooooo! ¡Uh!
A cambio de, sospechamos, una cantidad inconfesable de pasta y la promesa contractual, exigida por los abogados de la Warner, de no volver a hablar mal en público de la película de Kubrick, Stephen King obtuvo el derecho a producir su refutación a la versión canónica de su libro. Una versión especialmente autorizada, al llevar el sello del autor original, pero inevitablemente coja. Porque Steve es escritor, no cineasta. No domina el lenguaje del cine y nadie tiene derecho a exigirle que lo haga. Porque no es lo suyo. Steve está a otra cosa. Y, para acabar de liarla, su estilo narrativo no es particularmente cinematográfico. Él no muestra, cuenta. Los directores de cine no cuentan, muestran. Literatura y cine son lenguajes diferentes, con gramáticas diferentes, con claves diferentes. Las mejores adaptaciones de libros de Stephen King están hechas por cineastas profesionales, que dominan los códigos de su oficio y saben cómo traducir un párrafo descriptivo a un plano o una escena, como adaptar un diálogo novelesco a uno cinematográfico. Por eso las mejores películas basadas en libros de King siguen siendo Cadena perpetua, La milla verde y La niebla. Curiosamente, las tres de Frank Darabont, un señor que puede tener un mal día, como cualquiera, pero al que nadie necesita enseñarle cómo no se hace una película basada en un libro.
Las críticas de Stephen King's The Shining fueron dolorosas.

Analmente dolorosas. El crítico Tom Shales, del Washington Post, enlazado arriba, la calificó de «basura reciclada». Y es casi lo mejor que se puede decir de ella.
Que sí.
Puede que Stanley Kubrick no comprendiese el libro que estaba adaptando. Y aun así compuso una película maravillosa. Infiel a su referente literario, pero impecable. Porque Kubrick pasó toda su vida aprendiendo a hacer cine, y era de los mejores en lo suyo.

Es indudable que nadie entiende mejor El resplandor que Stephen King. Pero su versión para la pequeña pantalla es un espanto. Porque lo que Steve sabe hacer es escribir libros, no rodar películas, y lo que todos sus lectores queremos es que escriba muchos, muchos más.
 
Y ésa es, a grandes rasgos, la razón por la cual no debería permitirse a un novelista adaptar al cine su propia obra.
Y ahora viene cuando os pregunto, mis queridos lectores, hasta qué punto se nota, si es que se nota algo, que me he currado esta entrada de Paratroopersdon'tdie sin haberme visto realmente Stephen King's The Shining.
A ver, no pretendo insinuar que me haya marcado una crítica y análisis de una película de la que no se absolutamente nada. Que yo he visto a críticos cinematográficos poner a pan pedir un largometraje que no habían visto ni ellos ni nadie, porque el máster aún no había salido de la mesa de montaje. Sí me he visto el primer capítulo de la miniserie. Y con eso tuve suficiente. No necesitaba nada más para formarme mi propio criterio acerca de Stephen King's The Shining, igual que para saber si va a gustarme o no el sexo anal no necesitaría que me la clavasen hasta los huevos, me bastaría con los primeros centímetros. El resto de la entrada la he compuesto a partir de mis propios conocimientos sobre el bueno de Steve y de las opiniones informadas de otras personas que sí se vieron entero este indigesto ladrillo.

Porque me pareció que este desafío era una estupenda oportunidad para mostrar, mediante un ejemplo, cómo construye la ficción un novelista. Mira si no el pedazo artículo sobre El resplandor que me acabo de currar. ¿A que parece que sé de lo que hablo? ¿Verdad que en ningún momento te dio la sospecha de que no me había visto entera la miniserie? Pues ésta es la misma habilidad de la que se sirvió Kim Stanley Robinson cuando ambientó tres maravillosas novelas en Marte sin que ningún hombre haya puesto jamás los pies allí; a Jonathan Swift cuando describió con detalle la imaginaria Laputa y a otros tantos autores que lograron hacerte creíbles sus mundos de fantasía.
El truco es tan simple como evidente: documentación. Mucha documentación. Si no sabes lo que quieres contar debes leer a las personas que saben lo que necesitas. Hablar con ellas, si es posible. Yo no me vi entera la miniserie de El resplandor, pero tenía que dar la impresión de que sí lo había hecho. Y debía procurar que no se notase mucho, o que no se notase nada. Así que leí lo que tenían que decir sobre el tema las personas que sí se la habían visto. Comprobé que sus quejas coincidían entre sí y apuntaban a las mismas carencias que yo había detectado en el capítulo piloto. Parecía haber un consenso al respecto. Yo me apropié de sus impresiones, que al menos en lo concerniente a la primera parte son también las mías, las traduje a mi estilo, hice algunas presunciones informadas, razonables, y te presenté a ti, amado lector, una pieza de ficción que, espero y deseo, no hayas podido identificar como tal hasta mi confesión. Confesión que, confío, no consideres un insulto ni una muestra de soberbia por mi parte, dado que, insisto, el ánimo que me ha llevado a manufacturar esta mixtificación es tanto permitirte dar un vistazo a los huesos de la ficción literaria como mostrarte lo fácilmente que se puede impostar la autoridad cuando no se tiene la suficiente o incluso ninguna.

Y lo fácil que es escribir una crítica de un producto que, en realidad, no conoces o solo has sobrevolado.
Sin tele y sin cerveza... bueno. Ya sabéis el resto.
Llegados a este punto espero, sinceramente, no haberme quedado sin audiencia e invoco la compresión de mis lectores.

Porque, al fin y al cabo, empezando por el impostado pseudónimo del que aquí firma, Paratroopersdon'tdie está construida en torno a la ficción, que es lo mismo que decir la mentira entretenida.
Me han entrado de ganas de volver a verla. Y eso que no trago a Tom Cruise.
O porque el día en que acepte un desafío sin asegurarme previamente de fijar las condiciones que me permitan ganarlo, será el día en que me habrán derrotado.