miércoles, 30 de noviembre de 2016

«Los murciélagos no vuelan» o «La ignorancia (o sea la tuya) es peligrosa»

Una vez estuvieron a punto de darme dos hostias.

Bueeeeno, vale, muchas veces han estado a punto de darme dos hostias, pero la ocasión concreta de la que quiero hablarte, querido lector, fue aquella en la que casi me curten a palos por una diferencia de opiniones acerca de Tolkien.
Pero, Johnny, tío, ¿qué te he hecho yo a ti?
Sí, has leído bien.

Un día casi me forran a toñas por cuestionar la inventiva del pobre John Ronald Reuel Tolkien. La persona que estuvo a punto de llegar a las manos conmigo es la excusa, el MacGuffin de este artículo.

Entre mis pintorescos compañeros de apartamento, que darían por sí solos para páginas y páginas de artículos (el Capitán Cannabis y sus Alegres Fumetas, Manostijeras, el Hombre Invisible...), había uno... llamémosle Elfolas (aunque pueda dar lugar a confusión con anteriores artículos), que flipaba por Tolkien. Y por los elfos. Y especialmente por los elfos de Tolkien. Es más, su élfica chifladura no estaba exenta de cierta perturbadora clarividencia: años antes de que Peter Jackson perpetrara su trilogía cinematográfica, Elfolas se había dejado el pelo largo, motivo de innumerables chascarrillos cuando todos pudimos ver la facha de Orlando Bloom en su caracterización del casi homónimo personaje. Efectiviguonder: los dos tenían el mismo cabello rubio y largo (pero sólo el de uno de los dos no era una peluca) y las mismas sospechosas cejas negras (pero sólo las de uno de ellos parecían cejas, y no procesionarias haciendo el mannequin challenge). Aparte de eso, ni el menor parecido.


¿Que si mi compañero de piso estaba tan bueno? ¡Más quisiera!

Como más o menos (más bien menos que más) teníamos intereses comunes, Elfolas y yo mantuvimos alguna que otra conversación que (más o menos) disfruté y fue una de esas conversaciones la que (más más que más menos) casi deviene en violencia.

Elfolas estaba, dale que te pego, con su tema favorito. Vamos, que si Tolkien esto, que si Tolkien lo otro, que si hay qué ver qué bien escribía el cabrón de Tolkien, que si menuda faena que se haya muerto Tolkien, que mira que tenía imaginación Tolkien, porque sólo a Tolkien podría habérsele ocurrido todo lo que Tolkien cuenta en El Hobbit, El Señor de los Anillos y El Silmarillion (que ponía por encima de las otras dos, probablemente porque cuando la leyó no entendió un carallo)... y, claro, después de dos horas y cincuenta y nueve minutos así, a mí ya se me estaban inflando un poquitín los cojones con tanto Tolkien, y me salió el Sheldon Cooper pequeñito que veranea en mi sistema límbico. Y, olvidando durante un trágico segundo que no estaba en presencia de un ser humano adulto y racional, sino de un puto talibán tolkineano, no se me ocurrió nada mejor que soltar algo del estilo de:
«Hombre, imaginación no te digo que no, pero, si lo piensas con un poco de frialdad, Tolkien inventar, lo que se dice inventar, no inventó nada. Las fuentes de su obra están bastante claras: desde los mitos clásicos hasta el Cantar de los nibelungos, pasando por Beowulf, la Historia Brittonum y las eddas nórdicas. Objetos de poder como el Anillo Único han poblado la tradición de todas las culturas desde siempre. Toda esa temática del "regreso del rey" es materia de Bretaña pura y dura. Y los enanos y los elfos fueron tomados en préstamo del folclore germánico y escandinavo.»
Madre de Dios.

Madre.

De.

Dios.

 

Durante mi argumentación, la cara de mi interlocutor había afectado los más variados visajes: perplejidad cuando puse en duda la originalidad de J.R.R., estupor de vaca mirando pasar el tren ante el desfile de títulos de obras no escritas por Tolkien, (pero que, no te quepa duda, Tolkien se había leído), cretinismo puro y duro por toda respuesta al latinajo de la Historia...; pero cuando oyó mi argumento acerca de los elfos, la hasta entonces bonancible jeta de Elfolas se transformó en una rubicunda máscara de cólera.

Su reacción, que me resisto a describir, fue simplemente es-pec-ta-cu-lar. Como si le hubiese propuesto a Stan Lee hacer un cameo en una película de Batman, a María Dolores de Cospedal darle un beso de tornillo al Coletas o al mismo Stan Lee comer panceta y limpiarse el culo con una torá mientras besa a un palestino homosexual y recibe el bautismo en la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Elfolas escupió palabras y salivazos durante al menos diez minutos sin pararse a respirar (lástima que los del libro Guinness no estuviesen por allí cerca para convalidar tal hazaña), me tildó de cenutrio, indocumentado e ignorante (bueno, estoy dignificándolo un poco; en realidad fue «subnormal», «gilipollas» y «comemierda») y acabó con un argumento incontestable:
«¿Qué coño vas a saber de Tolkien más que yo, que me he leído tres veces el Silmarillion y me sé El señor de los Anillos de memoria? ¡Pedante!»
(Vuelvo a mentir. No dijo «pedante», sino «mamonazo»)

El color berenjena del rostro de Elfolas amenazaba con un aneurisma y su cólera creciente me obligó a preguntarme si mi vociferante compi de piso no escondería bajo su cama la espada de Túrin (que, estrictamente hablando, no era un elfo, pero no creo que, llegados a ese punto, importase demasiado) o la lanza de Gil-Galad; así que, ya fuese movido por la responsabilidad moral de evitar un accidente vascular de impredecibles consecuencias, o bien por un no del todo injustificado temor a morir empalado en acero de la Tierra Media, lo cierto es que saldé la discusión dándole a él la perra gorda, como a los orates, pero con cicuta incluida:
«Vale, vale, no te sulfures. Ha quedado muy claro: tú, que sólo te has leído mil veces El señor de los anillos, sabes del tema más que yo, que además he estudiado etnología y antropología.»
A lo que él, sintiéndose reivindicado, replicó:
«¡Eso mismo! ¡Yo sé de lo que hablo! ¡No pretendas saber de Tolkien más que yo!» (o algo por el estilo)
Con lo cual quedó demostrado que, además de ser un puto ignorante, no pillaba los sarcasmos.

«¿Que Tolkien no inventó a los...? ¡Dímelo en la calle si tienes huevos!»
Esta surrealista conversación con un compañero de piso trajo a mi memoria entonces, y de nuevo ahora, una anterior pero no muy diferente con otro compañero de piso; el inimitable Manospenes (Perdón. No sé en qué estaría yo pensando. Y no, no pongas en la barra de búsqueda de Google «Eduardo Manospenes». Te lo digo por tu propio bien) Manostijeras, a la sazón estudiante de primer año de Biología, el cual, en otro apartamento de estudiantes y en un contexto muy diferente, cerró una larga parrafada casi profesoral acerca de la evolución de las especies con esta intrépida tesis:
«Y por eso no hay mamíferos voladores.»
El incómodo silencio con el cual acogimos sus últimas palabras debió ponerle sobre la pista de que algo iba mal.

Pero no. Nos observaba ceñudo, como si no comprendiese nuestra obvia turbación. Mi otro compañero de piso y yo intercambiamos una elocuente mirada, invitándonos mutuamente a intervenir. Al final tuve que ser yo, claro. Si iban a volar hostias, mejor que se las llevase el que con su gordez era un blanco más lento y asequible.
«Perooooo... Manospenes (¡Otra vez!) Manostijeras, tío, que te has salido del tiesto. ¿Cómo que no hay mamíferos voladores? ¿Te he entendido bien?»
Manostijeras, que aparte de parecerse al personaje homónimo no llevaba nada, pero lo que se dice nada bien que le contradijesen, se me lanzó al cuello:
«¡Sí señor! ¡Me has oído muy bien! ¡No hay mamíferos voladores!»
Juro por Dios que me estaba esforzando en no sonar paternalista.
«Pero, hombre, sé razonable. Párate un momento y piénsalo bien. Que te has cerrado en banda y no ves con claridad.»
Y Manospenes (¡Y van tres! Pues mira, lo dejo así y punto), ya gritando, y del color de la grana, insistió:
«¡No hay nada que pensar! ¡Los mamíferos no vuelan y punto! ¡Si lo sabré yo!»
Tres. Tres oportunidades tuvo, el muy cabezacorcho, de pararse a reflexionar acerca de la barbaridad que estaba diciendo y reconocer que había metido la pata hasta el corvejón. Que no es tan difícil, joder. No necesitas un Máster del Universo en Zoología para caer en la cuenta. Ahí podría haberle yo apuñalado con saña, pero, me mordí la lengua y le di cancha por cuarta vez, o sea una más de las que tuvo Pedro cuando negó a Cristo, y eso que Suso tenía contactos. Contactos y un padre con muy mala uva.
«Joder, Manospenes. Que me estás empezando a preocupar. ¿Qué hostia te enseñan en esa facultad? Porque viniendo de cualquier otra persona, o de alguien que estuviese estudiando una carrera diferente, incluso de mí mismo, podría entender un patinazo de semejante calibre, pero... ¿De verdad tus profesores te han dicho, con todas las letras, o durante sus clases tú has sacado la conclusión de que no hay mamíferos voladores?»
«Esto, hermanos míos, es un mamífero. Y no vuela.»
Al llegar aquí, el culo de mi compañero de piso ya no tocaba el sofá en el que estaba sentado. Se lo quitamos de una patada y no se cae, el muy bestia.
«¡Precisamente! ¿Qué coño vas a saber de esto más que yo! ¡Yo soy el que está haciendo Biología, no tú! ¡Si yo digo que no hay mamíferos voladores, no hay mamíferos voladores! ¡Y punto!»
En este punto intercambié una mirada con mi otro compañero de piso, por si quería repartirse conmigo el tanto, pero, aunque estaba obviamente disfrutando como un marrano en una letrina, no lo vi muy por la labor, así que, permitiéndome una sonrisita altiva y un tono de insufrible indulgencia, dije:
«Así que no hay mamíferos voladores, ¿eh?»

«¡No! ¡No hay mamíferos voladores!»

«¿Y los murciélagos qué coño son?»
Del rojo-justa indignación, la tez de mi acalorado coinquilino pasó al amarillo-vomitona habemus y luego al blanco-clase de anatomía de primero de Medicina con cadáver rancio bañado en formaldehído para finalmente virar al violáceo-hemorroide a seis segundos de estallar en tus putos Calvin Klein, maldito pijo asqueroso deberías haber dejado la comida mexicana; cuando, en un giro discursivo que habría descolgado las pelotas del mismísimo Demóstenes, y con las venas del cuello convertidas en consoladores extra large, Manospenes aulló:
«¡Los murciélagos no vuelan
La razón es la sustancia más igualitariamente distribuida del universo. Todo el mundo cree tener la suficiente.

En especial los que no tienen ninguna.

Puede que Manospenes se hiciese la picha un lío con éste murciélago en particular, que efectivamente no vuela.
Sé que parezco estar dándome pisto. Bueno, permítaseme hacer un ejercicio de humildad: no, no pretendo saberlo absolutamente todo de todo. No creo que nadie sea tan arrogante para hacer tal afirmación. No estoy seguro ni de poder afirmar que lo sé absolutamente todo sobre una sola materia concreta. Ni siquiera sobre sí mismo; digo más, especialmente sobre mí mismo. Pero sí afirmo que mis congénitos problemas de socialización y mi inexistente vida sexual no me dejan otras vías de desahogo que la lectura, la escritura, el cine y el porno gratis de Internet; así que algo sé, un poquito, sobre un cierto número de cosas (particularmente sobre el porno de Internet). Cosas como que los murciélagos son mamíferos placentarios, por ejemplo, o que Tolkien en sus libros hace un afortunado refrito de mitologías previas, y lo hace con arte, lo cual de por sí es un mérito que no desmerece en lo más mínimo el placer que me siguen reportando la lectura de El Hobbit y El señor de los anillos.

Y sí, llevando este examen de conciencia un poco más allá, yo también he tenido mis «momentos murciélago» y he defendido con fervor opiniones mal fundadas, o abiertamente erróneas, invocando ante mis detractores una autoridad a la que no tenía derecho y que quedó mancillada tan pronto como me demostraron mi error. ¿Qué pasó entonces? Que me avergoncé de mi arrogancia, que dije «atropéllame, camión», pasé el bochorno, soporté las más que justificadas pullas de mis críticos, a veces durante varios días (semanas, meses...), y pasé página, más sabio y prudente y algo menos categórico que antes.

Meter la pata no tiene nada de extraordinario. Ayuda a forjar el carácter y podar nuestros espolones de gallitos cuando han crecido demasiado. Te equivocas, lo asumes, reconoces el error, te disculpas, aguantas el chorreo y tiro porque me toca. Con el tiempo, lo más probable es que olvides el episodio en cuestión, y los posibles testigos también. Forma parte del contrato social, porque si esos testigos te dan mucho la brasa por tu «momento murciélago», si no te permiten olvidarlo, saben que estarás acechando, afilando tu proverbial machete, a la espera de que ellos cometan su próximo error. Que lo cometerán. Como que Sara Sampaio es la musa de esta bitácora que ese día llegará. Y entonces... ¡Huy entonces...!


«¿Recuerdas lo del murciélago? Pues prepara el ano, cabrón.»
Equivocarse es sano, coño. Tan convencido estoy de ello que uno de mis lemas vitales es «Mira que me jode tener razón», normalmente acompañado de su hermano siamés «Me alegro de haberme equivocado».

Pero, ah, equivocarse de palabra es una cosa y hacerlo por escrito, otra muy distinta. Digan lo que digan, el papel no lo soporta todo. El lector tampoco. Dependiendo de cuán flagrante haya sido el disparate que por descuido, ignorancia o llano cinismo hayas confiado a la letra impresa, puedes indisponer en tu contra a tu público en un extenso cuadrante de coordenadas entre el «éste tío debe de ser gilipollas» y el «éste tío me toma por gilipollas». Y cuando un escritor cae en esa trampa que él mismo ha armado, le resulta casi imposible recuperar a ese lector ofendido y obtener de él una segunda oportunidad.




La forma de evitarlo es hacer una correcta documentación. Sí. Lo siento. Sé que no es lo que querías oír. Esperabas que compartiese contigo algún sucio secreto de escritor, un cómodo truco de magia y, en lugar de eso, te ofrezco una palabra infame. Infame y polisílaba.

«¡Documentación! ¡Cielo santo! ¿Quieres decir "leer"?». Quiero decir leer. «¡Pero si yo sólo escribo ficción! ¡O sea novelas!». Malas noticias, cariño: los escritores de ficción también tienen que documentarse si no quieren quedar como perfectos majaderos. «¡Pero es que yo escribo fantasía! Soy el autor de los cuatrocientos veintiocho volúmenes de Las espadas de la reina Put A'ka, una saga de "espada y brujería" con orcos, elfos y dragones. ¡Vamos, que me lo invento todo!: los nombres, las genealogías, los idiomas...». Mira, chaval, repasa los diez primeros párrafos de esta entrada y no fatigues, ¿eh? «No me tengo que documentar, que yo sólo escribo de elfos y dragones ña, ña, ña, ña». ¡Pero qué osada es la ignorancia, por Dios!

¡Adelante, ponte a escribir tu mierda de novela ambientada en una Edad Media idealizada sin tener ni reputísima idea de cómo fue la Edad Media histórica! ¡Qué risa me va a dar cuando midas las distancias en kilómetros, envíes a uno de tus personajes al cardiólogo o me describas una choza de pastores en medio del monte como si fuese el caserío de tu tío Antxón! ¡Payaso! ¡Te desafío! ¡Epátame con ese «alto élfico» que te has inventado, sin tener ni repajolera idea de filología ni hablar siquiera correctamente tu propio idioma, que en tu hedionda novela llevas un promedio de cinco faltas de ortografía por cada veinte palabras! «¡Oye, si Tolkien podía inventar idiomas, ¿por qué no voy a poder yo?!».

A ver si nos entendemos, tonto de los cojones: Tolkien de niño estudió inglés, latín, francés y alemán con su madre, y durante su formación académica, además, aprendió inglés antiguo, finlandés, gótico (la lengua germánica que hablaban los visigodos), griego, italiano, noruego antiguo, español, galés y galés medieval. También trabó contacto con el esperanto, el danés, neerlandés, lombardo, noruego, ruso, serbio, sueco y así como mil trillones de lenguas germánicas más. Tolkien ocupó durante veinte años la cátedra Rawlinson y Bosworth en Oxford y enseñó lengua y literatura inglesas en el Merton College durante otros catorce años. ¿Puedes decir tú lo mismo? No, ¿verdad? No tienes ni por asomo los conocimientos de J.R.R. en filología, etimología e historia de la lengua ¿verdad? ¡Pues deja ya de joder la marrana, farsante!

¿Tú puedes leer esto? Yo tampoco. Pues bien, ¡Tolkien podía! ¡Hostia ya!

Qué hartito me tienes, joder.

La documentación, a tenor de lo que los profesionales de la tecla cuentan sobre su método de trabajo, es un ejercicio multidisciplinar previo a la elaboración misma de sus textos. Artículos en prensa y publicaciones especializadas, visitas a museos, consultas a peritos, entrevistas personales, visionado de documentales... todo vale para sentar unas bases sólidas para tu novela. Después, una vez hechos los deberes, te sientas y la escribes. De un tirón y con tus notas, grabaciones, fotocopias y tu agenda de contactos al alcance de la mano, por si los necesitas.

Yo ya te digo que a mí esto no me funciona. Oh, sí, me documento. Reúno pilas de fotocopias y consulto toda la bibliografía a la que puedo echar mano, pero lo de preparar todas mis notas antes de sentarme a escribir no sirve para mí. Porque yo estoy corrigiendo y reescribiendo constantemente. Porque me ha pasado más de una vez que, a media novela, un personaje secundario ha exigido un lugar de honor en la obra y he tenido que entregárselo, convirtiendo en material de reciclaje todas las notas del otro personaje al que acababa de desplazar. Tengo mi propio método de trabajo, que tal vez algún día comparta contigo, y que me obliga, por su flexibilidad y mutabilidad, a documentarme sólo un poco antes de empezar a escribir (escenarios, cronología, cualquier otra información que me proporcione unos cimientos para los personajes o la trama...), mucho durante la escritura (me he pasado varios días buscando un dato concreto, con el manuscrito muerto de risa sobre la mesa, esperándome), y otro poco al terminar el primer borrador (y sobre todo para corroborar que no he deletreado mal el nombre de esa aldea afgana, o que los detalles técnicos de un determinado oficio son correctos).

¿Es mi método mejor que el de los demás? Sinceramente, lo dudo, pero es el que se adapta a mi carácter y mi propia personalidad pelín ácrata. Y te aseguro que, cuando te has visto con trescientos folios de información sobre... yo qué sé... El silbo canario, por ejemplo; trescientos folios que te costó Dios y ayuda, y un Congo en fotocopias, conseguir; trescientos folios que finalmente no vas a utilizar porque la acción de tu novela, que iba a transcurrir en Tenerife, se ha trasladado a Burkina Faso, se te quitan las ganas de volver a hacer una inversión de tiempo y energía parecidas hasta estar completamente seguro de que necesitas esa información, y eso, al menos en mi caso, sucede cuando estoy escribiendo y a menudo, después de acabar el primer borrador. Nunca antes.

Boris Vallejo y Frank Frazetta han hecho más por el género de «Espada y Brujería» de lo que tú harás en mil vidas.
«No necesito documentarme porque escribo vomitivos plagios de Tolkien con elfos y dragones.»
Elfos.
«Sí.»
Elfos con espadas.

«Justo. Elfos con espadas.»
¿Has tenido alguna vez una espada en la mano? ¿Sabrías empuñarla? ¿Sabes cuánto pesa, cómo se llaman sus diferentes partes (arriaces, pomo, vaceos, recazo...), podrías distinguir una espada de una mano de otra de mano y media, sabes qué es un montante y en qué se diferencia de un estoque? Te lo pregunto porque he leído libros mierdosos como el tuyo donde el protagonista llevaba un mandoble de metro y pico de hoja colgado a la espalda, dentro de su funda, y cuando empezaban a llover orcos sobre los márgenes del camino, el fulano desenvainaba su acero con un ágil movimiento y cortaba veinte orcos de un golpe y otros veinte del revés, lo cual demuestra que:

1. El héroe de la novela tenía unos brazos más largos que un gorila, porque de lo contrario no habría podido desenvainar una espada tan larga colgada a su espalda. ¿No me crees? No me creas. Haz la prueba. Imbécil. ¿Nunca te has preguntado por qué la claymore del Wallace de Gibson llevaba esa pieza de cuero en el recazo? (Perdona. Claro que nunca te lo has preguntado. Por un momento olvidé con quién estaba hablando): para poder apoyar esa parte de la hoja en el hombro sin cortarse de camino a la batalla. ¡Melón! Secundariamente, también ofrecía un segundo punto de agarre que ofrecía un brazo de palanca más largo y dar hostias más gordas.


«Puede que os quiten la vida, pero nunca os quitarán ¡la documentacióóóóóóóón!»
2. La hoja de más de metro y medio de largo debía de ser grafeno de pocas moléculas de espesor, de otro modo habría pesado tanto que ni siquiera el bestia de tu primo, el del colesterol, habría podido levantar el arma, no digamos ya luchar con ella. Ah, ¿era acero? Entonces era acero tan delgado que se habría doblado bajo su propia masa. No me culpes a mí. Culpa a la física.

3. El simiesco espadachín procedente del futuro era, en realidad, Supermán. Es la única explicación que se me ocurre para ese orquicidio múltiple. Sí, ya sé, y tú deberías saberlo, si te lo hubieras leído, que en el Cantar de Mío Cid se describen escenas parecidas (aunque en el Cantar los moros reemplazan a los orcos), pero nadie que haya hecho esgrima alguna vez, o siquiera cortado leña con un hacha, podría leer algo semejante sin deshuevarse de la risa. Échale un ojo a algunas técnicas de espada larga de verdad, sacadas de manuales de esgrima de verdad, y da gracias al señor Internet. ¡Gracias, señor Internet!

4. El escritor, que probablemente eras tú, no se había documentado, ni siquiera un poquito, y además tampoco se hace suficientes pajas.

Hablando de pajas... Es igual. Déjalo.
Olvida las espadas. ¿Montan a caballo tus elfos? ¿Qué sabes de equitación? ¿Qué sabes de caballos? ¿Sabes siquiera cuántas patas tienen? Pues las respuestas a todas esas preguntas, y las demás que te surgirán antes incluso de sentarte a escribir, sólo las encontrarás después de una más o menos intensa labor de documentación.

Sabiendo todo esto, ¿seguro que aún quieres escribir tu mierda de libro?

Documéntate, carallo. No lo hagas por ti, hazlo por tu libro, por tus lectores. Que al menos parezca que te los tomas en serio. Eso sí, a la hora de reunir información para tu novela con elfas ninfómanas y montaraces hijos de gorilas, procura no incurrir en estos vicios sobre los que, de forma tan altruista y generosa como inane, me dispongo a advertirte:

«Es mi Scattergories y me lo llevo»

El escritor de ficción y sus lectores firman un contrato temporal llamado «suspensión de la incredulidad». Por medio de tal contrato, durante toda la extensión del libro el lector se compromete a creerse lo que el escritor va a contarle, aunque sabe de antemano que se dispone a leer una sarta de mentiras, y el escritor da su palabra al lector de que usará ese poder con precaución y no intentará hacerle comulgar con ruedas de molino. Vamos, lo mismo que pasa cuando le preguntas su edad a una retaca con brackets pero sin tetas, te dice «diecinueve» y tú finges que te lo crees.

Por desgracia, hay autores que no sólo pretenden alimentarte con piedros; es que además esperan que después les des las gracias. Como la enana de los brackets, que después de dejarte sin fluidos intentó convencerte de que, en realidad, era virgen cuando la conociste.

Imagínate una escena tal que así: Viena, principios del siglo XX. Una señorita de la alta sociedad vienesa se dispone a salir de su casa camino de su primer baile de gala, su puesta de largo, vamos. Llaman a la puerta y entra una amiga suya, vestida ya de fiesta.
«Jo, tía, qué superfuerte. ¿Te has enterado?»

«O sea, no. ¿De qué me hablas?»

«¡A Paquito Nando, tía, se lo han cargado en Sarajevo! ¿De verdad no lo sabías ya? ¡Pero si es trending topic
«¿Nos hacemos un selfie? Que alguien coja mi iPhone.»
Dejando de lado el hecho de que es poco probable que dos niñas bien de la Viena de preguerra hablasen como el estereotipo de megapija finisecular del Barrio de Salamanca, lo cual ya sería lo bastante grave, pero podríamos justificarlo como presunto ejercicio de estilo; el anacronismo de la referencia a una red social, décadas antes de la existencia de la informática de redes, debería justificar por sí mismo que el autor fuese embreado y emplumado. Más aún cuando, con un par de cojones como Europa y Ganímedes, se atreve a justificarse, en nota al pie:
«Aunque el concepto "trending topic" no se empleaba en el Austria del imperio...» bla, bla, bla y más cosas que no leí porque se trataba de aceptar «pulpo» como animal de compañía.
Traducción: «que no, que no había twitter ni facebook, en la época, pero yo hago como que sí porque me sale de las pelotas.»

Juro que una escena no muy diferente la han leído estos ojos, pienso para los gusanos, en una novela pretendidamente histórica de esas que se perpetran en nuestro país y que, como licenciado en Historia, me abren las carnes.

«La mosca»

Hay un viejo chiste que viene al pelo para ilustrar lo que nunca debes hacer después de documentarte para tu libro, y que además nos permite hablar de nuevo de biología y recordar al amigo Manospenes, citado más arriba.

(Si es que da como gustirrinín escribirlo, coño: Manospenes. Manospenes. Manospenes.) 

Un estudiante de Biología prepara el examen final de zoología, que se compone de una única pregunta tema. El estudiante empolla todos los animales del planeta, salvo la mosca. Convencido de su éxito (a fin y al cabo, ¿qué probabilidades hay de que le pregunten por la mosca y no por alguno de los millones de animales que sí ha estudiado?), se presenta a la prueba y, ¡zas!, cae la mosca.

El estudiante suspende el examen y se pasa todo el verano preparando la repesca con un único objetivo: aprenderse de memoria todo lo que es posible saber acerca de las moscas. Llega septiembre y el estudiante se presenta a la recuperación convertido en un moscólogo de pro. Lo sabe absolutamente todo de las moscas, aunque, en el proceso, ha olvidado cuanto sabía del resto de los animales. Se sienta en el pupitre, le ponen el examen delante. Otra vez es una única pregunta: «la vaca».


Inasequible al desaliento, el estudiante coge su bolígrafo y empieza a escribir: «La vaca es un animal con cuernos, patas y rabo. Alrededor de ese rabo suelen congregarse las moscas.» A continuación hace un punto y aparte y escribe: «La mosca:» y suelta, folio tras folio, toda su sapiencia mosquil.


«A mí dejadme al margen de esto, que tengo una reputación que mantener.»
La mejor documentación es la que no se nota. No tomes tu novela como excusa para contarnos todo cuanto sabes acerca de las moscas. No nos importa, no nos interesa, no afecta a la trama ni hace avanzar la acción y además es pelín perturbador descubrir cuánto tiempo has invertido en estudiar a un bicho que se alimenta de mierda.

Tu investigación son los huesos de tu libro. Sostienen la historia. Cuando dejas los huesos a la vista, es que no has alimentado correctamente a tu novela o que, admitámoslo, la pobre falleció hace tiempo. Recuerda lo que ya te comenté sobre aquel concursante de cierto certamen literario que no podía resistir la tentación de demostrar cuánto se había preparado para el examen.

La mosca. Dos puntos.

Mal, chavalín. Mal. Se suponía que esto era una novela.

«Franco medía metro noventa, era rubio, de ojos azules, su padre se llamaba Odín y le dio un martillo mágico con el que podía volar»

Buscar información para tu libro conlleva un pequeño riesgo:

Que te mientan.

Las fuentes no siempre son inocentes. No puedes aceptar sin más lo que leas en una enciclopedia, o un manual, o lo que te cuente un experto. Más te vale, si no quieres acabar poniéndote colorado más pronto que tarde, confirmar esa información mediante, al menos, otras dos referencias distintas, como se supone que deberían hacer los periodistas antes de publicar una noticia.

¿Crees que exagero? Vale, pues imagínate por un momento que sólo tuviésemos Mein Kampf para explicar la Segunda Guerra Mundial. Ah, ¿que te parece una reducción al absurdo? Vale. Otro ejemplo: Supongamos que no sabes absolutamente nada de la historia de Roma. Lees a Tito Livio y sólo a Tito Livio. ¿A qué conclusión llegas? En efecto: Roma invadió, conquistó, saqueó, esclavizó y violó todo el mundo conocido, pero fue en defensa propia.

 

Pero, a veces, ni siquiera la bibliografía es de fiar.

Y ahora viene el ejemplo personal, que además me sirve para reciclar un viejo texto mío. Trabajo que me ahorro.

El objeto en disputa.

Poniendo al día mis notas para cierto libro que planeaba escribir, descubrí una cosa que nunca habría sospechado: mi propia biblioteca puede mentir como una adolescente con brackets. Necesitaba refrescar mis conocimientos sobre el SA80, el rifle de asalto reglamentario del ejército británico, y acudí a los manuales que tenía a mano.
«El rifle de asalto SA80 es la reoca. El puto amo de los rifles de asalto», rezaba uno de esos textos. «Todas las naciones del mundo envidian a la Gran Bretaña por haber dotado a sus ejércitos de un arma tan temible.»

«Debe tratarse de algún error», me dije.
«Os preguntaréis por qué en el SAS usamos el M-16 estadounidense y no el SA80. Bueno...  es que probamos el SA80 y no nos gustó», afirmaba, diplomáticamente, el autor de otro de mis libros.
«Bueno, esto ya parece un expediente X», pensé. Corrí a la Internet y abrí la página de la Wikipedia sobre el SA80. Primera señal de esperanza: «Los SA80 estuvieron plagados de muchos problemas, siendo algunos muy graves». ¡Menos mal! Creía que todo el mundo se había vuelto loco. La entrada de la Wikipedia podría estar un poco mejor redactada, pero...

Pero, ¿qué conclusión sacaría una persona que no entienda nada de armas y lea estos artículos? me pregunté. Porque los dos primeros no mencionan ningún problema, y el artículo de la Wikipedia da a entender que sólo hubo fallos en las primeras unidades del arma, fallos que luego fueron corregidos.

A esto es a lo que me refiero cuando digo que debes desconfiar de tus fuentes, por mucha solvencia que les atribuyas. Porque, pese al chovinismo del primer artículo, la abochornada prudencia del segundo y las falsas conclusiones a las que hayas podido llegar tras leer la Wikipedia (a la que nunca, nunca, nunca, volverás a ver igual), lo cierto es que El SA80 es probablemente el peor fusil de asalto que se ha fabricado jamás: pesado y con un pésimo reparto de masas, imposible de adaptar para tiradores zurdos, con disparador duro y una leva de seguro y botón de retenida del cargador virtualmente inaccesibles. El muy bastardo se dispara solo si cae desde una altura mayor de tres metros, la velocidad de disparo es sensiblemente inferior a la exigida por las especificaciones del Ministerio de Defensa británico, la versión ametralladora (LSW) no admite alimentación por cinta de eslabones desintegrables ni cambio del cañón una vez recalentado y, lo que ya habría dado para más de un sketch de Míster Bean,: si aprietas muy fuerte el SA80 contra tu cuerpo, es muy probable que acciones accidentalmente la palanca de retenida del cargador y expulses éste, quedándote con un arma de guerra per-fec-ta-men-te descargada.

En las fotos queda de puta madre. Ahora, lo que es en el campo de batalla...
¿Quieres que siga? Porque puedo seguir: las bayonetas se caían de sus engarces en el cañón, y se les rompía la hoja; los tornillos de los bípodes, cantonera y anillas de correaje se aflojaban y desprendían; la óptica SUSAT, indiscutiblemente lo mejor del arma, se empañaba, y su ocular de goma permitía que entrase nieve en los ojos del tirador; el extractor y la ventana extractora del conjunto de cierre se congelaban en condiciones árticas, el guardamanos se cuarteaba, los gases de la combustión del cartucho erosionaban el cerrojo y, para más jodienda, era prácticamente imposible limpiar la mierda que acumulaba el engendro en sus partes móviles sin inutilizarlo. Si quieres una prueba más de lo malo que es este artefacto, ahí va un dato: el SA80 no ha conseguido ni un solo contrato internacional. Ni uno pequeñito. Sólo el Reino Unido lo tiene en sus arsenales. Ni la más mugrosa república bananera ha querido armar a sus soldados con tamaña mierda sobrevalorada.
«Pero... ¿Va en serio? ¿Los pobres soldados británicos van a la guerra con eso?»
Como lo oyes, Ginger Rogers. Pero no me creas a mí, que soy un pelagatos. Cree al señor Internet. Mira, mira este artículo de The Guardian, diario español rojeras, antisistema y vendido al PSOE donde los haya.
«¿Y cómo cojones pudo pasar?»
¿Tú qué crees? La pasta. Siempre es la puta pasta. El responsable de diseñar y construir el SA80 fue un consorcio público en bancarrota, la RSAF (Royal Smalls Arms Factory, «Real Fábrica de Armas Portátiles», algo así como la Santa Bárbara española), que, en la época en que se estaba cocinando el SA80, iba a ser adquirida por British Aerospace (hoy BAE Systems), otra corporación estatutaria que había sido privatizada en 1981. ¡Viva Tatcher! No hay que ser muy inteligente para ver en la concepción del SA80 una maniobra trapacera para aumentar el valor de venta de la RSAF mediante un jugoso contrato público. Los de British Aerospace compraron RSAF con unas erecciones tamaño Nacho Vidal pensando en todos los minolles y minolles de libras esterlinas del erario británico que se iban a embolsar vendiéndole aquellas cospetas de la Señorita Pepis a las fuerzas armadas británicas.

Una vez firmada la venta, los directivos de la RSAF fueron a empolvarse la nariz con la mejor coca de Bolivia a un Holiday Inn, rodeados de scorts de lujo en porretas entregadas a juegos lésbicos y sutiles artes francesas, y también a despollarse vivos a costa de los pardillos de British Aerospace, que cuando llegaron al trabajo el lunes descubrieron el bicho del bísnes: el jugoso contrato con el MoD incluía una innegociable cláusula de
«techo» que congelaba el precio del SA80, tanto a las unidades en stock como a las producidas en el futuro. Los yuppies tatcherianos de British Aerospace sacaron los ábacos y descubrieron que la producción de cada fusil de asalto les costaba 100 libras esterlinas más que su precio de venta al MoD.

Desde su retiro hedonístico, los jubilados mandamases de la RSAF oyeron un grito de cólera, desesperación y horror procedente de Enfield Lock, se carcajearon otra vez y siguieron metiéndola en caliente a doscientas libras la hora.

«Dispara tú, que a mí me da la risa.»
¿Cómo salieron del paso los de BA? Venga, hombre, ¿cómo salen del paso siempre estos tipos? Pues recortando («austeridad», lo llaman ahora). En su desesperado intento por abaratar la producción de un arma ya calamitosa, los de BA recortaron en materiales, recortaron en mano de obra, recortaron en controles de calidad, recortaron, recortaron, recortaron... ¿Existía ya entonces el acero inoxidable y los plásticos de alto impacto? Sí, por supuesto, pero en BA procedieron como si no se hubiesen enterado.

Por alguna razón que desconozco, el Ministerio de Defensa británico anunció en octubre de 1987 que el SA80 era plenamente operativo y que iba a ser adoptado de inmediato. Y eso a pesar de que ni una sola de las primeras 60 000 unidades entregadas cumplía con las especificaciones del contrato. O al MoD le dio cosica admitir que se había gastado una millonada en un fusil de asalto más inútil que un condón de calceta o alguien en British Aerospace hacía unas mamadas de ensueño.

El bautismo de fuego de esta auténtica mierda, en su versión presuntamente mejorada SA85, fue durante la Primera Guerra del Golfo, en la Operación Granby, lanzada para proteger Arabia Saudí y reconquistar Kuwait, en la que participaron unos 43 000 soldados británicos. Por primera vez, los SA80 fueron puestos a prueba en condiciones reales de combate.

Gracias a Dios que la Primera Guerra del Golfo fue fundamentalmente un conflicto de artillería, blindados y aviones, porque, de haberse producido un enfrentamiento de cierta entidad entre unidades de infantería, aquello pudo ser la mayor follada por la oreja de la tradición marcial del Reino Unido desde la Carga de la Brigada Ligera.




«¡Cago en Dios, MacTavish! ¡Se me ha vuelto a encasquillar!»
A la expulsión defectuosa de las vainas vacías, los  encasquillamientos por acumulación de suciedad en la recámara y buena parte de los fallos de diseño y funcionamiento mencionados más arriba, se añadió el misterioso caso de los cargadores saltarines: a pesar de que les habían advertido sobre ello y los bravos infantes británicos evitaban ponerse cariñosos con sus SA80, por si acaso accionaban accidentalmente, ¡ups!, el botón de retenida del cargador y el muy hijoputa se iba, ¡yupiiiii!, a buscar mejor vida, un fallo no descubierto previamente en el diseño del brocal del arma hacía que, aunque caminases con los brazos estirados, evitando tocar con tu cuerpo el puto fusil de asalto (y dando vergüenza ajena), podría suceder que tuvieras necesidad de disparar y, «Bloody hell! This isn't serious, mate!», tu cargador de treinta disparos, que cuando lo introdujiste en tu fusil ya te dio la impresión de que quedaba un poco flojo, se cayó hace como treinta millas, my friend.

Los infantes británicos estaban tan escarmentados por el pésimo funcionamiento del SA85 que los fusileros que conservaban sus cargadores disparaban sus armas en modo exclusivamente automático, ansiosos por desembarazarse cuanto antes de sus municiones, en plan, «cuanto más rápido dispare, menos probabilidades tendré de que se trabe, el hijoputa»; mientras que los servidores de ametralladora de los SA85 LSW disparaban sus armas tiro a tiro. De chiste de Gila. «No, ametralladora no tenemos; tenemos un rifle y lo dispara un tartamudo».

Por fortuna, los pobres Boinas Rojas no mataron a nadie.

Por desgracia para ellos, de haber querido, dudo que hubiesen podido.


La hipotética señorita (confiemos en que fuese una señorita), de las piruetas linguales debió de hacerse de oro en dietas, participación en beneficios y stock-options de British Aerospace, porque a despecho de su penoso papel en el golfo pérsico, el SA80 siguió en servicio durante años, sin cambios significativos pese a varios programas de actualización que apenas supusieron mejora alguna. Una vez más, quedó demostrado que Dios velaba por los paracas británicos, que, durante la intervención británica en Kosovo, en 1999, no trabaron ningún combate de entidad con fuerzas serbias, armadas con copias locales del Kalashnikov, feas, imprecisas, baratas, infalibles.

Ya en el siglo XXI, los oficiales británicos se plantaron y le dijeron al ministro del ramo:
«o arreglas esto o la próxima guerra la va a librar tu señor padre con los cuernos», así que el ministro se subió la cojonera y le encargó un programa de renovación completo a... Heckler und Koch (sí, los que hacen esas armas que quedan tan molonas en las pelis, matan mucho y no se encasquillan). Cuentan las malas lenguas que, cuando los ingenieros de H&K tuvieron al fin acceso a uno de los SA85, lo desmontaron, lo inspeccionaron... y salieron a emborracharse. Al día siguiente, todos tenían resaca, uno se había sometido a una operación de reasignación de sexo y a otro aún lo están buscando.

 

Aunque supuestamente los L85A2 modificados por la firma alemana están a años-luz de sus predecesores, sus usuarios se quejan de que sigue siendo un arma poco fiable. Quizá porque ni siquiera los de H&K pueden hacer milagros... o quizá porque no iban a arreglarle la papeleta a sus competidores, que hay que ser tonto para pedírselo, coño.
 
Cuando te documentes para cualquier chorrada como ésta, no olvides el pequeño caso particular sobre el cual acabo de iluminarte. Los libros también mienten, como los pacientes del doctor House. A veces, incluso varias fuentes distintas te contarán la misma mentira, tú la repetirás como un lorito sin sentido crítico alguno... y te caerán hostias hasta en el cielo de la boca.

En serio: ¿seguro que quieres escribir ese libro? Te lo pregunto porque un exceso de celo podría dar con tus huesos en la cárcel cuando publiques en tu libro una...

«Receta para fabricar bombas»

Literalmente.

 

En El club de la lucha, libro que, no hace falta que lo digas, no te has leído, que con ver la peli es suficiente, Chuck Palahniuk describe varios procedimientos químicos para fabricar explosivos con sustancias de uso cotidiano. Alguien debió de hacer la prueba en su casa (hay gente para todo) y escribió a la editorial, muy cabreado, porque aquello no funcionaba. Las putas recetas eran falsas.
«Sí», admitieron los editores. «Es que nuestro departamento legal nos recomendó que  Chuck las cambiase
Correcto: el manuscrito original de Chuck se parecía más bien a El libro de cocina del anarquista. Los de W. W. Norton & Company convencieron al escritor de que introdujese algunos cambios, sólo en caso de que a alguien le diese por intentar enviar a la luna su apartamento en Queens, y a su madre, y a sus vecinos.


Por increíble que parezca, existe.
Chuck Palahniuk sabe fabricar nitroglicerina. Napalm. A lo mejor incluso gas sarín casero. Con productos de droguería. Aprendió mientras se documentaba para El club de la lucha.

Chuck Palahniuk tuvo suerte de publicar El club de la lucha antes del 11-S, de los atentados de Boston, o le habrían hecho sudar, pero bien, en un sótano del FBI. Hoy, si a Chuck le diese por sacar su texto original, sin enmiendas, le aplicarían la Patriot Act y lo meterían en el primer vuelo sin escalas a Guantánamo.

Bueno, aquí no pinta nada el FBI, pero sí la Guardia Civil, que tampoco tienen ni pizca de sentido del humor.

¿Qué coño intento decirte? Pues que investigando para tu libro te puedes meter en un buen carajal. Dile al juez que todas esas visitas a páginas yihadistas eran sólo para documentar una novela que estás escribiendo. Verás qué gracia le hace. Explícale a la fiscal feminista que no, que no eres un puto pederasta, que sí tenías doscientos vídeos de pornografía infantil, pero no por vicio, sino porque el protagonista de tu libro sufrió abusos en la infancia y necesitabas comprender su atormentada psicología a fin de... esto... ¿Me está escuchando, señora fiscal?

Mis novelas no me han llevado delante de ninguna autoridad...

...todavía...

...pero sí que me han reportado algunas conversaciones... interesantes.


«¿Qué lees?»

«Ése libro. ¿Qué es?»

«Ah. Es... un manual de BDSM

«¿Y qué es el BDSM»
Se lo expliqué.

(La interlocutora era mi madre)

Otra conversación en torno a un libro:
«¿Quién es ése?»

«¿Quién?»

«El de la portada.»

«Es Jeffrey Dahmer

«¿Y qué es? ¿Un actor o algo así?»

«No. Es... el caníbal de Milwaukee»

«¿El qué?»

«Un asesino en serie. Secuestraba y asesinaba a autoestopistas, y violaba los cadáveres.»
«Entiendo... Y lo del BDSM ¿cómo lo llevas? ¿Has encontrado ya una buena sumisa, o te va más bien ser tú el siervo?»

 

En serio: ¿de verdad te apetece tanto escribir ese libro?

Colofón: la gente que no siente curiosidad no aprenderá nunca. Nada. Y tampoco escribirán nunca un libro decente. Si cuando Sheldon y Rajesh mantuvieron aquel oscuro diálogo sobre quién era la mejor actriz india, Aishwarya Rai o Maduri Dixit, simplemente lo dejaste pasar y no volviste a pensar en ello, lo más probable es que seas un cretino incurable y tal vez deberías considerar el suicidio. A menos que descubras un hasta entonces oculto lazo consanguíneo entre tus padres, en cuyo caso podría ser buena idea asesinarlos a ellos primero. Así, además de hacerle un favor a la especie humana, me ahorrarás el bochorno de tener que sacarte los colores hablando de elfos o murciélagos, y también se lo ahorrarás a tus futuros hermanos incestuosos.

Eso sí, si todavía no lo has hecho, por mayor curiosidad que sientas, jamás deberías buscar Eduardo Manospenes en Google.

(¿Tarde? ¡Cachis la mar! ¡Mira que te avisé!)

Además, todo el mundo sabe que la mejor actriz india es Malaika Arora. ¿Por qué? Por lo becerros que nos pone en este número musical, desperezándose como una gata y ventilando el ombligo. Y, mira, por el mismo precio acabas de averiguar de dónde salió la música de los créditos de Plan Oculto, algo que tampoco te habías preguntado nunca, ¿verdad, mongolazo?

De nada.

¿No se te hace raro acabar de leer un texto en Paratroopers don't die sin encontrarte alguna foto sexualmente implícita de Sara Sampaio y metida con calzador?

A mí sí. Un poco.



¡Te pillé!

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