lunes, 22 de enero de 2018

La bicicleta

No intentes que tus personajes sean más listos que tú.

En realidad, esta entrada se reduce a eso. No intentes que tus personajes sean más listos que tú o te acabarás llevando un disgusto.

Vale, hasta aquí hemos llegado. Ya puedes dejar de leer.

¿No?

Hombre, por una parte estoy conmovido por tu lealtad; por otra, vete haciendo a la idea de que todo lo que leas a partir de ahora será culpa tuya.


Vale. Tú mismo con tu mecanismo.

No voy a repetir mi historia con los test de inteligencia, que ya bastante sonrojo me dio contarla la primera vez, y, además, como esa historia bien demuestra, no siempre soy afilado como un bisturí, sino que a menudo veces estoy embotado como un huevo duro. Pero, más allá de que decidas creerte o no lo que en ella cuento, has seguido leyendo hasta aquí, así que no solo actuaré como si me concedieses el beneficio de la duda, sino que, a mayores, me negaré a responsabilizarme de lo que viene a continuación.
Puede que, comparado con un vulcaniano, yo no sea más que un deficiente mental con serias taras intelectuales, pero podría ponerme a contar episodios donde estuve claramente más despierto que mis convecinos y no pararía. Probablemente no significa nada, porque también podría dar infinitos ejemplos de apollardamiento supino donde quedé, literalmente, a la altura de la caquita de perrito, y la vanidad, que no la pereza, me impiden contrapesar unos con otros para ver con cuánta mayor o menor frecuencia he metido la pata hasta el corvejón.

Y, aun así, colecciono momentos de cuasi-orgasmo intelectual como el que voy a compartir contigo.

(Después de una de mis injustificadamente largas introducciones)
Lo de comprar productos Apple es más que una cuestión de estilo o un marchamo de clase. Hasta hace poco creía que se parecía más bien a una religión, pero empiezo a preguntarme si no será, de hecho, una enfermedad de caracter nervioso. Y terriblemente infecciosa.
(Dejemos eso, que tengo amigos contagiados y es un tema al que soy especialmente sensible.)
Mis amigos no son estos. Todavía.
En la religión de la manzana, Steve Jobs sería las tres personas del Verbo y su propio profeta simultáneamente: Padre, Hijo, Espíritu Santo y Mesías. Cuatro personas distintas y un solo nerd verdadero. Y la devoción con la cual los devotos maqueros reverencian a su Sumo Pontífice es al menos tan ciega, incondicional e irracional como la de los más ultras fundamentalistas cristianos, los más inflexibles judíos ortodoxos y los más exhaltados islamistas: Steve Jobs lo hizo todo bien. Steve Jobs nunca se equivocaba. Steve Jobs era perfecto. Steve Jobs tenía un cipotón que no se acababa nunca. Los caminos de Steve Jobs son inescrutables.

Lo que me preocupa, realmente, es que en ese fervor idolátrico, algunos de los fieles adeptos de la religión Apple, pueden llegar a extremos de imbecilidad realmente vergonzantes.


Con uno de ellos tuve, años ha, cierta discusión casi surrealista.

Hacía realmente poco que Apple había decidido renunciar a una arquitectura semiabierta, la del Power Mac G5 (que tenía ranuras de expansión PCI express, un puerto AGP para gráficos y la posibilidad de reemplazar los bancos de RAM y disco duro por otros de mayor capacidad, algo que los usuarios de PC damos por sentado desde siempre pero que a los leales a Apple les sonará a herejía), para regresar a las arquitecturas cerradas consustanciales a la marca (compras un equipo con 8 Gigabytes de RAM y 250 de disco duro y te quedas con eso; no hay manera de ampliar el hardware, como no sea añadiendo componentes externos, cuando es posible hacerlo. Si necesitas algo más, te tienes que comprar un equipo nuevo). En mi opinión, Apple estaba cometiendo un error estratégico y así se lo manifesté a mi interlocutor, que estaba defendiendo la postura contraria. 

¡Satán es mi señor!
Nada impedía a Apple mantener el control sobre su línea de ordenadores si implementaba los bloqueos de software por BIOS y los buses y conexiones propietarias que impidiesen a terceros fabricantes manufacturar componentes compatibles con sus equipos. Pero eso no tenía por qué conllevar la renuncia a la modularidad o la escalabilidad del sistema. Apple se había labrado una merecida reputación de producto sólido y fiable porque la empresa controlaba todos los aspectos de la producción de sus ordenadores; la integración de hardware y sistema operativo era perfecta porque Apple no consentía que nadie tocase su código ni debía flexibilizar sus estándares para adaptar sus máquinas a los componentes de terceros fabricantes , que tal vez no se ajustasen a sus obsesivos controles de calidad. De hecho, los primeros MacIntosh ni siquiera se podían desmontar sin herramientas especiales.
Esa arquitectura cerrada permitió a Apple copar un nicho de mercado durante años. Un nicho pequeño, pero especializado: los ordenadores Apple estaban optimizados para diseño gráfico y, en menor medida, música, y los profesionales de ambos sectores los preferían a ningún otro. Sí, te comprabas un ordenador que valía cojón y medio (el práctico monopolio de Apple en el sector le permitía imponer los precios que le saliesen del carallo a Steve Jobs, dado que, en la práctica, suministraban a un mercado cautivo), pero a cambio tenías la seguridad de estar comprando lo mejor. Sin embargo, a partir de los años noventa, el progreso en el diseño de procesadores posibilitó el armar un PC capaz de rivalizar con un Macintosh en tareas de retoque fotográfico y dibujo vectorial y quedar como un señor.

El estándar PC estaba avanzando vertiginosamente, había casi dado alcance al
Macintosh y pronto lo superaría (hoy en día ya es de vergüenza). Y buena parte del terreno perdido por Apple (aparte de algunas malas decisiones empresariales) era consecuencia del diseño blindado de su arquitectura: sólo Apple podía optimizar el código de su sistema operativo. Sólo Apple podía diseñar y construir sus componentes. Las otras compañías pasaban olímpicamente de trastear con el kernel de Mac OS y  experimentar con los dispositivos (les habría caída una demanda por violación de propiedad intelectual que te cagas por la pata abajo), lo cual, sí, llevaría a algunas vías muertas, provocaría errores de compatibilidad e inestabilidades del Sistema Operativo, pero también les permitiría explorar nuevos caminos, encontrar soluciones imaginativas e innovadoras, probar cosas insólitas, pero funcionales, que a los ingenieros de Apple jamás se les habrían ocurrido porque estaban demasiado encima de su propio producto como para ver sus defectos, porque estaban acostumbrados a hacer las cosas «al estilo Apple.»

Estos fueron, palabra arriba, palabra abajo, mis argumentos; tan debatibles y sujetos a revisión como se quiera o se pueda, pero
mi interlocutor los declaró irrelevantes sin someterlos al menor examen. Él, estudiante de fotografía y usuario de Apple desde siempre, no solo consideraba un deber sagrado manifestar su desprecio y conmiseración hacia los pobres usuarios de PC, sino que, por añadidura, no concebía que ninguno de los apóstoles de su religión pudiese equivocarse.

De nada me sirvió demostrarle que estaba al tanto de las especificaciones de los ordenadores Apple, ni probarle que era capaz de comparar ambas arquitecturas con relativa equidad. Tampoco conseguí ganármelo para mi causa cuando admití que, en el momento de buscar mi primer ordenador, que apliqué al diseño gráfico y autoedición, consideré la posibilidad de adquirir un Macintosh, idea pronto descartada al comprobar que, por el precio del Macintosh con menos memoria, procesador más lento y disco duro más pequeño, me compraba el mejor PC disponible en el mercado por aquel entonces; un equipo que no tenía nada que envidiar al mejor Macintosh a la venta.

La última pollastría de los de Cupertino: el MacRulo.
Fue un desperdicio de saliva. Intentaba razonar con una persona inasequible a la razón. Porque ser de Apple es, salvando las distancias, como ser del Madrid: un sentimiento. Y cuando de sentimientos hablamos, no tiene sentido recurrir a la lógica.

Y sin embargo mi interlocutor, al que en mi fuero interno ya había desahuciado, seguía empeñado en revestir de racionalidad sus argumentos descarnadamente emocionales, cayendo en una creciente espiral de ridículo que comenzaba a producirme sonrojo. ¿Qué me importaba a mí que los iMac hubiesen acabado con el estándar del ordenador frío y anodino color nata, por poner solo un ejemplo de sus «argumentos»? Los colorines y las transparencias no afectaban a su rendimiento. Yo rebatía una tras otra sus afirmaciones, cada vez más convencido de que aquella dialéctica estéril no acabaría jamás, cuando mi contraparte, acaso desesperado, intentó hacerme ver la luz mediante la invocación del Sumo Pontífice (que, a la sazón, seguía vivo porque aún no había descubierto por las malas que no podía curarse el cáncer a sí mismo).

«¡Pero hombre, ¿cómo puedes estar tan ciego?! ¡Steve Jobs es un genio! ¡Un genio! Tiene un talento especial para encontrar soluciones que a nadie más se le han ocurrido antes, y por eso sus ordenadores son los mejores. La prueba es que, cuando le echaron, Apple casi se arruina.»

«Hombre, dando por cierto que Jobs fuese un genio, estarías empleando un argumentum ad verecundiam, una falacia lógica que ya era vieja en tiempos de Augusto. Que Steve Jobs sea o no un genio no incrementa ni atenúa la calidad de los ordenadores Macintosh.»
Era tan listo que decidió no tratarse el cáncer que padecía. Adivina de qué murió.
«Que no, hombre; que no sabes de lo que hablas. Mira si es listo Steve que, para que los periodistas y los fans no sepan qué coche conduce, se aprovecha de un resquicio de la ley de California para conducir un Mercedes sin matrícula durante seis meses. Al acabar ese tiempo, devuelve el coche y alquila otro idéntico durante otros seis meses.»

«¿Y dices que, así, los periodistas y los fans de Apple no saben qué coche conduce Steve Jobs

«¡Claro! ¡Es el tipo de truco que sólo se le ocurre a un genio!»

«¿Y a ninguno de esos gilipollas se les ha ocurrido irse al aparcamiento del cuartel general de Apple en Cupertino y buscar el único Mercedes sin matrícula?»
Mi interlocutor emitió un sonido ahogado, como si estuviese intentando desalojar un pedo por el extremo incorrecto de su tubo digestivo.

Luego palideció.

Bajó la mirada.


Creo que si le hubiese arrancado la puta cabeza no le habría dolido tanto.
«Cu-cú. ¿Quién soy?»
Ya sé que parece que estoy de nuevo haciéndome un Ron Jeremy.
[Como podría haber alguna confusión acerca del término, ahí va una explicación.

Ron Jeremy es este señor:
Que, por increíble que parezca, hasta no hace tanto tiempo se ganaba las lentejas como empotrador todotorreno en la industria del cine para adultos.

Donde es renombrado, entre otras cosas, gracias a que su pequeña estatura, sumada al envidiable desarrollo de su herramienta de trabajo, le permitían mamarse el carallo a sí mismo.]
Insisto, puede parecer que me estoy haciendo otro Ron Jeremy. Pero no. Otra vez recurro a una experiencia personal para ilustrar un concepto que puede resultarte útil, si aún no he conseguido disuadirte de despilfarrar tus energías intentando convertirte en un muerto de hambre:

No intentes que tus personajes sean más listos que .

Mi interlocutor, en el episodio descrito más arriba, se había inventado un personaje que tenía poco, por no decir absolutamente nada, de real: un Steve Jobs infalible, de ingenio inagotable e infinito, tan intelectualmente superior al resto de la vil escoria humana que era el único en haber descubierto la forma perfecta de mantener a distancia, por igual, a los fans y a los paparazzi.

De un plumazo de sentido común, yo convertí a mi combativo interlocutor en un lerdo.
En realidad Steve no era tan tonto (y probablemente el suyo no era el único Mercedes sin matricular de Silicon Valley). Ni yo tampoco soy más inteligente que él (a fin y al cabo Jobs amasó un imperio y yo aquí estoy, comiéndome los mocos). Pero, evidentemente, ambos éramos mucho más listos que mi atribulado interlocutor. Y no hago extensiva la comparación a toda la humanidad, con una parada especial en los profesionales de la prensa, porque en Internet he encontrado fotos de gente sacándose selfies junto al coche de Steve Jobs en el aparcamiento de Cupertino. Así que, muy lejos de una genialidad sin precedentes, mi sagaz deducción estaba al alcance de cualquier dispuesto a afrontar el problema sin la ciega fe de un celote.

Y aquí es donde quería conducirte, amigo lector.

Al punto en que, con gran imprudencia por tu parte, creas un personaje que es más inteligente que tú mismo.
Un excelente caso de estudio: el detective del 221B de Baker Street

Para Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes se convirtió muy pronto en un monstruo odioso. No nos engañemos: había un fuerte componente de celos en esa marea de aversión que creció dentro de Conan Doyle. El escritor envidiaba a su criatura, que había alcanzado una fama muy superior a la suya propia. Pero esta inquina del creador por su criatura también obedecía a una cuestión de agotamiento. Escribir una aventura de Holmes era una experiencia extenuante. Doyle no solo debía exprimirse las meninges inventando nuevos misterios para su maestro de detectives, sino que debía hacer un esfuerzo extra sembrando el escenario del delito con pistas apropiadas, pero no demasiado obvias, de las cuales Holmes obtendría la información que le permitiría resolver el caso; y, lo peor de todo: debía justificar el razonamiento de Holmes, seguir su mirada, extraer de las evidencias criminales la misma información que para Holmes sería obvia al primer vistazo, deshacer el ovillo de su pensamiento, de sus procesos mentales. Y todo ello sin trampas, sin atajos, pero al mismo tiempo asombrando al lector, disminuyéndole, en comparación con las habilidades de Sherlock, por el procedimiento de ofrecerle, desde el principio, todos o casi todos los elementos para resolver el delito. Elementos que al lector le habrían sido insuficientes, pero que al mejor detective de todos los tiempos, con permiso de Batman, le habían bastado.
(Y éste, básicamente, es el formulario estándar de la novela de detectives, de Dupin a Wallander, pasando por Poirot, Maigret, Perry Mason, el insufrible Ellery Queen y mi querido Phillip Marlowe.) 
Ni con la pipa daba el pego.
A Conan Doyle se le hacía cada vez más fatigosa la redacción de nuevas aventuras de Holmes. Y eso que, además de un oftalmólogo fracasado, Doyle era abogado criminalista (consiguió exonerar a los reos de dos casos ya cerrados), se inspiraba en sucesos reales y tenía su The Crimes Club, en el seno del cual mantenía contacto con policías y detectives de verdad, que le asesoraban.

Pero Holmes era, pura y simplemente, más listo que Conan Doyle. Más observador, más intuitivo, más inteligente, con unos conocimientos de criminología y psicología muy superiores a los de su creador. 

Y eso quedó dolorosamente en evidencia cuando Scotland Yard, en un vergonzoso caso de confusión entre realidad y ficción, recurrió al escritor buscando consejo en el caso de Jack el destripador; y el bueno de Artie, a pesar de los desesperados intentos de algunos hagiógrafos modernos por reivindicarle, se cubrió de proberbial mierda: fue incapaz de aportar ninguna teoría que no hubiesen barajado ya los investigadores, ni maquinar ninguna genialidad que condujese a la identificación del asesino, más allá de sugerir, ahora que se publicasen en la prensa facsímiles de las cartas, por si alguien reconocía la letra, ahora que tal vez Jack lograba acercarse a sus víctimas sin alarmarlas porque en realidad era una Jill la destripadora (al menos, le atribuyen a él la ocurrencia, que se da de morros contra casi todo lo que sabemos sobre asesinos en serie).
(Por no mencionar que a Arthur ya se la habían metido de canto con unas fotos burdamente trucadas.) 
Photoshop victoriano.
No sabemos lo que habría hecho Sherlock Holmes con el caso de Jack el destripador.

Arthur Conan Doyle creía que sí, y por eso publicó en prensa su razonamiento.
Extraído del Evening News de Porstmouth, 4 de julio de 1894.
Pero se da la circunstancia de que Arthur Conan Doyle no era tan buen detective como Sherlock Holmes. Mal que le pesara al propio Conan Doyle y a las víctimas del Destripador.

Conan Doyle es un caso palmario de escritor que ha sido superado por la inteligencia de su personaje. Conan Doyle no poseía las herramientas de Holmes, no podía reproducir sus procesos deductivos ni alardear de un enciclopédico conocimiento del mundo y la mente criminal; Conan Doyle no tenía los contactos de Sherlock en los bajos fondos londinenses, y aunque los tuviese no habría sabido qué cojones hacer con ellos, o no habría tenido pelotas de adentrarse en esos ambientes violentos y sucios en los que Holmes se movía como por el salón de su casa, y menos aún por la noche. Holmes habría visto las cartas del Destripador, cartas a las que Conan Doyle tuvo acceso (y la mayoría de las cuales se consideran apócrifas, o directamente falsas), y deducido el sexo, edad, estatura, complexión y extracción social del redactor. Solo por su caligrafía. Conan Doyle carecía de esas habilidades. Conan Doyle no era Holmes. Era más parecido a Watson, intentando aplicar los métodos de Holmes. Y fracasando.
Curiosamente, el extremo opuesto es igualmente pernicioso
Aaron Sorkin ahora es conocido por el guión de La red social y (¡mira tú que casualidad!) por el del biopic sobre Steve Jobs más marciano del universo (literalmente no cuenta ni media puta verdad sobre Jobs, que ya tiene mérito, salvo la única importante: que era un condenado cabrón egocéntrico y un tirano megalómano). Eso sí, Aunque, como biografía, Jobs es un fraude, como retrato psicológico del personaje es absolutamente perfecta y como película no es en absoluto mala. No merecía la tremenda castaña que se pegó en taquilla.

Pero antes de Jobs y La red social, yo conocía a Aaron Sorkin como el hombre detrás de una de las mejores series de televisión de todos los tiempos.
No te atrevas a levantar la mirada del suelo en mi presencia hasta que te la hayas visto.
El problema de Aaron Sorkin es que es un tío muy leído.

Y quiere que se le note.

Quiere que se le note de cojones

Y entonces es cuando nos encontrarmos con que todos los personajes de Aaron Sorkin son al menos tan inteligentes como el propio Aaron. Eso se notaba ya en El ala oeste y, aunque lo que, para mí como espectador, constituye uno de los atractivos de la serie, para mí como escritor supone una de sus mayores flaquezas. Y es que da igual si vemos en pantalla a Josh Lyman, el ayudante de personal de la Casa Blanca, al jefe de gabinete Leo McGarry, a Toby Ziegler, el jefe de comunicaciones, al mismísimo presidente Bartlett o a Charlie Young, que no es más que un puto chico de los recados. Todos son inteligentísimos. Todos son de una elocuencia inagotable. Todos tienen siempre a punto una réplica oportuna e ingeniosa. Todos pueden defender sus argumentos con razonamientos lógicos muy meditados y de solidez a prueba de bomba. Todos se saben de memoria la regulación y los precedentes que atañen a sus diferentes responsabilidades y los aplican con ecuanimidad salomónica.

Todos los personajes de El ala oeste son Aaron Sorkin. O al menos el Aaron Sorkin que a Aaron Sorkin le gusta creer que es. Aaron Sorkin con tiempo para planear y escribir esos maravillosos diálogos. Aaron Sorkin con ventaja suficiente para construir una buena agudeza, y la réplica a esa agudeza, y la contrarréplica a esa incisiva réplica.
No te culpo.
Todos los personajes son Aaron Sorkin si Aaron Sorkin pudiese imaginar, en segundos, las frases de Aaron Sorkin que caracterizan el estilo de Aaron Sorkin, y que le salen con tanta facilidad a los personajes de Aaron Sorkin pero que desquiciaban a Michael Fassbender, que no se veía capaz de memorizar todo ese texto para Jobs.
(Y Fassbender es un señor que ha interpretado a Shakespeare.)
A Aaron Sorkin le da como miedito que podamos pensar, aunque solo sea por un momento, que no suda, saliva, mea, regurgita, se suena, eyacula y caga kilotones de ingenio. Padece el Síndrome Oscar Wilde, que, si no existe, me lo acabo de inventar.

Esa obsesión por dejar bien claro que es el cerebro más privilegiado entre los cerebros privilegiados hace que los diálogos y argumentos de Aaron Sorkin sean espectaculares. Sus argumentos son inteligentes y sus diálogos están a un paso de la genialidad. Puede que a medio paso.

Eso mismo hace que Aaron Sorkin sea, hasta que me pruebe lo contrario, incapaz de escribir diálogos para un poligonero empastillado, un paleto sin escolarizar o, abreviando, para cualquier personaje que no lea el New Yorker todas las semanas, entienda de literatura francesa, arquitectura tailandesa y Arte Moderno y tenga un cociente intelectual por encima de la media, al menos uno o dos títulos universitarios y, puestos a pedir, ¿por qué no también un doctorado?
(Ah, y que sea judío y votante demócrata, si es posible.)
Sigue siendo el mejor. Con permiso de Batman, que mola más.
Y no, no intento, ni por un momento, insinuar que yo sea más listo que Aaron Sorkin, ni pretender que escribo mejores personajes, mejores diálogos que él. Solo le estoy poniendo de ejemplo sobre lo difícil que es escribir buenos diálogos, buenos personajes, incluso si eres tan buen escritor y tan inteligente como Aaron Sorkin.

En definitiva: Arthur Conan Doyle no era lo bastante listo para Holmes; Aaron Sorkin es demasiado listo para sus personajes. Todo lo cual nos lleva al mismo problema de siempre y, de hecho, al acto fundacional de esta bitácora.

Escribir un buen libro (o un buen guión de cine, o una buena serie para televisión) es difícil de cojones.

Porque es la forma en la que intentas darle sentido a un mundo que no lo tiene. Imponerle un discurso a las inmorales, inexorables y acríticas leyes del caos. Porque trabajas con un hándicap: tus lectores saben que vas a mentirles. Y tú sabes que lo saben. Así que debes mentirles de una manera creíble. Respetuosa. Tus mentiras deben ser coherentes. Y una manera de contar mentiras coherentes es hacer personajes coherentes. No hagas hablar a un puto chico de los recados como si fuese un premio Nobel de economía. No seas más listo que tus personajes. Y, por el amor de Dios, no permitas que tus personajes sean más listos que tú, porque te delatarás a ti mismo antes o después.

Por estos motivos y otros parecidos, a quien me pregunta sobre ello le digo que escribir es como montar en bicicleta.

Solo que la bicicleta está en llamas.

Y tú estás en llamas.

Y todo está en llamas.

Y es como el infierno.

sábado, 6 de enero de 2018

El único día fácil fue ayer

Considero a Clint Eastwood el último director de cine vivo y le deseo una larga, saludable y prolífica ancianidad.

Y es que Clint Eastwood es quizá el último director de cine clásico, el último que aprendió a hacer películas viendo otras películas, no videoclips de Lady Gaga. En su día, interiorizó los arcanos del oficio del maestro Don Siegel, y no se le olvidaron; y, así, Eastwood pudo dirigir maravillas como El jinete pálido, Bird, Sin perdón, Mystic River, Cartas desde Iwo Jima... Se me acabará el alfabeto antes que la lista de obras maestras firmadas por este señor.

Pero eso no significa, me temo, que Clint Eastwood, actor al que admiro, director de talento innegable, lo haga siempre todo bien.

Me duele admitirlo, pero hay veces en que hasta un monstruo del cine como Clint Eastwood se equivoca.

Y cuando los genios se equivocan, tienen la fea costumbre de equivocarse a lo grande.
Así de grande. O más.
Vamos, que la cagan con ganas.

No me tengo por un fanático belicista y ni siquiera hice el servicio militar, lo cual no me impide sentir una extraña adicción por el buen cine bélico (La chaqueta metálica, Apocalypse Now, Enemigo a las puertas, Platoon, Black Hawk derribado, Patton, El cazador...) y un profundo respeto por los hombres y mujeres de uniforme y su compromiso con la protección de los más débiles (y un amor inconcidional hacia Honor Harrington, que ni siquiera es una persona real). Quizá porque me gusta el buen cine, sea del género que sea. Quizá porque me seducen las historias épicas y hay pocos lugares donde sea más fácil encontrarlas que en un campo de juego o en un escenario de combate, donde el hombre da la medida de lo mejor y lo peor de sí mismo, los fanfarrones se revelan unos cagones, los camaradas de armas aprenden el verdadero significado de la solidaridad o comienzan una amarga y solitaria travesía por el páramo de su egoísmo y los tipos silenciosos y discretos protagonizan hazañas de valor suicida.
Ojalá tuviese una novia como ella.
Quizá por todo eso leo historia militar, género que siempre me había interesado pero en el que no me metí de cabeza hasta hace relativamente poco, empujado por un amigo, que me llevaba cierta ventaja en este placer sibarita. En mis lecturas de historia militar he encontrado de todo: falaces justificaciones de ciego fanatismo, crónicas descarnadas de la miseria humana, apoteosis de abnegación, sacrificio e integridad, e incluso desgarradoras cartas de amor de un oficial a los hombres que sirvieron bajo su mando, tanto a los que regresaron a casa vivos, aunque dañados, como a los que lo hicieron bajo una bandera.

Quizá por eso me atrajo desde el primer momento la historia de Chris Kyle.

No supe de la existencia de Christopher Scott Kyle hasta 2013, cuando la noticia de su prematura muerte ocupó minutos en los informativos y titulares en la prensa. Si eres demasiado vago para pinchar el enlace a la Whiskypedia, te lo resumo: Chris fue asesinado por un veterano con problemas psiquiátricos al que estaba tratando de ayudar.

Una historia como cualquier otra, ¿no? Un joven voluntarioso cae víctima de un descerebrado al que pretendía hacer un favor y que resultó ser una serpiente.

Pues no.

Chris Kyle no solo era un veterano de guerra, como su asesino. Chris era un condenado SEAL, un comando de operaciones especiales de la Marina de los Estados Unidos. Vamos, una bestia parda. Para que te hagas una idea de qué estamos hablando: el curso básico de los SEALs dura veinticuatro semanas y tiene un porcentaje de abandono del 90%. Los aspirantes al tridente y el águila son sometidos por los instructores de la Marina a una presión física y mental constante, se les lleva al límite del agotamiento, les mantienen desvelados, helados, mojados; les exigen desempeñar con pericia los ejercicios a pesar del dolor, del cansancio, del frío, del sueño (y hasta una simple operación aritmética se convierte en una epopeya cuando llevas cuatro días mojado, helado, agotado y sin dormir).
Y creías que tu monitor de crossfit era un cabrón.
En los Equipos SEAL sólo tienen cabida los mejores de entre los mejores, y el BUD/S es la picadora de carne donde se tritura la casquería y se selecciona la vianda. Durante el Curso Básico de Demoliciones Submarinas es habitual ver a tiarrones tamaño coloso, verdaderos atletas que parecían cortados por el patrón de un comando de élite (o de nuestra estereotipada idea del mismo), abandonar entre lágrimas, mientras que chiquitines orondos y tímidos pasan por la Semana Infernal como por el salón de sus casas, porque pura y simplemente el BUD/S es más un desafío mental que físico. Separa a los hombres dispuestos a seguir adelante a toda costa, a cumplir con la misión asignada pase lo que pase, de aquellos que, en realidad, no tienen lo que hay que tener para seguir combatiendo cuando llevas tres días bajo la lluvia, comiendo cosas que harían vomitar a Bear Grylls, sin dormir y con fiebre.
Christopher Kyle. El de verdad.
Chris Kyle atravesó esa trituradora de cuerpos y mentes y salió por el otro lado convertido en un SEAL. 

Independientemente de lo que pensemos de los militares en general y de la guerra en particular, no podemos menos que admirar su tenacidad y su fuerza de espíritu.
(Si te quieres hacer una idea de cómo es el BUD/S, mejor te lees este libro, escrito por otro SEAL, y vía. A mí no me metas en líos.)
Además, Chris Kyle no era un simple SEAL (si es que existe algo así como un «simple» SEAL): Chris era francotirador. Y no cualquier francotirador. Durante sus diez años de servicio, Chris Kyle acumuló nada más y nada menos que ciento sesenta bajas enemigas, en cifras oficiales de la Marina, y lo contó en un libro (que, sospecho, le ayudaron a escribir).
Él te veía a ti pero tú no le veías a él. Así se ganaba el pan.
De haberle conocido, dudo mucho que Chris me hubiese caído bien. Lo digo porque en las entrevistas suyas que he visto, el muchacho derrochaba esa actitud de rompechochos que supongo connatural a todo soldado de élite; una cierta chulería constante propia quienes se saben triunfadores, y me repatean los triunfadores; lo siento, no hay nada que hacer.

Además, desde el momento en que alcanzó proyección mediática a raíz de la publicación de su libro, Chris parecía obsesionado por convertirse en el centro de atención. Como cuando afirmaba haber sido desplegado en Nueva Orleáns tras el paso del huracán Katrina, para impedir a tiro limpio los saqueos (la Marina lo niega taxativamente y no he sido capaz de encontrar la más mínima evidencia que respalde la afirmación de Chris Kyle), o como cuando alardeó de haberle enlutado un ojo a Jesse Ventura (a su vez graduado en el UDT, el curso progenitor del BUD/S, y veterano de Vietnam) en una pelea de bar, pelea que el propio Ventura declaró imaginaria, y que le valió a Kyle un proceso civil por injurias (y que Ventura acabó ganando en primera instancia). O como cuando corregía a sus entrevistadores el número de sus víctimas, elevándolo a 250 o más. La Marina estadounidense había confirmado 160, pero Chris le sumaba a esa cifra casi otras cien muertes. Como si tuviera alguna importancia la cantidad y, admitiendo menos de dos centenares, le fuesen a quitar a Chris Kyle el carné de socio de Macholandia.
(Permítaseme un inciso: un francotirador debe matar solo lo imprescindible; a fin y al cabo es el único soldado que puede permitirse el lujo de ser selectivo. Se supone que un francotirador debe apretar el gatillo solo cuando esté completamente seguro de que haciéndolo impedirá otra muerte (la de un compañero, un aliado, un civil...) y de que no hay otra manera de eiliminar la amenaza. Que cuando le cuento a algún colega que el noventa por ciento del trabajo de un francotirador no tiene nada que ver con matar gente, sino con observar el territorio enemigo y transmitir la información a sus compañeros, me miran con una ceja alzada.)

(Pero es que yo he hablado con francotiradores de verdad. De los que matan gente. Así que creo que entiendo de esto un poquitín, pero un un poquitín solo, de la gente que no puede hacer la misma afirmación.)

(Dejemos eso por ahora.) 
«Cu-cú. Mira al pajaritooooo.»

No, no creo que Chris Kyle me hubiese caído bien, pero como personaje trágico es fascinante. Por eso me lancé, con todas las precauciones, justificadas por lo expuesto más arriba, sobre su libro; y por eso celebré que el último director de cine vivo anunciase su intención de convertir dicho libro en película. 

Y aquí es cuando empezaron mis problemas. 
Chris Kyle. El de mentira.
Me vi American Sniper, la película, y, para empezar, y era una malísima señal, fui incapaz de detectar por ninguna parte la buena mano de Clint Eastwood. ¿Dónde mierda estaba el hombre que me arrancó lágrimas con Ejecución inminente y Million dollar baby? ¿Cómo es posible que me resultase tan complicado empatizar con el Chris Kyle de la película (un transformado Bradley Cooper, que llegó a joderse la espalda por toda la masa muscular que ganó para encarnar al personaje) cuando había sentido una inmediata conexión con el gruñón fascistoide Walt Kowalski de Gran Torino (otro veterano de guerra en mis antípodas ideológicas) o los protagonistas de Banderas de nuestros padres? ¿Había perdido su toque mágico el hombre que se había labrado una merecida reputación de echar mano a un guión casi rutinario, como los de En la línea de fuego o Space Cowboys, y convertirlo en una película impecable? ¿El problema era mío o el maestro Eastwood estaba haciendo algo mal?
Luego leí American Sniper, el libro, y la cosa se puso todavía peor. El Chris Kyle de la película no era el del libro, y ninguno de los dos era el que yo había visto en las entrevistas. El Chris Kyle del libro era un personaje mucho más humano que la fría y distante máquina asesina interpretada por Bradley Cooper en el cine. Ambos tenían la conciencia muy tranquila acerca de las personas a las que habían matado durante su período de servicio, pero el Chris del libro se flagelaba por el tiempo pasado en el extranjero, lejos de la familia, por dejar a su esposa en casa, a cargo de la lucha cotidiana. Este Chris era un padre que lamentaba haberse perdido los mejores años de sus hijos, pero no dejaba de ser un soldado de élite orgulloso de los sacrificios hechos por el bienestar de su país, que se culpabilizaba por todas las personas a las que no había podido salvar y que amaba su trabajo, aunque nos revuelva un poco el estómago leer que le gustaba matar; trabajo el cual solo sus problemas de salud (diversas lesiones sufridas en combate y durante los entrenamientos) sumados a la presión familiar le decidieron a abandonar.

Con el Chris Kyle del libro sí que me habría tomado un café.

Lo cual me lleva a preguntarme cuántos Chris Kyle existieron en realidad, si no habrá al menos tantos como personas le conocieron y tuvieron trato con él; lo cual le convierte en un personaje todavía más complejo, más atractivo y fascinante.

En algún momento durante la lectura de American Sniper empecé a cuestionarme que Clint Eastwood hubiese leído el mismo libro que yo, o que lo hubiese entendido. Problema aparentemente endémico en Hollywood.
En la película, Chris es un frío asesino con un don innato para el tiro a larga distancia. En el libro, es un profesional que hace su trabajo lo mejor posible, que le debe casi toda su leyenda a sus instructores de la Marina y a haber sido destinado a escenarios de combate realmente «calientes». Oh, sí, confiesa que le gusta matar «a los malos», pero el Chris del libro desdeña su propio mito y además admite que, para qué engañarnos, tuvo una suerte del copón.
«[...] my high total and my so-called “legend” have much to do with the fact that I was in the shit a lot.
In other words, I had more opportunities than most. I served back-to-back deployments from right
before the Iraq War kicked off until the time I got out in 2009. I was lucky enough to be positioned
directly in the action
En la película, Chris ejerce de mentor y ángel de la guarda de los desorientados, mal equipados y peor entrenados Marines de los Estados Unidos destinados en Irak. En el libro, si bien admite que en el Ejército pueda haber personal mediocre, se deshace en elogios hacia el valor, profesionalidad y preparación de los Marines.
«When you’re working with Army and Marine Corps units, you immediately notice a difference. The
Army is pretty tough, but their performance can depend on the individual unit. Some are excellent,
filled with hoorah and first-class warriors. A few are absolutely horrible; most are somewhere in
between.
In my experience, Marines are gung ho no matter what. They will all fight to the death. Every one
of them just wants to get out there and kill. They are bad-ass, hardcharging mothers.»
Cuando encima de malo, eres musulmán, es que debes de ser peor que la quina.
En la película, los iraquíes son retratados como bárbaros violentos, ávidos de sangre americana. En el libro, Chris alude a ellos como gente asustada y desamparada, a merced de los señores de la guerra surgidos tras el derrumbe del régimen (y el temerario licenciamiento, por parte de las autoridades americanas de ocupación, del grueso de la policía y el ejército baazista); simples supervivientes que intentan nadar entre dos aguas sin tomar partido ni por los milicianos que ensangrientan sus calles ni por las tropas invasoras a las que combaten. No diré yo que les manifieste simpatía, pero tampoco los considera salvajes.
(A los insurgentes sí que los desprecia. Describe con horror y repugnancia su hallazgo de una cámara de torturas de las milicias iraquíes, que le reafirma en su convicción de que hay que eliminar a esa gente.)
La película es casi un vídeo de reclutamiento, una campaña pro-bélica de dos horas que parece pensada para justificar la invasión de Irak en 2003. En el libro, Chris no se cuestiona los motivos por los cuales Estados Unidos envió a sus ejércitos a Irak; se niega a participar en esa discusión, pero emplaza a todo lector disconforme a pedirle cuentas a su congresista. Sin entrar al fondo de la cuestión, Chris da a entender que él era un soldado y los soldados no deciden qué guerras libran ni qué órdenes obedecen; que las reclamaciones, de haberlas, deben dirigirse a los políticos que declaran las guerras.
Me pregunto si se dieron cuenta de cómo la estaban cagando.
En el libro, Chris recibe con el corazón encogido la noticia de que su hermano se ha alistado también y está destinado en algún lugar de Irak. Dedica varios párrafos a relatar el terror que le inspira la idea de encontrar algún día el cuerpo de Jeff entre los cadáveres de soldados americanos caídos en combate. En la película, Jeff Kyle y Chris, o sea Bradley Cooper, se encuentran en Irak (un episodio que, de ser verídico, no se menciona para nada en el libro) y Jeff se muestra hastiado y tal vez comocionado por la guerra. «Fuck this place!», dice a modo de despedida (el libro no recoge ninguna opinión de Jeff Kyle acerca de la guerra de Irak). El Chris de la película sigue con la mirada a su hermano y parece incómodo, incluso molesto porque a Jeff no le guste eso de matar moracos tanto como a él.
«My brother had joined the Marines a little before 9/11. I hadn’t heard from him, and I thought that
he had deployed to Iraq.
For some reason, as I helped pull the dead body up, I was sure it was my brother.
It wasn’t. I said a silent prayer and we kept digging.
Another body, another Marine. I bent over and forced myself to look.
Not him.»
Joder, en el puto libro, Chris le concede la palabra a su esposa. Durante casi un tercio de American Sniper, Taya Kyle se explaya en sus problemas conyugales, en el cotidiano desafío de sacar adelante una familia con un marido ausente, en lo mal que llevaba que Chris, durante sus permisos entre misiones, socavase su autoridad como cabeza de familia. En el libro, Taya nos cuenta, con una sinceridad dolorosa, cómo recriminaba a su marido que regresase a Irak una vez más, que se pusiese en peligro de nuevo; nos describe la forma en que empezaba a poner distancia emocional con Chris pocas semanas antes de su regreso al frente; un mecanismo de defensa para que la separación le resultara menos traumática. Nos describe el terrible dilema de Chris, desgarrado entre su familia y su vocación de servicio, su sentido de la responsabilidad hacia su país, su convicción de que si no regresaba al frente, soldados americanos morirían porque él no estaba allí para protegerlos.
«We had a lot of confrontations while he was home. His enlistment was coming up, and I didn’t want him to re-up.
I felt he had done his duty to the country, even more than anyone could ask. And I felt that we needed him.
I’ve always believed that your responsibility is to God, family, and country—in that order. He disagreed—he
put country ahead of family.
And yet he wasn’t completely obstinate. He always said, “If you tell me not to reenlist, I won’t.”
But I couldn’t do that. I told him, “I can’t tell you what to do. You’ll just hate me and resent me all your life.
“But I will tell you this,” I said. “If you do reenlist, then I will know exactly where we stand. It will change
things. I won’t want it to, but I know in my heart it will.”
When he reenlisted anyway, I thought, Okay. Now I know. Being a SEAL is more important to him than
being a father or a husband.»
En la película, cuando aparece en pantalla Sienna Miller en el papel de Taya Kyle es poco más o menos que para...
Ponérnosla gorda. Exacto.
En la película, Chris no parece tener relación alguna con sus compañeros de pelotón. En el libro, las menciones a sus hermanos SEALs son constantes; la muerte de dos de ellos le deja destrozado y perplejo, le sume en un dolor sordo y lancinante que se confiesa incapaz de exteriorizar, por miedo a ofender la legendaria etiqueta de invulnerabilidad y estoicismo que se espera de los comandos de la marina.
Cuando su amigo Marcus Lutrell (interpretado por Mark Whalberg en otra película basada en otro libro del que quizá hablemos otro día) es dado por desaparecido en Afganistán, Christopher sufre su pérdida, que de súbito le hace muy patente la idea su propia mortalidad, y sufre todavía más porque no se atreve a exteriorizar su dolor. Es un SEAL. No puede mostrarse débil. No puede dar lugar a sospechas sobre su entereza. ¿Quizá porque si un SEAL se viene abajo, aunque sea por un momento, podrían derrumbarse todos? ¿Tan frágiles son los hombres más fuertes del mundo?
«We’d gotten word a few days before that he [Marcus] was missing. I’d also heard through the SEAL grapevine that the three guys he was with were dead. They’d been ambushed by the Taliban in Afghanistan; surrounded by hundreds of Taliban fighters, they fought ferociously. Another sixteen men in a rescue party were killed when the Chinook they were flying in was shot down. [...]»

»To that point, losing a friend in combat seemed if not impossible, at least distant and unlikely. It may seem strange to say, given everything I’d been through, but at that point we were feeling pretty sure of ourselves. Cocky, maybe. You just get to a point where you think you’re such a superior fighter that you can’t be hurt. [...]

»We don’t focus on the dangers. The families, though, are a different story. They’re always very aware of the dangers. The wives and girlfriends often take turns sitting in the hospital with the families of people who are injured. Inevitably, they realize they could be sitting there for their own husband or boyfriend.»
No se parece a Mark Whalberg, pero más te vale tenerlo de tu lado en una pelea.
Joder, que sí. Que con este Chris Kyle me iría al fin del mundo. No con el follamises al que le comían la polla la mayoría de los periodistas estadounidenses, sino con el que tenía que esconderse para llorar por un amigo tal vez muerto.

Pero es que en la película, me cago en todo lo cagable, se da a entender que la muerte de Marc Lee (uno de sus compañeros SEALs a los que aludimos más arriba), muerte que dejó a Christopher devastado, fue la consecuencia de haber cuestionado la invasión de Irak, de haber perdido la fe en la oportunidad y la necesidad de la guerra. El Marc del libro, y el de la vida real, murieron en la mesa de operciones por complicaciones de sus heridas de guerra, que le habían dejado ciego. El Marc de la película murió por perder la fe en el infalible criterio de los políticos que le enviaron a invadir un país extranjero que no representaba ninguna amenaza para el suyo propio y matar a sus habitantes.

Clint Eastwood parece intentar decirme que Chris pensaba que Marc Lee murió porque se estaba volviendo un pelín rojillo. Vamos, que se lo había buscado, el muy cabrón. Seguro que se la pelaba con fotos de Hillary y que hasta votó por Obama. O al revés.

Quisiera mencionar que American Sniper, el libro, está dedicado por Chris a su esposa e hijos y:
«...to the memory of my SEAL brothers Marc and Ryan, for their courageous service to our country and their undying friendship to me. I will bleed for their deaths the rest of my life.»
Hasta la relación del personaje con Dios recibe un tratamiento distinto. En el libro, Chris nos dice de su fe:
«I’m not the kind of person who makes a big show out of religion. I believe, but I don’t necessarily get down on my knees or sing real loud in church. But I find some comfort in faith, and I found it in those days after my friends had been shot up.
Ever since I had gone through BUD/S, I’d carried a Bible with me. I hadn’t read it all that much, but
it had always been with me. Now I opened it and read some of the passages. I skipped around, read a
bit, skipped around some more.

With all hell breaking loose around me, it felt better to know I was part of something bigger.»

Si tuviésemos que deducirlo de la película, creeríamos que Chris era un vaquero paleto y fanatizado. Y con un padre igual de paleto y fanático, y maltratador, por cierto.

Y nada, absolutamente NADA de esto se desprende de la lectura de American Sniper. No son pensamientos de Chris Kyle. No son ideas de Chris. No son sus sospechas. No es su voz. No es su historia.
(Hay varias listas de las contradicciones entre libro y película. Ésta, por ejemplo.)
Clint Eastwood rodó una película sobre un tal Chris Kyle.

Curiosamente, ya había un libro con el mismo título escrito por otro Chris Kyle.

Y dudo sinceramente que se hayan conocido alguna vez, porque el Chris Kyle de Eastwood es un Harry Callahan con barba, un justiciero überfascista al que le sorprendemos apenas en un par de momentos de debilidad en una película de más de dos horas. ¿Cómo es posible que este retrato retorcido de un personaje que, con todas sus sombras o precisamente a causa de ellas, era maravillosamente humano, haya surgido de la mente del mismo hombre que nos mostró, quizá por primera vez en la historia del cine, a los defensores japoneses de Iwo Jima no como marcianos sedientos de sangre y enamorados de la muerte, sino como hombres atosigados por los mismos miedos y vanidades que nos abruman a todos? ¿Consumió Clint Eastwood toda su piedad hacia los veteranos de guerra durante los rodajes de Gran Torino y Banderas de nuestros padres? ¿Le perdió el respeto a la muerte tras rodar Más allá de la vida? ¿O quizá, simplemente, esta historia no era para él? Lo digo porque en Sully volvemos a ver al buen Eastwood, a ese director con especial afinidad hacia los personajes honestos que se enfrentan con valentía y decisión al sistema, que se saben respaldados por la verdad, la razón y la justicia, y luchan hasta el último aliento para ser reivindicados (El sargento de hierro, Poder absoluto, Ejecución inminente, Space Cowboys, El intercambio...).
Chris y Taya.
La sensación que me ha quedado es que Eastwood tomó al personaje como altavoz de sus propias neuras, que desfiguró a Chris Kyle hasta hacerlo encajar en su propia idea de cómo debería haber sido. Chris Kyle, un puñetero SEAL, un eficiente asesino orgulloso de su trabajo, un hombre que de ninguna manera habría encajado en la definición de «pacifista» o «liberal», no era lo bastante conservador, ni lo bastante devoto, ni lo bastante macho para Clint Eastwood, que, y perdón por nombrar a Satanás, hizo campaña por Trump. De un plumazo, Eastwood se cargó la humanidad de Chris Kyle. Mató al hombre que lloraba y sangraba por la muerte de sus amigos y le hizo renegar de uno de ellos en su propio funeral. Mató al marido cariñoso, pero comprometido con su país y su pelotón y por eso mismo protagonista de una vida familiar conflictiva. Mató al padre que se sumió en una nube de dolor e impotencia cuando le dijeron que tal vez su hija padeciese leucemia. Al soldado que protestaba porque le habían desplazado a una zona de guerra y luego le habían maniatado con unas normas de enfrentamiento que le dejaban indefenso frente al enemigo.
«According to the ROEs I followed in Iraq, if someone came into my house, shot my wife, my kids,
and then threw his gun down, I was supposed to NOT shoot him. I was supposed to take him gently
into custody.
»
Tal vez Eastwood estaba tan obsesionado con crear un icono para sus propias ideas que acabó destruyendo al hombre que lo inspiraba. En el camino, perdimos toda la riqueza del personaje, con sus sombras y contradicciones, y la historia trágica de este hombre, convencido de que podía presentarse ante su Creador con la cabeza bien alta y dar cuenta de cada bala que había disparado, se convirtió en un cliché, un estereotipo, un producto de comida rápida.

Y creo sinceramente que Christopher Kyle, y en no menor medida su viuda y huérfanos, se merecían algo mejor.

Porque sí, Chris era un fanático de las armas, un asesino entrenado por la Marina, un belicista confeso, un chupacirios buscabroncas y un abrazabanderas.

Pero también era un valiente, un patriota, un padre cariñoso, un marido fiel y muchas cosas más, y nadie puede esperar a comprenderle si no las conoce todas.

Solo nos queda expresar nuestro sincero deseo que haya alcanzado la paz, y de que su Creador, tal y como él afirmaba, haya dado el visto bueno a todas y cada una de esas ciento sesenta balas.
«Throw me to the wolves and I'll return leading the pack.»

(Que si no es un proverbio SEAL, merece serlo.)